Dejando a un lado el detalle de que no era muy temprano cuando salimos de Gotinga, me atrevo a afirmar que el primer minuto del viaje, mientras cruzábamos con nuestros bultos respectivos el aparcamiento del hotel, fue idéntico al primero de Heinrich Heine en 1824. En ambos casos cada cual empleó sus piernas como medio de locomoción; en ambos era septiembre y la mañana, fresca. También a nuestros oídos llegaron los trinos matinales, aunque sospecho que el tráfico en la carretera cercana no nos permitió escuchar sino una parte reducida del concierto. El cielo, disipada la neblina del amanecer, también estaba despejado y, por encima de todo, también nos embargaba al salir de Gotinga una viva sensación de alivio. Clara y yo constatamos complacidos aquella no corta serie de coincidencias que por supuesto se acabaron en cuanto nos hubimos acomodado dentro del coche. Ella se apresuró a ponerlas por escrito en una página de su moleskine. Había en su manera de arrastrar la punta del bolígrafo sobre el papel una especie de solicitud ansiosa de la cual deduje que nos esperaba un día literario. Yo lo recuerdo ahora, sentado a la mesa de la cocina, mientras veo caer la lluvia tras los vidrios de la ventana, y a pesar de que la literatura no es una de mis fuentes principales de entusiasmo, como uno de los más agradables de nuestro viaje por Alemania. Y es que además empezó con buenos augurios. La señora escritora no mostraba síntomas de disnea. Los dos habíamos dormido sin problemas, desayunado bien y fornicado mejor. Antes de abandonar la habitación nos habíamos duchado juntos, riendo y jugando con el agua como dos niños. Luego nos secamos el uno al otro y, aún desnudos, intercambiamos ciertas ternezas que prefiero no reproducir aquí por cuanto hay cosas que incluso contándoselas uno a sí mismo en la intimidad causan sonrojo, yo sé lo que me digo. En pocas palabras y para terminar el primer párrafo de hoy, los dos estábamos descansados y alegres, no nos apretaba la prisa y teníamos por delante una jornada entera de excursión para llenarla con actividades placenteras.
Emprendida la marcha, comprendimos que las coincidencias entre nuestro viaje en coche y el de Heine a pie se habrían de limitar, con las salvedades decorativas arriba mencionadas, al nombre de los lugares. Para empezar, la carretera derivó al cabo de pocos kilómetros en autovía, entre la autopista 7, visible a escasa distancia, y una hilera de colinas boscosas a la derecha. Le dije a Clara: «Si todo el camino es así, calculo que nos bastarán tres horas para recorrer el trayecto que a Heine le costó varios días». Ella admitió que la falta de aventuras redundaría en perjuicio de su libro. Espoleada por este pensamiento, determinó que retrocediéramos por la ancha y bien asfaltada ruta hasta un pueblo llamado Nörten-Hardenberg, que habíamos dejado atrás. Del pueblo no recuerdo sino el puente sobre las vías del ferrocarril y la calle principal flanqueada de casas de poca altura, con fachadas de distintos colores, algunas de entramado, y todas o casi todas agradables a la vista. Llegando cerca de una iglesia, a Clara se le antojó apearse del coche y cruzar la larga calle andando, en la esperanza, según dijo, de que el azar se mostrara generoso con ella y le procurase alguna peripecia. A fin de ahorrarse la vuelta al coche dispuso que yo la esperara al final de la calle, donde esta se prolonga en la carretera federal que conduce a Northeim. Yo así lo hice con mucho deseo de servir y dar gusto a la mujer que por la mañana me había regalado un orgasmo de primera categoría.
