Poco antes de entrar en Clausthal-Zellerfeld, que por los tiempos de Heine eran dos pueblos distintos, separados por una hondonada, nos detuvimos en el borde de la carretera para tomar fotografías del Brocken. Sé por Clara que esta es la mayor elevación de la sierra del Harz. Ignoro su altitud. Algo más de mil metros, en cualquier caso. Formaba en la distancia un horizonte largo, violáceo, con una ligera prominencia coronada por una antena, y eso es todo lo que recuerdo. Heine estuvo allá arriba. Tengo entendido que hay camino fácil hasta la cumbre; pero ni a la señora escritora ni a mí nos aprieta de costumbre el deseo de escalar montañas.
Clara, en una versión inicial de su libro, comparó el Brocken con la primera tarta de cumpleaños en la vida de un niño. Le confesé que, sintiéndolo mucho, no comprendía el símil. La antena equivalía a una vela. ¡Aaah! No le oculté la extrañeza que me causaba hallar una audacia humorística en medio de un relato caracterizado por los tonos líricos. «O sea, que no te gusta». «No es eso», mentí. «Ratoncito, te equivocas si piensas que tienes el monopolio de la chunga. A mí también se me ocurren de vez en cuando ideas graciosas». Por la noche, las punzadas en la conciencia no me dejaban dormir. «¿Habré influido en ella negativamente?». A horas intempestivas le agarré un pie y se lo sacudí hasta despertarla. «No podré pegar ojo si no te digo la verdad, te duela o no». «Pero, ratón, ¿qué te pasa, qué hora es, de qué me hablas?». «Tienes que suprimir la comparación del monte con la tarta. Es infantil, innecesaria, tan sosa que parece mía. Y te recuerdo que hay millones de niños desnutridos en el mundo». Los dos a oscuras, su aliento acelerado me daba de lleno en la cara. «Perdóname», añadí, «pero no quiero ser cómplice de tus errores». Prometió revisar el pasaje a primera hora de la mañana. Ya con el sol alto, salió al jardín. Después que yo la hubiera despertado no había podido dormir durante el resto de la noche. Tenía ojeras y se le estaba anunciando una jaqueca. Apagué el motor del cortasetos. «A mí me parece que la comparación es válida dentro de un contexto literario». La conozco lo suficiente para advertir que hablaba sin convencimiento. «Quítala», le dije y, sin esperar su réplica, puse de nuevo en marcha el cortasetos. La quitó.
El hambre fue mi guía infalible por las calles de Clausthal-Zellerfeld. Sin necesidad de recurrir a la ayuda de extraños, tanto menos a la de una pandilla de adictos a la risa (y a la cerveza caliente), con solo bajar una cuesta y subir otra fuimos a parar en línea recta al sitio que buscábamos. Pedí a Clara un elogio. Me estrechó la mano sin efusión, a la usanza del país. Faltaba poco para la una de la tarde cuando nos apeamos frente a una casa de fachada roja donde pasó su juventud Robert Koch, el de los bacilos. Esa fortuita erudición, en la que Clara se basó para introducir unas líneas sesudas en su libro, la encontramos escrita en el pedestal que sostenía un busto del famoso bacteriólogo y confirmada allí cerca por un cartel con forma de abeto, cuyo texto, repartido en tres o cuatro párrafos, la señora escritora pretendía copiar en el moleskine. Mi impaciencia, avivada por el hambre, le instó a fotografiar el cartel y ella así lo hizo.
Siguiendo el plan de la excursión nos dirigimos a un edificio también rojo que se alzaba al otro lado de la calle. Allí, en la Krone (hoy Goldene Krone, hotel y restaurante), comió, se alojó y dejó su firma en el libro de huéspedes Heinrich Heine años antes que un incendio destruyera la casa, reconstruida posteriormente en la forma actual. La fachada nos causó una grata impresión. Recuerdo las ventanas blancas; una corona grande, pintada de oro, en la parte superior, debajo del frontispicio, y el letrero, asimismo dorado, con el nombre del establecimiento encima de la entrada. Otros detalles los he olvidado. Luego de solicitar un prospecto a la recepcionista, pasamos al restaurante, que constaba de dos salones contiguos comunicados por medio de un vano. En el primero comían a nuestra llegada una mujer y un hombre de tal y cual edad, aspecto y condición, sentados junto a la ventana. Nosotros fuimos al del fondo, donde no había nadie. Se reveló infundada la premonición de Clara de no encontrar una mesa libre por no haberla reservado. Inicié una broma inofensiva al respecto; pero ella me dejó con la palabra en la boca, pues salió disparada hacia el servicio. Le dio tiempo, eso sí, de encargarme que averiguara en el librito de Heine lo que este había comido durante su visita al lugar. «Si queda algo en la despensa de lo que le sirvieron, puede que esté fosilizado». Iba muy apurada. No creo que me oyese.
