29

Vuelvo a mi relato del viaje tras varios días de interrupción en espera de que Clara se curase de la gripe. Hoy por fin ha ido a trabajar. En los ratos libres que me dejaban las sesiones de consuelo, preparación de tés y dispensa de mimos, me he dedicado a discutir con mi hermano por correo electrónico. Había momentos en que me parecía estar porfiando con él como en los años de nuestra infancia, cuando nos gritábamos y zarandeábamos en la habitación compartida. El día en que se invente la bofetada digital seré uno de los primeros en instalármela. Al Gordo también le ha gustado la segunda remesa de recuerdos escritos, aunque percibo cierta tibieza en las alabanzas. Asegura que en cuanto se haya formado una opinión acerca del conjunto me hará una oferta. No me pide que se lo envíe, sino que de forma indirecta da a entender que aceptaría recibirlo. De paso, como insinuando que otros asuntos, supongo que más urgentes, ocupan sus energías y su tiempo, cuenta que va a salir de viaje. Me disgusta que se dirija a mí en tono de persona que se reserva la última palabra. ¿Acaso planea tratarme como a un subalterno? Le contesto con prosa desapasionada que no me aprieta la necesidad de publicar. «Chúpate esta», pienso para mí. En vez de suplicarme, me replica que me deje de tonterías, que si fuera listo podría ganar mucho dinero. Le digo que me repugna la idea de exponer en público mis intimidades y las de mi mujer a cambio de unos honorarios. Responde a vuelta de correo que lo entiende; ahora bien, si me repugna recibir dinero él estaría dispuesto a publicar mi libro sin pagármelo. Que me lo tome como un gesto fraternal, añade con su típico cinismo. Me dispongo a mandarlo a la mierda; pero en ese momento Clara me pide desde la cama, con voz lastimera, que suba la calefacción, que le haga un puré de patatas, que le lleve el termómetro, que le baje la calefacción, y cuando, después de unos minutos, me siento de nuevo delante del ordenador, me doy cuenta de que no abrigo el menor deseo de ponerme a malas con mi hermano.

Despliego como la última vez el mapa de Rügen sobre la mesa. Puesto que aún no pesa sobre mí la prohibición de meter incisos donde me dé la gana, tengo antojo de afirmar que el litoral de la isla, tan poco verosímil, parece diseñado por la fantasía de un niño. ¿Qué más? Echo un vistazo a las páginas del otro día porque se me ha olvidado lo que estaba relatándome y le pido por favor a la memoria que me traiga recuerdos. Criada leal, el primero que me trae es uno en que me veo, a la mañana siguiente de nuestra llegada a Bergen, dirigiéndome a un supermercado que nos recomendó de víspera la señora Klinkenberg, bla, bla, bla, euros, a poca distancia del piso. Me apresuré a comprar panecillos y otros ingredientes del desayuno con la esperanza de disponer de tiempo para buscar una farmacia por los alrededores. No vi ninguna. Pregunté a tres chicos con pinta de colegiales. Me dieron unas indicaciones tan confusas hablando todos a la vez, me mandaban tan lejos, les causaba tanta risa ayudarme, que me olí la broma habitual a costa del forastero ingenuo. Determiné en consecuencia esperar una ocasión propicia durante la jornada para llevar a cabo mi propósito a escondidas de Clara. En el supermercado compré una caja de tiritas. Algo es algo.

No creas, hermano, que no pensé en el botiquín del coche; pero, aparte de que el chisme ya tenía vencida la fecha de caducidad, lo guardábamos en el hueco donde va encajada la rueda de repuesto y aún no habíamos podido descargar todos los bultos. La presencia de Clara me impidió registrar a fondo el piso de la señora Klinkenberg. Así que antes de vaciar el maletero y emprender nuestra primera excursión por la isla se me ocurrió mojar la herida con agua de colonia, en la esperanza de que su parte de alcohol obrara el efecto de un desinfectante. Me coloqué hasta tres tiritas, una encima de otra, sobre la zona afectada, confiando en que la medida redujese las molestias cada vez mayores que sentía al pisar. Y con salud y buen humor fingidos me senté al volante y me fui con Clara por carreteras de sube y baja, flanqueadas de árboles y de cruces numerosas en recuerdo de las personas muertas al estrellarse contra ellos, al extremo norte de la isla, a un lugar con tres faros llamado Kap Arkona del que yo nunca había oído hablar. El nombre me sonaba en relación con aquel barco de pasajeros (el famoso Cap Arcona) hundido por la aviación británica días antes de la capitulación de Alemania. Leo en Google que entre las víctimas figuraban más de seis mil prisioneros del régimen nazi y eso es cuanto puedo y quiero escribir al respecto.

Desde Bergen se tarda poco en llegar a Kap Arkona. Aún se tardaría menos si la carretera no rodeara un fiordo que penetra hasta el corazón de la isla. A la entrada de un pueblo llamado Putgarten tuvimos que dejar el coche en un aparcamiento de pago, pues el tramo final de dos kilómetros estaba cerrado al tráfico de vehículos no autorizados. Se me hace a mí que los automovilistas constituyen una de las fuentes principales de ingresos para los municipios de Rügen. Se veían parquímetros por todas partes. Los vimos incluso en parajes naturales con suelo de arena y hierbajos, en descampados sin otros signos de civilización que los propios parquímetros y en rincones solitarios del bosque donde no podíamos menos de imaginar a los encargados de poner multas escondidos detrás de los árboles. Clara incluyó en su libro un irónico pasaje sobre dicho asunto.

