Lo primero que me viene a la memoria es que nos dimos prisa para no llegar tarde y luego permanecimos durante más de quince minutos dentro del coche parado frente a la casa de nuestros anfitriones, pues Clara no quería que llamáramos a la puerta de estos ni con adelanto, por no pillarlos atareados en preparativos, ni con retraso, por no incurrir nosotros en descortesía, sino a la hora exacta que las dos mujeres habían acordado de víspera por teléfono. La calle donde Irmgard vivía con su marido y su hijo de siete años estaba próxima al Ayuntamiento Nuevo, en una zona, fuera del casco antiguo, de gente acomodada, con árboles en las aceras y aparcamientos reservados a los vecinos poseedores de cierta cédula, conforme indicaban de trecho en trecho las señales de tráfico. M, el marido de Irmgard, que en realidad se llamaba Wolf-Dieter, retiró su coche de un espacio cubierto de hierba y cerrado por una cancela junto a la entrada de la casa, para hacer sitio al nuestro. En aquel momento no pude estimar en su justa medida aquella muestra de gentileza por cuanto aún no sabíamos que él era un hombre de trato seco. Esto último empezó a manifestarse no bien entramos en el recibidor, donde nos dijo señalando unas hojas de periódico extendidas sobre el suelo: «Ahí ponemos los zapatos». Comprendimos sin perder la sonrisa que nos estaba instando a descalzarnos.
La escena de los saludos y entrega de regalos se vio deslucida como consecuencia de la disputa que a nuestra llegada mantenían Irmgard y su hijo. K agarró el balón con mueca hosca, como si le hubiéramos endilgado un cesto lleno de piedras para que lo subiera al desván. Aún seguía de mal humor dos horas después, cuando, llegada la hora de acostarse, lo perdimos de vista. Obligado por su madre, agradeció nuestro regalo usando una cantidad exigua de lenguaje. K se llamaba Pascal. Nada más verlo adiviné que pertenecía a ese género actual de niños que antaño, cuando en los hogares se practicaba el hábito de abofetear a los hijos, no existía.
Prefiero acordarme del padre, del adusto Wolf-Dieter, un hombre de más o menos mis años a quien, de haber sido amigo mío, no habría vacilado en darle algunos consejos sobre la manera de mover los músculos de la cara para formar sonrisas. Un tipo curioso, infradotado para la convivencia, fascinante como espécimen humano. Al principio pensé que nos despreciaba. Poco a poco me fui dando cuenta de que su mirada dura, el arco severo de sus cejas, las comisuras desdeñosas de sus labios, componían la expresión natural de su semblante. Si nos despreciaba lo disimulaba bien tras el gesto inmutable de desprecio, que quizá encerraba otros sentidos (no sé, asco, hastío, suspicacia) cifrables en el mensaje: «Estáis aquí por culpa de mi mujer». Me habría gustado ponerle un espejo delante de la cara para salir de dudas. ¿Se miraría a sí mismo como nos miraba a los demás? No poco me hechizaba su voz pastosa, de timbre nasal, grave, monótona, cansina. Difícilmente habría podido imaginarme ninguna otra más idónea para expresar las soserías que él decía, por regla general en tono sentencioso. Hablaba poco pero con el empaque de quien está persuadido de decir mucho, a pesar de que no decía nada interesante. ¿Qué dijo? Ya no lo recuerdo, y eso que cada vez que profería unas palabras los demás guardábamos un instante de silencio, apiadados tal vez del suplicio que padecían el salero, la elocuencia, la ironía, en la boca de aquel hombre. Tenía la barba rala y despeinada, larga aquí, corta allá; la nariz, respingona como la de su hijo, aunque con pelillos negros en la punta que a este le faltaban; ojos turbios, inexpresivos, de pescado en descomposición, y cabellera entrecana que aún conservaba el espesor de la juventud. Por su casa se desplazaba sin otro calzado que unos gruesos calcetines de lana. Los calcetines eran de color amarillo con rayas azules. A mí me resultaba imposible no bajar cada dos por tres hacia ellos la mirada, preguntándome si se los habría puesto forzado por alguna suerte de penitencia. Sospecho que no era mala persona. Hierático, distante, sin gracia, eso sí, pero no malo. Clara y yo estábamos de acuerdo en que arrastraba una antipatía congénita, de la cual él debía de ser la víctima principal por no poder alejarse de sí mismo.