Los minutos que tardó en estar de vuelta me habrían alcanzado para leer la sección entera de deportes del Wilhelmshavener Zeitung. No le reproché la demora porque pudo más en mí la compasión que me infundía su palidez cadavérica. Yo había estado ojeando el menú durante su ausencia. Vi que contenía especialidades argentinas, españolas e italianas, además de unas cuantas propias del Harz. No hallé, por fortuna, rastro de un plato a la Heine. El asado de ternera con lombarda, pase, sobre todo habida cuenta del hambre que me corroía; pero ¡una sopa de perejil para empezar y un arenque ahumado de postre…! Le susurré a Clara que, en lo tocante a la comida, difícilmente la Goldene Krone satisfaría sus expectativas literarias. Respondió que poca importancia tenía eso para ella en vista de su lamentable estado físico. «¿Qué te sucede?». «Vamos, ratón, lo sabes de sobra». Se contentaría con una infusión. Sin embargo, cuando el camarero nos trajo una escudilla de alioli y un cestillo con lonchas de pan a fin de aliviarnos la espera, ella le preguntó, tras identificarse como escritora, si cabía la posibilidad de que nos prepararan al menos el plato principal comido por Heine en 1824, y eso aunque no estuviese en el menú y pagando lo que fuera. A lo cual el joven camarero respondió que de tiempo en tiempo venía gente de letras con pretensiones parecidas, y que en algunos casos se habían publicado después crónicas poco amables y aún menos exactas sobre el restaurante. Citó el caso de una pareja de escritores de Berlín, coautores de un libro en el que uno de ellos había puesto en duda la calidad gastronómica del local. Dicho esto, se avino a trasladar nuestro deseo a la cocina y para allá se fue. «Pero, bueno, si no vas a probar bocado, ¿para qué le creas al pobre hombre tanta molestia?». Y entonces la señora escritora me explicó el plan que se le había ocurrido durante su reciente estancia en el servicio. Según el cual, mientras yo comiese ella iría anotando en el moleskine mis impresiones gustativas. «¿Y cómo sabrás lo que siente mi paladar?». «Ratoncito, porque tú vas a contármelo. Recuerda la ayuda que me prometiste antes de emprender el viaje». A todo esto, se apoderó del pan que había en el cestillo, pues se le figuraba que, ingerido, la ayudaría a secarse por dentro. A mi pregunta de cómo se imaginaba ella que podría yo comer sin pan el alioli, respondió que haciendo cuchara con un dedo. Tras agradecerle la recomendación, hundí el pulgar en la salsa y lo chupé. «¿Te cuento ya lo que siento?». «No, espera a que te traigan la comida».
Volvió el camarero de ahí a poco con la noticia de que quizá se nos podría complacer. Ya que el menú incluía un plato de ternera con atún, aros de cebolla y no recuerdo qué otros ingredientes, el cocinero se mostraba dispuesto a preparar tan solo la carne y añadirle a continuación la lombarda, si bien esta debía ser por fuerza de frasco porque en natural no la tenían. El único problema era que su preparación tomaría el tiempo que costase traerla del supermercado y calentarla. Clara me miró con ojos interrogativos. Su indecisión me insufló el coraje suficiente para decir: «Yo no creo que Heinrich Heine hubiera comido jamás de frasco». «Tampoco lo creo yo, señor», corroboró con media sonrisa el camarero. «Pues ya que la literatura no me lo prohíbe, elegiré la lucioperca frita, número 380», o el que fuese, que ahora no me acuerdo. Costumbre, por cierto, muy alemana esta de pedir los platos según el número que les corresponde en la lista del menú, lo que quieras que no facilita la comunicación, sobre todo cuando uno no domina el idioma. «¿Y de beber?». Soy poco dado a titubear en según qué asuntos: «Cerveza de trigo». A Clara le faltó tiempo para entrometerse: «Sin alcohol, por favor. Mi marido tiene que conducir. Y para mí, una infusión de poleo». «¿Nada de comer, señora?». Así como ella delató que yo conduciría, me vino la fuerte tentación de revelarle al camarero que ella llevaba todo el día con diarrea, y agregar: «Ha cagado en el castillo de Osterode, se lo juro, y no quiero saber en qué estado habrá dejado el servicio de señoras de este establecimiento. Le aconsejo que vaya a comprobarlo». Me contuve pensando que, por motivos menores, se rompen muchos matrimonios.
