El domingo por la noche me enteré de que hasta el miércoles siguiente no dispondríamos de alojamiento en la isla de Rügen. «¿Y ahora qué hacemos, ratoncito?». La antevíspera ella me había comunicado, al tiempo que alababa sus propias dotes organizativas, que tenía resuelto todo lo concerniente a la reanudación de nuestro viaje. Se percató, sin embargo, en el curso de una llamada telefónica, mientras estaba yo en el pueblo con mi sobrino, de que en punto a la fecha y hora de la entrega de las llaves había entendido mal a la mujer que nos alquiló la vivienda en Bergen o bien esta la había entendido mal a ella. Entonces, como a mí no se me ocurriese de pronto ninguna solución, Clara sugirió que prolongáramos nuestra estancia en Hannover por espacio de dos días. Se acogía al argumento de que, si habíamos aguantado un mes en el piso de nuestros parientes, no era improbable que nos quedaran fuerzas para aguantar un poco más. Tengo para mí que se sentía obligada a actuar de mediadora entre su hermana y su sobrina, y que con la esperanza de que yo la librase de semejante sujeción formuló la propuesta del modo menos persuasivo posible. Le contesté que mis fuerzas se habían agotado el mismo día de nuestra llegada al piso de la Podbielskistrasse. Si no había más remedio que permanecer otros dos días más bajo el mismo techo que nuestros parientes, yo me iría a dormir al parque. No hay duda de que aquello era justamente lo que Clara estaba deseando escuchar de mí. Al instante acordamos emprender la marcha a primera hora de la mañana. Ya encontraríamos por el trayecto lugares convenientes donde pasar dos noches. Pensando en animarla vaticiné aventuras inciertas de indudable aprovechamiento literario. «A lo mejor pernoctamos en un castillo tenebroso», dijo ella con ojos grandes de entusiasmo. «Cualquier sitio será mejor que esta casa», le susurré al oído. El lunes me dio pena chocar palmas con Kevin por última vez; pero no hubo más remedio. Me despedí de Gudrun con un abrazo blando de los de guardar las formas. A Jennifer ni siquiera la vi.
Nada más entrar en la autopista, a la altura del aeropuerto, Clara me urgió a parar el coche en el arcén. Propensa a los vómitos, supuse que una jaqueca la empujaba a vaciar el estómago, pero no. Estuvo cosa de diez minutos derramando lágrimas con la cara vuelta hacia los árboles. Yo la miraba por el espejo retrovisor. En ese tiempo vi descender por encima de nosotros un avión y elevarse otro. Volaban tan bajos que pude reconocer sin dificultad la compañía aérea a que pertenecían. Le tomé gusto a observar el paso de los aviones; pero en esto Clara volvió al coche y continuamos el viaje en silencio. Al cabo de largo rato, más allá de Soltau, ella dijo con estas o parecidas palabras: «La pobre tonta perdió el bolso o se lo robaron». «¿El blanco?», pregunté sin ironía, lo juro, nada más que por cerciorarme de si Clara me hablaba a mí o había iniciado un soliloquio a media voz. «El que tanto odiabas y no me explico por qué. Dentro llevaba la documentación, el móvil, el MP3 que le compré en Hameln y yo no sé cuántas cosas más de valor. Le he dicho que mantengo la invitación de visitarnos en el pueblo el próximo verano, sola o con una amiga; pero que le pongo como condición que cambie de comportamiento y mejore sus notas en el colegio. Mi hermana está destrozada. Dice que todos los días pasa por el sitio donde el tranvía atropelló a nuestra madre y que a veces le entran ganas de cruzar las vías sin mirar». «¿Eso te ha dicho?». «Bueno, y de lo que habló ayer ni te cuento. Está muy agradecida contigo. Cree que has sido como un padre para Kevin, en su opinión el único digno de ese nombre que el muchacho ha tenido hasta la fecha. También cree que eres frío y distante con ella por lo que os pasó junto a la ventana». Reduje de inmediato la velocidad. Aquello requería una explicación. Una cosa es hacer de padre en casa ajena y otra, muy distinta, de marido. Clara me atajó sin contemplaciones: «No necesitas justificarte puesto que estoy al tanto de tu inocencia. Por mucho que puedas criticar a mi hermana, difícilmente dirás cosas más duras que las que dijo ella ayer de sí misma. Mi hermana se siente sola, ratón. Hay que entenderla». «Tu hermana necesita un hombre que le arranque la ropa a tirones y se la folie hasta la extenuación. Eso es lo que necesita tu hermana, ¿comprendes? Claro que, para alcanzar dicho objetivo, o provoca un apagón en la ciudad o seduce a un ciego. Mira, lo tenía que decir y lo he dicho». «Bien, ratoncito, a mí no tienes que venirme con sutilezas. Puede que el chimpancé que habita dentro de ti tenga razón; pero por el momento preferiría que te concentraras en la carretera. Da la casualidad de que todavía quiero seguir viva, al menos hasta que haya terminado el libro».
Serían como las diez y media de la mañana cuando llegamos a la ciudad de Lübeck. Cielo descubierto, temperatura agradable, etcétera. Me acerqué con el coche todo lo que pude al casco antiguo, que ahora se me aparece en el recuerdo como una colina rodeada de apacibles aguas fluviales, con un cúmulo de fachadas blancas y otras de ladrillo entre las cuales, a pesar de la última guerra, no escasean las construidas siglos antes por albañiles poco rigurosos en el empleo de la plomada. Aquí y allá sobresalían en el revoltillo de casas las agujas altas y verdes de varias iglesias, cada una con su nombre respectivo que presumiblemente sabrá quien no los ignore. Supongo que un escritor profesional adornaría la imagen con un par de buenas metáforas; pero yo, que ni tengo esa habilidad ni la ambiciono, me he levantado esta mañana con pocas ganas de literatura. El centro de Lübeck nos resultaba hasta cierto punto familiar por una visita anterior de apenas tres o cuatro horas, de eso hacía ya unos cuantos años. Por entonces Clara se había ido a Kiel a tratarse de sus jaquecas en una clínica especializada. Un domingo de invierno, por ruego suyo, fui a verla e hicimos una excursión a Lübeck: la Reina de la Hansa, cuna del mazapán, de los hermanos Mann y de tantas otras curiosidades y gentes célebres que en la actualidad sirven de reclamo a los turistas. Llegamos a la hora de la comida, anduvimos un rato por la Breite Strasse y por dos o tres calles adyacentes donde también había escaparates, y nos marchamos después de la obligada porción de tarta en la cafetería Niederegger. La breve estancia no sirvió para que conociéramos a fondo la ciudad. Sí, en cambio, para darnos cierto sentido de la orientación en el curso de nuestra segunda visita, que en principio tampoco debía durar más allá de unas horas; pero luego, como ocurre tantas veces, las cosas tomaron un rumbo imprevisto.