Me acuerdo de un episodio en la sala de estar, a los diez o quince minutos de nuestra llegada. Nadie que no conociera a Clara tan bien como yo habría advertido, tras la calma aparente de sus facciones, el profundo malestar que la fea acción de Wolf-Dieter le produjo. Así me lo hizo ella saber en voz baja en cuanto nos quedamos un momento a solas. Entramos descalzos en la sala, que tenía un mirador con vistas al jardín. Fuimos invitados a tomar asiento en un sofá de mimbre sobre el que se repartían varios cojines descoloridos. Frente a nosotros, en la pared, campeaba un póster de gran tamaño que mostraba a Joschka Fischer, joven, sin canas y todavía delgado, jurando en zapatillas deportivas blancas y pantalones vaqueros, allá por mil novecientos ochenta y tantos, su cargo de ministro de Medio Ambiente y Energía en el gobierno federal de Hessen. El póster estaba dedicado con tinta negra de rotulador («A mi amigo Wolf-Dieter») por quien a la sazón dirigía en Berlín el Ministerio de Asuntos Exteriores. La curiosidad me llevó a interesarme por la imagen. Wolf-Dieter estiró el cuello, creo yo que con aire de suficiencia, aunque con él uno nunca estaba seguro, y respondió en tono opaco, como si le causara un esfuerzo excesivo articular las palabras: «Conocí a Joschka en el 93». Y eso fue cuanto dio de sí el tema de conversación, pues nuestro anfitrión no añadió nada más de su parte y a mí no me vinieron nuevas preguntas a la boca. Me limité a decir: «Interesante». Y Clara, a mi lado, corroboró por cortesía.
El episodio a que me refiero sucedió poco después. Frente a nosotros estaba sentado Wolf-Dieter en un sillón de mimbre a juego con el sofá. Nos separaba una mesa baja sobre la que Irmgard había depositado una bandeja con tazas, una tetera y un cuenco de azúcar cande. No se nos preguntó si deseábamos otra bebida. Tal vez nuestros anfitriones estaban al corriente de que a Clara le gusta el té y a mí me gusta todo. Wolf-Dieter se apresuró a explicar: «Es té de cultivo biodinámico». Me tentó replicarle que yo lo prefiero con la fecha de caducidad vencida y, a ser posible, cultivado en plantaciones próximas a centrales nucleares; pero me callé porque le había dado a Clara mi palabra de no descolgarme con bromas ni chascarrillos durante la visita. En esto sonaron al fondo de la casa alaridos infantiles. Volviéndose a Wolf-Dieter, Irmgard dijo que el niño se negaba a hacer los deberes del colegio. Luego miró a Clara y añadió: «Estamos pensando en llevarlo a un psicólogo. La profesora nos ha recomendado uno con fama de competente. Creemos que Pascal es demasiado listo para su edad; pero en el colegio no lo atienden como él necesita y entonces se aburre, no está quieto, se pelea con sus compañeros». Preguntó a su marido si no podía ir él a echarle una mano al niño.
«A mí no me hace caso», dijo este con indolencia mientras llenaba su taza antes que las de sus huéspedes. El caso es que Irmgard se encerró un rato largo con su hijo y nosotros nos quedamos tomando el té en compañía de Wolf-Dieter. Encima de la silla de Irmgard estaba ahora el libro de Clara con su cordial dedicatoria, ya despojado del papel de regalo. «¿Es este tu libro?», preguntó Wolf-Dieter al tiempo que empezaba a hojearlo sin detener la mirada en ninguna página. Se me hace a mí que con idéntica frialdad podía haber examinado las hojas de una lechuga. «Bonito», sentenció y, sin mayores comentarios, abandonó el libro encima de la mesa. Segundos después advertimos que lo usaba como base para su taza e incluso para la cucharilla que había chupado después de dar vueltas con ella al té. No me pasaron inadvertidos los esfuerzos de Clara por ocultar su estupefacción. Dije entre mí con la mirada fija en el Joschka Fischer de la pared: «Mataré a tu amigo de una biocuchillada como a mi mujer le duela la cabeza por su culpa y yo me quede sin coito esta noche».