Transcurridos diez, doce minutos, la vi venir en el espejo retrovisor a paso lento. Tendía la mirada a un lado y otro de la calle como si hiciera recuento de faroles, de letreros, de yo no sé qué. Esa manera apasionada de escudriñar el mobiliario urbano se me figura a mí que es propia de forasteros. De trecho en trecho apuntaba con la cámara fotográfica a un escaparate, una ventana, un hastial; también, acaso siguiendo mis recomendaciones, a los peatones, pues yo le había dicho muchas veces que lo más interesante de los sitios, lo que les confiere personalidad propia y los convierte en escenario de posibles episodios, es la gente. Las fotografías no solo la ayudaban a llenar los huecos inevitables de la memoria; con frecuencia encontraba inspiración en ellas. Hay en su libro pasajes enteros que son descripción y comentario de fotos hechas durante el viaje. Ese que elige siempre que la invitan a leer en público, el de la anciana a la que dos jóvenes ayudan a levantarse de la silla de ruedas junto a la entrada principal de los almacenes KaDeWe, se le ocurrió gracias a una fotografía que el menda hizo durante uno de sus paseos solitarios por Berlín.
Escasos metros antes de llegar al coche, Clara dirigió la palabra a una señora que llevaba un caniche blanco sujeto por el cuello a una correa. La señora acababa de pasar cerca de mí hablando con el perro, que no le respondía pero levantaba la mirada hacia ella en actitud de comprender todo lo que se le decía. Clara y la señora conversaban paradas como dos estatuas en la acera. En el espejo retrovisor parecía que estuvieran examinándose los respectivos semblantes sin decirse nada. Tengo comprobado que los ciudadanos alemanes gesticulan poco cuando dialogan, tal vez porque su idioma, adecuado para la expresión precisa de los conceptos, no necesita apenas del complemento gestual ni de los ademanes sin los cuales los usuarios de otros idiomas serían incapaces de establecer una comunicación suficiente. Es verdad que a veces el nativo alemán mueve un poco la cabeza cuando habla, por lo común a manera de refuerzo del sentido afirmativo o negativo del enunciado, y que a ello puede añadir movimientos esporádicos de las manos, no sé si por influjo de otras culturas o para significar a sus interlocutores que no abriga la intención de quedarse dormido durante el acto del habla. En mi país, sin embargo, la modulación de la voz, la mímica, el ir y venir de las manos, determinan con no menos fuerza que las palabras el significado de cada mensaje. Y así, yo puedo cubrir de apostrofes a mi mejor amigo y obtener de él a cambio una sonrisa, incluso un abrazo fraternal, pues no ignora, porque se lo declaran sin tapujos mi voz y mis facciones, que lo he injuriado con cariño, como solo merecen ser injuriadas las personas a las que se ama de veras. Aquello mismo expresado con palabras equivalentes en idioma alemán acarrearía el final súbito de nuestra amistad, si no algo peor.
«¿Por qué os mirabais tan de cerca la del perro y tú?». «Le he preguntado qué hay de interesante en Nórten-Hardenberg. Me ha dicho que a principios de verano se celebra un torneo de hípica. Es la primera noticia que tengo al respecto y, la verdad, me siento con pocos ánimos de escribir sobre jinetes y caballos. Yendo por la calle no he encontrado nada aprovechable para mi libro. He tomado, eso sí, una veintena de fotografías porque conociéndome como me conozco estoy segura de que el día que me ponga a relatar esta parte del viaje se me habrá olvidado todo lo que vi». Le mostré la página del Viaje al Harz donde Heine dedica un párrafo al lugar. «Supongo», dije después de leer en voz alta dos o tres frases, «que por fidelidad al texto habrás comido pan con mantequilla en alguna fonda». «Ratoncito», respondió con estas o parecidas palabras, «hemos desayunado hace un rato. Si, como afirmas, se tarda tres horas en recorrer el camino que a Heine le costó varios días y en ese espacio corto de tiempo he de meter en el estómago la misma cantidad de alimentos que él ingirió durante su viaje, al final tendrás que alquilar una grúa para trasladarme. ¿Crees que no conozco el sabor de las rebanadas de pan con mantequilla? Además, ya te he explicado que no aspiro a repetir las experiencias viajeras de un escritor del siglo XIX, entre otras razones porque eso es imposible. Me limitaré a poner por obra un juego literario que yo creía fácil de entender, pero ya veo que no. O sea, nos detendremos en las mismas poblaciones que Heine sin que me importe poco ni mucho que su aspecto haya cambiado después de tantos años, y otro día, con lo que veamos y nos ocurra, intentaré escribir un buen capítulo. Ahora ya puedes arrancar el coche y llevarme al siguiente lugar».