Cruzamos el Puente de las Muñecas con bastante tráfico. Por prudencia no me volví a mirarle las famosas nalgas de piedra a la estatua del dios Mercurio. Confieso, pues, que al entrar en la parte histórica de la ciudad incumplí la primera tarea de cualquier turista que se precie. En mi descargo alegaré que no se encuentra entre las aspiraciones principales de mi vida la de sufrir accidentes de carretera. ¿Será esta una peculiaridad de mi carácter? (Ah, pero, cómo, ¿tengo yo carácter?). Al final del puente, ya a la vista de la Puerta de Holsten, torcimos a la izquierda y, recorrido un trecho corto, nos apeamos en una explanada en la que se podía dejar el coche aparcado durante todo el día por solo cinco euros. Allí junto se alzaba el edificio del Radisson Senator Hotel, moderno y quizá elegante. Consta de tres módulos dispuestos uno al lado del otro como barcos en espera de ser botados en el río Trave. La señora escritora cruzó la puerta giratoria del hotel a paso vivo debido a una urgencia que prefiero no especificar. Cuando volvió de vaciar el vientre (huy, se me ha escapado), solicitamos a la recepcionista un prospecto. Para entonces Clara había proferido media docena de frases entusiastas acerca del espacioso vestíbulo. Con disimulo enternecedor, puesto que a ninguno de los presentes le pudieron pasar inadvertidos los flases de su cámara, sacó unas cuantas fotografías del mobiliario. Estaba decidida a instalar en aquel hotel, durante las noches que hiciera falta, a los protagonistas de su libro, lo cual no cuesta dinero. Ventajas de ser una figura de ficción. En cuanto a nosotros, no bien tuvimos constancia de los precios nos convencimos de que a nuestra naturaleza de gente real le convenía encontrar un alojamiento más económico. Comprobadas las sumas exigidas, llegué a creer que las habitaciones estaban en venta. Cuando salí de mi engaño, le dije a Clara, llamando su atención sobre un punto del prospecto: «Mira, por trece euros podríamos dormir en el garaje. Ni siquiera tendremos que mentirles a nuestros amigos cuando presumamos delante de ellos de haber pasado una noche en el Radisson de Lübeck».
Nos dirigimos al casco histórico a través de la Puerta de Holsten, emblema de la ciudad. ¿Quién que alguna vez manejó el dinero de antes no recuerda las dos torres picudas de ladrillo, con su frontón central, reproducidas en los billetes de cincuenta marcos? Está bien conservada. Enhorabuena. Nada más divisar la célebre construcción al fondo de un camino de tierra, le sugerí a Clara que tuviese la audacia de no mencionarla en su libro. Con la mejor de las intenciones traté de advertirle que incurriría en un tópico si los personajes de su relato entraban en el centro de Lübeck por aquel lugar tan previsible. Creo que no elegí el tono ni las palabras adecuadas. Sonriente, me replicó: «¿No eres tú el que con frecuencia aboga por el ejercicio libre de la palabra escrita? ¿Y ahora pretendes limitar mi libertad diciéndome lo que debo escribir y lo que no?». Celosa de su independencia, se apresuró a tomar notas en el moleskine. En vano busqué a nuestro alrededor detalles dignos de ser consignados por escrito con semejante rapidez. Alargué el cuello para cerciorarme de si en verdad escribía, pues me daba el olor de que se estaba burlando de mí con su flema provocadora y con su ostensible manera de no mirarme mientras se supone que se engolfaba en el trabajo o en comoquiera que se le llame a eso que a veces hace cierto género de escritores por la calle. «Ahora no me interrumpas», dijo al sentir mi aliento cerca de la oreja. Entendí que la ocasión era oportuna para entablar un cambio de impresiones conmigo mismo. Y así, de forma que ella no tuviese más remedio que oírme, me pregunté si no creía yo que la falta de originalidad y de ambición artística por fuerza la habría de llevar a escribir un pasaje más propio de una guía turística al uso que de una obra con relieve literario. No vacilé en mostrarme de acuerdo con mis palabras. Clara dejó de hacerse la sorda y dijo: «Ratoncito, tengo que dedicarle unas líneas a la Puerta de Holsten. Lo contrario equivaldría a relatar un viaje al Polo sin mencionar el hielo». «¿Habrás anotado por lo menos que en conjunto son dos torres?». «Y si pongo tres, ¿no sería eso audaz, rompedor y vanguardista?». «Bueno, al menos te habrás fijado en que la torres están inclinadas, sobre todo la de la izquierda». Llegamos entretanto a la boca del pasadizo por el que se atraviesa el monumento. Entre el arco de la entrada y la primera imposta puede leerse una inscripción en letras áureas que dice: Concordia domi foris pax. De buena fe la traduje a la lengua de los bárbaros. Clara me hizo saber que ya había entendido el mensaje por su cuenta. Y añadió: «Propongo que antes de pasar el túnel (sic) juremos cumplir la exhortación, y que en vez de serrarnos los nervios el uno al otro nos demos palabra de no discutir ni enfadarnos durante todo el tiempo que permanezcamos en esta ciudad». Así convenido, le aseguré que jamás los ladrillos de Lübeck habían conocido a un hombre tan pacífico como yo. Y para empezar a demostrárselo le estampé un beso en medio de la sonrisa.
Llegamos luego a un puente desde el que se abarcaba con la vista un hermoso tramo del río. Nos detuvimos a fotografiar algunas embarcaciones. Clara me dio un abrazo sin por qué ni cómo, acometida al parecer de un ataque de afecto, y haciendo aldaba contra mi pecho con la yema del índice, dijo: «Pues para que lo sepas, ratoncito, a veces agradezco tus provocaciones y desafíos. Ya vas a ver tú la página impecable que escribiré sobre la Puerta de Holsten». Lo cierto es que superó la prueba, en parte, creo yo, por consagrarle al conocido monumento las líneas justas, redactadas en tono mesurado, incluso austero, sin sombra de pretensiones líricas ni exceso de información erudita, y en parte también por una feliz ocurrencia que tuvo. Y fue que el día que redactó el párrafo se acordó de que al comienzo de la explanada, a cada lado de la escalera de donde arranca el camino, había dos leones metálicos de tamaño natural, uno de los cuales duerme y el otro mira con fijeza a su congénere. Sueña Clara en su libro que se ha sentado sobre el lomo del primero. Desde tan desusada perspectiva comienza a trazar la descripción. De pronto el león se despierta, se pone de pie y, tras estirar sus miembros de hierro colado y abrir la boca a impulsos de un bostezo, lleva con pasos tranquilos, soñolientos, a la mujer hasta el interior de la ciudad. Leído el pasaje, felicité a la señora escritora como siempre hago, pero esa vez con más razón.