A punto de dar las ocho, K fue conducido en pijama a nuestra presencia con el fin de que nos diera las buenas noches. Parado ante nosotros, miraba al suelo a la manera de un reo que no se doblegase a la humillación pública sino por la fuerza ejercida contra él por sus verdugos. A causa de su postura corporal, con los brazos caídos sobre el vientre, creí por un momento que tenía las manos atadas. Estaba descalzo. Se conoce que en aquella casa había costumbre de ahorrar en calzado. Irmgard recordó al niño que le habíamos regalado un balón. El muchacho, sin levantar la cara, se encogió de hombros. Clara intervino pedagógica y afectuosa: «Seguro que estás cansado, ¿verdad, Pascal? Te deseamos de todo corazón que duermas bien». K refunfuñó lanzando una mirada agresiva a su madre: «Quiero dormir en mi habitación». «Ya te hemos explicado…». A este punto Wolf-Dieter remedó desde el vano de la puerta la voz de Dios, solemne, serena, empañada como por un eco sordo de iglesia: «Pascal, sé razonable». El niño no cedía y hubo que negociar. Durante una fracción de segundo en que su mirada se cruzó con la mía aproveché para decirle con los ojos: «Tonto del culo, no sabes la suerte que tienes de no ser mi hijo». Y proseguí, aunque ya no me miraba: «Mañana, cuando recuperes tu habitación, percibirás en el aire un olor nauseabundo a cuerpos que han sudado fornicando, a esperma y gases intestinales. Yo que tú me compraría otro colchón». Sin apenas abrir la boca, K logró un acuerdo ventajoso. Se le permitía media hora suplementaria de lámpara encendida a cambio de acostarse en el acto. Redondeó su victoria marchándose sin despedirse. Al llegar a la puerta dio un empujón a su padre. Le hago yo de niño lo mismo al mío y en el mejor de los casos me habría quedado tetrapléjico.
Empezaba a oscurecer cuando fuimos a cenar a la cocina. Allí nuestras caras se revistieron de palidez anémica a la luz de una lámpara con dos bombillas de bajo consumo. Irmgard, detalle romántico, colocó una vela en el centro de la mesa. Iluminadas por el resplandor de la llama, nuestras facciones se volvieron amarillas. Semejábamos cuatro enfermos de ictericia, uno de ellos con los síntomas extendidos hasta las barbas. Solté una jocosidad inspirada en el color de nuestra piel. Me animaba el propósito benévolo, posiblemente inalcanzable, de mover a risa a nuestros anfitriones. Clara, con el debido disimulo, me arreó un pisotón. Irmgard conjeturó que la vela no era de mi agrado y, en consecuencia, se ofreció a retirarla. Le dije que me gustaba mucho, simplemente me había llamado la atención el efecto de la luz sobre nuestras facciones. Se miraron los unos a los otros en medio de un silencio embarazoso, como sorprendidos de verificar que sin la menor duda los cuatro formábamos un círculo de caras amarillas. Fue Clara la que reanudó la conversación por la vía de afirmar que yo era muy sensible a las impresiones estéticas. Aquello me sonó a madre en actitud de disculpar delante de extraños las anomalías de su hijo. «Mi hermano también es así», dijo Wolf-Dieter masticando un cacho de pan integral a pesar de que aún no había sido anunciado el comienzo de la cena. Y añadió con retintín de menosprecio: «Diseña muebles y esas cosas». Clara: «Ah, un artista». E Irmgard, de pie junto a la cocina eléctrica, con una cacerola en las manos: «Sí, pero ¿sabes tú cuántos árboles se talan cada día en Brasil?».
Nos sirvieron para comenzar un tazón de sopa de tomate con una cucharada de nata y una hoja de albahaca encima. En el líquido quizá no suficientemente espeso podía percibirse un punto agradable de agriedad que compensaba la falta de sal. No me atreví a usar el salero a fin de que nuestros anfitriones no interpretaran mi acción como una crítica negativa a la comida. La cena me estaba resultando bastante sabrosa hasta que Wolf-Dieter me la volvió antipática cuando dijo, sin que viniera poco ni mucho a cuento, que los tomates de la sopa también procedían de cultivo biodinámico. Irmgard se apresuró a buscar en la bolsa de la basura reciclable el sobre que había contenido los polvos soperos y lo acercó a la mesa con manifiesta intención de que lo admiráramos. Yo expresé mi admiración mediante adjetivos halagadores de una insinceridad impecable, e incluso lo sostuve unos instantes en la mano para poder contarles algún día a los amigos, no sin orgullo, que en cierta ocasión yo había tocado un sobre de sopa instantánea de tomate. «¡Qué más quisieras! En algún sueño lo tocaste». «Os lo juro, fue en Gotinga, en casa de unos conocidos». Devolví con cuidado el valioso desperdicio a Irmgard, que sin pérdida de tiempo lo puso a buen recaudo en el saco de la basura. Para entonces Clara ya tenía una biomancha roja en la pechera de su blusa.
