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No creo que haya ni veinticinco kilómetros entre Northeim y Osterode. La ruta discurre al principio por terreno llano. Atravesamos diversos pueblos. Podría, a imitación de la señora escritora, averiguar sus nombres con ayuda del mapa de carreteras que está en la sala; pero no me apetece levantarme. Recuerdo los campos de cultivo que se extendían hasta el horizonte, algunos de los cuales, por haberse ya cumplido los días de cosecha, mostraban la tierra desnuda. Más adelante se sucedían los hayedos y los abetales, y las cuestas. En algunos tramos las ramas se alargaban por encima de la carretera formando techos oscuros. La señora escritora me asignó la tarea de comentar cuanto veíamos por si le pasaba inadvertido algún detalle relevante o por si se me ocurrían ideas que ella pudiera usar en su libro. «Mira, dos cuervos». Y ella anotaba sin falta en el moleskine: «Hay cuervos». «Mira, un tractor». Y lo mismo. Después de unos cuantos kilómetros de subida empezamos de pronto a descender. Tras doblar una de tantas curvas, llegamos a una rotonda y enseguida vimos las casas de la zona baja de Osterode. Es este un pueblo laberíntico con fachadas blancas, tejados rojos y abundantes miradores y buhardillas. Enfilamos una calle en cuesta donde había sitios libres, además de gratuitos, para aparcar; conque acordamos apearnos allí aunque no sabíamos dónde nos encontrábamos.

Anduvimos un breve trecho hasta llegar a un cruce desde el que se divisaba la aguja revestida de cardenillo de una iglesia. A los dos nos pareció que por aquella parte debía de estar el centro del pueblo y así fue. Bajando por calles sinuosas entramos en una plaza donde había un grupo escultórico que simulaba un revoltillo de menhires. Varios bancos se repartían alrededor de aquellas piedras de gran tamaño, a la sombra de unos robles. En uno de dichos bancos se apretaba una pandilla de chavales. Clara enristró hacia ellos con tal celeridad que pensé: «¿Serán alumnos suyos que, para no ser descubiertos, hacen novillos a más de doscientos kilómetros de Wilhelmshaven?». De cerca comprobé que rebasaban la edad escolar. También comprobé que no estaban ociosos como se me había figurado a primera vista; antes bien empeñados en trasegar a sus estómagos el contenido de una caja de botellas de medio litro de cerveza. La caja depositada a sus pies los congregaba como un fuego de campamento. Pocos metros más allá, acomodada en la terraza de una cafetería-panadería, había gente que acaso nos podía haber dado igualmente razón del objeto principal de nuestra visita: las ruinas del castillo de Osterode. Clara, en quien a veces la inteligencia no está reñida con la candidez, prefirió preguntar a los chavales. Quizá la impulsó el deseo de combatir su nostalgia de las aulas obsequiándose con un sucedáneo de escena pedagógica, o simplemente, como disponíamos de una cantidad limitada de tiempo, se lanzó a preguntar a los primeros lugareños que encontró, segura de que ningún habitante de Osterode mayor de tres años desconocería lo que buscábamos.