Ya en la primera calle por la que subimos, dentro del casco histórico (Patrimonio Cultural de la Humanidad y esas cosas), mi hambre topó con un McDonald’s del que salía un calor aromático, yo ya me entiendo, y aunque faltaba todavía bastante para la hora en que tomamos de costumbre la comida, me atreví a formular ante la puerta del establecimiento mi deseo de ingerir un tentempié. No soy buen visitante de iglesias y museos si no estoy bien alimentado. Clara, que aborrece el fast food y la decoración de plástico, rebatió mi razonamiento alegando que la parada supondría una pérdida de minutos valiosos para su trabajo de documentación literaria. A propósito de minutos, le recordé que por su culpa habíamos malgastado unos cuantos en el Radisson. Sí, pero aquello había sido una necesidad urgente. «Pues si vamos a eso», repliqué, «tanta necesidad tienen los cuerpos de sacar como de meter». Que por favor hablase más bajo. Puse en duda, haciendo un ademán de sosiego, que yo hubiera hablado a gritos. Pues se estaba enterando toda la ciudad. «De acuerdo», dije, «renuncio a la hamburguesa con queso que solo cuesta un euro y a la que ni siquiera hay que esperar porque ya la tienen preparada. Pero que conste que no me resigno al hambre por convicción, sino obligado por la promesa de paz que te he hecho. A partir de este momento puedes considerarme una víctima de la literatura y en especial de tu literatura». Ah, no, no, no, de ninguna manera, ahora era ella la que insistía en que yo entrase en McDonald’s y fuera feliz con mi «hamburguesa grasienta». Que no entro, que sí entras, y al final, como tiendo de mío a ceder, declaré que solo entraba porque ella insistía y entré. Andando por la calle arriba, me cogió cinco o seis patatas fritas. Dijo por un costado de la boca, mientras masticaba por el otro, que para que se acabasen cuanto antes porque la ponía nerviosa verme comer.
Pocos minutos más tarde vivimos un hecho insólito. Quizá haya un ápice de verdad en la suposición de que no todo en la vida se reduce a física y química. Sea como fuere, no acostumbro creer en milagros excepto cuando se producen. El nuestro sucedió, en pocas palabras, del modo siguiente. Íbamos Clara y yo camino de la St. Marienkirche, pues la señora escritora se había empeñado en poner por obra la ritual niñería de acariciar el ratón de piedra. Cruzamos con dicho propósito la plaza pintoresca, orgullo de Lübeck, donde está el Ayuntamiento y donde no faltan algunos pegotes horrendos de arquitectura moderna. Por detrás del Ayuntamiento sobresalían, hasta una altura de vértigo, las torres puntiagudas de la iglesia. La iglesia es roja, con muros de ladrillo, con arbotantes de ladrillo, con todo de ladrillo. Me pregunto si fue construida para feligreses con alma de ladrillo. A la iglesia se llega a través de un pasaje corto y oscuro que hay en un rincón de la plaza. Allí dentro, oculta a la vista de los transeúntes salvo cuando estos la tienen delante, encontramos una librería de viejo. Clara se paró a mirar el género. Yo continué andando hasta el final del pasaje. No les tengo afición a los libros de segunda mano. Los libros son para mí como la ropa interior. Me disgustaría pensar que antes ha sido usada por otro. A veces estornudo encima de las páginas, a veces se me caen gotas de… En fin, no quiero perderme en conjeturas en torno a los percances que les ocurren a algunas personas mientras leen. Así reflexionando, me doy la vuelta y ¿qué veo? Veo vivas señas de Clara para que me acerque a su lado. Y más que señas parece como si jalara de una cuerda invisible con la que me llevase atado por el cuello. Me bastó presentir que quería enseñarme algo para que lo descubriera por mi cuenta tras el vidrio protector de una estantería adosada a la pared. Como a cinco pasos de distancia reconocí la ilustración de la cubierta. «Ratoncito, ¿sabes qué?». «¿Has encontrado un libro interesante?». «No he encontrado un libro. He encontrado el libro». Adrede fijé mi atención en un punto ligeramente apartado del que ella señalaba. Me mostré sorprendido, lento de reflejos, atolondrado: «¿Te abandonas al entusiasmo por una Historia de la literatura escandinava? Nunca terminaré de conocerte». «¡Qué malo eres! ¿Crees que no me he percatado de que ya lo has visto? Te he llamado porque necesito que me hagas un favor». «¡Huy, tu libro!». Que entrara en la librería a comprarlo. «¿Quieres leer tu propio libro?». Perdió la paciencia, se le ofendió la voz, traté de aplacar sus malos espíritus mediante un conjuro de vigencia local: Concordia domi foris pax. «El librero», dijo, «podría reconocerme por la fotografía de la solapa». «¿Y qué más da que te reconozca? Deberías ejercitarte un poco en la fama por si alguna vez te llega. De lo contrario no sabrás cómo comportarte el día en que, yendo por la calle, oigas que a izquierda y derecha la gente susurra tu nombre». «Ratón, ¿tanto te cuesta entender que no quiero pedir mi libro?». Le recomendé que se pusiera las gafas de sol. No quiso escuchar más, sino que dándose la vuelta bruscamente entró en la librería con pasos resueltos. Medio minuto después la vi salir parlanchina y sonriente en compañía del librero, un señor mayor de pelo largo entrecano, barba rala y espaldas cargadas. Los dos pasaron por mi lado como si yo no existiera. Sacado el libro de la estantería, volvieron al establecimiento y yo detrás. Decidido a que se notara mi presencia, en el instante en que el librero introducía la novela de Clara en una bolsa de plástico le pregunté si la había leído y le parecía buena. A lo cual respondió él con grave aplomo que ya mi esposa se le había presentado como autora del libro. Me pareció que los dos me miraban deleitándose en la certeza de que de un momento a otro se me cubrirían las mejillas de rubor; pero no les quise dar el gusto.
Mientras nos acercábamos a la entrada de la iglesia, Clara descubrió en el interior del ejemplar una dedicatoria trazada con tinta de bolígrafo y buena letra: Für L mein kleines Herz voller Liebe (Para L mi pequeño corazón lleno de amor). No había más firma que una H sin rúbrica. Quizá me equivoque en las iniciales, pero del resto estoy seguro. La idea de que su libro hubiera contribuido, en la forma de un regalo, a iniciar o afianzar la relación amorosa entre dos personas emocionó a Clara. Al instante se puso a hacer cábalas sobre los nombres que se escondían detrás de aquellas iniciales, y de allí pasó a barajar posibilidades sobre la edad, el sexo y el carácter de quien había comprado el libro y de quien lo había recibido. Al hilo de sus románticas conjeturas, discurrió un argumento para un posible relato, e incluso para una novela, según dijo, y se apresuró a anotar la ocurrencia en el moleskine. «¿No te parece una historia atractiva?», me preguntó. Se conoce que asomaron a mis facciones indicios de una expresión poco digna de confianza, pues enseguida agregó: «Mejor no respondas». Para entonces se me había llenado la boca de respuesta y apenas hube entreabierto los labios saltaron afuera las palabras por sí solas. Me oí decir que, en vista del lugar donde habíamos encontrado la novela, juzgaba probable que la pasión amorosa de L y H (o de H y L) se hubiese extinguido. «Apostaría a que él roncaba», añadí. Clara suspiró, los ojos en blanco, el libro otra vez en la bolsa. «Ya veo», dijo, «que nos espera una jornada difícil». No me pareció oportuno confrontarla con la siguiente hipótesis: el destinatario del obsequio no había tenido más remedio que cortar el avance amoroso de su pretendiente después de leer aquel libro que le había desagradado.