Siguió una ensalada de collejas, achicoria roja, cubos de pan tostado, aguacate y no sé qué más con salsa zaziki y tierrilla en abundancia por no haber sido bien lavado alguno de los ingredientes. Recibimos información pormenorizada de cada uno de ellos mientras masticábamos. A Wolf-Dieter le salió un pequeño bicho en su ración y lo exhibió pegado a la yema de un dedo como prueba de que los alimentos no habían sido tratados con pesticida. A este punto empecé a temer que un exceso de comida sana pusiera en peligro mi salud. Estuve pensando si tal vez en el coche tendríamos algún antídoto. Me apetecía una buena dosis de conservantes y colorantes. Vino luego el plato estelar de la noche, consistente en una lasaña al horno con su capa dorada de queso, de aspecto inmejorable, todo hay que escribirlo, y en el fondo gambas añadidas a la carne picada, de lo cual me enteré cuando Clara solicitó mi ayuda mediante una suave patada en el tobillo. Alarma: alimento indeseado. Sin mediar palabra, sin tan siquiera mirarnos el uno al otro, sino como pareja veterana que se compenetra a la perfección, pusimos por obra el plan habitual de emergencia. Ella apartaba las gambas que detesta, que excitan sus nervios y le producen náuseas, hacia el borde del plato más próximo a mí y yo las iba trasladando, con rápido y cauteloso tenedor, de su plato a mi boca sin que lo notaran nuestros anfitriones, entretenidos en alabar la cena que ellos mismos habían preparado.
A Irmgard, que estaba sentada frente a mí, yo la conocía someramente. De tiempo en tiempo, cuando residíamos en Gotinga, la encontrábamos Clara y yo por la calle o en el interior de algún establecimiento, y nos parábamos a charlar un rato con ella. Las dos mujeres aprovechaban para ponerse al día de sus respectivas novedades biográficas, siempre en un clima de cordialidad y franqueza que a menudo comportaba la revelación de problemas, enfermedades u otros infortunios. Y, sin embargo, mediaba entre ambas una especie de prevención, algo sutil, membranoso, apenas perceptible, fundado tal vez en el tácito acuerdo de que su buena avenencia solo podía perdurar mientras las dos no mantuviesen un trato constante. De ahí, pienso ahora, que en el curso de aquellos encuentros fortuitos ninguna formulara jamás el deseo de concertar una cita con la otra. Se besaban al saludarse, se besaban al despedirse; pero luego transcurrían semanas y hasta meses sin que se volvieran a encontrar. Antes de mi llegada a Gotinga, Clara e Irmgard vivieron una temporada bajo un mismo techo con otros estudiantes, uno de los cuales, escrito sea de paso, aún cumple condena en la cárcel por delito de colaboración con banda terrorista. Irmgard tenía fotografías de los miembros más destacados de la Fracción del Ejército Rojo en las paredes de su habitación. Esto lo sé por Clara, que un día, en ausencia de su amiga, entró a cogerle prestada la grapadora y descubrió una caja con cartuchos de bala en un cajón del escritorio. Semana y media después, Clara ya estaba viviendo con otra chica en el piso de la Obere-Maschstrasse.