No sin inquietud vi desaparecer su femenina y frágil figura en un círculo de torsos fornidos. Me tranquilicé, sin embargo, al observar la amabilidad juguetona de los chavales, que daba a sus caras un aire de simpatía. Uno de ellos señaló resueltamente hacia una de las salidas de la plaza. Otro, secundando el ademán, añadió con voz agradable, sosegada, que debíamos caminar hasta la estación de ferrocarril, allí torcer a la derecha y, pasados quinientos metros, veríamos el famoso castillo. «Seiscientos», corrigió a su lado un gordo jovial. Sentí un pinchazo de vergüenza por haber desconfiado de los chavales. Clara les dio las gracias, yo también, y sin tardanza enderezamos nuestros pasos en la dirección por ellos indicada. A punto de salir de la plaza, como me picase la curiosidad, volví la cabeza. Al instante los chavales, puestos otra vez de pie, reanudaron la algarabía de la despedida. «Oye, Clara, ¿a ti te parece normal que a unos adultos de veintitantos años les cause semejante alegría explicar a dos forasteros dónde están las ruinas de un castillo?». «Ratoncito, hoy día los jóvenes son adictos a la risa. Se ríen de cualquier cosa. Rechazan por instinto la solemnidad; pero en el fondo de ellos late un buen corazón. Trabajo con adolescentes, sé muy bien de lo que hablo». Poco rato después se sintió confirmada en su certidumbre cuando reconocimos al fondo de una calle el edificio de la estación. «¿Te das cuenta? Se reían, se guaseaban, pero el hecho incontestable es que nos han ayudado y eso es para mí lo único que importa. Allá abajo tenemos que torcer a la derecha, como nos han dicho. Puede que ya entonces veamos las ruinas que visitó Heine». No de otro modo lo hicimos, alargamos nuestros pasos hasta el final del pueblo y nos encontramos de pronto parados delante de un bosque. «¿Sabes una cosa, Clara? No pretendo dármelas de experto en arquitectura medieval; pero juraría que quien mandó construir el castillo de Osterode no era muy espabilado. ¿A quién se le ocurriría levantarlo en la parte baja del pueblo? Habría bastado un solo hombre para pegar fuego al castillo desde aquella colina con sus flechas incendiarias. Incluso sentado en una silla habría podido causar estragos. Una construcción de defensa de la época de las catapultas y las flechas o está en una elevación o no se entiende. Créeme, ahora soy yo quien sabe de lo que habla». Clara, sin decir una palabra, acaso sin escucharme, tendía la mirada en rededor, buscando afanosamente en medio de aquellas soledades arboladas algo parecido al perfil de un viejo muro con almenas. Vi acercarse en bicicleta a un señor de unos sesenta años. Del modo más amable me interpuse en su camino. «Buscamos el castillo de Osterode y nos han mandado para aquí». Se le arrugó el entrecejo. «¿Quién los ha mandado para aquí?». Se lo dije. Se apeó de la bicicleta. Sospecho que le resultábamos demasiado ridículos como para desperdiciar la ocasión de divertirse a nuestra costa. Me pareció entrever que ahogaba un pujo de risa. Sonriendo de oreja a oreja nos comunicó que habíamos sido víctimas de un posible embuste. Las ruinas del castillo estaban, como yo había supuesto, en la parte alta de Osterode. Debíamos ir en la dirección contraria a la que nos habían indicado los chavales, atravesar un puente y entrar, cerca de una pequeña iglesia, en el cementerio. Dimos las gracias al ciclista por la información. Antes de marcharse reveló que las ruinas no se hallaban en condiciones de recibir visitantes; que no era fácil acceder a ellas y que en caso de accidente la autoridad municipal no se haría responsable. Apenas nos hubimos quedado a solas, me volví con gesto risueño a Clara. «Ratón, te lo advierto. Es mejor que no digas nada».

A la entrada de la plaza, Clara se encaprichó con unas muñecas en forma de bruja del Harz expuestas en un escaparate. Compró una de tamaño mediano que aún cuelga en la pared de su despacho, con falda de cuadros, sombrero, bufanda amarilla y un solitario diente en la boca. Cada vez que la miro se me enciende dentro del pecho un rescoldo. Atribuyo a la bruja cierta similitud facial con Gudrun; pero esa no es razón para tenerle la manía que le tengo. La razón es otra. Al final de aquella semana, mientras cargaba el coche con la ropa de verano y los trastos que Clara me había encargado llevar a casa en vísperas de abandonar Hannóver, oí un chasquido dentro del maletero; levanté una maleta que pesaría sus veinte kilos o más, y comprobé que la escoba de la bruja se había partido. Nada más llegar al pueblo intenté arreglarla. La poca cola de carpintero que había en el frasco estaba reseca. La señora Kalthoff me prestó la suya. Logré unir con dificultad las dos partes del palo; pero, así y todo, era evidente el estropicio. En mi cabeza resonaba la advertencia que varias veces me había dirigido Clara por la mañana, durante el desayuno y en la Podbielskistrasse cuando nos despedimos: «Que no se te rompa nada». A Kevin, que se animó a acompañarme al pueblo, le oculté mi inquietud, y hasta lo puse a mirar la televisión mientras yo arreglaba, escondido en la caseta del jardín, la maldita escoba, para que después el muchacho no se fuera de la lengua en el piso de mi cuñada. Por la tarde regresamos a Hannóver con la ropa y el calzado de los días frescos en el maletero del coche. Clara me preguntó si todas nuestras pertenencias habían llegado intactas. Mentí. Hasta el final de nuestro viaje por Alemania no descubrió el infortunado arreglo que no dudó en calificar de chapuza. Cometí el error tradicional de no callarme. Por puntillo le dije que sus lágrimas eran de mujer infantil; que había en el mundo otros problemas por los que llorar con más fundamento moral que por una muñeca que, además, no me gustaba. Estuvimos dos días consecutivos (¿o fueron tres?) sin dirigirnos la palabra. Bueno, yo se la dirigí en una ocasión para ofrecerme a viajar hasta Osterode en busca de una muñeca idéntica o muy parecida; pero no me respondió, y como dos o tres horas más tarde televisaban un partido del Wérder Bremen, qué puñetas, no me dio la gana de repetir el ofrecimiento.