Servida mi comida, la señora escritora empezó a picar de ella. Ahora una, después otra, arrambló con todas las patatas cocidas menos con una que me apresuré a poner a salvo en el interior de mi persona. Por justificarse afirmó que les sentarían bien a sus intestinos, lo mismo que hacía un rato el pan, y que las tomaba más por medicina que por alimento. También comió de lo demás un poco excepto del pescado, que rehúsa por no ser planta, de lo cual deduzco que si los peces crecieran en las huertas los comería con placer aunque supieran igual en la boca. Chupó las rodajas de limón y se quedó contenta, según dijo, por haberse abstenido de comer. La ventaja para mí era que, como ella probaba asimismo la comida, me dispensó de manifestarle las sensaciones que me producía cada bocado. Pensando en usarla para su libro, solicitó y le trajeron una copia del menú. Con demasiada frecuencia y amabilidad pegajosa, el camarero se acercaba a preguntarnos si todo estaba a nuestro gusto, haciendo muecas de alivio cuando le respondíamos que sí, como si lo acuciara el temor de hallar algún día echada por los suelos de la literatura la reputación de la Goldene Krone y a él descrito de modo que hasta su madre lo repudiaría de puro avergonzada. Pedimos la cuenta. El precio era razonable, tirando incluso a barato. Nos pusimos de acuerdo en redondear la suma total hasta dar casi tres euros de propina. Salimos después a la luz del día. Por matar el tiempo bajamos andando la calle, que parecía principal, hasta una iglesia de insólita apariencia, gris como los burros de mi tierra, las paredes exteriores todas de tablas horizontales y los tejados de láminas de plomo o de otro metal por el estilo. Intentamos verla por dentro; pero la puerta no quiso dejamos entrar. De vuelta al coche, nos detuvimos a ruego mío en una cafetería, donde terminé de saciar el hambre con un pastel de ciruelas que me supo a gloria. «Ratón, no entiendo cómo puedes comer tanto. No hace ni veinte minutos que hemos salido del restaurante». La besé en la mejilla. ¿Qué otra cosa podía hacer?
La carretera que lleva a Góslar, sinuosa, a trechos empinada, discurre casi todo el tiempo por parajes boscosos. Hace años era frecuente leer en los periódicos que la lluvia ácida corroía las píceas del Harz. El día de nuestra excursión yo las vi altas y lozanas, formando a los lados de la ruta enormes paredes verdes que se comían el paisaje. De cuando en cuando atravesábamos un claro. Surgía entonces a la vista una ladera cubierta de hierba, alguna que otra balsa adonde antaño iban a parar las aguas residuales de las minas, o, recortándose en el azul del cielo, las crestas lejanas de los montes. Pasamos junto a un control de radar. Me enorgullezco a veces, delante de Clara, de no haber sido pillado nunca hasta la fecha. «Es que los huelo a distancia», le digo, «¿tú no?». Cierta combinación de detalles me induce a levantar de inmediato el pie del acelerador: la señal limitadora de velocidad a partir de la cual empieza la infracción; después la curva, los arbustos o el pilar del puente que sirven para ocultar la trampa, y de pronto el vehículo con la ventanilla trasera vertical parado en el arcén. Hay otras variantes igualmente previsibles. Dentro del coche distinguí a un tipo (envidiable profesión) que leía el periódico. «Radar», le anuncié a Clara, que con su característica lentitud de reflejos tendió la mirada en la dirección errónea. «¿Dónde?», preguntó cuando ya lo habíamos rebasado. De casa al colegio y viceversa ha recibido tres o cuatro flasazos en los últimos años y quizá me quede corto. «Esto es desplumar a los humildes ciudadanos que van al trabajo. Yo no pago». Transcurrido un tiempo, llega el sobre con la multa. En el impreso consta la foto probatoria, que para Clara supone la parte peor del castigo. Se queja entonces de que las obligaciones del colegio no le dejan tiempo para ir a la peluquería. Y paga.
Viniendo por la carretera de Clausthal-Zellerfeld resultó fácil encontrar las instalaciones mineras de Rammelsberg. No bien avistamos Góslar, una señal nos puso en el buen camino, librándonos del error de entrar con el coche por las serpeantes calles de la ciudad, donde con toda seguridad nos habríamos perdido. Dentro de una nave de grandes dimensiones nos sumamos a un grupo de personas con las que luego descendimos a las entrañas del monte. Mientras esperábamos la llegada del guía, Clara se retiró al servicio. Vino al poco rato con noticias alentadoras. Se conoce que el pan y las patatas cocidas de la Goldene Krone habían empezado a obrar en ella el ansiado efecto. Le di con la debida discreción mi enhorabuena. No pudimos conversar por extenso sobre el tema (para ella importante, para mí antes bien meteorológico) de sus deposiciones porque desde una puerta del fondo nos llamó un señor de unos setenta años, vestido de minero. Los cerca de veinte visitantes nos congregamos a su alrededor. Él se presentó como nuestro guía y, tras soltar en tono campechano un par de agudezas convencionales, nos pidió que lo siguiéramos hasta un recinto, donde por orden suya cada cual tomó de un cajón un casco amarillo de obras. Consideré oportuno examinar la limpieza del mío antes de colocármelo en la cabeza. Clara, que a veces también tiene sus asomos de malicia, adoptó un aire envarado, parsimonioso, pedagógico, yo ya me entiendo, para comunicarme las instrucciones de uso del referido adminículo, considerando que yo lo manoseaba porque me era desconocido. Le pedí que me sacase una fotografía con él puesto para mandársela a mis hermanos como prueba del tipo de vida que llevo en Alemania.