Recuerdo que la víspera de nuestra boda Irmgard vino a decirnos que no podía asistir a la ceremonia ni a la comida. Mencionó cierto motivo familiar que nosotros aceptamos sin mayores indagaciones. Nos regaló una sartén de dos asas y nos deseó suerte. A nosotros nos quedó la sospecha de que no quería implicarse en lo que, según su manera de pensar, debía de consistir en un acto de sumisión al sistema burgués. Irmgard militaba por entonces en la extrema izquierda, lo que no fue óbice para que años más tarde diera el mismo paso que nosotros, se rodeara de comodidades y trabajase, por el tiempo de nuestra visita, en un oficina de la Delegación de Hacienda. Según Clara, la circunstancia de que yo no tuviese nacionalidad alemana determinó que Irmgard no le retirase el saludo a raíz de nuestro matrimonio, por considerar seguramente que casándose con un extranjero de mi condición contribuía a subvertir el orden social. Una amiga común de ambas, Ingrid Berg (luego cambió de apellido), también estudiante, se casó dos o tres meses más tarde que nosotros, de blanco, por el rito católico y con un chico de familia adinerada en un pueblo próximo a la frontera con Holanda. Nos invitó y fuimos, y durante el banquete, en un local de mucho postín, nos contó que Irmgard había rechazado por teléfono su invitación con una frase lapidaria: «Nos separan mundos».
La mayor parte del tiempo que duró la cena me dediqué a observarla. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ella estaba justo enfrente de mí, fija en su posición como el cuadro de un museo, aunque gesticulara, moviera las manos, parpadease y todo eso, yo ya me entiendo. Escrutar su semblante me resultaba harto más entretenido que atender a las consabidas explicaciones de Clara acerca del colegio, nuestro viaje, su libro… Además, le tomé miedo a intervenir en la conversación. Aún no habíamos terminado de comer la ensalada y Clara ya me había arreado tres pisotones. No hay derecho. El último de los tres me pareció un acto de pura crueldad. Yo estaba alabando la collejas sin declarar que las encontraba terrosas, además de reblandecidas por el exceso de salsa zaziki. Clara, de cintura para arriba inmóvil, se las ingenió para encontrar mi pie bajo la mesa. El caso es que yo lo tenía un tanto apartado en previsión de nuevos ataques; pero ella logró pisármelo sin la menor delicadeza aun cuando saltaba a la vista que mis elogios eran del agrado de nuestros anfitriones. Al día siguiente le pedí cuentas. Supe entonces que no me había hundido el zancajo en el empeine porque yo hubiese dicho alguna inconveniencia, sino porque la señora escritora, habituada a trabajar con adolescentes, juzgó reprobable que su marido hablara masticando. «¿Empleas las mismas medidas disciplinarias con tus alumnos?». No me contestó. El tema no le interesaba y, además, según dijo, no quería amargarse la excursión al Harz recordando lo sucedido el día anterior.
A Irmgard, con los años, se le habían borrado de la cara los vestigios de aquella severidad angulosa que tenía cuando yo la conocí. Era entonces una chica extremadamente delgada, nunca sonriente, a quien el fervor ideológico inducía a simplificar al máximo el arreglo personal, así como a ejercer sin descanso la acusación y la crítica, y a vivir en un estado de cabreo incesante. En algún momento, cuando nosotros ya no vivíamos en Gotinga, cambió la revolución proletaria por el ecologismo, la bionutrición y las campañas contra la energía nuclear. Se afilió a los Verdes, ignoro si antes o después de conocer a Wolf-Dieter, que llegaría a desempeñar cargos de rango menor en el partido. Al comienzo, empujada por la inercia de su fanatismo juvenil, había secundado las tesis combativas de los fundis. Poco a poco se le apaciguó el ánimo y terminó, como tantos otros del mismo linaje, abrazando la estrategia pragmática de los realos, con su admirado Joschka Fischer a la cabeza, para hacer de los Verdes un partido de centro y unirse a los socialdemócratas en el gobierno de la República Federal.
Ahí estaba (esposa, madre, oficinista al servicio del Estado, cocinera, votante de un partido en el poder) sentada a un metro de mí, metiendo a ritmo rápido comida en la boca por la que de vez en cuando asomaban dos filas de dientes desiguales. Sus facciones, no hermosas pero saludables, presentaban un aspecto carnoso. Tenía las mejillas grandes, firmes, rosadas (algo menos, claro está, a la luz de la vela); los labios, gruesos, y en los párpados superiores una hinchazón que le ocultaba parte de los ojos. Sonreía poco aunque más que antaño, quizá por no mostrar la deformación de sus dientes, y desde luego mucho más que su pétreo marido. La pérdida de la juventud le había dulcificado la expresión. Tan solo cuando asomaban al diálogo asuntos de contenido político o relacionados con la protección del medioambiente se le tensaba de pronto el gesto. Entonces se removía en la silla, se arrancaba a opinar con aire de orador impulsivo, el habla se le aceleraba y, por espacio de unos cuantos segundos, volvía a relucir en sus ojos azules aquel destello apasionado de los viejos tiempos. En lo que no había cambiado era en la falta de acicalamiento. Calzaba unos escarpines de lana gruesa, embutidos en sandalias blancas. Con eso creo que está todo escrito acerca del gusto que ponía en el vestir.