Para subir a los faros de Kap Arkona disponíamos de tres medios de locomoción: un tren con neumáticos, carros donde cabían varias personas, tirados por caballos, y nuestros pies, de los cuales yo tenía uno inservible. La señora escritora rechazó mis dos propuestas. «Ratoncito, de verdad, tú que tanto te ríes de los turistas, ¿quieres montarte en esos ridículos juguetes?». Invoqué el primer argumento que me vino a la boca. Ella lo derribó con la proverbial indelicadeza de los que están exentos de dolor. Que dos kilómetros eran poca distancia, que a nuestra edad conviene evitar la vida sedentaria, que últimamente había notado en mí síntomas de pereza. Echamos a andar por la única calle del pueblo digna de tal nombre. Al principio recorrimos un tramo de adoquines cuyos cantos se me clavaban sin piedad en la herida. A los bordes del camino se sucedían los puestos de venta de antigüedades, pescado ahumado, artesanías, baratijas y otros productos por los que, tanto a la ida como a la vuelta, me interesé vivamente aunque no me interesaban nada, solo que al pararme delante de los diversos tenderetes y casetas le procuraba descanso al pie. Abrigaba la certidumbre de que mi problema aumentaría en cuanto Clara lo conociese. Por dicha razón prefería sufrir en silencio. Salimos a campo abierto. Nos precedían y seguían otros paseantes cuya manera despreocupada de moverse despertaba en mí una mezcla de envidia y amargura. Me resultaba imposible no ver en ellos a unos exhibicionistas de su buena salud. Mi único consuelo era que el duro asfalto me hacía el efecto de una alfombra en comparación con los adoquines del pueblo. Al fondo, sobre una elevación, descollaban tras una hilera de árboles frondosos dos faros juntos, uno alto, delgado y cilíndrico; otro bajo, grueso y cuadrangular. A la derecha, solo en la linde de un haza, se veía otro más moderno que quizá alumbre por las noches o quizá no, porque lo cierto es que, preocupado por mi dolencia en el pie, no retuve en la memoria cuáles eran faros, cuáles museos y cuáles las dos cosas y puede que algunas otras más. La carretera avanzaba en soportable pendiente. Nos adelantó a velocidad turística el tren azul y blanco. Juraría que advertí en los vidrios y carrocería de sus cuatro vagones el lustre aparatoso de las ambulancias. Me habría ofendido menos una injuria que la felicidad sonriente de sus viajeros y algunas manos infantiles que se agitaron en el aire en señal de saludo. Varias veces traté de caminar por la hierba; pero Clara, que no entendía que me apartase de su conversación, me instó en todas las ocasiones a volver a su lado como quien llama a un perro. «Ratoncito, parece que cojeas». «¿Quién, yo? Es que he pisado una piedra». «¿Y por qué no vienes por la carretera como todo el mundo? Tengo la sensación de que voy hablando sola».

Ni siquiera cuando llegamos al pie de los faros se divisaba el mar. En parte lo impedía un tupido bosquecillo que se descolgaba por el acantilado hasta muy cerca de las rocas donde batía con fuerza el agua. La razón principal, sin embargo, residía en una característica orográfica de la costa oriental y norte de Rügen. La menciono, hermano, porque no es de las que se ven todos los días. Por aquellos confines de la isla el terreno asciende desde el interior hacia el mar. No pienses que la línea costera está formada por una cadena montañosa. No es ese el caso. El punto más elevado de Rügen queda por debajo de los doscientos metros de altitud. Así pues, el caminante que se dirige a la costa va subiendo por una suave inclinación hacia el horizonte. Al mismo tiempo, el horizonte se acerca suavemente hacia él hasta que de manos a boca los dos se juntan en el borde de un precipicio desde el cual, por fin, se avista la planicie marina. La bajada hasta la orilla se efectúa con frecuencia por escaleras empinadas. La de Kap Arkona, de madera, con dos anchos rellanos intermedios donde el fatigado caminante puede tomar aire o dejar paso a turistas más rápidos, salva en línea recta un desnivel de cuarenta y tantos metros. Constaba de 198 peldaños, a no ser que la señora escritora, en cuyo libro figura el dato, errase el cómputo. Considerando que terminó una carrera universitaria, no hallo motivos para desconfiar de los resultados de su trabajo de campo, por más que enredando hace unos minutos en Google he comprobado que varias páginas webs coinciden en atribuirle 230 peldaños a la escalera de Kap Arkona, también llamada Escalera del Rey. ¿Qué sería de la carrera literaria de mi mujer si los críticos de la literatura alemana actual se enterasen de tamaña diferencia de cifras?

