21

Llegó a la terraza del Colosseum orgullosa de los regalos que había comprado. Venía por la calle tan ciega de satisfacción que estuvo a punto de llevarse por delante la estatua de Lichtenberg. «¿Qué haces, ratoncito?». No creo exagerar si escribo que le respondí en un alemán irreprochable: «Mientras efectuaba la acción gozosa de esperarte, me he dedicado a contemplar desde aquí escenas de los viejos tiempos». Clara me premió con una sonrisa indulgente. «Te aplaudiré en otro momento», dijo, «ahora tengo algo que enseñarte». Llevaba dos bolsas de Karstadt. De una de ellas sacó un balón. «Le gustará a K», dije a la manera de quien jamás en su vida hubiese experimentado un instante de duda. De la otra sacó un plato grande de cerámica envuelto en papel. «Esto le gustará a M.» «No sabía con exactitud qué regalarles. Al final me he decidido por un plato de 30 euros. Lo pueden usar como fuente o colgarlo en la pared». «Por supuesto. Seguro que hay paredes en su casa». «Y en cuanto al balón, he estado pensando que si el niño padeciera la minusvalía que tú has dicho, Irmgard me la habría comunicado por teléfono». «No te preocupes. Era solo una suposición. Y, además, qué importa. Si el pequeño K anda en silla de ruedas puede entretenerse acariciando el balón o mirando cómo lo patean los niños de su vecindario. Eso es lo que yo haría en su lugar». «Me parecería un gesto poco amistoso que no nos tuvieran informados, ¿no crees?». «Sí, sería imperdonable». «Escúchame, ratón. Te doy mi consentimiento para que sueltes durante las próximas horas miles de chistes y mordacidades. Es mi única esperanza de que se te agote el repertorio antes de entrar en casa de Irmgard». Se volvió hacia el camarero para solicitarle una consumición. «Y ahora cuéntame. ¿Por qué estás ofendido?». «¿De dónde sacas tú que estoy ofendido? No me ofende en absoluto que hayas llegado con veinte minutos de retraso, entre otras razones porque ya me lo esperaba. He aprovechado el tiempo para hacerme adicto a las galletas de obsequio que sirven con los capuchinos. No me duele nada, nadie me ha faltado al respeto, luce el sol y en esta terraza se está divinamente». «Pues yo entreveo amargura detrás de tu sarcasmo». Amargura no era la palabra justa. Quizá decepción. Sí, eso, decepción que, al ver a Clara agitar en el aire las bolsas de la compra, se me había revelado como punzada en los músculos de la región pectoral. Clara no podía saber que su llegada me había privado de un momento blam. ¿Cómo explicarle en pocas y comprensibles palabras un fenómeno tan complejo a pesar de su escasa duración? ¿Cómo definirle la plenitud de suavidad que había empezado a embargarme cuando descubrí que la línea recta que separaba la sombra proyectada en el suelo por el toldo amarillo del Colosseum y la zona expuesta al sol, en su avance paulatino se había acercado a pocos milímetros de la punta de mis zapatos? Apenas era cuestión de segundos que la línea los rozase. La sola idea de la luz lenta en relación conmigo me cautivó. Pero es que, además, la certidumbre sobre la armonía de la imagen que iba a resultar de la conjugación de aquellos elementos (la sombra clara, las piedras iluminadas, los zapatos lustrosos) me producía un gozo no perturbado por un ansia violenta ni por cualesquiera otras sensaciones animalizantes. Claro que yo podía haber forzado la imagen adelantando la vira que bordeaba el extremo de mis zapatos hasta el límite de contacto entre la luz y la sombra; pero entonces el azar me habría dejado sin la recompensa del instante perfecto, y la quietud placentera y cuantas delicias imprevisibles hubieran podido derivarse del cumplimiento de mi expectativa se habrían malogrado por culpa de mi impaciencia. Al final, el gozo que traté de preservar fijando la mirada en mis zapatos me lo destruyó Clara con su llegada, aunque sin mala fe. ¿Cómo explicarle las consecuencias nefastas de su alegre aparición, del crujir de las bolsas de plástico, del ridículo golpe en la rodilla que se dio contra la casaca de bronce de Lichtenberg? Así que me limité a recordarle que llevábamos hora y media en Gotinga y aún no habíamos empezado el recorrido por los lugares que vieron nacer nuestro amor. Esto último lo dije con un estremecimiento de sinceridad. Quiero a Clara, lo cual no empece para que de vez en cuando me entren tentaciones de cortarla en rodajas, con un cuchillo desafilado para que le duela más. Me besó. Su cuerpo desprendía ese olor que tiene la propiedad de hacerme desear para ella los mayores bienes que pueda depararle la vida a un ser humano, de paso que me induce a tomarle gusto a la sumisión. «Mantén la calma, ratoncito. Solo me queda un asunto pendiente. Una nimiedad, te lo juro. Y después nada ni nadie perturbará nuestro paseo romántico». «O sea, más compras». «Tardaré un minuto. Después, hasta las seis de la tarde, nos dedicaremos al día amoroso que has planeado». «Un momento, un momento», protesté. «Hasta las seis, de acuerdo, pero con un añadido nocturno en la cama de por lo menos un cuarto de hora. ¿No estarás tramando olvidar la promesa que me hiciste?».