Y ya me voy acercando al desastre. Acabada la cena, Clara y yo ofrecimos nuestra ayuda para recoger y fregar. Sinceramente esperaba que nuestros anfitriones, obligados por las normas elementales de la cortesía, rechazasen el ofrecimiento; pero se conoce que albergo nociones insuficientes en materia de conducta humana. Por una cuestión de principios no había lavavajillas en aquella casa. El colega Wolf-Dieter farfulló que tenía que retirarse a su habitación a trabajar. Irmgard se apresuró a disculparlo: «El trabajo en la editorial se parece al tuyo en el colegio, Clara. No se termina ni cuando llega uno a casa». Clara se mostró comprensiva y, en el fondo, halagada. Se adueñó del tema de conversación (estrés, exámenes, correcciones) a fin de deleitarse en su quejumbre predilecta; pero apenas pudo disfrutar de la compasión de sí misma, ya que Wolf-Dieter, unigestual, parsimonioso, nasalizante, la interrumpió para decirle a su mujer: «Recuerda que Pascal tiene mañana clase de taekuondo». Nos dejó sin despedirse. Debía de estar influido por los modales de su hijo.
Entre los tres despachamos la tarea en cosa de diez minutos. Luego las dos mujeres, tisanas y una fuente de uva por medio, entablaron coloquio sentadas a la mesa. Yo salí a buscar los bártulos que habríamos de necesitar durante la noche. De vuelta con ellos, Irmgard me acompañó hasta la habitación donde estaba previsto que pernoctáramos. No era otra sino la de K, amueblada al estilo infantil, con carteles de colores en las paredes, juguetes aquí y allá, material escolar sobre la mesa y, en fin, todo limpio y en orden. Supe por Irmgard que la cama del niño había sido retirada. Me tentó decirle que consideraba un acierto que también hubiera sido retirado el niño. El resto del mobiliario no estorbaba. En el suelo se veía un colchón con ropa de cama, listo para su uso. Me quedé mirándolo emocionado, pues me recordaba aquel, quizá un poco más grande, sobre el que nos ajetreábamos Clara y yo en nuestra habitación de la Obere-Maschstrasse. Irmgard me sacó de mi fugaz ensimismamiento al preguntarme si me parecía que allí podríamos dormir. Ocultando a duras penas mi entusiasmo, le di una respuesta afirmativa. Por no pecar de indiscreto, me guardé de revelarle que el reposo no constituía exactamente la actividad principal a la cual proyectábamos entregarnos mi mujer y yo encima de aquel colchón, si bien tampoco debía descartarse la posibilidad de que a partir de un momento determinado lo empleáramos asimismo para conciliar el sueño. Coloqué mi mochila y la maleta de Clara junto a la pared empapelada con dibujos de girasoles, elegidos acaso para familiarizar a K con el emblema del partido. A todo esto, vi a Irmgard abandonar la habitación cargada con una jaula. Dentro correteaban asustados dos conejillos de Indias. «Me los llevo afuera», dijo. «Estos a veces hacen ruido y os pueden molestar». En aquel instante no pensé nada malo. De pie junto al escenario donde una o dos horas más tarde se supone que Clara y yo consumaríamos el desenlace sensual de nuestra jornada amorosa, era comprensible y hasta excusable que mi mente estuviese ocupada en gozosas expectativas. Tan pronto como me hube quedado solo, saqué un condón del paquete. Tras estudiar diversos escondites, lo puse con su envoltorio rosado en un bolsillo lateral de la mochila, de tal manera que pudiera alcanzarlo a tientas sin necesidad de desasirme de la hembra, ni encender la lámpara, ni andarme con trajines y maniobras en la oscuridad que rompieran el encanto del momento. Terminados los preparativos amatorios, me dirigí a la cocina. Yendo por el pasillo en penumbra oí un disparo como en sordina tras una puerta por cuyas rendijas salía luz. Apliqué el oído a la madera. El fragmento de una melodía me indujo a desechar mi primera hipótesis, la de que Wolf-Dieter acababa de suicidarse con una pistola provista de atenuador de sonido. Me percaté de que nuestro esquivo anfitrión estaba mirando un telefilme. Por el agujero de la cerradura distinguí dos calcetines amarillos con rayas azules apoyados en lo que, a los reflejos cambiantes del televisor, tanto parecía un escabel como una mesa baja. Ojo, no le reprocho a Wolf-Dieter que se hubiera desentendido de los huéspedes. Sería injusto por mi parte no reconocer que su ausencia era la manera más adecuada de agasajarnos.