Exaltada por la hermosura del paisaje, Clara propuso que nos llegáramos sin demora a la orilla. En honor a la verdad, más bien la obligué a proponérmelo, pues mientras que ella, rauda, saltarina, rebosante de salud, se había apresurado a bajar unos cuantos peldaños, yo permanecía inmóvil en el borde superior, estudiando, como acaso estudien los viejos achacosos los riesgos de implicarse en un lance sexual, los pros y los contras de la ardua, peligrosa, acaso imposible tarea que se extendía delante de mí. «Ratoncito, ¿te da miedo una escalera?». No quise responderle. Empecé a bajar con la debida cautela, prestando atención exagerada a la espesura circundante a fin de justificar mi lentitud. Cada vez que tocaba pisar con el pie derecho, aventuraba un paso firme, dirigía la mirada al frente, me hacía el sano. En cambio, cuando tocaba pisar con el izquierdo, apoyaba tan solo el talón encima de la huella, lo que me obligaba a renquear; me agarraba con fuerza al pasamanos, me sentía de súbito atraído por no recuerdo qué detalles de la arboleda. Clara, que bajaba delante de mí a una distancia cada vez mayor, ni siquiera cuando volvía la cabeza se daba cuenta de mi andar penoso, tan desigual que provocaba dos clases de sonido en los peldaños: toc, tec, toc, tec, según pisaba con un pie o con otro. Temí que en cualquier momento me adelantara una señora de noventa años o me tirase al suelo sin malicia un niño veloz. Entre mí me dije: «¡Qué grande, qué intenso, qué puro debe de ser mi amor por esta mujer! De otro modo no me explico que yo ahora me resigne al sufrimiento por no negarle un capricho». La alcancé, toc, tec, al final de la escalera, en un rellano similar a un balcón desde el que se divisaba una amplia panorámica marina. De allí arrancaba hacia la izquierda, adosada al talud, una pasarela de tablas que, tras recorrer un trecho como de treinta metros, conducía a una playa de piedras en la que quedaban los restos de no sé qué instalación militar. La pasarela desembocaba en una nueva escalera. ¿Aclara esta circunstancia el misterio de los treinta y dos peldaños que faltaban en el cálculo de la señora escritora?

A mi llegada al mirador, Clara aspiraba con ostensible deleite la brisa fresca que le revolvía los cabellos y jugaba con los pliegues de su blusa. Iban y venían por nuestro lado otras personas con sus cámaras digitales, sus indumentarias de colores chillones y sus chistes sin gracia acerca de la longitud de la escalera, y en un momento en que nos quedamos solos, ella dijo, eufórica: «Estoy a punto de reventar de felicidad. ¿Tú, no?». Para librarme de su mirada inquisitiva no vacilé en contestarle lo que sin duda estaba esperando que contestase; pero se conoce que no me supe expresar con suficiente arrebato. Me aconsejó que en el futuro me ejercitara en el arte refinado de la contemplación, sin el cual, a su juicio, es imposible disfrutar de cierto bien escaso al que llaman «belleza». Me preguntó en el mismo tono impertinente si conocía el significado de dicha palabra. Nunca he conseguido comprender cómo pude resistir la tentación de arrancarle la sonrisa de la cara, como si fuera un trozo de esparadrapo, y arrojarla a las olas.

El regreso me resultó un suplicio más tolerable de lo que había temido. Apoyando sobre cada peldaño la mitad anterior de los pies, evitaba pisar con el punto donde sentía las punzadas. Esta técnica de subir escaleras, que en realidad es la habitual a menos que uno camine de espaldas, no me ahorraba del todo el dolor, pero sí la cojera. Incluso alcancé antes que Clara la explanada del promontorio, lo cual me permitió esperarla sentado en un banco. Llegó con la lengua fuera. «He contado», dijo con la voz entrecortada por la fatiga, «ciento noventa y ocho peldaños. ¿Tú también?». «Exactamente los mismos», mentí sin faltar acaso a la verdad. Al iniciar la subida le había prometido contarlos; pero lo cierto es, hermano, que por razones que se dejan fácilmente adivinar no me había levantado yo aquel día con ánimo de emprender trabajillos de agrimensura.