Pero a lo que iba. Desandando el camino, atravesamos la plaza nuevamente. Yo llevaba la bruja dentro de una bolsa de plástico. Clara así me lo había pedido porque deseaba seguir ocupándose del moleskine y de la cámara fotográfica. Como temía que la muñeca sufriese algún desperfecto, rechazó de plano mi sugerencia de transportarla en la mochila. A todo esto, según nos acercábamos al banco de los chavales, para poner a salvo nuestro orgullo me pareció bien hacer un poco de ostentación de la bolsa, ya que constituía la prueba de que nuestro paseo en la dirección equivocada 110 había sido del todo inútil. Cerca de ellos, Clara agitó en el aire un índice a modo de amonestación benévola, sonriendo como para indicarles que no les guardaba rencor. La chavalería bulliciosa se arrancó a señalar el uno hacia un lado, el otro hacia el opuesto, alguno incluso en vertical hacia el azul del cielo, proclamando todos a un tiempo en ruidosa y alegre mezcolanza de voces: «El castillo está por allí». «No, el castillo está por allá».

Nos adentramos en la calle que daba a la torre de la iglesia. Clara se paró a tomar fotografías de los muros pelados, en los que no destacaban más adornos que unas toscas cruces de hierro. En aquel instante salía del interior de la iglesia el canto de un coro acompañado por instrumentos de cuerda. Un cartel puesto en un bastidor anunciaba el concierto para una hora determinada de la tarde. La música era ligera, vivaz, con ondulaciones barrocas que formaban un fuerte contraste con la austeridad arquitectónica del edificio. No recuerdo ahora, aunque lo leí en el cartel, el nombre del compositor de aquella preciosa melodía que, interrumpida de repente, prosiguió tras breve pausa, de lo cual deduje que los reunidos en el templo estaban ensayando la pieza. Dejamos de oírla mientras permanecimos en una librería que estaba allí al lado. En la librería hicimos la verificación de costumbre con el resultado de siempre. Aprovechamos para cerciorarnos de que el ciclista nos había orientado en la dirección adecuada y Clara, a quien parece que el dinero quema las manos, adquirió por dieciséis euros un libro que contenía, además de ilustraciones, la consabida información turística sobre la localidad. Después echamos a andar por una calle adoquinada, con hermosas fachadas de entramado y muchos detalles curiosos tallados y pintados en ellas, y poco a poco, a medida que nos alejábamos de la iglesia, la música se fue apagando a nuestra espalda hasta que dejamos de oírla. Durante unos instantes noté que me apretaba una sensación de pérdida. Estoy seguro de que por idéntica causa, de haber sido un bebé dentro de mi cochecito, me habría puesto a berrear con todas mis fuerzas y nadie habría sabido por qué, mi madre desde luego que no.

Atravesamos un puente bajo el cual corría un riachuelo de estas y las otras características. Su caudal era tan escaso que toda persona que proyectara ahogarse en él debería introducir la cabeza en un hoyo previamente cavado dentro del cauce. A Clara esta observación le pareció indigna de figurar en su moleskine. Ella buscaba la poesía, no la risa. Le repliqué que Heine encontró la primera sin desdeñar la segunda. «Sí, ratoncito, pero las dos cosas no pueden alcanzarse a la vez. O ensalzas o ridiculizas. Y da la casualidad de que hoy me he levantado con el pie poético, no con el cómico, que es el primero con el que pisas tú el suelo todas las mañanas. Se diría que no tienes otro». La fijeza de sus pupilas me disuadió de llevarle la contraria. ¿Qué necesidad tenía yo de discutir sobre evidencias cuando la misma calle que conducía al cementerio estaba sembrada de detalles que me daban la razón? Para empezar, en la acera de enfrente, haciendo esquina, había un establecimiento de perforaciones y tatuajes llamado Crazy Corner. Su decoración profusa se ajustaba a las convenciones internacionales del colorismo macabro. En uno de los escaparates, blanco, tranquilo, en posición de firmes, un esqueleto humano miraba hacia la calle con sus cuencas vacías. Salvo que el cementerio dispusiera de otras entradas, asunto sobre el que no estoy informado, a los osterodenses no les quedaba más remedio que toparse con el rictus de aquel simpático esqueleto cada vez que subieran a enterrar a sus difuntos, lo que a mí, escribo esto con sinceridad, como miembro posible de la comitiva de un duelo, aún menos como contenido de un ataúd, no me habría causado la menor irritación. Claro que yo solo puedo hablar por mí.