Convinimos en que yo iría al aparcamiento a guardar los regalos en el maletero del coche. Mientras tanto, ella se encargaría de comprarle a Irmgard un ejemplar de su última novela. Me pidió que le buscase en el bolso blanco la lista de dedicatorias. El bolso, vacío de las pertenencias indispensables, lo había dejado en el coche al saber que yo lo detestaba. Se lo tuve que decir, no hubo más remedio, por la mañana en el piso de Gudrun, cuando vi que se proponía acudir con la prenda abominable a la jornada amorosa. «Si crees que me sienta tan mal, ¿por qué no me lo dijiste anteayer en la ópera?». No tuve compasión: «Pues porque estábamos enfadados y a mí me daba gusto ver el ridículo que hacías con ese artilugio cursi colgado del brazo. Una vez que te miré de lejos me pareció que llevabas una rata disecada. Confieso que me invadió una felicidad maligna, pero a fin de cuentas felicidad». Cuestionó mi aptitud para juzgar accesorios de moda. Incluso formó bando de opinión con su hermana y su sobrina; pero no le sirvió de nada. Para entonces ya era imparable la acción corrosiva que la palabra «cursi» había empezado a ejercer sobre sus pensamientos. Una hora después continuaba dándole vueltas al asunto: «Ratón, no entiendo cómo no te puede gustar». A nuestra llegada a Gotinga se conoce que sintió el bolso como maldito y mancillado, y tuvo la sensatez de no sacarlo del coche. Justificó la decisión diciendo que el blanco no pegaba con los colores de su ropa. «Podríamos comprar uno más elegante», le dije. «Te lo mereces. No olvides que hoy es tu cumpleaños». «Ya veremos». En el bolso encontré el cuadrado de papel con las dedicatorias. «Ojalá este libro te haga soñar» y frases por el estilo. Siempre que interviene en un acto público Clara acostumbra disimular el papel junto al vaso de agua, el soporte del micrófono, un florero si lo hay o detrás de cualquier objeto apropiado para la ocasión, y a la hora de la firma de ejemplares copia de él como los alumnos tramposos durante los exámenes. Retoca y pule las frases con frecuencia, y cada no sé cuánto tiempo discurre una serie nueva, a veces directamente inspirada en lo que le escriben a ella los compañeros de letras en sus libros. Lleva, además, un registro de dedicatorias con la idea de saber cuáles ha empleado con quién entre sus conocidos y eludir de esta manera el riesgo de repetirse.

Tal como habíamos acordado fui a reunirme con ella en la librería Deuerlich. La librería presentaba un aspecto más moderno que por la época en que yo la frecuenté. Subí en el ascensor, bajé por las escaleras, incluso me llegué a un pequeño sótano acondicionado para sección de libros de saldo, y no hallé rastro de la señora escritora en ninguna parte. Tras varios minutos de búsqueda, la divisé desde una de las ventanas del piso superior. Estaba sentada en el banco que rodea el pedestal de una escultura de bronce que se alza en la intersección de la Weender y la Prinzenstrasse, lugar conocido como el Ombligo de Gotinga. La escultura representa a un hombre y una mujer metidos en edad (al menos él), que simulan ejecutar un movimiento de baile; pero a mí no me engañan. Ya en los tiempos de estudiante comprendí que eran la típica pareja matrimonial enzarzada en una agria pelea, con el hijo aferrado a las piernas de ambos en una tentativa angustiosa por evitar que el forcejeo conduzca a un previsible desenlace criminal. Nunca sabré si el hombre y la mujer se están encajando el uno al otro la máscara que cada cual sostiene en la mano o si acaban de arrancárselas mutuamente, sea lo primero para perder de vista la verdadera y odiada cara del cónyuge, sea lo segundo para lograr por medio de la violencia el propósito contrario. Considerada desde una perspectiva estética, la estatua no encierra mayor atractivo que el de una hilera de coliflores encima de una mesa de planchar. Reconozco, con todo, su utilidad: como se ve de lejos contribuye a que el Ombligo sea un buen lugar para citarse. Yo la menciono en este escrito por la simple razón de que, acomodada a la sombra de las figuras grotescas, también a Clara parecía haberle sido arrebatada su expresión alegre de hacía unos minutos o bien cubierta su alegría con la mueca mustia que le demudaba ahora el semblante.

Me costaba imaginar que mi breve ausencia la hubiese puesto en un estado tal de pesadumbre. Consideré más plausible la hipótesis de una jaqueca. No era insólito que un dolor se cebara en ella de forma repentina. De confirmarse mis negros augurios, me tendría que hacer el ánimo de que el final de la jornada amorosa le había ganado la delantera a su comienzo. «¿Qué te pasa?». «¿A mí? Nada. ¿Qué me va a pasar? Te estaba esperando, eso es todo». Señalé hacia arriba: «Llevaba un rato observándote desde aquella ventana. A mi lado había dos tipos apostando a cuál de tus ojos derramaría la primera lágrima». «Bueno, no lo puedo evitar. Quizá soy una histérica. Mientras ibas al aparcamiento he entrado en tres librerías. En ninguna de las tres tenían un solo libro mío. ¿Comprendes, ratón? Ni uno. Me podrían conseguir ejemplares, pero no antes de mañana. En Deuerlich incluso le he tenido que deletrear mi apellido a la dependienta. Estas cosas me deprimen, no lo puedo remediar». Se me ocurrieron un par de bromas estupendas al respecto, pero me las tragué. Una voz interior me susurraba que aquel no era un buen momento para jocosidades. A modo de consuelo le dije a Clara que a mi juicio los libreros del centro anteponían el interés comercial a la difusión de la cultura. Para comprobarlo no había más que dirigir la mirada a las ventanas, convertidas en escaparates, de la librería que teníamos allí junto. Todas ellas se hallaban reservadas a productos de moda con los que el dueño tenía asegurado su negocio. Conjeturé que por esta razón, en la librería de la Universidad, aunque pequeña, habría posibilidades de encontrar un libro de las características del suyo. Se le iluminaron los ojos. ¡Y yo que pensaba que no me estaba escuchando! «Vamos», dijo levantándose de golpe.