Convinimos en acortar el tiempo de la visita inspeccionando las torres por separado. Ella, como más cansada, se adjudicó la pequeña de ladrillos rojos. Quizá, por un reparo pudoroso, no quiso meter su cuerpo femenino en la otra después que yo la hubiese comparado con un pene enhiesto. «La luz es el semen que se derrama en la oscuridad, ya que los faros, por si no lo sabías, generalmente se excitan de noche. Tú entenderás mucho de belleza; pero yo entiendo más que tú de esto otro». Me mandó callar, temerosa de que alguien pudiera oírme. No sabía yo que la gente de su país se pudiera escandalizar a causa de una simple y previsible metáfora, ideada por un desconocido delante de un par de faros. Mi inocente réplica produjo en el interior de su organismo una descarga de hormonas teorizantes. Al ver que se sentaba a mi lado, comprendí que se disponía a darme una lección no breve. Me alegré de veras, no tanto por la posibilidad de adquirir conocimientos en una disciplina de escaso interés para mí, como por la inesperada prolongación del descanso. Me sorprendió con una singular hipótesis para explicarme la diferencia entre un poeta y yo. A dicho fin postuló la existencia de actos del lenguaje que comportan un grado neutro de prestigio de la realidad. Me puso, con buen sentido pedagógico, un ejemplo: «El perro come carne». Afirmó que la frase expresa de forma objetiva una idea. Por tanto, su significado no cambia si la dice esta persona o la otra, en este idioma o el otro. «Ante la escena del perro», prosiguió más o menos con estas palabras, «un poeta se esforzaría por conferir prestigio a la realidad. Intervendría en ella con su arte idealizador, resaltando pormenores nobles y agradables, seleccionando con sentido rítmico los vocablos, usando expresiones bellas, eufónicas, sugestivas». «Yo a eso lo llamo cursilería o religión». «¿Te das cuenta, ratoncito? No paras de rebajar la realidad. Te mofas de ella a todas horas, la parodias y ridiculizas, y de este modo te colocas en el polo opuesto a la poesía». Cada dos por tres, el pie dolorido me susurraba a la oreja: «No pares de hablar, formula preguntas, contradícela. Cuanto más larga sea la conversación mayor tiempo permanecerás sentado y yo, libre de molestias». Dije: «¿Por qué tengo que ensalzar la realidad? Dudo que la física y la química me traten con más delicadeza que yo a ellas». «Lo que quiero decir es que por lo general antepones la risa al sentimiento poético». «O sea, que yo vivo por debajo del grado neutro y tú por encima. Apostaría a que me tienes por un tipo vulgar». «Hazme el favor de no atribuirme afirmaciones que no han salido de mi boca». «Pero entonces ¿qué quieres de mí? Oye, ¿no estarás tratando de educarme?». «Me conformaría con que de vez en cuando te mostraras un poco romántico conmigo», etcétera.

Tenía yo hecho el propósito secreto de no subir a la punta de la torre, sino quedarme a medio camino y luego referirle a Clara, con algún floripondio verbal de su gusto, lo que no me costaba suponer que se veía desde arriba; pero a tiempo de separarnos me entregó la cámara con el ruego expreso de que tomase fotografías enfocando los cuatro puntos cardinales, y por este motivo, apoquinados tres euros a la entrada, no tuve más remedio que imponerles a mis pies la subida de otros 148 peldaños en espiral, numerados cada uno de ellos con cifras estarcidas en la contrahuella, lo que me dispensó del engorro de contarlos. No tardé en darme cuenta de que había hecho bien en llegarme a la punta de la torre, ya que, nada más salir a la repisa con barandilla que rodeaba el extremo superior, vi que Clara me saludaba con la mano desde la plataforma del otro faro.

El descenso se me hizo tan trabajoso que me vi forzado a detenerme en varias ocasiones. Debido a que en mi estado dolía menos subir escaleras que bajarlas, las últimas vueltas de espiral las di andando hacia atrás, lo que resultó un truco efectivo para engañar al pie. Bajaba despacio, agarrándome al barandal de hierro con las dos manos a la manera de un viejo débil; eso sí, sin dejar de aguzar el oído por si se acercaba gente tentada de refocilarse. Clara me preguntó con tonillo de reproche la razón de mi tardanza. Estuve a punto de revelarle la verdad; pero me mordí la lengua convencido de que en el curso de la jornada me las ingeniaría para encontrar a escondidas un remedio eficaz a mi problema. Dije que me había entretenido admirando la maravilla azul que se observaba desde lo alto de la torre, sin disputa uno de los espectáculos más cautivadores que me había puesto la naturaleza ante los ojos. Clara tuvo la desfachatez de interrumpirme para aseverar que hasta sus alumnos menos dotados mentían mejor que yo.

Nos habíamos juntado cerca de una atracción curiosa que había al pie del faro rojo, en cuyo interior, según supimos y ella explica en su libro, se albergaba una oficina del registro civil. De todas partes de Alemania, incluso de las regiones más alejadas, venían parejas de novios a contraer matrimonio en aquel insólito lugar. Consumada la ceremonia, era costumbre que los recién casados colocasen delante de la torre, en un espacio acotado al efecto, una baldosa donde figuraban sus nombres y la fecha de su enlace. Las baldosas, todas del mismo tamaño, se alineaban conforme a un orden estricto. Predominaban las grises y rojizas. Aun cuando las había en gran número, todavía quedaba sitio libre en el suelo para tres o cuatro hileras más. A mí, sintiéndolo mucho por el prestigio de la realidad, me parecieron lápidas de cementerio. Como advirtiese que Clara las observaba con atención, incluso con recogimiento, le pregunté si estaba susurrando un responso por el alma de aquellos muertos enterrados de dos en dos. Por toda respuesta me clavó una mirada en absoluto amorosa. Se metió a continuación en una tienda de recuerdos, de la que salió al cabo de largo rato con una bolsa repleta de productos típicos de la isla, además de con esa figura de los dos faros de escayola que todavía conserva sobre una de las baldas de su biblioteca. Más cursi, imposible, hermano; pero esta frase, como otras que ya te indicaré, me la suprimes por favor en el caso de que algún día lleguemos a un acuerdo de edición.