Al cabo de diez o doce minutos llegamos al aparcamiento subterráneo del City Center de Northeim. Poco después me sucedió el primero de una serie de incidentes triviales que habría de acarrearme consecuencias ingratas durante buena parte del mes de octubre. Hoy solo me voy a contar el origen del asunto al que me referiré con detalle en su debido momento. Fue así. Subíamos por las escaleras que conducían a la planta baja del centro comercial. Yo no sé cómo ni dónde pisé que se me arrancó de cuajo el talón de un mocasín. Quizá la pieza estaba medio suelta y bastó un golpe ni siquiera fuerte contra el borde de algún peldaño para que terminara de desprenderse. Clara juzgó que no merecía la pena gastar dinero en el arreglo de unos zapatos viejos. Los miré con lástima, traspasado por una mustia sensación de despedida. Y no es que yo mantenga una relación pasional o enfermiza con los objetos; pero, caramba, aquellos zapatos y yo habíamos compartido muchas experiencias. Aunque cómodos, estaban raídos y el hecho incontestable era que acababan de morir. «¿Les escribirás un réquiem en tu libro?». «Escucha, ratoncito. Siento por tus mocasines más o menos la misma estima que tú por mi bolso blanco». Sin haber alcanzado aún la calle, entramos en un establecimiento donde por un precio razonable adquirimos un par de zapatillas deportivas de diferentes tonos azules. La cajera se encargó del sepelio de los mocasines. Salimos después a una plaza que había al lado del City Center, en cuyo centro borbollaba un surtidor. Recuerdo asimismo un montículo revestido de adoquines por el que correteaban los niños. Y, aquí y allá, árboles que ya mostraban las primeras señales del otoño. Clara insistió en alabar mis zapatillas recién estrenadas. En su opinión, me daban un aire informal que me rejuvenecía. Yo esto no lo pude desmentir ni corroborar. Lo único que tenía por cierto era que mis pies habrían de someterse a un periodo de adaptación antes de sentirse cómodos dentro de su nueva funda.
De aquella plaza pasamos a una calle ancha por la que se repartían algunos puestos de venta ambulante. Nos detuvimos ante la mesa de un rubicundo apicultor. A la vista de sus mejillas voluminosas me tentó preguntarle si se le había atorado una manzana dentro de la boca. Tras recibir profusas explicaciones, Clara le compró un frasco de miel caracterizada por estas y las otras propiedades. Yo advertí sin ayuda de ningún experto que también se caracterizaba por los seis euros y pico que costó. Unos pasos más allá, en la parcela correspondiente a un puesto de flores, reposaba sobre el adoquinado media docena de calabazas anaranjadas, hermosas, brillantes a la luz de la mañana. Melancolía. Por culpa del viaje (del que, escrito ahora que nadie me lee, yo había empezado a hartarme), ese año no podríamos cocinar nuestras acostumbradas sopas de calabaza. Conservadas en porciones dentro del congelador, las solemos saborear durante los meses oscuros de otoño e invierno. No había duda de que las iba a echar en falta. «Propongo que renunciemos por un tiempo al viaje, o definitivamente, según, y regresemos sin tardanza a casa a preparar dos o tres ollas de sopa». A mí las burlas me son útiles para contener los embates de la tristeza. «Por mí, ratoncito, te puedes volver a casa cuando te apetezca; haces la sopa, si es que sabes hacerla sin mi ayuda, y luego te reúnes o no conmigo dondequiera que esté, eso lo dejo a tu decisión. Pero, claro, el coche no te lo puedes llevar». Mujer encantadora.