No bien echamos a andar me cogió la mano. «Ratoncito, aquí empieza nuestro gran día dedicado al amor». «Yo ya estoy impaciente por que acabe». Se paró en seco. «Otra de tus bromas, supongo». «Lo he dicho pensando en el coito con que remataremos la jornada en casa de tu amiga. En la cama si nos ofrecen una. Si no, en el suelo, debajo del armario, donde sea. La espera se me está haciendo insoportable. Nos revolcaremos igual que dos cerdos lascivos, ¿a que sí? Esta noche, salvo los sordos, no va a dormir nadie en Gotinga por culpa de tus gemidos de placer, ya lo verás». Reanudamos la marcha. «Los hombres y el acto sexual. ¿Es que no tenéis otro pensamiento en la cabeza?». «No creas que somos tan primitivos ni tan simples como nos pintan. También tenemos el fútbol». El tema de conversación le había ayudado a recobrar el ánimo. «Claro», dijo, «y la cerveza y meteros el dedo en la nariz cuando vais en coche». Le di la razón. Eso siempre la pone contenta. Pero lo cierto es que a la vista de su cara sonriente empecé a preocuparme, convencido de que en la librería de la Universidad la esperaba otro chasco.

La Weender Strasse se veía concurrida como de costumbre en horas de comercio. La gente manoseaba las mercancías expuestas delante de numerosos escaparates. En la plazoleta arbolada que precede a la torre de la Jakobikirche, nos detuvimos a escuchar los últimos compases de una melodía melancólica, interpretada con instrumentos de viento por un grupo de músicos callejeros. En la funda de la trompeta deposité una moneda de cincuenta céntimos y enseguida una segunda, después que Clara me hubiese tildado en voz baja de tacaño. Hasta el final de la calle no paró de sermonearme acerca de lo mal que a su juicio se remunera el talento artístico en el mundo. Supuse que también se refería a su talento, motivo por el cual entendí que me convenía aprobar sus quejas. Dejamos a un lado el paseo que discurre por lo que fueron las murallas de la antigua Gotinga. La riolada creciente de juventud y bicicletas en una y otra dirección anunciaba la cercanía del recinto universitario, o por lo menos de su parte mayor, puesto que las instalaciones de la Georg-August están diseminadas por toda la ciudad. Ya sobresalía al fondo el perfil de la Torre Azul, llamada con este nombre por el color de los vidrios de sus ventanas. Fue allí, en una habitación de ahora no recuerdo qué piso, convertida en aula provisional, donde recibí mis primeras clases de lengua alemana. Al togolés lo conocí más tarde, durante el curso intensivo que congregaba a diario a alumnos de distintas procedencias en otro módulo de la Universidad. Entre ellos se encontraba un paisano mío de aspecto frágil y carácter apocado, hijo, por lo que pude averiguar, de familia con posibles. Cierta mañana, al término de la clase, me pidió con claros indicios de alarma que por favor lo acompañara a un rincón. Cuando estuvo seguro de que nadie podía oírnos, me confesó que se sentía angustiado, y agregó: «El idioma alemán es más difícil de lo que pensaba. ¿Cómo le explico a mi padre que soy incapaz de aprenderlo?». Acto seguido me rogó en unos términos sobremanera patéticos que redactara en su nombre una carta dirigida a su padre exponiéndole lo más razonadamente posible su renuncia a proseguir estudios en Alemania, sin olvidarme de mencionar el viento frío que azotaba a Gotinga por esos días. Debería asimismo añadir en párrafo aparte una disculpa por los gastos ocasionados. Le pregunté por qué no llamaba por teléfono a su padre y le explicaba sin rodeos la situación. «¿Estás loco?», me replicó con los ojos desorbitados de un demente. Al poco tiempo le entregué la carta mecanografiada. La leyó en mi presencia y, visiblemente conmovido, me dio un abrazo. Yo guardo un recuerdo borroso de lo que escribí. En cambio, no se me ha olvidado que despaché la tarea partiéndome de risa y que a mi paisano le pareció bien mandarle el texto a su terrible padre sin tocar coma ni punto. Al cabo de una semana vino a darme las gracias y a despedirse. «¡Eureka! Me vuelvo a casa. ¿Tú te quedas?». «Me lo tengo que pensar», le respondí. «Si te quedas, te compadezco», fue lo último que le oí decir antes de perderlo de vista para siempre.

Clara y yo caminamos cogidos de la mano entre edificios en cuyo aspecto exterior no se apreciaba cambio ninguno, tan familiares a la vista que costaba creer que lleváramos una docena de años sin verlos. La única excepción era la biblioteca, terminada de construir cuando ya no vivíamos en Gotinga. Me dolió que la hubiesen levantado sobre la parte de la explanada donde probé los labios de Clara por primera vez. Fue este uno de los episodios más gustosos de mi juventud, razón de sobra para que no falte en la suma escrita de mis recuerdos. Una mañana nos encontramos ella y yo por casualidad en el camino del campus. A los bordes de dicho camino se alargaban sendas hileras de cerezos jóvenes. Después de un intercambio de saludos y sonrisas, ella me dio a entender que tenía intención de sentarse en la hierba con sus libros. Comoquiera que lográsemos establecer una comunicación bastante fluida a pesar de mis limitados conocimientos de la lengua alemana, por no interrumpir el diálogo decidí acompañarla unos metros hasta el lugar donde se le antojara sentarse a leer y luego despedirme. ¿Despedirme? Sí, sí. Lejos estaba yo de prever lo que ocurriría entre nosotros un cuarto de hora más tarde; aún más lejos de imaginar que acababa de adentrarme en un largo futuro de convivencia con aquella chica rubia y miope a la que había conocido hacía apenas dos semanas, en el curso de una pequeña fiesta celebrada por un compañero mío de piso en su habitación. Durante la velada no hablé con ella salvo las dos o tres palabras de circunstancias que se dicen sin pensar en el momento de las presentaciones. Ninguna cualidad suya me llamó especialmente la atención. Tampoco pertenecía ella a esa clase de muchachas que gustan de atraer miradas y despertar deseos. No retuve su nombre ni seguramente ella el mío, aunque nunca se sabe. Iba para un mes o mes y medio que Marianne y yo habíamos puesto fin a nuestra relación gimnástica con la misma abrupta naturalidad con que la habíamos comenzado. Marianne era una persona expeditiva. Tras la última fornicación, aún desnuda, me escribió en una hoja de papel: Danke für die Orgasmen. Komm bitte nicht wieder. Hast du verstanden? (Gracias por los orgasmos. Por favor, no vengas más. ¿Has entendido?). Entendí a la primera, nos dimos la mano como buenos camaradas del placer que habíamos sido, y a los dos o tres días nos cruzamos en la estación sin dirigirnos la palabra. Pasé una temporada de soledad, dedicado principalmente a contar los días que me faltaban para volver a mi país. De vez en cuando me juntaba con el togolés fuera de las horas lectivas; pero, por lo general, me encontraba bastante solo y por eso, y por no aguantar la música ni el regocijo ajeno en la habitación contigua, me agregué a la fiesta de mi compañero de piso. En las semanas posteriores me topé lo menos cinco veces con la rubia de las gafas: en el comedor universitario, en un sótano convertido en taberna que estaba pegado al Junges Theater y en sitios similares, ella siempre en compañía de otros estudiantes, salvo una vez que la encontré en la librería Deuerlich y hablamos, y supe que nuestros respectivos pisos de alquiler estaban cerca el uno del otro, y, ya puestos a contarlo todo, me invitó a un helado. Ese día me sonrió y me miraba y esas cosas, aunque ella siempre lo ha negado. «No pretenderás», dice cada vez que surge el tema, «que hablara contigo mirando al suelo. ¿O es así como se relacionan los hombres y las mujeres de tu país?».