De Kap Arkona, previa caminata de vuelta al aparcamiento, nos dirigimos por carreteras angostas, cubiertas en algunos trechos de adoquines, a un pueblo costero llamado Lohme, situado en la linde del parque nacional de Jasmund. La guía turística le dedicaba elogios que sedujeron a Clara, sobre todo uno que encarecía la hermosura pintoresca del lugar. Por supuesto que si uno echaba una ojeada a otras páginas, enseguida se percataba de que no había ningún sitio mencionado en la guía que no recibiera elogios similares, si no mayores. Sea como fuere, yo secundé la idea de visitar Lohme en cuanto leí que en aquel pueblo se comía bien. Sabido lo cual, le dije a Clara que no se preocupase por mí, que me sentía con fuerzas para soportar la hermosura esa a la que hacía alusión el libro.

Hacia la una de la tarde nos adentramos con el coche por las calles en cuesta de la localidad. En vano buscamos aparcamiento gratuito. Clara profirió su frase vengativa de costumbre: «Guarda el tique para la declaración de la renta». Suele pronunciarla con tal rotundidad que cualquiera que la oiga dará en creer que un infortunio de notables dimensiones amenaza las arcas del Estado alemán. Caminando entre las casas, nos fue forzoso conjeturar por la posición del sol dónde se hallaba el mar, y eso que a los pocos minutos averiguamos que, en vuelo de pájaro, la costa apenas distaba cien o doscientos metros del aparcamiento. Barrunté escaleras. Y, en efecto, llegando por una calle descendente hasta un mirador donde se arremolinaba un grupo de turistas, nos topamos con ellas, largas, empinadas, inmisericordes, repletas de peldaños que me evocaban la fila de dientes de un monstruo gigantesco dispuesto a ensañarse con la planta de mi pie izquierdo. No había otro medio más cómodo de bajar el precipicio a cuyo pie se agazapaba un fondeadero protegido por una escollera. En su interior se alineaban diversas embarcaciones deportivas, barcos pesqueros de poco calado y alguna que otra lancha de motor. Clara trató de confitarme con un aperitivo. Lo podíamos saborear, dijo haciéndome carantoñas, en la terraza de cierto café que se veía en un rincón del fondeadero. Yo no pensaba sino en buscar una farmacia. Le sugerí que bajase sola, sacara fotografías, estudiase las posibilidades literarias del lugar y se reencontrara conmigo cuando le viniera bien ante la puerta del hotel Panorama, donde pensábamos disfrutar de nuestro almuerzo de mediodía después de haber leído que en su veranda había apagado el hambre el novelista Theodor Fontane ciento y pico años atrás. Se me hace a mí que la hembra avispada empezó a sospechar que algo anómalo ocurría conmigo. No dijo nada; pero su renuncia repentina a bajar al fondeadero, el silencio creo yo que caviloso en que se sumió mientras subíamos por la calle que conducía al hotel; en fin, cierta tenacidad en su mirada, sembraron en mí la convicción de que una chispa de suspicacia había prendido en sus pensamientos. «¿Te gusta este pueblo?», me preguntó de improviso cuando pasábamos junto a la entrada de una tienda de cerámica. «Depende de cómo den de comer». No mostró interés ninguno en proseguir la conversación que ella misma había iniciado. Quizá aquellas pocas palabras mías o simplemente el desenfado con que las pronuncié desmintieron algún augurio malo que tenía. Más no recuerdo que habláramos por el corto trayecto hasta el restaurante del hotel.

Comimos separados por una vela encendida, Clara lo suyo de costumbre, yo arenques fritos con patatas asadas al romero. En cumplimiento de nuestra solicitud nos fue asignada una mesa próxima a uno de los ventanales. Desde allí el comensal de turno podía recrear la mirada en la reducida franja de mar visible tras los árboles que se apretaban detrás de un seto. Otras mesas disponían sin duda de mejores vistas, pero estaban ocupadas. Mientras esperábamos la comida, Clara se puso de pie y estiró cuanto daba de sí su cuello con el fin de extasiarse contemplando una porción mayor del paisaje marino. Al punto me ofrecí a hacer para ella una descripción pormenorizada de la superficie del mar oculta detrás de la vegetación. Con tal de complacerla, dije, me esforzaría por inventar algún adorno que rompiese la uniformidad de la llanura acuática: no sé, una nave de cuando la isla pertenecía al rey de Suecia, tres o cuatro delfines que jugaran a poner penachos de espuma sobre el agua, esas cosas. También le dije que no perdiera la esperanza, que como tardaban mucho en servirnos, el invierno llegaría antes que hubiéramos empezado a comer; los rigores atmosféricos pelarían las ramas de los árboles y entonces ella, suprimido el molesto muro vegetal, podría disfrutar a su antojo del fastuoso panorama sin necesidad de levantarse de la silla. «¿Has dicho algo?», me preguntó en el momento de sentarse. Y añadió, como hablando para sí: «Con pocos cambios, he visto lo que vieron los ojos de Fontane, igual que en algunos sitios del Harz vi lo que vio Heinrich Heine o en Lübeck Thomas Mann y, con más seguridad, Günter Grass». «Ahora solo te falta escribir lo que ellos escribieron», pensé; pero no lo dije porque supuse que aquel no era el momento idóneo para destruir nuestro matrimonio.