La calle subía en ligera pendiente hasta otra peatonal de cuyo nombre jamás podré olvidarme por la sencilla razón de que nunca lo he sabido. Banderolas de colores colgaban de cuerdas extendidas a varios metros de altura entre las dos hileras de fachadas, así como varias pancartas anunciadoras de festivales y mercados. La calle se me hace a mí que era de las principales de la ciudad. Se veía, en cualquier caso, bastante concurrida. El mismo sol de 1824 calentaba nuestras cabezas. «Desengáñate», le dije a Clara, «porque es la única cosa que no ha cambiado desde que la vieron los ojos de Heinrich Heine». Anotó la ocurrencia en el moleskine. Tras premiármela mediante un leve cachete de agradecimiento, dijo: «Prefiero oírte pronunciar frases poéticas a que me sierres los nervios con la cantilena de que ya te quieres volver al pueblo».
Entramos a curiosear en una tienda de libros antiguos y cachivaches de segunda mano, y luego, cerca de allí, en una librería donde compramos un folleto con ilustraciones de Northeim. Clara aprovechó para complacerse en su decepción favorita: verificar que en el establecimiento no había un solo título suyo a la venta y que a la librera no le sonaba el nombre de la autora. Mientras paseábamos calle adelante, ella, en los tramos comprendidos entre escaparates, cuando su atención se liberaba momentáneamente del brillo de las mercancías, se dedicaba a apretar el disparador de la cámara fotográfica, fascinada al parecer por la variedad y número de las ventanas. A poca distancia de la terraza de una heladería, un organillero con chistera y esmoquin daba vueltas al manubrio de su instrumento. Tenía el hombre edad, bigote blanco y ojos sonrientes de abuelo bonachón. Gustaba de saludar a los transeúntes con reverencias ceremoniosas, quitándose el sombrero tanto si aquellos depositaban una moneda en el platillo como si no. «Apunta eso», le dije a Clara. «Un organillero adorna bien los pasajes descriptivos de un libro de viajes. Además, tiene la ventaja de que lo puedes colocar en cualquier ciudad». De ahí a poco avistamos al fondo de una calleja transversal a cuyo costado se alzaba una casona imponente, con pinta de palacio o convento restaurado, una segunda entrada al City Center. Acordamos, no obstante, alargar el camino hacia el garaje subterráneo volviendo sobre nuestros pasos, a fin de darle al azar mayor ocasión de procurarnos alguna anécdota.
Sobre este asunto de la realidad entendida como despensa de temas para la literatura sostuve con la señora escritora una suave disputa en un confortable local, situado en aquella calle donde yo había sentido una punzada de melancolía a la vista de las calabazas. El local, mencionado por Clara en su libro (como también la disputa, en la que da trato de zoquete al personaje que reproduce mis opiniones), se llamaba Elke’s Cafe am Markt. Dos o tres sombrillas de gran tamaño resguardaban la terraza. A nosotros nos habría complacido acomodarnos al aire libre; pero como se hallaran a nuestra llegada todas las mesas ocupadas, no tuvimos más remedio que buscar asiento en el interior. Entramos en un recinto donde se encontraba la barra. A mano derecha había otro no demasiado espacioso; pero, así y todo, preferible por cuanto nos parecía más recogido. Ocupamos mesa junto a un ventanal en cuya base, a lo largo de la tabla inferior del marco, casi a ras de suelo, se alineaba una caprichosa colección de molinillos de café. A Clara le faltó tiempo para arrancarse a sacar fotografías sin pedir permiso a la camarera. Incluso se escondió detrás de una columna para asegurarse la impunidad. Le susurré desde la mesa un reproche en son de mofa. Su gesto sonriente habría bastado para que el juez más benévolo la declarase culpable. Fingí que me escandalizaba. Me instó a callar con un dedo autoritario sobre los labios. Se sentía singularmente atraída por una