La mañana de nuestro encuentro fortuito en el campus, como consecuencia de mis dificultades en el uso de la lengua alemana se produjo entre los dos un malentendido que habría de resultar determinante en nuestras vidas. Ocurrió, en pocas palabras, del siguiente modo. Clara y yo en la hierba, de palique, sonrientes, sobre todo ella, que años más tarde afirmó que yo podía haber hecho en corto tiempo una fortuna hablando en público: tan divertidas debían de ser por lo visto las faltas gramaticales que cometí. «Las cometí adrede», le repliqué una vez, «porque estaba prendado del arco de tus labios cuando sonreías». En un momento dado intenté decir una frase ingeniosa acerca del amor con ayuda de mi diccionario, sin el cual yo por entonces no iba a ninguna parte. Confieso que quise lucirme y al mismo tiempo mover a risa a la rubia de las gafas. Cuando pasamos junto a la entrada de la biblioteca, Clara aún se acordaba: «Mira, ratoncito, donde ahora está este edificio me declaraste tu amor. Tuviste una actuación encantadora, pero conseguí entenderte». Nunca me apretó la necesidad de contarle que mi intención no fue decirle lo que ella interpretó que le dije. Solo pretendí hacer un juego de palabras, sin sospechar que en mi idioma la cuchufleta en cuestión no tiene el mismo sentido que en alemán. Total, que ella entendió lo que entendió y yo, como me percatase de que se sonrojaba, temí haberla ofendido con alguna inconveniencia. Incluso le pedí perdón. A Clara se le agrandaron las pupilas, de pronto entrecerró los párpados con dulzura y desmayo, y sin darme tiempo a ofrecerle explicaciones, aplastó su boca contra la mía, poniendo en el beso tales bríos amorosos que por un momento pensé si sería costumbre local succionar las enamoradas la dentadura y la lengua y aun los alimentos alojados en el estómago de sus amantes. De allí nos fuimos a su colchón y el resto es matrimonio.

Un poco más allá de la biblioteca, a mano izquierda, la plaza de los Siete de Gotinga se nos ofreció a la vista con idéntica apariencia que cuando solíamos atravesarla bien para llegarnos al cementerio de San Bartolomé, al otro lado de la calle, donde nos gustaba fotografiarnos junto a las tumbas centenarias, bien porque nos servía de atajo para ir a un salón de juegos que había entonces, ahora no lo sé, en la Weender Landstrasse, durante una temporada en que una máquina tragaperras con bichos correntones y otra con un hombre que tenía que escalar, agarrándose a las repisas de las ventanas, la fachada de un rascacielos, nos nublaron a los dos el entendimiento. Llegamos por último al edificio bajo de las oficinas y el comedor universitario, la llamada Mensa, en la que por menos de dos marcos de la época mataba uno el hambre. Flotaba en el aire un aroma tentador de carne frita y sopa de verdura. De buena gana habría comprado yo un tique y hecho cola con una bandeja delante del mostrador donde varias personas vestidas de blanco servían la comida; pero teníamos reservada una mesa en el restaurante. Clara entró en la librería. Por no asistir a la escena de su segura decepción preferí confundirme en la muchedumbre de cuerpos esbeltos, juveniles, colmados de futuro, de sueños y expectativas, y me entretuve ojeando el sinfín de notas fijadas al panel de anuncios. Alguien vendía una cama con colchón por ochenta y tantos euros. Se necesitaba un baterista para grupo musical. Se buscaban nuevos inquilinos para pisos de estudiantes. Se ofrecían clases privadas de japonés, cursos de baile, sesiones de yoga. En aquel panel y en otro que había junto a la entrada de la Torre Azul me anuncié yo también, al poco de afincarme en Gotinga, como profesor con la esperanza de mejorar mi maltrecha economía. No me arredró el simple detalle de no tener la menor experiencia en tareas docentes. Mi ineptitud, en todo caso, sería un problema de los alumnos, no mío. Y además, ¿qué se perdía con probar? Cada vez que iba a comer a la Mensa comprobaba si mis notas manuscritas seguían en los paneles. De vez en cuando las cambiaba de sitio porque había idiotas que me las tapaban con sus papeles, hasta que al término de dos o tres semanas las olvidé, convencido del fracaso de mi tentativa. Sin embargo, una tarde llegó al piso una chica tímida que hablaba mirándose las manos. Juzgué que mi cama revuelta, mis ropa interior puesta a secar en cuerdas que tendía de una pared a otra y, en fin, el estado general y el aire estadizo de mi habitación no ayudaban a crear una atmósfera favorable al aprendizaje, conque invité a la chica a acomodarse en una silla de la cocina. Le enseñé a presentarse en mi idioma, así como un par de fórmulas de saludo y despedida. Se marchó sin pagarme; pero como habíamos quedado citados para una segunda clase, no me preocupé. Nunca más la vi.