Entramos en la St. Marienkirche a la zaga de un grupo de turistas, dispuestos a encontrar el ratón en su escondrijo. Es creencia popular que a quien lo toca le sonríe la suerte. Esto no sé yo si es cristiano; pero por lo visto atrae monederos, con lo cual aumentan las posibilidades de que la gente haga donativos o compre postales y recuerdos en el puesto de venta que hay nada más cruzar la entrada. Clara leyó en un folleto que quien no haya visto en su sitio al ratón de la St. Marienkirche no puede asegurar que estuvo verdaderamente en Lübeck. Esperábamos una búsqueda no exenta de dificultad. La iglesia, de tres naves, tiene un número de recovecos acorde con sus vastas dimensiones. Espoleado por un afán repentino de diversión, propuse que cada uno registrase el templo por su lado, ella por la derecha, yo por la izquierda o viceversa, y nos comunicáramos el resultado de nuestras pesquisas en algún punto de la otra nave lateral. La señora escritora replicó que no habíamos ido allí a jugar a los detectives. Por decisión suya nos mantuvimos próximos al grupo de turistas, ella de espaldas al guía, pero tan cerca de él como para poder trasladar al moleskine sus explicaciones mientras fingía contemplar ornamentos y detalles. Casi toda la información que vertió después en su libro acerca de la St. Marienkirche la obtuvo de aquel modo: lo de las campanas rotas en el suelo desde el ataque aéreo de 1942 que descargó una tormenta de fuego sobre la ciudad, lo del órgano, lo del reloj astronómico y, en fin, lo de las varias cosas que menciona en el capítulo correspondiente como si las hubiera descubierto por su cuenta.
A mí la St. Marienkirche de Lübeck, con sus pilares altos y sus techos decorados de plantas y pájaros en rojo y verde sobre fondo blanco, con el raudal de luz que entraba por sus grandes ventanales en ojiva y con otros adornos arquitectónicos de los que ahora no recuerdo sino que aquel día me parecieron bien, me agradó más por dentro que por fuera. En cuanto al ratón, nos bastó acompasar nuestros pasos a los del grupo de turistas para encontrarlo en el deambulatorio. Yo creo que, puestos a buscarlo con atención, lo habríamos encontrado sin ayuda, pues, aunque pequeño y un poco escondido, resalta por la mugre negra que lo recubre, debida al constante manoseo de la gente. Debajo de un vano enrejado había dos escenas en relieve de la vida de Cristo, esculpidas, me parece, en piedra arenisca y adosadas a la pared como a la altura del pecho de una persona. La de la izquierda representaba la Ultima Cena. Todo a su alrededor se extendía un marco labrado en la misma piedra, y en dicho marco, que tenía un color indefinido, entre blanco y gris, se apreciaba un manchurrón oscuro sobre el ángulo inferior izquierdo. Había que acercarse a menos de un metro para distinguir el ratón en lo más denso de aquella suciedad. El ratón mordisqueaba la raíz dicen que de un rosal, en cualquier caso de una planta cuyo tallo serpenteante ascendía a lo largo del marco de piedra. Que se trataba de un rosal lo leí en un libro dedicado a Lübeck; pero yo juraría que a la planta le colgaban bellotas. «Ratón, ¿no pretenderás hacerme creer que sabes más que el experto que ha escrito la guía?». Insinué la posibilidad de que el rosal subiera enroscado al tronco de un roble. «Ah, pues seguro que era como tú lo cuentas, ratón. Y detrás del roble, ahora me acuerdo, había una vaca de cuatrocientos cincuenta y ocho kilos que no se veía porque estaba el roble delante». Eso me dijo. Durante un instante dudé entre el divorcio y la risa. El caso es que la cena estaba preparada, fuera llovía, así que me eché a reír y ella también, orgullosa de su chiste. Todo esto fue unos meses después de nuestra visita a Lübeck. En aquella ocasión esperamos a que los turistas reanudaran su recorrido para quedarnos solos junto al ratón. Clara lo acarició con delicadeza, incluso con ternura, como temerosa de malograr los efectos beneficiosos del rito si el animalillo se asustaba. En cambio, yo restregué sin miramientos contra la piedra áspera mis dedos pringosos del aceite de las patatas fritas, y aun comprobé con una uña la calidad y consistencia del material. La señora escritora auguró que el ratón se vengaría. Quién sabe si, por tomar venganza en mí, se salió aquella noche de la iglesia y, estando yo dormido en el hotel cercano, me arreó sin que yo lo notara un mordisco en la planta del pie. Quizá debí revelarle al médico esta hipótesis.
A la salida de la St. Marienkirche topamos con una figura de bronce. Representaba un diablo desnudo, de complexión no mayor que la de un niño, provisto de cuernos, rabo grueso y una insignificante prominencia viril entre los muslos. Se mesaba la barba sentado sobre un bloque de granito sin pulir y sonreía. La roca, de varios metros de longitud, estaba colocada junto al muro de la iglesia a manera de poyo. No era alta, pese a lo cual el diablo no llegaba con los pies al suelo. O, para ser más preciso, con el único pie que tenía y con una pezuña como de caballo en la que, de haber sabido lo que me ocurriría durante las semanas posteriores, no me habría costado vislumbrar un mal augurio. Detrás de la figura, al comienzo de la pared de ladrillos, sendos carteles en inglés y en alemán referían una leyenda de la que someramente recuerdo que un lugareño astuto, a quien no le pasó inadvertida la pezuña del forastero, persuadió a este a echar una mano a los albañiles con el engaño de que estaban edificando una taberna. Por lo visto el diablo no se percató de la jugarreta sino cuando faltaba poco para construir el remate de las dos torres. Impelido por un cabreo natural en tales circunstancias, trató de romper la iglesia golpeándola con el bloque de granito sobre el que ahora estaba acomodado; pero por no sé qué motivo no lo consiguió. En fin, que me tuve que sentar con él porque Clara se empeñó en sacarme unas cuantas fotos a su lado. Dijo que le causaba asombro nuestro parecido. Puse en duda que yo fuera incapaz de distinguir una iglesia de una taberna. En cuanto a las dimensiones de mi virilidad, juzgué innecesario aportar pruebas, aunque las tenía. A lo sumo al diablo y a mí nos hermanaba la sonrisa. Clara respondió que, en efecto, eso nos hermanaba; pero también lo malo que a veces soy con ella.