vitrina adosada a una de las paredes, sobre cuyas baldas se repartían numerosas piezas de cerámica; también por una hornacina que servía de albergue a tres filas de teteras y algún que otro ornamento de porcelana. En esto, se acercó una camarera preguntando si me atendían. Señalé hacia la columna para significarle que no me encontraba solo. Clara se apresuró a ocultar el instrumento de su fechoría. De poco le sirvió la maniobra. Con flema engolada, paladeando una a una las sílabas de mi delación, puse de manifiesto los deseos fervientes de mi esposa por hacer uso de la cámara fotográfica dentro del local, a cuya decoración y ambiente me referí en términos por demás elogiosos. La camarera accedió con grandes aspavientos de cortesía. Incluso sugirió, contagiada tal vez de mi lenguaje subido, la posibilidad de venir a atendernos más tarde a fin de no causarnos molestias. Las mejillas de Clara no daban abasto para segregar rubor. Con labios apretados sonreía a la camarera, al tiempo que intentaba abrasarme furtivamente con la mirada. Al fin no le quedó otro remedio que convencerse del buen resultado de mi intervención. Sin perder un segundo, después de solicitar un vaso de latte macchiato, se marchó a fotografiar con ostensible complacencia muebles, figuras y vajilla. Yo, que me vi solo a la mesa, aproveché para pedir a escondidas una copa de helado con whisky. Hablando entre dientes le supliqué a la camarera que por favor me guardara el secreto. Al pronto me miró extrañada. «Es que tengo que conducir, ¿sabe usted?». La camarera hizo un gesto de complicidad antes de susurrar que no me preocupase, que lo comprendía. «Si lo sé me caso con usted», pensé entre mí.
Mientras tomábamos las consumiciones, Clara experimentó uno de sus accesos habituales de pesimismo. Sostuvo que ninguno de los lugares que habíamos visitado en el curso de la mañana le había proporcionado un suceso digno de figurar en las páginas de su libro. «¿Y qué pasa con el organillero?». «Ratón, si digo lo que digo será por algo». Abrigaba el convencimiento de que los seres humanos, a fuerza de inventar y progresar, habían sometido a la realidad a un proceso riguroso de simplificación. A mí, por el contrario, me parecía que los simples éramos nosotros, los componentes del género humano, en tanto que la realidad circundante seguía siendo tan compleja como siempre. La civilización, en todo caso, no había hecho sino sembrarla de objetos, algunos bastante útiles. «Sí, como el coche. A Heine le costó medio día llegar a esta ciudad. A nosotros tres cuartos de hora, y eso porque hemos parado en el pueblo anterior. Compara lo que vio él por el camino con lo que hemos visto nosotros; el tiempo que tuvo para reflexionar sobre lo que veía y olía y escuchaba, y el que hemos tenido nosotros. ¿Crees de verdad que hemos visto alguna cosa con detenimiento? Yo no pienso que las personas actuales seamos más tontas ni más vacuas que las de antaño. Es que no tenemos dónde ejercitar nuestro talento. Dime, ¿con qué novedades, con qué misterios, con qué maravillas, hemos topado tú y yo esta mañana? ¿Metemos en esas categorías la señales de tráfico? A mí, ratón, más bien me parece que no hemos topado con nada que merezca un esfuerzo intelectual». Conjeturé que a Heinrich Heine las señales de tráfico no le habrían causado indiferencia. Clara insinuó que me estaba saliendo del tema. En su opinión, el artista se alimenta de la realidad como el lactante del pecho materno. No le cabía duda de que en la época de Heine el pecho estaba lleno y ahora vacío, de lo cual infirió que un escritor del pasado tendría hoy las mismas dificultades que ella para extraer jugo literario de la realidad. «El viaje de Heine sería en nuestros tiempos mero senderismo. Una aventura artificial con la circunstancia agravante de que al término de cada etapa Heine encontraría siempre los mismos