Abordaré a continuación, sin más dilaciones, el asunto del desastroso final de la jornada de amor y nostalgia, y ese será el último recuerdo que hoy redacte. Aún no eran las diez de la noche cuando Clara y yo nos recogimos a la habitación que se nos había asignado. Nos despedimos de Irmgard en el pasillo tras explicarle que deseábamos acostarnos pronto para estar al día siguiente descansados y emprender sin tardanza nuestra proyectada excursión al Harz. A los pocos minutos de habernos encerrado en la habitación, Clara profirió una queja con voz entrecortada. «No sé», dijo, «qué me pasa, pero me pasa algo». Yo llevaba tanto rato reteniendo chirigotas dentro de la boca que no me pude contener: «¡Por fin llegó la hora del gozo supremo! Pero, tranquila, porque hasta cuando me animalizo, como ahora, soy un caballero y te dejaré escoger la postura. A ver, dime, ¿quieres encima o debajo?». Clara hurgaba en su maleta con ceño fruncido. «¿Buscas un condón? No hace falta. Ya me he ocupado yo del asunto». Mi broma la dejó por completo indiferente. «Ratón, ¿podrías traerme del coche mi espray de salbutamol?». «Sí, pero qué lástima, oye, el coche está en la calle y yo ya me he puesto el pijama». «Por favor». Me pareció percibir una leve vibración patética en su ruego. No protesté. Soy de esa clase de varones que se acomoda a la docilidad ante la inminencia del placer físico.
Me encontré con que la puerta de la casa había sido cerrada con llave. Tuve que llamar a la de nuestros anfitriones. Por encima del hombro de Irmgard vi a Wolf-Dieter mirando el televisor, repanchigado en una butaca. Fui al coche, lo registré a conciencia, pues me daba el aire de que había empezado a formarse un vínculo entre mi anhelado orgasmo y el salbutamol. No encontré el espray y volví a la casa. Clara se había sentado en el colchón con la espalda apoyada contra los girasoles de la pared. Boqueaba. «¿No te estarás masturbando, eh? Al menos podías esperar». Fue mi última broma de la noche. Que le trajera agua. No quise molestar de nuevo a nuestros anfitriones. La casa entera se hallaba a oscuras y en silencio. En la cocina llené un vaso con agua del grifo. Mejor que la de botella, según presumen los habitantes de Gotinga. Pero ni la mejor agua del mundo cura la disnea. Después de beber, a Clara le entraron arcadas. «Me veo en el hospital», balbuceó con susurro estertoroso cuando por fin pudo hablar. Se me figuraba harto difícil que consumáramos en aquellas condiciones el coito prometido. Otra cosa sería si yo dominase la técnica de follar con una mujer que se está ahogando; pero nadie me la enseñó ni yo he sabido nunca cómo ni dónde aprenderla. Así pensando, propuse orear la habitación. Clara se mostró de acuerdo. No olvidaré las ramas del tejo que se alargaban hacia el hueco de la ventana como si intentaran tirar de mí hacia fuera. No se oían ruidos en la calle. El barrio era tranquilo. El frescor de la noche me obligó a ponerme más ropa. Clara solicitó mi ayuda para arrimarse a la ventana. Le eché una manta por los hombros y la sostuve con una mano por debajo de la axila para que no se cayera. Más que respirar parecía que estuviera comiendo aire a bocados. Para entonces ya no teníamos duda en achacar a los conejillos de Indias el origen de aquella desmedida reacción alérgica. Nos dieron las once, las doce. Sin demasiada convicción hice un intento por dormir. Ella seguía tratando de liberar sus vías respiratorias con la cara hundida entre las ramas del tejo. «Ratón», dijo. Y no añadió nada más hasta pasados varios minutos: «Hay que hacer algo». Me acerqué a su costado. Codo con codo, en silencio, tratábamos de mirar la noche a través de las ramas tupidas. Le acaricié la nuca con ánimo