El guía nos enseñó la sala donde en tiempos pasados se cambiaban de ropa los mineros. Estos colocaban sus pertenencias en un dispositivo similar a una cesta de alambre, acoplado al extremo de una cadena de siete u ocho metros de longitud; tiraban de ella y, durante la jornada laboral, mantenían los bultos a buen recaudo cerca del techo. Vimos que las cadenas estaban aseguradas por la parte inferior mediante un candado, método sencillo, aunque no sé si eficaz, de facilitar la honradez entre los distintos turnos de trabajadores. Seguimos después al guía por un camino en cuesta hasta la boca de la mina, cerrada por una verja. El hombre había trabajado en aquellas honduras tenebrosas desde los doce años hasta el cierre de la explotación en mil novecientos ochenta y tantos. (Clara menciona la fecha exacta en su libro). Nos fue refiriendo detalles de su vida privada, de la historia de la mina, de las condiciones de trabajo y de docenas de peripecias en el tono maquinal de quien repite todos los días varias veces la misma cantinela para turistas. Guardo cuidadosamente en el olvido casi todo lo que contó.
Las cuatro páginas y media que dedica Clara a la mina de Rammelsberg componen en mi opinión uno de los pasajes más afortunados de su libro. Combinan en un estilo sobrio, que debería prodigar más (pero no me hace caso), la exactitud de la descripciones y la amenidad de las escenas relatadas. Acabó la tarea en apenas treinta minutos; eso sí, después de haberse torturado durante toda la jornada con un sinfín de tentativas infructuosas. Sentada delante del ordenador, me confesó en un momento de la tarde en que me acerqué a llevarle una taza de té: «No me sale». Estaba al borde de las lágrimas. Como en tantas ocasiones, lánguido el gesto, tembloroso el labio inferior, negó rotundamente que tuviera aptitudes literarias. Se veía condenada a ejercer la docencia hasta la jubilación. Quizá no la habían alimentado bien durante la infancia. Quizá las incontables jaquecas que había padecido a lo largo de su vida habían causado daños irreparables en su cerebro. La dejé vaciarse de amargura antes de administrarle una fuerte dosis de elogios. Eso siempre la reconforta. Le gusta, además, como a los perros, que le acaricien el cogote. Luego extendí los masajes al cuero cabelludo. Ella interrumpió de pronto su quejumbre para reconcentrarse en las sensaciones placenteras, hasta que, reparando en la taza que humeaba encima de la mesa, me preguntó con su desconfianza de costumbre si había mantenido el saquito de té tres minutos en el agua hirviente. Me lo preguntaría aunque nos encontráramos rodeados de llamas en el salón de una casa que estuviera ardiendo. «Mi dulce ratoncito, aunque te importa una mierda la literatura, ¿podrías decirle a tu pobre Clara qué harías en su lugar?». Debía de estar ciega de desesperación para pedirme ayuda en aquel asunto. «Creo que, en nombre de la sensatez, te convendría…». Me interrumpió: «Preferiría que hablases en tu nombre». «Pues en mi nombre te sugiero que abandones de aquí hasta la hora de la cena los prejuicios artísticos, la perfección formal y demás quimeras que te causan sufrimiento, y redactes en hojas sueltas tus recuerdos relativos a la mina de Rammelsberg. Hazlo como si se tratara de una carta dirigida a una persona ajena a la literatura, con quien tuvieras un trato tan estrecho que no te haría falta prestar atención a las garambainas del estilo. Una carta rápida dirigida a tu padre, a mí, a tu hermana, qué más da. El caso es que te salga un texto fluido. Eso es lo que yo y mi prima la sensatez haríamos en tu lugar: improvisación absoluta, frases cortas, lengua llana. Y luego ya veríamos qué uso darle al resultado». Se desasió bruscamente de mis dedos cariñosos. «Presentía que ibas a burlarte de mi problema. No sé para qué te cuento nada». Le aseguré que hablaba en serio. Para demostrárselo me coloqué delante de ella con mi frente pensativa, mi mirada circunspecta, mi entrecejo arrugado. ¿Qué más se puede pedir? En modo alguno persuadida de mi sinceridad, me hizo saber que deseaba quedarse sola. Media hora después me llamó y, mirándome como si yo la hubiera ofendido, estampó unas cuantas páginas de letra menuda en la palma de mi mano, al par que con una sacudida altiva del cuello me soltó la chorrada esa de san Agustín que gusta de repetir en situaciones similares: tolle, lege. Al cabo de un cuarto de hora le comuniqué mi veredicto: «solo tienes que suprimir el saludo de la carta. El resto lo considero digno de figurar sin retoques en la versión definitiva. Supongo que me profesarás agradecimiento». «¿Agradecimiento? ¿A ti? ¿Por qué?». «Bueno, no me negarás que el truco de la carta te lo he aconsejado yo. Ha sido mi idea, por si no te has dado cuenta». «Perdona, ratoncito, pero mi principal fuente de inspiración, por no decir la única, ha sido el estar enfadada, y no contra ti ni contra nadie. Simplemente enfadada». «Ah, pues si es por eso yo te podría ayudar mucho de ahora en adelante». «¡Ni se te ocurra!».