Sigo. Unos metros más allá, junto a la puerta de una casa baja, descubrimos un buzón de aristas roñosas en cuya portezuela, sobre sendas placas, se podían leer los nombres de los inquilinos: D. Pilz (Seta) y A. Fuchs (Zorro). Buenos días, señora Seta. Buenos días, señor Zorro. O viceversa. A Clara, que me instó a callar, temerosa de que alguna persona de la vecindad pudiera oírme, aquellos apellidos no le parecían ni más ni menos irrisorios que, por ejemplo, el mío. Tampoco tuve suerte en mi tercer intento por hacerla sonreír. Entretenidos en la plática, ninguno de los dos se percató de que en una cancela que acabábamos de dejar atrás estaba la entrada al cementerio, semioculta por la vegetación. Caímos en la cuenta del descuido tras recorrer unos cuantos metros. Habíamos rebasado la pequeña iglesia mencionada por el ciclista y un poco más arriba divisamos la señal indicadora de un pueblo adosado a Osterode que se llama Freiheit (Libertad). Al tiempo que volvíamos sobre nuestros pasos, el nombre de aquel sitio me indujo a hacer un juego de palabras seguramente poco original, pero de ninguna manera tan soso como pretendía Clara, que lo tildó del peor chiste salido de mi boca desde que nos conocíamos. «Pues ya me gustaría a mí», le contesté nada más entrar en el cementerio, apuntando con la barbilla a la primera fila de lápidas, «que de vez en cuando me regalaras con algún chiste malo, muchacha, que eres más seria que todas esas tumbas juntas». Se volvió hacia mí, felina, armada de pupilas cáusticas. En toda su vida no había tenido que soportar una calumnia semejante. A este punto se oyó una voz masculina: «Los poetas no sois más que unos profesionales de la tristeza». Necesité obra de tres segundos para comprender que aquella frase, aquella opinión, aquella voz familiar que se había expresado por su cuenta y riesgo, sin pedirme permiso, eran mías, y no sin un ramalazo de orgullo comprobé que estaba completamente de acuerdo conmigo. Clara se puso en jarras. «¿Me consideras una profesional de la tristeza? ¡Tú a mí no me conoces!». Y a continuación, olvidada del lugar en que nos encontrábamos, soltó sin por qué ni cómo una risotada tan artificial, tan absurda, en fin, tan inverosímil y ridícula, que no la pude resistir sin que se me desatara un ataque de hilaridad. ¿Aquel gorgorito impostado era la prueba de mi error? Las carcajadas me salían a chorro. Veía las tumbas a mi alrededor, con sus inscripciones y sus motivos fúnebres cincelados en la piedra, y todavía me reía más. Clara se esforzaba por guardar la compostura, volviendo la cabeza a uno y otro lado como preocupada de que se propagase por todo Osterode el escándalo de nuestro comportamiento. Pero no había ni siquiera pájaros en aquella parte un tanto apartada del cementerio y yo sabía sin sombra de duda que ella no quería mirarme a la cara por miedo a contagiarse de la risa. Fue en vano. No bien sus ojos se detuvieron un instante en los míos, rompió a reír con tales convulsiones que se tuvo que agarrar a mi cuello para no caerse. En aquella postura pasamos un rato turbando como niños traviesos el reposo de los muertos. «Ratón, para ya, que me meo», dijo entre risueña y suplicante cuando se pudo sosegar un poco. «Me parece que estamos cometiendo un sacrilegio». Resolví preguntarle seriamente si continuaba empeñada en la búsqueda de la poesía; pero no me fue posible articular palabra, ya que, barruntándose el peligro de una nueva jocosidad, se apresuró a taparme la boca con una mano, mientras decía: «Ratón, tú sí que eres un profesional. No sé de qué, pero un profesional, un auténtico profesional».

Intercambiando bromas, subimos la cuesta que lleva al trozo de la torre del homenaje conocido con el nombre de Castillo Viejo de Osterode, al que Heinrich Heine no dedicó más de dos frases en su Viaje al Harz. Clara le dedica una página en su libro, no mal escrita por cierto, con la concisión y sobriedad que echo de menos en otros pasajes de su largo relato. Sobre lo que le sucedió allá arriba no refiere ni media palabra. El episodio contiene detalles que en un libro convencional destinado a lectores deban quizá omitirse con el fin de preservar el decoro o, en todo caso, lo que Clara denomina las «leyes elementales del buen gusto», virtudes ambas a las cuales no tengo necesidad de sujetarme en mis escritos privados. Por consiguiente, escribe, mano, lo que te dicte tu capricho.