A la llegada de los arenques iba para varios minutos que yo había apurado mi vaso de cerveza sin alcohol. Pedí un segundo; un rato después, pensando en combatir los efectos de la excesiva sal en el pescado frito, un tercero, y habría pedido el cuarto si no fuera porque Clara puso a mi disposición su botella mediada de agua mineral. Hermano, no temas que me explaye en minucias culinarias. Ya comprenderás más adelante, si lees con la atención que les presupongo a los editores, por qué cuento todo esto. Continúo. Bebido el tercer vaso, me dirigí al servicio, que estaba fuera del restaurante, junto a la entrada del hotel. A la vista de la puerta abierta, se me ocurrió aprovechar los tres minutos que me parecía razonable emplear en el vaciado de la vejiga, la ablución de las manos y demás, en la búsqueda de una farmacia por los alrededores. Con ese propósito, que hoy juzgo absurdo, salí del hotel y, tan deprisa como me lo permitía el pie dolorido, anduve por dos o tres calles desiertas sin que me fuera posible lograr mi empeño. Ni tan siquiera me topé con algún habitante del pueblo a quien preguntar. Habían transcurrido cerca de ocho minutos cuando regresé al restaurante sin tintura de yodo, guata ni alivio de mi apuro. «Ratón, ¡cuánto has tardado!». «Si te pica la curiosidad no tengo inconveniente en explicarte por qué una persona que se alimenta a diario tarda lo que tarda en volver del servicio. En resumidas cuentas, ha ocurrido del modo siguiente». «Oye, no te he pedido que me lo cuentes». «En realidad, ha sido un acto exento de emoción». «Pues ni aunque hubiera sido emocionante. Además, no sé si te das cuenta de que aún estoy comiendo».

A la señora escritora le había tomado desde por la mañana un afán por conocer la isla a fondo. Le recordé que no otra solía ser su actitud cada vez que en el curso de nuestro viaje llegábamos a un sitio nuevo. Esta vez, sin embargo, estaba decidida a no emplear el método habitual de trabajo, sino otro que consistiría en dedicarse exclusivamente al acopio de datos, reservando para jornadas ulteriores la redacción de los episodios relativos a Rügen sobre la base de la documentación previa. Por razones que no aclaró (o sí, pero yo no escuché), aquel procedimiento le parecía preferible a dejar como hasta entonces un margen breve de tiempo entre las visitas y la faena literaria. En lo que a mí respecta, la principal desventaja del método referido se cifra en la palabra «prisa». En el restaurante no tuve tiempo de postular la exploración sosegada de la isla, tampoco de beber café. Apenas ella hubo ingerido el último trozo de planta, hecho a toda mecha varias fotografías del local y escrito a vuelapluma algunas notas en el moleskine, salimos pitando hacia nuestro siguiente destino, dentro del cercano parque nacional de Jasmund.

Nos fue forzoso dejar el coche a la salida de una aldea, en un aparcamiento por supuesto de pago, pues la carretera que conducía a través del bosque hasta el acantilado de Königstuhl (Silla del Rey), que era adonde teníamos previsto dirigirnos, estaba cerrada al tráfico de vehículos particulares. Clara se enorgullecía de haber leído numerosas páginas acerca del Kónigstuhl. Sin embargo, ignoraba aquella circunstancia de la carretera cortada, de suerte que nos topamos con una barrera y dos vigilantes junto a una garita que nos abochornaron, a mí por lo menos, obligándonos a retroceder igual que a dos leprosos. «Exageras, ratoncito». Del aparcamiento salía cada cierto tiempo un autobús tampoco gratuito con dirección al Kónigstuhl. Supimos, al apearnos del coche, que estaba a punto de partir. Conque nos apresuramos a pasar por taquilla y agregarnos a la muchedumbre de viajeros que abarrotaba el vehículo, donde, huelga escribir, no quedaba ningún asiento libre. Yo me sostuve sobre un pie los casi tres kilómetros que nos separaban de la costa. El otro lo puse a descansar con disimulo apoyándolo en la rueda de un cochecito para niños. Al cabo de un rato, Clara se dio cuenta y me arreó un codazo para que retirara el pie de allí inmediatamente.