Aprovecharé que no puede verme para traducir a mi lengua materna parte del pasaje (todo sería demasiado) en que relata aquella visita nuestra a la mina de Rammelsberg. Recelo que se inquietaría si al entrar en casa me sorprendiera con la nariz hundida en las hojas de su libro. Su perplejidad precedería seguramente a una serie de preguntas, las cuales, contestadas por mí sin la necesaria precaución, podrían inducirme a delatar mi entretenimiento secreto de todas las mañanas. Y eso sí que no. Los miércoles ella vuelve de trabajar antes que los otros días, así que, como son las once, no me queda mucho tiempo para poner por obra mi propósito. Bueno, aún me queda bastante, pero me he prometido acabar hoy la crónica de la excursión por la ruta de Heine, que se me está alargando en exceso. No puedo negar que me lo paso bien escribiéndola. Muy bien, incluso. No obstante, va siendo hora de ocuparme de las siguientes etapas del viaje, en las que nos sucedieron peripecias no menos dignas de recuerdo.
A propósito de recuerdos, constato al releer el pasaje referido que los de Clara difieren de los míos, sobre todo en el terreno de los pensamientos y las impresiones. Sin embargo, dejando a un lado la prosa cabreada del relato, consigo reconocerme sin dificultad en su memoria. Voy a traducir un trozo a vuelapluma, sin ayuda del diccionario, puesto que no estoy obligado a rendir cuentas a nadie. Como le escribí a mi hermano meses atrás, cuando le comuniqué que no podía aceptar su oferta de siete euros por página traducida por considerarla insuficiente, la del traductor es una tarea delicada y por demás trabajosa, como de cirujano del lenguaje, y en consecuencia difícil a menos que a uno le dé igual que se le desangre el paciente sobre la mesa de operaciones. La casualidad ha querido que yo no me levantase esta mañana con tiempo, energía ni paciencia para asumir tareas fatigosas en las que, por añadidura, esté implicada algún tipo de responsabilidad. Conque me callo y cedo la palabra a la señora escritora.
«Plata, cobre, plomo, cinc, algo de oro. Y por último, Patrimonio Cultural de la Humanidad. Esto es, madriguera de turistas.
»Las paredes son de color gris oscuro; las galerías, en algunos lugares, estrechas y no muy altas, lo que origina en el visitante una sensación oprimente. ¿Y esas manchas azules que hemos visto varias veces? Como el guía se desdeña de explicárnoslas, se lo pregunto. También mi compañero sospecha que al guía no le agrada que lo aparten de su discurso aprendido. ¿Acaso no ha dicho en el momento de presentarse que le preguntemos todo lo que queramos?
»“Vitriolo de cobre, señora”, responde secamente, como si lo irritara que le pregunten por algo que ninguna persona adulta debiera ignorar.
»Considero una desgracia ejercer el oficio de minero por mucho que el guía se ufane de haber trabajado en la mina desde los doce años. Para compensar los enormes esfuerzos, el peligro, la insalubridad y todo eso, los mineros ¿se llevarían a sus casas, escondidos en los bolsillos de sus pantalones, pedazos del valioso mineral? Ganas no me faltan de preguntarlo.
»Todo no nos lo puede enseñar ni nosotros lo queremos ver. Si hemos de creer sus palabras, la explotación de los yacimientos metalíferos de Rammelsberg comenzó hace tres mil años. Mi compañero me pregunta al oído, con irónica suspicacia, si no sería hace dos mil novecientos noventa y nueve.
»Lo esencial del dato, supongo, es que nos permite inferir lo muy agujereada que debe de estar la montaña.
»A veces, en las partes de la pared cercanas a las lámparas, se advierten hebras verdes, muy finas, como de algas. ¿Es posible la nutrición clorofílica con solo luz eléctrica? Me asombra comprobar la tenacidad con que la vida se abre paso hasta las más inhóspitas profundidades. “Si hay suerte”, dice el guía, “veremos unas setas fibrosas de color blanco que reciben el nombre de Bergmannsbart” (barba de minero, en traducción literal).
»Cuenta después que un caballo fue el primer minero de Rammelsberg. Mientras el jinete andaba a la caza por la zona, el animal, atado a un árbol, removió el suelo con sus pezuñas. De este modo sacó a la luz el primer filón. El guía concluye el relato de la leyenda diciendo que, en buena lógica, a él se le puede considerar el último caballo de Rammelsberg.
»Dos o tres turistas le ríen la gracia. En el grupo hay una pareja de orientales. Los orientales parece que llevan una sonrisa pegada a la boca. En realidad, no se ríen. Mi compañero y yo tampoco. Si el guía hubiera proferido un relincho cuando ha contado lo del caballo a lo mejor habríamos soltado por educación una risa floja.