comercios de las grandes cadenas, las sucursales bancarias de costumbre, la típica heladería italiana, idénticos letreros publicitarios y, por supuesto, gente de aspecto indistinto». Con la debida precaución, a fin de no ofenderla, le pregunté si me permitía un reparo. Me daría su conformidad, dijo, con tal que no me tomase el asunto a broma. Hecha la promesa, declaré que a mi juicio ella mantenía una actitud por demás pasiva con respecto a su fuente de inspiración. «La realidad está ahí», señalé con la barbilla hacia el ventanal «y tú aquí esperando sentada a que comience el espectáculo». «Bueno, y eso ¿qué tiene de malo?». «Pues que, en lo que afecta a tu libro, no existe más espectáculo ni más realidad que tu destreza con el lenguaje y tu punto de vista. De ti depende transformar una señal de tráfico en motivo de unas líneas apasionantes. ¿Cómo? Supongo que inventando tu propia realidad». «Vamos, ratón, come tu helado y no me des lecciones en disciplinas sobre las que no ignoras que dispongo de mayores conocimientos. ¿Acaso has olvidado en qué consiste el encargo de mi editor? ¿Crees que no hay diferencia entre escribir una crónica sobre un acontecimiento de relevancia histórica o escribirla sobre un artilugio clavado en el borde de la carretera? ¡Ay, ratón, esto no es tan sencillo como tú imaginas! No sabes de lo que te libras por no ser escritor». «Sigo sin entender», le dije, «para qué saliste de casa si, como afirmas, en todas partes encuentras lo mismo. Con haber visitado dos o tres pueblos de los alrededores habrías tenido material suficiente para tu libro». «No sufras por mí, dulce ratoncito. Algo haré, que para eso me van a pagar. Pero no estoy dispuesta a considerarme culpable si los críticos me reprochan que soy la autora de un relato insustancial». «La culpa será de la realidad». «Naturalmente. También puede ocurrir que me ahorre un sinfín de problemas si luego nos estrellamos contra el poste de una señal de tráfico y me mato porque has conducido bajo los efectos del alcohol. ¿O piensas que no huelo desde aquí el tufo a coñac de tu helado?».
Como de costumbre cada vez que intercambiamos pareceres sobre cuestiones ajenas a mi competencia, no me apretaba la necesidad de imponer criterio alguno. El desacuerdo habría tenido un cariz diferente si la conversación hubiera versado sobre ciencias de las cuales yo ejerzo de especialista y ella de profana. Me refiero principalmente a la jardinería y el deporte, aunque hay otras. Para salvaguardar la concordia matrimonial tenemos un acuerdo tácito. Clara me cede la última palabra en los asuntos relativos a las especialidades de mi incumbencia mientras que yo se la cedo a ella en los que son de su dominio, como la literatura, los temas pedagógicos o los pechos vacíos o llenos de la realidad. En resumidas cuentas, no bien me hube percatado de que sus pupilas empezaban a tomar un grado furioso de dilatación, hice como que me rendía a la fuerza persuasiva de sus argumentos. Me movía, claro está, el santo propósito de provocar en ella el cosquilleo de satisfacción con que a veces la ayudo a vencer sus tristezas matinales. Clara dejó en su libro testimonio de aquel triunfo intelectual sobre mí en el Elke’s Cafe am Markt de Northeim. No obstante, a mi modesto entender, incurrió en el error (que nunca creí oportuno señalarle) de atribuir al personaje en mí inspirado una falta, al parecer congénita, de habilidad en la expresión filosófica, acentuada aquella mañana por el consumo inmoderado de vodka. Por cierto, primero escribió «coñac», conforme a la errónea información que le había proporcionado su olfato; pero durante los retoques finales a la obra eliminó la palabra al descubrir que le creaba una rima interna. Escrúpulos artísticos. Lo que yo me pregunto es: ¿en qué consiste el mérito de ganarle la partida dialéctica a un borrachingas atolondrado?