A este punto me dije entre mí que la señora escritora también tenía derecho a vivir momentos de placer a costa de mi vanidad herida como yo vivo los míos, cada vez que puedo, a costa de la suya. Me abstuve en consecuencia de atajar las ironías diabólicas que me dirigió mientras bordeábamos la St. Marienkirche. Antes al contrario, dejé, deleitándome en su malévola sonrisa, que alimentara la convicción de su victoria en sucesivas y encantadoras agresiones verbales. En esas estábamos cuando llegamos al otro lado de la iglesia, lindante con la Mengstrasse, donde se encuentra uno de los lugares que Clara había incluido, con el calificativo de ineludible, en su jornada de visitas. No tardamos en avistar la célebre fachada blanca de la Buddenbrookhaus, la única parte del edificio que respetaron las bombas del año 42. Yendo y viniendo días le fue añadida por detrás una casa de tres pisos, hoy consagrada a la memoria y endiosamiento de Thomas Mann y su copiosa parentela.
Entramos en la librería instalada en la planta baja. Pensé, por el respeto a los lugares sagrados que me inculcaron durante la infancia, quitarme el sombrero de copa. Advertí, no obstante, al llevarme la mano a la frente, que nunca he poseído dicha prenda. Al principio de las escaleras por las que se sube a la exposición, un cartel preguntaba a los visitantes, con ironía bondadosa, si se habían acordado de comprar una entrada. Limpio el recibidor de vigilantes y porteros, le propuse a Clara en voz baja hacernos los despistados. ¿Cómo extrañarse de que escasee la honradez en el mundo si mi mujer la acapara casi toda? En la librería, delante de la señora que atendía tras el mostrador, adoptó un lenguaje redicho, de sintaxis culebreante, de vocabulario selecto, presumo que sacado del recuerdo de sus lecturas de Thomas Mann. No abrigo duda de que si este hubiera sido poeta ella habría solicitado la información en verso, y si cantante de ópera, del modo que se deja imaginar, aunque los presentes nos hubiéramos tenido que arrojar al suelo. Le susurré al oído: «Intenta que te confirme si Thomas Mann era o no era sodomita». Me lanzó de refilón una rociada de fuego ocular. «Concordia domi», le recordé. La señora de la librería le explicó a la señora escritora que pagando un pequeño suplemento la entrada servía para acceder a otros museos y lugares de interés turístico de la ciudad. Citó algunos. Eran lo menos diez o doce, cantidad que me sugirió la idea de una conjura cultural. Preví horas ocupadas en el cultivo minucioso del hastío, con el cansancio inevitable en las piernas y el agarrotamiento cerebral que me entra cuando no me queda más remedio que fijar la atención en una serie larga de cachivaches del pasado, razón por la cual hace tiempo que me tienta el ingreso en alguna organización no gubernamental dedicada al fomento del olvido. Antes de aceptar la oferta, Clara me consultó con la mirada. No fue necesario que nos habláramos. «¿Dos?», le preguntó la señora del mostrador. «Una», dijo ella sin vacilar. Había interpretado correctamente el mensaje de súplica que me esforcé en transmitirle con los ojos.
Acordamos reunirnos delante de la Buddenbrookhaus al cabo de media hora. Apenas puse un pie en la calle, formé propósito de procurarme un gusto, no importaba cuál con tal que fuera intenso. Decidido a concederle una gracia al paladar, me llegué, cerca de allí, en la Breitestrasse, al Niederegger Arkadencafé, frontero de la famosa cafetería-pastelería de la cual supongo, dada la coincidencia de los nombres, que es filial. Encontré un asiento libre con vistas estupendas a la plaza. Por algo más de seis euros me tomé una gollería con helado de mazapán y cereza y con otros ingredientes a cuál más delicioso que, degustados con la máxima concentración, la mente en blanco, los ojos cerrados, la nariz próxima a la copa, de la que se desprendía un dulzor aromático, me arrastraron a los bordes de un momento blam. No habría cambiado mi felicidad gustativa por toda la literatura de Thomas y Heinrich Mann, aunque me la hubieran servido con nata encima de una bandeja.
A la hora convenida me senté en un bordillo del adoquinado desde el que podía observarse la entrada de la Buddenbrookhaus. Transcurrieron diez, trece, quince minutos, y como la señora escritora aún no hubiese salido, cansado de esperar me asomé al recibidor, me asomé a la librería, me asomé al arranque de la escalera, me asomé al primer piso, me asomé al segundo y al fin la encontré sentada delante de una pantalla, con auriculares, el gesto petrificado y las pupilas dilatadas de fascinación. «Tengo que venir alguna vez aquí con los alumnos», dijo cuando por fin se percató de mi presencia. La dejé mirando boquiabierta imágenes en blanco y negro, y me dirigí, con la esperanza dudosa de divertirme, al salón alhajado a la usanza burguesa de finales del siglo XIX, reproducido con fidelidad a la descripción que hace de él Thomas Mann en su novela. Los muebles estaban cubiertos con sábanas. Encima de la mesa había un teatrillo de juguete en cuyo escenario se repartían unas cuantas figuras móviles de cartón. Por cierto, cambié dos de ellas de sitio y el otro día me agradó comprobar en Internet que continúan donde yo las puse. A Clara le molestó pillarme sentado en una de las sillas. Alegué que, para empezar, nadie me había visto y añadí, aguantándome las ganas de reírme, que tal vez las sillas estaban protegidas por sábanas precisamente para que los visitantes pudieran tomar asiento en ellas, de manera que por un momento les fuera dado experimentar la sensación de pertenecer a la decadente familia de los Buddenbrook. Me ordenó levantarme de inmediato. Acto seguido volvió a fruncir el entrecejo porque apreté, din, una tecla del piano. Entonces cayó en la cuenta. «Oye, ratón, ¿tú has pagado entrada?». «¿Para qué voy a pagar nada si solo he venido a buscarte?». Le entró de pronto miedo a que me pillaran al salir. No se imaginaba mayor bochorno que volver un día a la Buddenbrookhaus con sus alumnos y ser identificada delante de ellos como la mujer que en cierta ocasión vino en compañía de un tipo que entró sin pagar. A fin de ahorrarse tamaña vergüenza, pensó en entretener con alguna argucia a la señora de la librería mientras yo me deslizaba con disimulo hacia la calle. «Ahora que somos cómplices», le dije, «me gustas más». Le di un beso rápido y luego salí de la casa con la misma facilidad con que había entrado en ella. «Ratón, no me vuelvas a hacer esto. Por tu culpa he tenido que comprar un libro que no me interesa».