»Al último del grupo, el guía le ha endilgado una réplica de las antiguas lámparas de aceite llamadas ranas.».
Salto un par de párrafos.
«En un momento determinado, mi compañero se dirige amablemente a los orientales, que, como sospechábamos, no entienden alemán».
Salto otro párrafo.
«Las galerías han sido acondicionadas para que los torpes» (tollpatschigen, no sé si traduzco bien) «gordos y aburguesados» (spiessigen, aquí también tengo mis dudas) «visitantes deambulen cómodamente por la mina. Tablas extendidas sobre el suelo evitan que se nos embarren los zapatos. A cada trecho hay una lámpara encendida y los distintos desniveles están comunicados mediante escaleras provistas de las correspondientes barandillas.
»A mi compañero no le extrañaría que en cualquier momento, al doblar un recodo, topásemos con un puesto de helados.
»Pasamos junto a una puerta misteriosa de madera con herrajes. No sabemos adónde da. Debe de ser viejísima.
»Mi compañero conjetura que detrás de ella quizá esté el puesto de los helados. Le gustaría saborear uno de limón». (Dato erróneo o inventado: dije uno de stracciatella).
«Seguimos al guía como ovejas al pastor hasta una rueda gigantesca de madera. Hay unas cuantas en la mina que forman un sistema de drenaje. El guía aguarda a que se junte todo el rebaño turístico antes de apretar un botón. La rueda se pone a girar cada vez más deprisa. El agua resuena con chapoteo lúgubre en el espacioso y negro recinto. La rueda es fea y el rebaño hace fotografías, mi compañero también porque se lo he pedido yo.
»Un niño de unos ocho años levanta la mano como en el colegio para que el guía le conceda turno de palabra. Cuando este, haciéndose el simpático (al revés que conmigo un rato antes), le indica que puede hablar, pregunta si los mineros trabajaban a oscuras. Estoy lo suficientemente cerca del pequeño como para haber oído que su padre (supongo que es su padre, los dos tienen la misma nariz) le ha susurrado la pregunta. Así pues, la pregunta es del padre, pero la formula el hijo.
»Una lección impecable de cobardía varonil.
»Tras pedirnos silencio, el guía interrumpe la iluminación. Durante unos instantes no tenemos más luz que la llamita de la rana. El guía ruega al último del grupo que la sople. De pronto quedamos envueltos en una oscuridad total. Alguien respira fuerte cerca de mí. A tientas busco la mano de mi compañero. Siento un escalofrío pensando que acaso he cogido la de un extraño. Empiezo a estar arrepentida de haber venido».
Siguiendo el plan que habíamos trazado, nuestra excursión por la ruta de Heine terminó en la ciudad de Góslar, que es una alhaja arquitectónica engastada a los pies del monte Rammelsberg, más o menos donde se tocan los bordes de la sierra del Harz y la vasta llanura de Baja Sajonia. Un conglomerado de torres, iglesias, palacios y casas centenarias, con mucha placa de pizarra en los tejados y paredes, entramados artísticos y toda clase de adornos insólitos, forma el casco antiguo de Góslar. La Unesco lo declaró, junto con las instalaciones mineras que acabábamos de visitar, Patrimonio Cultural de la Humanidad y no me sorprende. Un sitio de tales características no lo encuentra uno a diario en Alemania a menos que viva en él; tan hermoso, tan bien cuidado, tan lleno de historia sin dejar de ser habitable, que durante un rato supuse que caminábamos a través de un decorado de película. No son al parecer menores las preciosidades que encierra la ciudad en el interior de sus edificios. Yo solo respondo de lo que vi. Y lo que vi me causó un grato asombro; también pena, pues las fachadas imponentes, algunas de construcción medieval, me traían al pensamiento la pérdida de bienes culturales de no menor importancia ni belleza en las ciudades alemanas asoladas por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, sin olvidar, claro está, las consecuencias terribles para los ciudadanos inermes que las habitaban. A mi suegro este asunto todavía le punza en el alma, aunque hablando conmigo no lo rehúye. «Los alemanes destruimos tanto en otros lugares…», me dijo un día, como si a él, que aún no había cumplido los doce años cuando terminó la guerra, lo salpicara la culpa por los desmanes perpetrados en nombre de su nación; aún más, como si estuviera convencido de que la devastación sistemática de las ciudades alemanas, incluso cuando los ejércitos de Hitler habían sido derrotados en toda la línea, se debiera a un castigo merecido. Clara no paraba de hacerme señas a escondidas para que cambiase de conversación y me callé. Yo quería explicarle a mi suegro con calma las diferencias que encuentro entre un lance bélico y una matanza de inocentes cometida mediante máquinas de guerra. Con eso y todo, entiendo que hice bien en obedecer a Clara. ¿Qué podía yo explicarle de bombardeos a quien, además de haberlos padecido, perdió a su padre en el transcurso de uno de ellos?