Y termino el tramo de recuerdos de hoy ya que dentro de veinte minutos (no tengo ni pizca de ganas) iré a podarle los rosales a la señora Kalthoff. Llueve, pero se lo prometí; y después Clara vendrá del colegio y por si acaso es mejor que no me pille escribiendo. Sucedió un episodio en el Elke’s Cafe del que me quiero acordar esta mañana. Justo enfrente de mí se veía un pupitre adosado a la pared, entre la vitrina a la que me he referido antes y un espejo de cuerpo entero. Sobre el tablero del pupitre reposaba un libro de huéspedes, alumbrado por una lámpara de tres tulipas. Me entró capricho de echarle una ojeada mientras Clara, que como consecuencia de la biocena en casa de Irmgard estaba un poco suelta, buscaba alivio físico en el servicio. El libro era bastante voluminoso, pero no grueso, con tapas de un material que si no era tafilete lo parecía. En la primera página hallé un trozo de papel pegado con cinta adhesiva en el que ponía: «Por favor no escriban aquí»; en la segunda, un poema que no me detuve a leer; en la siguiente, otra cosa, y luego nada más. No bien advirtió la camarera mi interés por el libro, enderezó hacia mí tan derechamente que pensé: «Esta viene a prohibirme que manosee los valiosos ornamentos del local». En lugar de amonestarme me invitó a escribir en el libro. Al tiempo que correspondía a su sonrisa decliné el ofrecimiento. Ella insistió. Entonces, por librarme del acoso de su gentileza, se me ocurrió traspasar la tarea a Clara, y con ese fin le dije a la camarera que mi esposa era escritora, que se llamaba tal y cual y había publicado esto y lo otro. Incapaz de ponerle freno a mi repentina locuacidad, añadí que a mi esposa le agradaría sobremanera que se le pidiese escribir unas líneas en el libro, lo cual sin la menor duda contribuiría a levantarle el ánimo, pues últimamente había pasado por momentos difíciles, etcétera. La buena disposición de la camarera me eximió de seguir vaciándome de intimidades. Dijo ella sin vacilar que por supuesto, que no faltaba más, que su profesión consistía en dar gusto a los clientes. Y también se mostró comprensiva cuando a continuación le rogué que para preservar el efecto de la amable solicitud ocultase a mi esposa que la idea había partido de mí. Llegó Clara al poco rato. Pedimos la cuenta. Fijé la mirada en los ojos de la camarera. Entendió. Volviéndose a Clara, le preguntó de manos a boca si era la escritora tal, que lo había hablado con su compañera de la barra y las dos creían haberla reconocido. A Clara se le paró en el semblante una mueca de asombro. Superado el golpe inicial de extrañeza, preguntó: «¿Ha leído usted algo mío?». A lo cual la camarera respondió mencionando con cachaza digna de delitos mayores uno de los títulos que yo le había revelado. En aquel momento pensé que no de otra manera, con embustes piadosos, con sonrisas postizas, se debe de tratar a los enfermos mentales en los centros psiquiátricos. Clara accedió, solícita y ruborizada, a dejar su testimonio caligráfico en el libro de huéspedes. Por medio de una seña imperiosa me llamó a su lado. «Ratón», hablaba en voz baja, mordiendo las palabras, «¿crees que soy tonta o qué? Me has metido en un lío tremendo». «¿Quién? ¿Yo?». «Ahora conocen mi nombre y yo no sé qué puñetas escribir aquí». «Pero ¿no eres escritora? Pues si eres escritora escribe algo, lo mismo que si fueras cantante cantarías o si fueras futbolista le darías unas pataditas al balón». «No hables tan alto, que te van a oír». Le vino una idea después que yo le hubiese recomendado repasar la lista de dedicatorias. Comenzó a escribir, por lo visto se le avivó el ingenio y no se detuvo hasta llenar más de media página. Noté que con cada renglón que escribía se le iba ensanchando la sonrisa. Al final, ufana, risueña, victoriosa, estrechó la mano de las tres camareras que acudieron a despedirla y salió a la calle completamente olvidada de mí. No la alcancé hasta llegar a la esquina. Para entonces se le había borrado de la cara el gesto alegre. «El día que necesite un representante», me dijo, «te lo comunicaré para que rellenes el impreso de solicitud del puesto». Por la espalda, sin que me viera, remedé su mímica severa y eso es todo por hoy. Me marcho a podar rosales.