de darle un poco de consuelo. Le bajaban las lágrimas por las mejillas. Me disgusta verla llorar. «Vístete», le dije. ¿Le ordené? Me causó preocupación la prontitud de su obediencia. Yo también me vestí y, sin perder tiempo, recogí nuestras pertenencias. No estoy seguro, pero calculo que serían las doce y media pasadas cuando llamé a la puerta de nuestros anfitriones, primero con nudillos medrosos, después con un recio manotazo. En determinadas situaciones me saca de quicio la lentitud de las personas. Se asomó Wolf-Dieter, soñoliento, atolondrado, vestido con un pijama que al primer vistazo confundí con el mono de un mecánico. Tuve un momento de torpeza lingüística y él no me entendió. Enseguida vino Irmgard. Reinicié la explicación. Irmgard fue comprensiva y amable. Se encargó de nuestro equipaje mientras yo ayudaba a Clara a salir de la casa.
En el momento de poner en marcha el motor no tenía la menor idea de adonde dirigirme. Clara estaba demasiado ocupada con su agonía como para responder preguntas, así que por mi cuenta decidí que lo más urgente era alejarnos de aquel lugar de pesadilla; después ya veríamos. No bien dejamos atrás el barrio donde vivía Irmgard, Clara, jadeante, me pidió que detuviese el coche en el borde de una calle desierta porque se quería apear. Desde mi asiento la veía ir y venir a la luz de un farol, por un corto trayecto de acera, mientras hacía movimientos de brazos para ayudarse a respirar con normalidad. Volvió bastante recuperada al cabo de largo rato. Al oír que abría la puerta del coche me desperté. «¿Qué hacemos?». Tardó en contestar. Respiraba sin apenas dificultad, los ojos cerrados, el gesto sereno. «Lo que quieras con tal que me lleves a un sitio donde no haya animales». Le dije que en mi opinión había tres opciones. La primera de ellas, ir a un hospital, la rechazó de plano. La segunda, también: volver a Hannóver y sacar a Gudrun de la cama un par de horas antes que tuviera que levantarse para acudir a su jornada laboral. Esta opción comportaba, además, que volviéramos por la mañana a Gotinga a fin de ser fieles a la ruta de Heine, a menos que renunciáramos a la excursión. «Y la tercera posibilidad», me interrumpió, «supongo que será volver a casa de Irmgard y morirme de un ataque de asma. Ratón, no estoy con humor para bromas». «Yo había pensado en algo distinto». «¿En qué?». «Bah, olvídalo. Seguro que no te iba a gustar». Insistió en saberlo. Le dije que le comunicaría mi propuesta a cambio de un beso. Tras besarme como me gusta que me bese, confesó que estaba agradecida por toda la ayuda que había recibido de mí durante la noche. Le propuse que nos llegáramos a un hotel de Gotinga donde pudiéramos dormir en condiciones salubres, y ducharnos por la mañana, y desayunar tan anchos sin que nadie nos aleccionara acerca de la procedencia y composición de los alimentos… A este punto me arrebató la palabra para proseguir ella con entusiasmo la retahíla de ventajas que supondría alojarnos en un hotel. De ahí a poco enfilé la Weender Landstrasse, ya metidos en el camino de Heinrich Heine, con la esperanza de encontrar lo que buscábamos y, si no, llegarnos hasta el siguiente pueblo o hasta Northeim si hacía falta. No tuvimos que recorrer mucho trecho, ya que de pronto, a la salida de la ciudad, a mano izquierda de la carretera, divisamos el letrero luminoso del Astoria Göttingen, un hotel de tres estrellas, económico y confortable como enseguida comprobamos. Sin dudarlo un instante entramos a solicitar una habitación. Minutos más tarde yacíamos abrazados en una cama mullida, donde estuve esperando a oscuras que Clara colocase una de sus piernas encima de mi vientre. No la colocó y luego, no sé cuándo, me quedé dormido.