De pronto, un dedo alegre, juguetón, atrevido, me pinchó en una paletilla. Hacía largo tiempo que las pupilas de Clara no irradiaban en mi presencia un fulgor de felicidad tan intenso. «Ratoncito, ¿a que no lo adivinas?». Para complacerla fingí que no me daba cuenta de que escondía un objeto detrás de la espalda. «Has tenido una idea genial al proponer que viniéramos a la Uni. A mí no se me habría ocurrido jamás. Ya sé que no soy una escritora famosa, pero existo». Acercó los labios a mi oído para repetir en susurros: «Existo». «No puede ser». «Te lo juro». «solo te creeré si me lo demuestras». Imitando el ademán de un ilusionista, puso ante mi cara un ejemplar de sus comentarios al libro de fotografías. La felicité por aquella certidumbre que tenía acerca de su existencia; pero, absorta en su entusiasmo, me parece que no se enteró. «Y ¿sabes qué?». Nada más enseñármelo había yo advertido que al libro le faltaba la sobrecubierta. «Como su estado no es perfecto me lo han vendido a mitad de precio». Tiró de mi cabeza hacia la suya con amorosa vehemencia y me besó. «Guarda fuerzas», le dije, «para el coito de esta noche». Sorda a mis palabras, prosiguió con su eufórico monólogo: «En el restaurante le escribiré una dedicatoria a Irmgard y en Karstadt compraré papel de regalo para envolver el libro. Mi dulce ratoncito, qué bien que has recordado que aquí hay una librería. A veces yo no sé qué haría sin ti».

Tomamos el camino de vuelta a la ciudad. En lugar de adentrarnos en la zona de peatones, como todavía faltara un buen rato hasta la hora en que debíamos ocupar mesa en el restaurante, nos acercamos por el paseo de la muralla hasta la Obere-Maschstrasse, estación ineludible de nuestro día consagrado a la nostalgia. Fue allí, en el número 18, donde Clara y yo vivimos por primera vez bajo un mismo techo. La víspera de emprender el viaje de regreso a mi país, a punto de cerrar la maleta y con los billetes de tren y de avión encima del escritorio, aún me atormentaba la duda de si separarme para siempre de aquella chica alemana que tanto me gustaba o si aceptar el ofrecimiento suyo de instalarme en su modesta habitación de alquiler. Pensé en pedir consejo a mi amigo de Togo; pero luego, recapacitando, caí en la cuenta de que nada bueno podrían depararme las recomendaciones de un chico cuya aspiración principal en la vida, por no escribir la única, consistía en beber a diario la mayor cantidad posible de Jägermeister.

Cuando salí del piso de Clara ya había anochecido. Vagué solo por las calles del centro de Gotinga embargado por una aguda sensación de despedida. No se me iba de la cabeza la imagen de Clara desnuda sobre el colchón, los pies pequeños, el pubis rubio, el cuerpo vencido por la dulce fatiga que sigue al placer consumado. Y la veía una y otra vez en mis pensamientos echarme besos con la mano, segura de que al día siguiente comeríamos, como de costumbre, juntos en la Mensa y después iríamos a jugar a las máquinas tragaperras o a sacarnos fotografías en el cementerio de San Bartolomé. No me atreví a afrontar la previsible escena con lágrimas, con promesas mutuas de cumplimiento imposible, con esas mentiras bondadosas y tristes que se dicen de ordinario los amantes para negar la certeza del adiós definitivo.

Supongo que era y soy el típico cobarde. Había pasado seis meses deliciosos en Gotinga, donde además de conocer a personas estupendas, había disfrutado de una libertad sin restricciones y derramado esperma en abundancia. ¿Cómo prolongar aquella vida regalada sin un permiso de residencia, sin otro de trabajo, sin fuente alguna de ingresos? A vueltas con mis cavilaciones, entré en una taberna de la Prinzenstrasse. Con dinero que mi padre me había enviado para el viaje resolví costearme mi última jarra de cerveza en aquel local donde la servían con un punto de sabor como yo no lo había probado nunca en mi país. Me senté a una mesa que estaba en un rincón cubierto de penumbra dorada y rompí el posavasos en trozos numerosos, pues se me había ocurrido utilizarlos para tomar la decisión que indefectiblemente determinaría el rumbo de mi vida a partir de las ocho de la mañana siguiente, hora prevista para la salida de mi tren. La idea era simple. Cada trozo del posavasos equivaldría a una razón para irme a mi país o para quedarme en Alemania. Los primeros los colocaría a la izquierda de la jarra, sobre el tablero barnizado; los segundos, a la derecha. Y empecé: la familia que había hecho un sacrificio económico por mí y me esperaba, los amigos a quienes echaba de menos, mis estudios pendientes, la comodidad de comunicarse sin dificultades lingüísticas con el prójimo, el clima más agradable, la variedad gastronómica, los montes que rodean mi ciudad, el mar cercano. En fin, el caso es que, pasados dos o tres minutos, había un montoncito de papeles a la izquierda de la jarra y solamente dos a la derecha: uno por Clara y otro por la cerveza. Conque la decisión estaba tomada. Adiós Gotinga para siempre o como decía una canción popular de entonces: Alles hat ein Ende, nur die Wurst hat zwei (Todo tiene un final, solo la longaniza tiene dos). No había la menor duda de que Clara merecía una explicación. En cuanto llegase a mi país le escribiría una postal; con remite o sin él, ya me lo pensaría en su debido momento.