El acceso al célebre acantilado costaba seis euros por persona. A Clara se le enfadaron las cejas nada más pararse delante del cartel de los precios. «Ratón, confírmame por favor que los ojos me están engañando». «Tus ojos miopes ven de maravilla. Tal vez nos convendría aceptar que esta gente criada en el viejo sistema comunista ha contraído la pasión por el capitalismo. Así ha funcionado siempre el péndulo de la Historia». «Tres euros se podrían admitir, porque comprendo que hay que mantener las instalaciones limpias y cuidadas, pero ¡seis!». «Una solución sería hacernos pasar por niños. Fíjate, pagaríamos la mitad». No me escuchaba, abismada en un monólogo refunfuñante del que a veces se desprendía alguna que otra palabra inteligible: injusticia, robo, descaro. Yo, que vi la ocasión de ahorrarme fatigas, le sugerí que entrase sola. «Piensa que puede ser útil para tu trabajo». «Seis euros, ratón, por asomarse al mar desde lo alto de un risco gredoso. ¿Te das cuenta? Si fueran tres, aún». «Pues paga seis y considera que nos hemos asomado los dos». Convencida de que los visitantes eran objeto de abuso, se acercó con la firmeza de una defensora de causas justas a la mujer que atendía detrás de la ventanilla. Fui detrás de ella. Se me acababa de ocurrir otra solución, esta sin duda infalible. Escalando los 117 metros (según la guía) de acantilado casi vertical no tendríamos que pagar un céntimo. Por desgracia, el pie izquierdo no me dejaba caminar todo lo deprisa que yo quería. Por dicha razón no llegué al costado de Clara a tiempo de impedir que cometiera la ingenuidad de presentarse como escritora que había venido al Konigstuhl a documentarse para un libro. Tras citar media docena de ciudades del norte de Alemania recorridas por ella con motivo de su proyecto, afirmó que hasta la fecha no se le había negado ayuda en ninguna parte. Acabado el preámbulo explicativo, aseguró que no tenía previsto entrar en el recinto de exposiciones que se divisaba al fondo de la pequeña cuesta, sino solamente tomar una serie de notas acerca del paisaje con el propósito de escribir más adelante una descripción literaria. O sea, que si podían llegar a un acuerdo para la reducción del precio de la entrada, en cuyo caso ella comprometía su palabra de no permanecer más de diez minutos en el Konigstuhl. La taquillera, que por fin hizo un gesto como de haber comprendido, le respondió que lo sentía mucho, pero las normas…, etcétera. Clara se volvió visiblemente despechada hacia mí para decirme, de forma que la mujer lo oyera, que yo tenía razón: «Sin duda han sido muy aplicados en el aprendizaje del capitalismo». En voz baja le reiteré mi propuesta de privarme de la visita. «Además», le dije, «desde el Konigstuhl no se ve el Konigstuhl». Aquella revelación elemental la apaciguó. Confiándome la cámara para que sacase fotografías del acantilado desde alguna perspectiva interesante, pagó los seis euros sin dignarse mirar los ojos de la taquillera y entró.

Me es imposible reprimir la sonrisa cuando me acuerdo de cierto episodio que viví a solas, espero que sin haber sido visto por nadie y mucho menos por Clara, que se habría muerto allí mismo de vergüenza, durante los cerca de treinta minutos que permanecimos los dos separados. No son estas, por demasiado íntimas, cosas que se deban contar en público; aunque haya pocos, si es que hay alguno, que no las hayan llevado a cabo una y dos y más veces en su vida privada. De ahí que, en caso de convenir con el Gordo en la publicación de mis recuerdos escritos, piense exigirle por cláusula contractual que en la cubierta del libro figure la palabra «novela» debajo del título y con el mismo tamaño de letra que este, para que a nadie le venga la ocurrencia peregrina de creer que el autor escribió sobre sí. Pues bien, apenas me hube despedido de Clara, me adentré en el bosque por diversos senderos agradablemente gratuitos en busca de un lugar propicio desde el que tomar fotografías. Los senderos, provistos de señales orientadoras en sus intersecciones, estaban flanqueados por toscas empalizadas de escasa altura. Había demasiada gente yendo y viniendo por ellos como para que el bosque pudiera conservar a aquellas horas los encantos asociados a los espacios naturales, sobre todo cuando son umbrosos y solitarios. Por fortuna, las empalizadas, que lo mismo podían servir de pasamanos, disuadían a los paseantes de apartarse de los senderos y pisar la abundante seroja esparcida por la tierra. De este modo no era imposible detener la mirada en rincones del arbolado adonde no llegaba la ruidosa y abigarrada invasión turística a la que, escrito sea de paso, yo también pertenecía, por lo que no sé de qué me quejo.

El bosque era todo de hayas. Las mayores estiraban sus troncos grises a gran altura. El espesor de la fronda apenas permitía el paso de unos hilos de luz solar. En el suelo cubierto de hojas secas no crecía una mata; tan solo, aquí o allá, haces raquíticos de hierba, costras de musgo y verdín. El otoño ya había comenzado su tarea amarilla, aunque al pobre todavía le quedaba mucho por pintar. Le habría echado con gusto una mano, en serio; pero daba la casualidad de que no me había acordado de llevar los utensilios indispensables. Y además, no lo olvides, hermano, me dolía un pie. De todas formas, yo creo que el otoño está acostumbrado a arreglárselas sin ayudantes de mi categoría.

Renqueé con calma y sin disimulo cosa de quinientos metros. No poco me tentaba detenerme a examinar la herida. Incluso vi una piedra sobre la que sentarme a resguardo de la curiosidad de la gente; pero, como antes y después de aquel instante, el miedo me lo desaconsejó, y yo tengo, sospecho que desde niño, esa característica de hacerle más caso al miedo que a cualquier otro consejero, incluido yo mismo. Conforme me alejaba de la carretera y de la subida al Kónigstuhl, el hayedo se iba despejando de paseantes. Tomé fotografías de la costa abrupta acercándome a dos metros del precipicio, sobre cuyo borde un árbol de corta edad se inclinaba a punto de caer, pendiente de raíces en parte desenterradas. Se agarraba con esa angustia estática de las plantas que los seres humanos, aspaventosos e inventores de religiones como somos, no podemos percibir, al suelo deleznable que quizá a estas horas ya se haya desprendido, pues has de saber, hermano, que aquellos contornos tortuosos de Rügen son el resultado de derrumbes innumerables. Todavía hay quienes buscan en vano el paraje pintado por Caspar David Friedrich hacia 1818. No hace mucho leí en el Wilhelmshavener Zeitung que ciertas rocas que recordaban las del célebre cuadro habían bajado en el curso de una tormenta a reunirse con las aguas eternas. Allí lo único que no cambia es el mar, que lleva milenios corroyendo la costa a lametones.

