De la ópera nos dirigimos, primero en tranvía y luego andando, a una taberna llamada Plümecke, donde ya habíamos estado una vez. La descubrimos al comienzo de nuestra estancia en Hannóver por un artículo elogioso del periódico y nos había dejado un grato recuerdo a pesar del mal aire que se respiraba en su interior. Aún no había sido aprobada la ley que prohíbe fumar en locales de esa índole. A mí, como le dije a Clara, me parecía un despilfarro que algunos prendiesen cigarrillos cuando les bastaba, para conseguir el mismo efecto, dar caladas al humazo que flotaba delante de sus caras. Se encargaban del servicio varias mujeres algo metidas en edad, dicharacheras y bromistas, que tuteaban por principio a los clientes. Entre estos escaseaban los menores de treinta años. Apenas traspuesta la cortina de la entrada, uno sentía como si hubiese retrocedido de golpe unas cuantas décadas en el tiempo. La taberna conservaba la decoración de épocas pasadas, con sus sillas de madera maciza, sus mesas de grupo desprovistas de mantel, los cuadros y carteles de viejo estilo y las lámparas de hierro forjado colgadas por medio de cadenas del techo marrón. Todo lo contrario de un local refinado, elegante, moderno, y sin embargo, o quizá por ello, estaba siempre de bote en bote. No sonaba música en el Plümecke ni creo yo que el oído más fino la hubiera percibido entre las voces. Por causa de la bulla, a menudo, si no era juntando las caras o hablando alto, resultaba difícil conversar.
En el Plümecke había además cocina, con una oferta de platos sencillos y económicos característicos de la gastronomía popular del país. Los repartía por las mesas una señora de pelo corto peinado por arriba a lo erizo. Al igual que sus compañeras, se daba maña para alegrar las caras de los clientes con agudezas y juegos verbales. Cenar en el Plümecke tenía una especie de encanto hogareño que a Clara le gustaba mucho porque le traía a la memoria escenas de su infancia en la casa familiar y a mí también porque me quitaba el hambre. En cuanto a las bromas de las camareras, me viene ahora al recuerdo una de la cual fui víctima la primera vez que visitamos el local. Nos había tocado compartir mesa con un grupo bullicioso pero amable, que nos dio la bienvenida a la mesa. En el Plümecke, enseguida que ocupabas un asiento, cualquiera te dirigía la palabra o te animaba a un entrechoque cordial de jarras y de vasos. Llegó una camarera, anotó el pedido de Clara, volvió la mirada hacia mí. Previendo que debido a la confusión de risas y voces no me entendiese, o me entendiese mal y me sirviera en consecuencia lo que no deseaba, al solicitarle un filete ruso copié, para allanar posibles deficiencias expresivas, la forma de la pieza juntando en el aire los índices y los pulgares por sus yemas respectivas. Normal, ¿no? Entonces la camarera, al tiempo que anotaba el pedido, me preguntó, con sorna de la que no me enteré sino más tarde, cuando Clara me explicó las partes del lance que me habían pasado inadvertidas, si quería un filete oval. No la entendí; pero, por ahorrar explicaciones, me mostré conforme. Clara me dijo después que no había intervenido porque pensaba que era yo quien bromeaba. Al cabo de cinco o diez minutos, trajo la señora de la cocina un plato en cada mano y, con una potencia de voz de la que yo no la habría creído capaz a sus años, preguntó mirando a todos y a ninguno para quién era el filete oval. Los achispados y joviales ocupantes de nuestra mesa se echaron a reír. Uno de ellos, por exprimirle más jugo a la burla, pidió una salchicha cúbica. Hasta dio las dimensiones exactas en centímetros, con lo cual arreciaron las carcajadas a nuestro lado. Y yo, por disimular, añadí las mías, aunque eran postizas. Cosas que pasan.
Como la primera vez, tuvimos que esperar varios minutos de pie junto a una vitrina con trofeos deportivos, cerca de la barra, a que la camarera nos anunciase que había sitio libre en una mesa para nosotros. Ni la gran cantidad de clientes que se reúne a diario en el Plümecke (salvo los fines de semana, cuando la taberna permanece cerrada) ni los días transcurridos desde nuestra visita anterior impidieron que la camarera me reconociese. No lo desveló hasta el instante en que le comunicamos nuestra intención de cenar. Dijo entonces, con la mayor naturalidad del mundo, que no estaba segura, pero le parecía haber oído a la cocinera que aquella noche los filetes rusos eran especialmente ovales. Tuve la gentileza de sonreír a la chanza. No quise, sin embargo, correr el riesgo de perpetuarme en la memoria del Plümecke como el tipo tocado del ala que se alimentaba de comida geométrica, conque me apresuré a solicitar una salchicha al curry con patatas fritas y mayonesa, que en el fondo no era lo que me apetecía. En realidad me daba lo mismo matar el hambre con una cosa o con otra. Desde el insuficiente y tenso almuerzo de mediodía solo me había metido en el estómago el Brezel de la ópera.