Echamos a andar por la Mengstrasse abajo en dirección al río, de vuelta a la Puerta de Holsten, donde se alberga un museo que Clara se había propuesto visitar antes del almuerzo. Estábamos en tratos sobre la manera de entretenerme mientras ella adquiría conocimientos relativos al pasado de la ciudad cuando a los pocos metros, en una esquina de la primera calle transversal, dimos casualmente con un pequeño hotel cuyo nombre olvidable me consta que no se corresponde con el que tiene ahora, ya que por lo visto el negocio ha cambiado de dueño. Es igual. Me conformaré con recordar que la situación del establecimiento, dentro del casco histórico de Lübeck, y su aspecto decoroso nos complacieron lo suficiente para entrar a preguntar. «Será caro», auguró Clara con ese pesimismo suyo que yo no sé si es una estrategia para amortiguar decepciones inminentes o simple renuencia a ser feliz. Un señor metido en años nos ofreció una habitación con vistas a las torres de la iglesia y a la fachada de la Buddenbrookhaus. Contagiado de su labia entusiástica, me tentó preguntarle si también se veían por las ventanas del hotel las cataratas del Niágara. Tras pintarnos un panorama por demás vistoso, llegamos al asunto esencial del que dependía nuestra decisión. Y, en efecto, el precio del alojamiento nos pareció tan aceptable que no dudamos en reservar una habitación para las dos noches que teníamos por delante antes de proseguir viaje a la isla de Rügen.
Mientras yo me encargaba de buscar nuestro equipaje, Clara acudió al siguiente museo de su lista, del cual volvió al cabo de una hora larga, dichosa de haber visto, entre otras cosas, la reproducción de una cámara de tormentos. Me describió con tales muestras de fervor los utensilios allí expuestos que recelé de pronto si no le estaría removiendo el instinto alguna pulsión libidinosa, y como soy de mío propenso a complacerla, porque considero, y se lo he dicho muchas veces, que su felicidad consiste en la mía y al revés, le pedí permiso para interrumpir su discurso y ofrecerme a torturarla un poco si tal era su capricho. Me replicó, impertérrita, que bastante ración de tortura recibía a diario con mis bromas. Y añadió a guisa de ultimátum: «¿Te cuento lo que he visto, sí o no?». Fui tonto, no me negué. Luego comprendí que me habría ahorrado una gran cantidad de museo si hubiera visitado con ella el museo. Durante la comida no habló de otra cosa. Habíamos ido a almorzar por recomendación del hotelero a la Schabbelhaus, antigua casa de comerciantes, en la Mengstrasse, ahora convertida en restaurante con cocina italiana. El tiempo transcurrido desde entonces no ha logrado hacerme olvidar lo que comí. De primero tomé sopa de tomate con una cucharada de nata, una hoja de albahaca y museo; después costillas asadas de cordero con guarnición y museo, todo ello regado con vino tinto y museo; de postre, un trozo de tiramisú con museo y, para terminar, un café expreso con más museo. Clara pastó sus vegetales de costumbre. Salió contenta del restaurante aun cuando la cuenta que nos trajeron no la podríamos pagar todos los días. Incluso escribió al salir una frase laudatoria en el libro de visitas. A mí la comida me dejó un regusto excesivo a museo.
No volvimos a vernos hasta la hora de la cena. Yo, antes de nada, me retiré al hotel a sacudirme de encima el cansancio que arrastraba después de tantas noches de mal dormir en la habitación de mi sobrino. La idea de que en cualquier momento me desvelaran los diálogos y canciones de El libro de la selva me obsesionó hasta el punto de impedirme reposar. Al despertarme me percaté de que había soñado durante hora y media con aquel suplicio. En realidad había dormido profundamente. Tras el descanso reparador, salí a cumplir de buena gana la tarea que la señora escritora me había encomendado. De acuerdo con sus instrucciones tomé fotografías desde lo alto de la torre de St. Petri, adonde por fortuna se sube en ascensor; en el laberinto de callejas próximas al río, en la zona peatonal y, en fin, en el interior de unos cuantos locales de renombre que encontré sin dificultad gracias a las señales que ella había trazado previamente sobre un plano. Al atardecer estuve esperándola en un rincón de la Schiffergesellschaft, antigua casa gremial convertida en taberna y restaurante. Es un sitio curioso, decorado con profusión de motivos marinos. Vigas de madera cruzaban el techo. De ellas pendían modelos reducidos de navíos de siglos pasados, junto a faroles melancólicos de muy variadas formas y colores. Había muchos más detalles decorativos sin duda dignos de recordación; pero no estoy yo ahora con ganas de hacer un inventario. Total, que decidí resarcirme de la espera pidiendo un vaso de cerveza cada diez minutos. Clara se retrasó obra de tres cuartos de hora. No solo la recibí con una sonrisa en correspondencia con la suya, sino que me puse de pie para besarla y, de paso, demostrar a los posibles malpensados repartidos por el local que yo no era un hombre solitario que intentaba ahogar su amargura en alcohol, como acaso había creído más de uno empezando por el camarero. Clara se disculpó por la tardanza, mi dulce ratoncito, pero… ¡había tantas cosas interesantes que admirar en Lübeck! «Te daría mucha pena saber lo que te has perdido». Caballeroso, paciente, comprensivo, le dije que si aún le quedaba algún museo o iglesia por visitar que los visitase sin pérdida de tiempo, que yo de allí no me movía aunque tuviera que esperarla hasta la medianoche.
Cenamos en buena avenencia una fruslería de fuerte sabor histórico, político, arquitectónico, cultural, y nos recogimos a hora temprana. Llevaba Clara, además de recuerdos, postales y folletos que le ayudé a transportar, un tubo de cartón cuyo contenido no quería revelarme hasta que hubiéramos llegado a la habitación del hotel, ya que al parecer era un objeto valioso que podía estropearse fácilmente si no se trataba con precaución. Mandándome cerrar los ojos, desenrolló encima de la cama una litografía que había comprado en la casa-museo de Günter Grass por 250 euros, firmada a lápiz por el autor. Aún cuelga protegida por un vidrio en un lugar preferente de nuestra sala. El dibujo representa un rodaballo de color almagre, y es el número 139 de una serie de 150. Cuando lo vi por vez primera, tan veraz, tan desnudo, tan cocinable, se me ocurrió que no quedaría mal en la pared de una pescadería; pero me tragué el chiste, impresionado por la expectación ansiosa con que Clara me escrutaba desde el otro lado de la cama, como implorándome una palabra, una tan solo, ratoncito, de aprobación. En la Schiffergesellschaft me había dicho con ostensible remordimiento que había costeado el misterioso contenido del tubo con dinero del sobre de tía Hildegard. No vacilé en acariciarle el cogote como acarician de costumbre los amos a sus perros, con tan extremado como afable paternalismo al que ella no se opuso por la cuenta que le traía. Porque, claro, 250 euros nos rompían brutalmente el presupuesto diario. Así que en recompensa por su dulzura y humildad le dije que había hecho bien, y acto seguido indiqué al camarero por señas que me trajera otro vaso de cerveza.