Al cabo de un rato, las curvas del sendero me llevaron a un sitio muy a propósito para cumplir el encargo fotográfico de Clara. Ante mí se abrían unas vistas de tal amplitud y hermosura que dudo yo las superase ninguna otra atalaya a lo largo del mismo litoral. Una inscripción conmemorativa que campeaba en una piedra polvorienta explicaba el origen de su nombre. No he retenido el año en que el rey Guillermo I pasó por allí y decidió darle al mirador el nombre de su esposa, Viktoria. Pienso que habría podido llamarse como la mía; pero ya comprendo que el rey fue más rápido. El mirador Viktoria consistía en un estrecho balcón de poco más de un metro de longitud, con un suelo de tablas apoyado en una estructura de metal y una barandilla verde de hierro forjado. Estaba sujeto a dos barras gruesas que se alargaban por el suelo como dos rieles, de modo que en caso de derrumbe el balcón quedara colgado de ellas. Un letrero fijado a la barandilla advertía que quienes se asomasen al mirador lo hacían por cuenta y riesgo propios. A mi llegada lo ocupaban un hombre y una niña de corta edad. Entretenida en levantar polvo con un palo, la niña no mostraba el menor interés por las explicaciones ampulosas del adulto. Este se percató de mi presencia a su espalda y, sintiéndose tal vez ridículo, porque efectivamente era ridículo hablar con tanto ardor y una gorra anaranjada en la cabeza a una criatura que no escuchaba, se apresuró a cederme el sitio. Noté al pisar las tablas del balcón un golpe de brisa fresca en las mejillas. Un conato de vértigo me indujo a aferrarme al doble pasamanos. Acababa de advertir que la mitad delantera del balcón colgaba en el vacío. Como a cien metros por debajo de mí, una orla de espuma marcaba el límite de la playa de guijarros por donde pululaban numerosos paseantes, reducido cada uno de ellos a un punto de color. El mar se extendía ante mi vista, vasto, silencioso, moteado de cabrillas. Sus aguas azules se rizaban cada vez más turbias a medida que se aproximaban a la costa, hasta oscurecerse en un tono verde oliva delante del acantilado. A mi izquierda, como a medio kilómetro de distancia, despuntaba en la pendiente cubierta de árboles el blanco farallón de Kónigstuhl, rematado en una plataforma donde supuse a Clara embelesándose en aquellos momentos con el panorama. La lluvia, el viento, los sucesivos derrumbes, han excavado en sus paredes profundas cárcavas. Una en concreto, que no se veía desde mi posición, parte en dos, según el libro de Clara, su pared frontal, por donde algún día el enorme y frágil peñasco de greda se resquebrajará malamente y entonces yo no sé si valdrá la pena pagar seis euros, o ni siquiera unos céntimos, por asomarse a lo que quede.

En esto, se esfumaron las voces a mi espalda. Tendí la vista en un sentido y otro del sendero. No bien me supe solo frente al mar, le pregunté si él, a quien la industria humana no ha logrado nunca someter, me consideraba en aquel instante un hombre libre. No lo negó. Volví a preguntárselo con el debido respeto y comprobé, complacido, que las olas continuaban llegando al pie del acantilado sin alterar su cadencia serena. Empecé a inhalar con avidez la brisa que me daba de lleno en la cara. El flujo de oxígeno me aceleraba la sangre, arrastrándome por momentos a los bordes de una intensa, jubilosa exaltación. Oí la sentencia de mi pie, inspirada en el resentimiento: «No te hagas ilusiones». Pero yo me mantuve firme en mi voluntad de respirar como si pretendiese meterme el cielo entero en los pulmones. No me bastaba la nariz; también respiraba con la boca abierta, bebiendo el aire a grandes tragos. Cuanto mayores y más rápidas eran las tomas, más gustosos me resultaban los vahídos que las acompañaban. Me sobrevino una embriaguez harto más placentera que la que proporcionan las vulgares bebidas alcohólicas. No ignoraba que el pie dolorido aniquilaría en su raíz cualquier síntoma de momento blam. Pero, así y todo, el aire puro de la costa, sorbido de la manera que he descrito, desató en mí durante unos cuantos segundos algo similar a un apogeo de satisfacción física. Y entonces, solo entonces, olvidado brevemente del sufrimiento de mi pie, volví los ojos hacia el abismo profundo para ver salir entre las rejas finas y onduladas de la barandilla el chorro aliviador. En su caída iba describiendo un arco cristalino, que, tras salir con ímpetu de mi cuerpo, se rompía en una muchedumbre de gotas cada vez más pequeñas, hasta deshacerse, diez, quince metros por debajo del mirador, en una lluvia de partículas diminutas, pronto invisibles, que la brisa marina arrastraba a su capricho. No me marché del sitio sin antes hacerle una reverencia al paisaje. Gracias, Alemania.