Dormí mal durante la que se supone que había de ser mi última noche en Alemania. Se me figuraba que tanto la decisión tomada como la que había descartado implicaban similares penas y remordimientos, y mientras escrutaba la oscuridad de la habitación con ojos insomnes, lamenté vivamente no ser un yo repartido en dos destinos corporales. Amaneció. Le di un abrazo a mi compañero de piso, vestido con un ridículo pijama de payasos estampados, y recorrí con mi maleta de ruedas chirriantes la calle donde había residido desde mi llegada a Gotinga. Al poco rato enfilé la Goetheallee, por la que apenas transitaba gente a aquellas horas. La neblina se apretaba sobre el cauce del canal. Al cielo, sin embargo, lo coloreaba un azul precioso, nítido, sin la menor mancha de nubes. Caminé un breve trecho antes de detenerme. Al fondo, en línea recta, a unos cuatrocientos metros de distancia sobre poco más o menos, estaba la estación de ferrocarril; a mi derecha, la Obere-Maschstrasse. Allí el tren, aquí Clara. ¡Qué lástima no ser dos personas! A este punto inhalé tanto aire matinal como pude albergar en los pulmones y lo retuve hasta ponerme en los bordes de la asfixia. Después, sin haberme recuperado del apuro respiratorio que yo mismo me había provocado, reanudé la marcha, y cuando el tren partió, supongo que a su hora, yo dormía abrazado a Clara en su colchón.

Al 18 de la Obere-Maschstrasse se accedía por un entrante en la fachada. Lo flanqueaban el escaparate y un ventanal del taller de bicicletas Pedalritter. Sobre ellos y, por tanto, sobre aquel espacio angosto que los separaba, se extendía un letrero doble con el nombre del establecimiento, lo que afianzaba la impresión de que quienes entraban en la casa o salían de ella pasaban por fuerza a través del taller, cuya puerta se hallaba en un costado del entrante. La del portal la encontramos abierta de par en par, como ocurría a menudo por los tiempos en que vivíamos en aquel edificio que por fuera tenía una apariencia limpia y acogedora, y por dentro era de una humildad cercana a la miseria. No sé con exactitud cuánto le pagaba Clara al casero gordo y colorado del que yo me escondía para evitar que me cobrase a mí también una cuota de alquiler; pero el pago, estoy seguro, no excedía los doscientos marcos mensuales. En el corredor nada había cambiado desde los tiempos en que íbamos y veníamos por él a diario: las paredes blancas y desconchadas; el suelo ajedrezado cuyos colores originales costaba reconocer bajo la capa de mugre y polvo que los cubría; al fondo, cajas de cartón apiladas a la diabla, una bicicleta y un tonel para la basura ante la puerta que daba al jardín. ¿Jardín? La palabra es demasiado idealizadora. Lo exacto sería escribir parcela, eso es, una parcela de unos doce metros cuadrados lindante con otras mejor cuidadas. Tenía una cerca de alambre roñoso y arbustos y maleza hasta los que apenas llegaba la luz del sol, ya que por encima de ellos desplegaba sus tupidas ramas un cerezo de gran altura, del que por lo demás nadie se ocupaba. Sus frutos los picoteaban a finales de la primavera los mirlos y los estorninos, estos últimos agrupados con frecuencia en voraces turbamultas. Los estorninos armaban tal chillería que no nos dejaban dormir por la mañana ni a Clara durante el día concentrarse en sus estudios. Una tarde salí a la ventana a decirles que se fueran. Nada más asomarme, la pajarería alzó el vuelo con un zumbido infernal de alas batidas. Clara afeó mi acción, pues por lo visto sentía agrado en la visita de las aves. Tras pedirles disculpas les rogué que volvieran y, en efecto, antes que hubiera transcurrido un minuto ya estaban todas trinando y estremeciéndose nuevamente en las ramas del cerezo. A veces se agregaba alguna que otra paloma.

No eran los pájaros por cierto los únicos animales que nos visitaban. Un estudiante de la vecindad poseía un gato de hermosa planta que gustaba de meterse en las viviendas, donde no le faltaban quienes lo obsequiasen con caricias y gollerías. De vez en cuando entraba furtivamente en nuestra habitación con el primer azul del amanecer. Antes de verlo o de sentirlo, anunciaba su presencia la leve insinuación de un poco de aire fresco venido desde fuera. Lo sabíamos próximo y fingíamos dormir para inducirlo a delatarse con ruido que jamás hacía. En algún rincón aguardaba el final de nuestro juego. Al rato de llamarlo aparecía con cautela debajo de la silla, sin mirarnos, como si por allí anduviera casualmente, escondiendo por propia conveniencia su don salvaje tras la elegante mansedumbre de su especie. Evocación de tigre a la distancia justa de ser acariciado o acariciarse por sí mismo, se acercaba amistoso al borde del colchón, sorteando la balumba de trastos que constituían su selva. Nuestras cálidas manos lo tocaban, y él, entrecerrando los ojos, sumido en su modorra placentera, emitía ronroneos de agradecimiento. A mí me complacía verlo gozar inmóvil y confiado la versión felina de lo que hoy denomino momentos blam. En la memoria guardo su pelambre rojizo, su cabeza grande y su rabo enhiesto. Con gusto, pensaba entonces, y lo sigo pensando ahora, le habría cambiado mi lenguaje por el privilegio de echarle una mirada a la vida con sus ojos.