Pero a lo que iba. Tras las páginas en que refiere nuestra visita a la mina, Clara relata un paseo por las calles de Góslar a la caída de la tarde. El episodio está bien resuelto, aunque para mi gusto peca de demasiado informativo en algunos pasajes. Al tratar de las estatuas que se alinean en la fachada de la Gildehaus, por ejemplo, en la pintoresca Marktplatz, Clara aprovecha datos e imágenes que espigó en Internet. Eso no tendría nada de reprobable si no fuera porque incurre en un tono impersonal, como de redactor de artículos de diccionario enciclopédico. La figura que a mí más gracia me hizo, por no decir la única que me hizo gracia, la del hombrecillo desnudo que expulsa una moneda por el ano, no la menciona. Llamé su atención al respecto. «Otros criterios, otras sensibilidades», me contestó. Que no hubiéramos puesto los pies dentro del Palacio del Emperador no impidió que dedicara media página al sarcófago de Enrique III, apodado el Negro, en cuyo interior, como yo descubrí para ella (pues a veces, muchas veces, la ayudo más de lo que cree), no reposan más restos mortales que el corazón del monarca y otras asaduras que aquí no vienen a cuento.
En Góslar tomamos docenas de fotografías. Mi favorita es una que muestra a la señora escritora agarrada a la picota que se conserva junto al edificio del Ayuntamiento. De ella guardo una copia provista de marco para mi uso personal. Una vez rogué a Clara que me permitiese colgarla sobre la cabecera de nuestra cama, completando la fila de retratos de los perros que hemos tenido hasta la fecha; pero la iniciativa, por razones que nunca me fueron aclaradas, no prosperó. Antes de volver a Hannóver, resueltos a imitar una última acción de Heinrich Heine, entramos en un local cercano a la Marktplatz, con trazas de restaurante, cafetería y taberna todo a un tiempo, llamado Die Butterhanne, donde se cocía no recuerdo qué clase de cerveza que Clara, por el motivo de costumbre, no me dejó probar. Me comprometí a manifestarle por extenso mis impresiones gustativas, lo que podría representar un dato de interés para su libro. Ni con argumento tan potente se dio a partido. Conque un poco por despecho, otro poco por juego, le pedí a la camarera un buñuelo descomunal como el que compartían tres personas en la mesa de al lado. Clara se apresuró a afirmar que yo no sería capaz de comérmelo entero. La camarera, sonriente, aseguró que de vez en cuando alguno lo conseguía. A este punto me vi en la disyuntiva de arrugarme delante de dos mujeres o afrontar el desafío. Clara hizo un ademán como que se despreocupaba del asunto. «Ratón, no cuentes conmigo. Solo voy a tomar una bebida». No me constaba que yo le hubiera pedido ayuda. Sin darme tiempo de abrir la boca, la camarera volvió a hurgar en mi orgullo de varón: «No atamos a la picota de la plaza a quien no lo termina. ¿Le traigo uno?». «Por descontado, el mayor que tenga». Los había con dos tipos de relleno. Elegí el de nata con cerezas en almíbar mientras la señora escritora, sentada frente a mí, ponía los ojos en blanco. «Si me sigues provocando», le dije nada más irse la camarera, «pediré dos. No tengo diarrea. Me lo puedo permitir». «Habla más bajo, haz el favor. La gente no tiene por qué enterarse de mis problemas». «¿Cuánto te apuestas a que me como hasta la última miga del buñuelo?». «No necesito apostar, ratoncito, porque ya voy a estar bastante entretenida observando tu fracaso».
De ahí a uno o dos minutos la camarera trajo las consumiciones. Sobre la mesa, a un palmo de mi pecho, depositó un plato con un bloque de masa frita de dimensiones similares a las de la cabeza cortada de Juan Bautista. Me vino antojo de procurarle a Clara una alegría. «Visto de cerca», le dije, «es más grande de lo que pensaba». A la señora escritora se le rasgó el semblante por efecto de una súbita sonrisa. Es posible que, de no haberse topado con el obstáculo de las orejas, las comisuras de los labios se le hubieran juntado en el cogote. «Vamos, ratoncito, que no se diga. ¡Un hombre fuerte como tú!». Con el noble propósito de infundirme ánimo añadió que el desmesurado manjar era hueco. De ahí, supongo, su nombre, Windbeutel, que traducido a mi lengua daría algo así como «bolsa de viento». Objeté que la oquedad estaba embutida de nata y cerezas. Clara, una mano en la frente, sacudía la cabeza en ademán negativo, lo que se podía interpretar bien como un síntoma de sus dificultades para armarse de paciencia frente al adulto infantilizado, bien como una medida preparatoria para contener o al menos disimular la risotada inminente que ya le inflaba las mejillas. «O sea, que te das por vencido antes del primer bocado». Una frase de esa naturaleza era lo que yo necesitaba para arrancarme a masticar.