Se me figura que fue durante aquella primera noche nuestra en Lübeck cuando el ratón de la St. Marienkirche se escapó de su marco de piedra y con pasos tan rápidos como sigilosos se llegó al hotel cercano a hincarme sus dientes vengativos. Lo cierto es que, aunque no noté dentellada alguna, a la mañana siguiente empezaron a molestarme los picores en la planta del pie izquierdo. Tras el desayuno, la señora escritora se marchó a visitar la casa del compositor Brahms, situada en algún lugar fuera del casco histórico, más lejos de lo que ella pensaba, por lo que vino tarde a la cita que habíamos concertado. Por dicha causa nos fue forzoso posponer para después del almuerzo la vuelta en barco por el río que teníamos prevista. A primera hora de la tarde, sin embargo, nos ocurrió en la terraza de la Wiener Caféhaus un incidente que le quitó a ella las ganas de emprender la excursión. Es el último episodio que me cuento hoy.
Habíamos comido por un precio razonable en un establecimiento de la cadena Nordsee, en la Breitestrasse, la señora escritora ensalada y arroz con salsa de remolacha pues el pescado no lo prueba. Y no es que pretenda alardear de buena memoria delante de mí; simplemente, cada vez que entramos en un Nordsee pide lo mismo. Tanto por hacer tiempo hasta la hora de embarcarnos como por disfrutar de la agradable temperatura y de la luz del sol, acordamos tomar un postre, calle arriba, en la terraza referida. Enfrente de nuestra mesa, como a cinco o seis metros, había yo no sé si un mendigo o vagabundo de pelo blanco sentado en el suelo, con la espalda recostada contra una columna de los soportales donde tienen su entrada principal los grandes almacenes Karstadt. Y escribo que no sé con exactitud lo que era porque ni se le veía escudilla donde juntar la limosna, ni cartel indicativo de su condición, ni mala ropa; antes al contrario, llevaba gafas como de haber pasado los ojos por las páginas de más de un libro, razón por la cual le susurré a Clara que, según mi sospecha, se trataba de un marido desquiciado. Ella me pidió que lo fotografiase por si acaso le inspiraba alguna idea para su libro. Nada más orientar la cámara hacia él, volvió la cara y me clavó una mirada no escribiría yo que hosca; más bien seria, desconfiada y, por encima de todo, penetrante. El tipo caló nuestra intención desde el principio. Se dedicaba a observar, indiferente, el flujo de peatones; pero en cuanto se percataba de que yo hacía un intento por sacarle una fotografía, zas, me clavaba los ojos agrandados por las lentes. Así en dos o tres ocasiones, sin que yo me atreviera en ninguna de ellas a llevar a término mi propósito por temor a que se enfadase.
Y estábamos entretenidos con este juego y bebiendo nuestros cafés mélange, de paso que compartíamos una copa de helado, cuando ocuparon la mesa vecina un hombre y una mujer de entre cincuenta y bastantes y sesenta y pocos años, el hombre tostado de solario, la mujer con la cara asfaltada de maquillaje, los labios inflados en algún taller de cirugía; la calandra, obra de ortodoncista, y rímel abundante alrededor de los faros. En otras palabras, tenía la señora un automóvil por semblante. Solo le faltaba contaminar y, en efecto, no tardó ni medio minuto en encender un cigarrillo. Clara, sentada cerca de ella, tanto que sus espaldas casi se tocaban, recibía la parte mayor del humo. Empezó a sufrirlo con urbanidad, aunque era un humo evitable por cuanto nos venía del cigarrillo que la mujer-automóvil sostenía a la altura de su hombro con elegancia blanda, afectada, estúpida, etcétera. Temerosa de quemarse, Clara corrió algunos centímetros su silla hacia mí. La educación, el miedo al bochorno, refrenaban su impulso de protestar en voz alta. Durante un rato utilizó mis oídos como depósito de sus quejas. Al fin se atrevió a preguntarle en tono de ruego a la mujer-automóvil si por favor tendría la amabilidad de apartar el cigarrillo, y aun se tomó la molestia de razonar su petición. La mujer-automóvil le respondió con sequedad que vivíamos en un país libre y mantuvo la mano como hasta entonces.
Su descortesía me pareció reprobable sin más; no le di mayor importancia. Me consta que en el mundo acontecen a diario sucesos harto más preocupantes, de manera que al pronto interpreté el asunto del cigarrillo como uno de tantos inconvenientes de vivir en un planeta populoso. A mí el que me interesaba de verdad era el tipo de enfrente, que, ajeno a cuanto ocurría en derredor, se puso a pelar un plátano. Aún no había perdido la esperanza de fotografiarlo tan pronto como se descuidase. Sin embargo, por mucho que extremara la cautela no lograba impedir que cada dos por tres mis miradas fugaces y las suyas recelosas se encontraran, lo que me truncaba de continuo la maniobra. Clara seguía refunfuñando junto a mi oreja. No me enteraba del contenido de su runrún porque de quien yo estaba pendiente era del tipo sentado al pie de la columna. La señora escritora trataba de apartar de sí el humo a manotazos. De buena gana habríamos cambiado de mesa, pero no había ninguna libre. Harta de soportar la libertad de la mujer-automóvil, Clara me susurró al oído en tono imperioso que pidiese la cuenta. Juzgué conveniente comunicarle que nos quedaba por comer media copa de helado. Sin prestarme atención, tosió de forma demostrativa mientras abofeteaba el aire delante de su cara y protestaba con voz cada vez más audible. Ella misma le pidió por señas a la camarera que nos cobrase. Añadimos, a la usanza germánica, una cantidad al precio de las consumiciones para redondear. Antes de levantarme introduje en la boca a toda velocidad varias cucharadas de helado. Pensaba asimismo rescatar un grano de uva; pero el gesto ceñudo de Clara me disuadió.
A continuación guardé la cámara en la mochila. Había desistido de fotografiar al tipo sentado en el suelo, que, masticando un cacho de plátano, nos miraba de hito en hito. La señora escritora, de pie, se dirigió a la mujer-automóvil, sentada, en tono de reproche. Ignoro lo que le dijo y lo que esta le contestó. Lo único que sé a ciencia cierta es que el hombre tostado le lanzó a mi mujer, a mi Clara, a mi todo (aunque a veces me sierra los nervios), una réplica grosera. Al instante una descarga de ira me atravesó los músculos. Mis dientes yo no sé lo que mordían, mis manos yo no sé lo que apretaban, e impelido por un furor desapoderado que no me había vuelto a ofuscar desde la adolescencia, me arranqué hacia el miserable metiéndome por medio de las dos mujeres. A mi espalda sonó un gemido suplicante de Clara. Pero ya era tarde para volverme atrás. O él o yo. Esto las mujeres no lo entienden. No lo entenderán jamás. Otras hormonas, otros instintos. Se me hace que para ellas el desenlace de una disputa lo decide la pericia en el manejo de las palabras. ¿Será por eso que hablan y hablan, y arguyen y redarguyen, y pegan cortes y lanzan indirectas cuando discuten, confiadas en la eficacia del veneno verbal? A nosotros, sin embargo, ya de pequeños, en el parvulario y puede que antes, nuestra naturaleza masculina, elemental, testosterónica, nos simplifica las cosas inculcándonos la certidumbre de que la razón prefiere aliarse con quien tumba al otro. Le sacudes una en el morro y de forma instantánea el adversario comprende la utilidad de no llevarte la contraria.