Los matorrales que obstruían el acceso a las ruinas del castillo nos obligaron a dar un rodeo por la parte posterior, llegarnos a un sitio donde la colina formaba un pequeño rellano con tumbas y hierba, y desde allí abrirnos paso, uno delante del otro, por una senda angosta que avanzaba a través de zarzas y maleza. Comparto la impresión expresada por Heine en la crónica de su caminata. Se diría que en el transcurso de los siglos un cáncer ha ido corroyendo la torre poco a poco. Supongo que el aprovechamiento de escombros para nuevas construcciones en Osterode contribuiría a la desaparición del misterioso castillo. Sea como fuere, la labor destructora del tiempo aún perdura y a mí no me sorprendería leer cualquier día en el periódico la noticia del derrumbe definitivo del pedazo de muro que queda en pie.

Ante nosotros se alzaba el resto de una pared cilíndrica de delgadas hileras de piedras, seccionado de arriba abajo. Dicho resto estaba, además, partido hacia la mitad por una hendidura que separaba dos puntas chatas, una más alta que la otra, las dos provistas de sendos capuchones protectores de cemento o de algún material por el estilo. En la parte exterior había tres o cuatro huecos en el muro, demasiado reducidos para servir de troneras, aunque nunca se sabe; en la interior podía verse una cantidad mayor de cavidades de distintos tamaños, algunas de ellas con aspecto de ventanas cegadas. Comprobé que la argamasa se desprendía fácilmente raspándola con la uña. Tengo por seguro que en su composición entraba el yeso, de donde debía de venirle a la torre su claro color blanquecino, resplandeciente bajo el sol de la mañana. Aún más hermosas pienso yo que debían de brillar las célebres ruinas por la noche, a la luz de varios focos que vimos repartidos a su alrededor.

La senda llevaba a un espacio cubierto de hierbajos por el que se podía transitar sin dificultad. En torno se extendía un cerco tupido de árboles y matorrales por encima de los cuales sobresalía, a lo lejos, la aguja verdinosa de la iglesia. Había algunos desperdicios en el suelo, no muchos: unas cuantas chapas de botella incrustadas en la tierra, restos de una hoguera, el indefectible condón usado, tesoro de la futura arqueología. La soledad del lugar, la calma matutina, la cercanía excitante de la hembra, empezaron a ejercer en mí un influjo declaradamente voluptuoso. «¿Cómo vas de libido?», le pregunté a Clara. «Aquí no nos vería nadie». Pero a la señora escritora la acometían en aquellos momentos apremios físicos de otra índole que yo, al principio, no acerté a identificar. Sus rasgos de pronto cárdenos, contraídos; en suma, grotescos, lo mismo traslucían dolor que placer. «¿No se habrá abandonado», pensé entre mí, «a un gozo repentino de naturaleza mística para el que tal vez no sea imprescindible la participación varonil?». Me suplicó con voz gimiente, la mirada desmayada y la boca entreabierta a la manera de una santa en trance, que la dejase sola. ¿Tendría también alergia a los muros medievales? No me atreví a emprender averiguaciones, impresionado por el ardor con que se abrazaba a sí misma. ¿Acaso como consecuencia de un desarreglo hormonal, agravado por una lentitud de reflejos que en ella es ingénita, le venía con tres horas de retraso el orgasmo que no le había producido nuestro coito en el hotel? Inquirí, respondió, supe: estaba sufriendo un retortijón de tripas. «¿O es que no lo ves?». Le aconsejé con la mejor de las intenciones una posible solución: «Yo en tu lugar cagaría». Ordenó con gesto de disgusto que volviera al comienzo de la senda y vigilara. Quienes se tomen la molestia de leer su libro constatarán decepcionados que la autora les escatimó aquel caso suyo de biodiarrea al pie del Castillo Viejo de Osterode. Una lástima, por cuanto se me hace a mí que el episodio, referido con fidelidad a los hechos y una selección adecuada de pormenores, habría podido tener interés médico, además de literario. ¡Si la gente supiera el daño irreparable que el llamado buen gusto le ha hecho y le sigue haciendo al arte! Yo es que siempre me veo con apuros para aguantar la risa en los museos, salas de exposiciones y lugares semejantes. Pero, en fin, termino por hoy. Al cabo de un rato, salió Clara, saltarina, aliviada, sonriente, de entre las zarzas. «No habrás estado espiándome, ¿eh, ratoncito?, que te conozco». Dolido por su desconfianza, le pregunté fríamente si se había lavado las manos.