A las pocas cucharadas de nata con cerezas comprobé que el Windbeutel no tenía la menor posibilidad de sobrevivir a mi apetito. Quizá al final me empalagase; pero resistencia tan débil difícilmente lograría impedir que lo estibara por completo en el estómago. Tragada la cuarta parte del relleno, seguro de mi victoria, ataqué con tenedor y cuchillo la masa frita. Advertí que, sumergida en el café con leche, encogía de tal manera que resultaba fácil engullirla. Esas mojaduras, que a menudo dan lugar a salpicones, disgustan a Clara. Las practico desde niño a imitación de mi difunto padre, hombre de boca lluviosa, si bien no es por aferrarme a una tradición familiar, sino por el gusto que me producen las referidas mojaduras por lo que soy contrario a renunciar a ellas, salvo en caso de grave peligro para la paz matrimonial. En Die Butterhanne me esforcé por que la señora escritora no las notara. No hizo falta extremar la cautela por cuanto ella permanecía la mayor parte del tiempo absorta en la lectura de una guía turística de Góslar que acababa de comprarse. De cuando en cuando levantaba la mirada hacia mí. Entonces yo hundía la cuchara en la nata; pero, tan pronto como ella volvía a dirigir su atención al libro, me apresuraba a mojar en el café un pedazo del Windbeutel. No obstante, como no es simple ni ciega, recelo que había deliberación en su descuido; aún más, que con el rabillo del ojo vigilaba los viajes de mi mano entre la taza y la boca, de forma que si refrenaba su afición a mejorar mis modales por medio de reprensiones, tal vez lo hacía para evitar que me negase a seguir comiendo el Windbeutel con el pretexto de haberme ella ofendido.
De pronto, mientras masticaba, me sucedió una cosa que no por trivial dejó de turbarme de un modo que no recuerdo haber experimentado desde mis apasionamientos amorosos de la adolescencia. Y es que reparé por azar en las manos de Clara, que son suaves y tiran a rojizas, de uñas ni largas ni cortas, pero bien cuidadas, más por higiene que por coquetería, como cuida de costumbre cuanto tiene que ver con su apariencia. Esas manos nunca han hecho daño a nadie, sino todo lo contrario. Que me lo pregunten a mí. Y yo he agarrado y sostenido en incontables ocasiones esas manos bondadosas, pese a lo cual me embargaba en Die Butterhanne una especie de fascinación, de sorpresa y ternura repentinas por ellas, como si jamás me hubiera parado a contemplarlas con detenimiento. Algo parecido sentí cuando fijé a continuación la mirada en su cara vuelta hacia el libro. Sus facciones resplandecían a la luz de una pequeña farola con tres globos que se alzaba al lado de nuestra mesa. Carezco de recursos lingüísticos para describir con exactitud el placer intenso que me causaba su expresión serena y abstraída; aunque no es este un asunto que me preocupe, puesto que no abrigo la menor intención de abrirle a nadie la caja de mis intimidades. Se me figuraba que veía por vez primera maravillas de las que uno no es del todo consciente por tenerlas a diario tan cerca: el rubio dorado de sus cabellos lisos, o la suave curvatura de su frente, o su cuello fino, de piel tersa, rodeado de una cadena de la cual colgaba una preciosa aguamarina. No pude menos de preguntarme, azuzado por una violenta emoción, quién era en verdad aquella mujer de sobra conocida y, sin embargo, recién descubierta, que compartía en silencio la mesa conmigo. ¿Qué había hecho yo para merecer su compañía, para nombrarme su esposo, para dormir las noches junto a su olorosa y cálida belleza? Escrutándola sin que lo advirtiera me vino una acometida tan fuerte de cariño que estuve a punto de darle un abrazo ante la muchedumbre de extraños que llenaba el local. En esto, Clara apartó los ojos del libro; tuvo como un repeluzno de asombro al verme y dijo: «¿Qué ocurre, ratoncito? ¿Ya no puedes más?». Bajé la mirada hacia el Windbeutel. Aún quedaban en el plato un buen trozo de masa frita embadurnado de nata y algunas cerezas sueltas. Comprendí entonces que solo un varón sin entrañas se obstinaría en terminar el estúpido buñuelo. ¿Cómo se podía ser tan mezquino de disputarle una satisfacción a la propia mujer? Sin decir palabra, deposité los cubiertos a un costado del plato, y con la servilleta de papel cubrí los restos del Windbeutel en señal de rendición. A Clara le sonrieron los labios, los ojos, las sienes; todo le sonreía, hasta las arrugas del entrecejo y puede que hasta las partes móviles de su cuerpo ocultas bajo la ropa. Maternal, cariñosa, me arreó unos golpecitos consoladores en el dorso de la mano. Vencido me supe más simpático, más sociable, más digno de su afecto. Incluso la camarera me obsequió con una sonrisa en el instante de retirar el plato. Al anochecer, por el camino de vuelta a Hannóver, le dije a Clara: «¿Sabes lo que pienso? Que la jornada amorosa prevista para ayer la hemos vivido hoy». Me respondió que había tenido el mismo pensamiento.