Del fondo oscuro, por la puerta al parecer entornada, nos llegaron rumores de coloquio. Al punto noté que una vieja precaución renacía dentro de mí, llevándome a subir con el mayor sigilo posible los empinados escalones de madera que, desde un costado del corredor, conducían al primer piso. Por los tiempos en que me instalé en su habitación, Clara me hizo prometer que procuraría por todos los medios ocultarme de la vista del casero. Con escasas salvedades, la tarea no me resultó difícil debido a que el hombre pasaba largas temporadas sin aparecer por el edificio. También porque enfrente de nuestro piso había una llamada Mitfahrzentrale, que era una oficina donde se facilitaban contactos entre conductores de coches privados y aspirantes a viajar por poco dinero; de ahí que, los días laborables, fuese habitual toparse con gente desconocida por las escaleras. Me tenía Clara asimismo instruido para que si el casero me echaba el alto y dirigía alguna pregunta suspicaz, yo me diese a conocer como simple visitante. Nunca me sucedió que hubiera de justificarme ante él; pero, así y todo, hasta el día en que abandonamos la ciudad viví de extranjis en el modesto piso de la Obere-Maschstrasse.

Para llegar a él había que cruzar un pasadizo con sendos ventanucos a los lados, sobrepuesto al corredor de la planta baja. Era esta una curiosa construcción que partía en dos secciones un patio interior donde los cachivaches allí arrumbados se enmohecían y oxidaban a la intemperie. A la derecha, aún en el pasadizo, estaba el retrete con el espacio justo para el inodoro. Se cerraba por dentro mediante un pestillo. Carecía de lavabo. A menudo lo usaban clientes de la Mitfahrzentrale, en su mayoría estudiantes, y podía ocurrir que lo encontráramos ocupado en el apogeo de nuestro apuro. Descubrí por entonces que no existe límite para la capacidad humana de producir hedor. Al cabo de un tiempo decidimos ponerle un candado a la puerta. Y un día un ano anónimo nos dejó delante de ella, en medio del paso, el regalo más repulsivo que pueda imaginarse. Clara, en su indignación, propuso llamar a la policía. «Buena idea», le dije. «Alemania es una nación organizada. Seguro que hay en Gotinga un comisario especializado en cagadas ilegales». Me tocó retirar con papel de periódico el cuerpo del delito y no hubo más.

Nos detuvimos al final del pasadizo, delante de la blanca y despintada puerta contra la que se apoyaba un saco de basura reciclable. Al cuarterón de arriba había sido fijada una hoja de papel con un dibujo de trazo infantil. Era evidente que el viejo albergue de nuestra pasión amorosa estaba habitado. Me tentó llamar a la puerta, pero Clara se opuso tajantemente. Turbado por la añoranza, se me debió de olvidar por un momento que para muchos ciudadanos alemanes las visitas de improviso implican un incordio que, según la susceptibilidad de los involuntarios anfitriones, puede fácilmente alcanzar el rango de ofensa e incluso el de agresión. Se conoce que no les gusta ser sorprendidos en el desaliño, el desorden o la limpieza deficiente que para no pocos de ellos forman parte inseparable de su vida doméstica, aunque de puertas afuera se hagan los elegantes. Recuerdo a este respecto que una vez aparecimos sin avisar en casa de los Ostermann, no más que para hablar con ellos de un asunto trivial de vecinos, y la mujer, Elisabeth, apenas supo de nuestra llegada corrió a adecentarse en el cuarto de baño; mi madre, en cambio, abría la puerta a cualquiera con la cabeza llena de rulos. Pero a lo que iba. Mientras Clara sacaba fotografías del pasadizo, tuve que conformarme con cerrar los ojos e imaginar que la puerta del piso se abría de repente, y me era dado volver a los viejos tiempos y al lugar donde viví cuatro años maravillosos, dedicados por entero a amar y a ser amado. Tras la puerta había un minúsculo recibidor por el que se accedía a los tres únicos recintos de la vivienda. A la derecha estaba la cocina, de proporciones regulares, con ventana al patio interior y, al lado, el fregadero, donde lo mismo lavaba yo los cacharros que me lavaba (Clara solía ir a ducharse a la piscina) la cabeza, los sobacos y lo que hubiera que lavarse. La puerta del centro daba a la habitación de nuestras sucesivas compañeras de piso, chicas todas ellas de nuestra edad que, en cuanto encontraban un alojamiento mejor, se marchaban. Y a la izquierda estaba nuestra habitación, que disponía de un trastero estrecho, sin ventana, con una tabla ancha sobre dos bastidores junto a la que yo estudiaba alemán. Durante el día, a fin de tener más espacio, apoyábamos el colchón contra la pared. Vivíamos con muy pocos muebles. Yo guardaba mi ropa en cajas de cartón, más tarde en un baúl desvencijado que adquirimos en el mercadillo dominical por veinte marcos. Mal que bien, parche aquí, clavo allá, conseguí recomponerlo, aunque tan feamente que por no ofender la mirada lo tapábamos con una sábana. Clara metía sus cosas en una cómoda que aún conservamos, y sus prendas mayores, como también algunas de las mías, en un ropero de no más de un metro de ancho, consistente en una armazón envuelta en una cubierta de hule que se abría por medio de cremalleras. Vivíamos los dos en despreocupada y alegre modestia. Ella tenía algunos ahorros de cuando había trabajado en el banco. Sus padres le costeaban el alquiler a escondidas de Gudrun. En cuanto a los míos, se tomaron a mal que no hubiera vuelto a casa ni reanudado mis estudios. Con el tiempo y la mediación conciliadora de mi hermana se desenfadaron y, por que no me muriera de hambre, me giraban una pequeña y compasiva cantidad al mes.