Todo esto lo pienso en frío ahora. En aquel momento yo no pensaba nada, tan solo que un canalla de cutis torrefacto le había faltado al respeto a mi esposa. Si me hubiera ofendido a mí, pues bueno, me hago el sordo o le devuelvo el insulto y le doy la espalda. Pero ¡decir lo que dijo a la mujer de mi vida, al objeto de mi afecto, a mi suministradora de orgasmos, a la dulce persona por la cual abandoné mi país y mi gente! Inutilizados mis muchos o pocos recursos racionales, en mi cerebro solo funcionaba un poderoso e incontrolable mecanismo que presumo semejante al que gobierna las acciones de las fieras depredadoras cuando se arrojan sobre sus presas y les clavan los colmillos en la garganta y hunden y mojan sus hocicos en la sangre caliente, que solo de escribir esto me están entrando ganas de bramar. Me contengo y sigo. El hombre tostado se puso rápidamente de pie. Mirándolo dentro de los ojos, le espeté: «¿Tienes un problema o quieres tener uno?», y sin darle tiempo a responder, agrandándome de hombros y de pecho, torcido el costado del labio de arriba para mostrarle la aversión que me inspiraba, agregué: «Tú, agujero del culo». Avanzó, airado, la barbilla levantada, un paso hacia mí. El choque parecía inevitable. Estábamos ya a la distancia de abrazarnos o comenzar el combate. Él era de estatura un poco más baja que la mía. En sus mejores años debió de ser un hombre fornido; pero desde entonces había transcurrido un lapso dilatado. Que no se me pusiera llorón por eso, ¿eh? También yo podía alegar mi ineptitud para las artes marciales. No había vuelto a pelearme con nadie desde mi época de colegial. A todo esto, la gente de la terraza y la que pasaba por la calle nos miraba abiertamente. Medrosa y avergonzada, Clara corrió a meterse en Karstadt. Tuve, cuando la vi alejarse, un momento de vacilación. Estaba exponiendo mi salud por ella. ¿Por qué, un segundo antes de irse, me pidió en tono de regaño que depusiera mi actitud?
El puño me colgaba de repente como un objeto pesado que no me perteneciera. Me di cuenta de que no deseaba usarlo. «¿Para qué puñetas me he metido en este aprieto?», pensé. Solo quería que el tipo se arrugase. Por favor, arrúgate. ¿Cómo ponerle, si no, un fin honroso a la situación? De pronto, aleluya, el hombre tostado pestañeó. Un indicio como aquel era lo que yo esperaba. Faltó poco para que le diese las gracias. En vez de eso, le dije: «Cuidado, hombre viejo», y le volví la espalda con estudiada parsimonia, dueño de mis actos, mostrándole por medio de mi aplomo que me consideraba vencedor. No de otro modo debió de interpretarlo la mujer-automóvil, que se apartó con presteza para dejarme paso. Quizá, como a Clara, según supe luego, el miedo le había humedecido la lencería. Sin dignarme mirarla, la dejé con su hombre derrotado, valiente nada más que para afrentar a una mujer. El sentado en el suelo masticaba tan campante su plátano. Le dije al pasar: «¿Te ha gustado el espectáculo?». Con la cabeza gacha, respondió: «Es ist mir scheissegal», expresión de difícil aprovechamiento poético que no se puede traducir literalmente a mi lengua materna. Daría algo así como «me importa tres cojones», «me da por el culo» u otra lindeza idiomática por el estilo.
Hallé a Clara en la planta baja de los almacenes Karstadt, examinando cejijunta relojes de pulsera. No sabía yo que los relojes le causaran mal humor. ¿O es que se estaba preocupando por mí? Seguro de darle una noticia reconfortante, le anuncié el desenlace de la disputa: «He ganado». Hizo una mueca que me heló la sonrisa. Nunca antes se había sentido tan decepcionada conmigo. En su opinión, yo acababa de descender delante de numerosos testigos a los niveles más bajos de la naturaleza humana, allí donde falta poco para que termine el ser provisto de razón y moral, y comience la bestia salvaje. Ojalá ninguna persona conocida, ningún compañero de trabajo, ningún alumno, ay, sobre todo ningún alumno de visita en Lübeck hubiera presenciado la escena. ¡Qué bochorno! Apenas hube despegado unos milímetros los labios para expresarle la ligera sospecha de que exageraba, me atajó. Aún no había terminado de decirme lo que me tenía que decir. Usé uno de sus trucos: «No grites». Por motivos que desconozco, el truco no obró el mismo efecto que cuando ella me lo aplica. «Hasta hoy había visto en ti», prosiguió, «a un hombre culto y tranquilo con quien mal que bien se puede, perdón, se podía convivir. Ahora me doy cuenta de que estoy casada con un pendenciero». Había perdido las ganas de pasear en barco y de ir a ninguna parte, le estaba empezando una jaqueca, quería retirarse sin demora al hotel porque la acuciaba cierto problema; pero como suponía que el tostado y la mujer-automóvil, a los que se refirió con otros nombres, continuarían sentados en la terraza del café, prefirió subir a la planta de señoras. Esta decisión suya, al principio, no la entendí. Aseguró que por mi culpa se veía obligada a comprarse una braga. A mí me resultaba de todo punto imposible establecer un vínculo lógico entre lo que nos había pasado y la compra urgente de ropa interior, y así se lo reconocí. Entonces, tras afirmar que hay muchas cosas en la vida que jamás entenderé, me puso al corriente de su contratiempo. No sin esfuerzo resistí la tentación de reírme.
Clara se pasó la tarde afeando mi conducta en la terraza del Wiener Caféhaus y todavía, cuando le viene el recuerdo, me endilga la consabida frase de amonestación. Con frecuencia, Concordia domi foris pax, mencionaba mi promesa incumplida de la víspera. Y en varias ocasiones me preguntó, señalándome con dedo acusador, si aún me consideraba el hombre más pacífico que habían conocido los ladrillos de Lübeck. Durante la cena en un local económico cercano al río, volvió a sacar el tema, bien es verdad que con menos acritud y patetismo que hasta entonces. Me quejé. Llevaba varias horas reprendiéndome. «¡Si por lo menos admitieras que tengo razón!». «No te niego la razón. Me he comportado como un niño, como un bruto, como lo que tú quieras. Pero volvería a hacerlo una y mil veces. ¿Por qué? Pues porque mientras vivamos juntos no consentiré que nadie te ofenda ni te haga daño». Guardamos un largo silencio, ella cavilosa, con la cara inclinada sobre un plato de verdura cocida; yo absorto en la degustación de mis arenques. «De todas formas», dijo de improviso, «creo que no has hecho bien». Nos retiramos de anochecida al hotel después de callejear a la ventura por el centro de Lübeck. Nada más acostamos, apagada la luz, me plantó una pierna encima del vientre.