A la hora prevista ocupamos nuestra mesa reservada en el ristorante Mamma Mia, en la Groner Strasse, donde un día similar al de hoy, de lluvia y ventarrón, invitamos a comer a los siete amigos (los Siete de Gotinga les decíamos) que asistieron a nuestra boda en el Ayuntamiento Nuevo. Yo había abrigado hasta entonces la certidumbre de que jamás me casaría y Clara, feminista ardiente, no digamos; pero se conoce que en los momentos cruciales de la vida, cuando hasta el último pelanas toma o deja de tomar las decisiones que llevarán su futuro por aquel y no por este camino hasta el cementerio de aquí y no el de allá, uno actúa como si estuviera predestinado a cumplir un guión. Me denegaban el permiso de residencia porque no tenía el de trabajo. Fui a solicitar este y me lo denegaron porque me faltaba el anterior. Clara, que hablaba por mí en las oficinas, se las ingenió para tocar alguna cuerda sensible de la segunda funcionaria a la que visitamos, de modo que la buena señora, adoptando de repente un tono confidencial, nos dijo con estas o parecidas palabras desde el otro lado de la mesa: «Si ustedes quieren de verdad vivir juntos en Alemania les sugiero que contraigan matrimonio». Y nos miró con pena, como diciendo: «Ya sé que es duro; pero lo toman o lo dejan porque no hay otra solución». Nos casamos un martes de tiempo desapacible en el que, por todo lujo, me permití estrenar un jersey de rayas. A Clara le dolía tanto la cabeza que a primera hora de la tarde se tuvo que acostar.

Mientras esperábamos la comida, Clara envolvió en papel de colores el libro que pensaba regalar a Irmgard, en el cual había escrito previamente, con letra primorosa, nutrida de ringorrangos, una dedicatoria que le ayudé a elegir entre la docena larga que figuraba en el cuadrado de papel. Pidió una pizza ortolana y una botella de medio litro de agua San Pellegrino, lo mismo que tomó y vomitó el día de nuestra boda. Desoyendo los requerimientos de la nostalgia, yo pedí lo que me reclamaron la sed y el hambre. No reconocimos al camarero que nos atendió ni al que sacaba brillo a la vajilla con un paño tras la barra del fondo. En el local, por el contrario, no se apreciaba cambio ninguno. La disposición de las mesas, iluminadas por sendas lámparas de campana; los manteles blancos, las servilletas, los adornos de las paredes; en fin, todo, hasta las plantas de interior, parecía haber escapado a la acción del tiempo. Advertí, sin embargo, una novedad que me produjo un pinchazo de decepción. Y fue que, solicitada la cuenta, esperé en vano la copichuela de amaretto con que solía obsequiarse a los clientes en los viejos tiempos. El caso es que como a Clara siempre le han sentado mal las bebidas alcohólicas, yo daba cuenta de las dos raciones de licor cada vez que una llegada de dinero nos permitía comer o cenar en el Mamma Mia. Me faltaba, cuando salimos del restaurante, aquel agradable sabor en la boca. Lo iba lamentando por la calle y ella me atajó sin miramientos: «Pues si tanto te gusta, vuelve y pídete una copa». Me resarcí tomándome un aguardiente de pera en un bar que había frente a la tienda adonde ella entró a probarse zapatos. Insistió después en que la acompañase a buscar un bolso. Me tuvo caminando a su lado cosa de hora y media hasta que finalmente se decidió por uno marrón de cuero, con hebillas doradas y dos tiras por si a la portadora le apetecía colgárselo a la espalda. Le gustaba, era el día de su cumpleaños, me dolían las piernas: no dudé en darle el visto bueno.

En torno a las cuatro de la tarde tomamos asiento a una mesa del primer piso de la cafetería Cron & Lanz, junto a uno de los ventanales que dan a la Weender Strasse. El establecimiento tiene justa fama por su repostería. Y más les vale a quienes vivan en la estrechez no detenerse delante de sus escaparates porque se les cuajarán los ojos de frustración. Mis suegros se deshacían en elogios por las tartas y los bombones y las galletas y los frascos de confitura y el chocolate artesanal de Cron & Lanz. Siempre que venían a visitarnos nos invitaban a café y pastel en aquel establecimiento que para ellos, que conocieron las privaciones de la posguerra, era una especie de sucursal en la Tierra de la gloria divina. La víspera del viaje, por teléfono, solían recordarnos que querían ir allí sin falta, como temerosos de que interfiriéramos en sus planes. Y al final de la visita se volvían los dos a Wilhelmshaven felices como niños con su provisión empaquetada de golosinas. «Me parece a mí», le decía yo a Clara, «que lo que trae a tus padres a Gotinga no es vernos a nosotros sino comer en Cron & Lanz». Y ella me daba la razón.

Permanecimos en la cafetería una hora larga. Nada más entrar habíamos pedido, como es costumbre, en la planta baja una porción de tarta cada uno. Arriba pedimos las bebidas. Se estaba demasiado bien en aquel salón de aspecto señorial como para moverse del sitio una vez terminadas las consumiciones. Los dedos entrelazados por encima de la mesa, hicimos un balance positivo de nuestros dieciséis años de matrimonio. ¿Te acuerdas de esto, te acuerdas de lo otro? «Yo creo», dije, «que el día de nuestra boda, el funcionario que nos casó ya tenía preparados en alguno de los cajones de su escritorio los papeles de nuestro divorcio. Ponte en su lugar. A un lado, tú, una estudiante alemana en los comienzos de su carrera; al otro, yo, un extranjero con un jersey de rayas y una melena de rizos hasta los hombros, sin otra fuente de ingresos que la caridad de su familia, sin permiso de residencia, y al que para colmo hubo que asignar una traductora, aunque lo esencial del asunto lo entendí. Nadie habría dado un penique por la unión de una pareja tan desigual y, sin embargo, aquí seguimos, juntos, bien avenidos y mejor alimentados. Gracias a personas como nosotros existe el amor en el mundo, no lo olvides». «Huyuyuy, ratoncito, no sabía que fueras tan romántico». «Estas maravillas retóricas me las inspira la promesa de un coito cuando llegue la noche. Tampoco olvides eso, ¿eh?».