Aquella noche, en el Plümecke, Clara y yo convinimos en que iba siendo hora de fijar una fecha para la reanudación de nuestro viaje. En varias ocasiones me acarició el cogote con sus dedos melancólicos, y por primera vez en largos días buscó mis labios con los suyos, sin importarle (justo a ella, que tira a recatada) la presencia de docenas de ojos a nuestro alrededor. Había en su voz una nota de afecto mustio. Dijo con palabras similares a estas: «Ratón, es demasiado tiempo sin añadir una página nueva a mi libro. La revisión de lo escrito tampoco avanza como había imaginado. Me es imposible concentrarme en casa de mi hermana, con los problemas que hay ahí y el timbre del teléfono que suena a todas horas y la incomodidad, tú ya me entiendes. Y lo peor de todo, lo que me destroza, es que hemos empezado a enfadarnos tú y yo, y a discutir por nimiedades en los pocos momentos en que nos vemos a solas, y eso hay que evitarlo a todo trance, ratoncito. Recuerda cuántas veces prometimos no caer en el error de acabar como esos matrimonios que viven en estado permanente de guerra. Nunca olvidaré los gritos de los vecinos antes de divorciarse. Por no aguantarlos nos privábamos de salir al jardín. También me acuerdo de mis padres, obsesionados como niños en llevarse la contraria. A mí esa clase de convivencia me entristece. ¿Estás de acuerdo conmigo?». La pregunta me sorprendió con la boca llena de alimento. Respondí mediante una sacudida afirmativa de la cabeza y Clara continuó en el mismo tono doliente durante largo rato, olvidada de su rollito de primavera y de su vaso de agua mineral del que iban desapareciendo poco a poco las burbujas.
Acompañé la cena con dos vasos de cerveza de trigo, de medio litro cada uno como manda la costumbre. Pedí un tercero de postre porque me gusta mucho mear. Cuando tomaba los primeros tragos, el capuchón de espuma me cosquilleaba en la punta de la nariz. Al tiempo que me servía para empujar la comida, la cerveza colmaba mi boca de un frescor turbio, espeso y un poco dulce, donde persistía un dejo agradable de cereal cocido. De mi cuerpo se había esfumado todo rastro de sueño. Ni el hambre ni la sed me apuraban. En aquel instante vivir dentro de mí significaba olvidarse en la quietud de una pura e indolente saciedad. Cerrados los ojos (Clara no caía en la cuenta de que monologaba), traté de hacer un recuento de sensaciones físicas. Nada. No notaba nada salvo la satisfacción de creerme convertido en un ser incorpóreo, franco de necesidades, de dolores y molestias. Hacía calor y había demasiado humo y demasiado ruido en el Plümecke para que me sobreviniera un momento blam; pero así y todo me complacía estar allí junto a mi mujer cariñosa, que se afanaba en la descripción y análisis de sus tribulaciones, y entre desconocidos de mejillas enrojecidas por el alcohol y la felicidad. «Ratoncito, ¿en qué estás pensando?». Me percaté a este punto, como quien, despierto de golpe, no tiene más remedio que adquirir conciencia de la realidad circundante, de que el granuja de mi cerebro no había cesado de entretenerse pasándose imágenes eróticas mientras yo masticaba y engullía. En una palabra, se me había metido en la cabeza la cantante rusa. Con turbadora nitidez la veía ofrecérseme como recipiente de mi esperma, entonando arias de Verdi con los pechos desnudos y en posturas excitantes. «Noto por aquí abajo», contesté así sin más, llevándome una mano a las honduras ventrales, «una pulsión sexual». Clara tendió la mirada a los lados para cerciorarse de que nadie nos escuchaba. Se le habían agrandado de súbito las pupilas. «Eso es justamente lo que trataba de decirte». «¿Cómo? ¿Tú también quieres follar?». «No.» «Ah, ¿no?». «Sí, no. Ratón, deja que te explique». La vejiga tiraba de mí otra vez hacia el retrete. Al levantarme de la silla busqué en vano con la mirada a la cantante rusa por las mesas del Plümecke. «¿Adónde vas?». Acerqué la boca a su oído para responderle con la debida discreción: «Me urge masturbarme. Pero no te preocupes, que vuelvo enseguida».
Lo que me quería explicar era que en su opinión, como apenas habíamos tenido momentos de intimidad desde nuestra llegada a Hannóver, vivíamos distantes el uno del otro, susceptibles, desconfiados, insatisfechos, echándonos mutuamente la culpa de aquel distanciamiento impuesto por las circunstancias, a las cuales achacaba ella también la falta de cordialidad y comunicación que nos desunía. Confesó que por las noches añoraba mis ronquidos. Me tentó corresponder a su halago contestándole que estaba dispuesto a grabárselos en una cinta magnetofónica. En lugar de eso declaré que lo que yo más añoraba por las noches era dormir. «Ratoncito, tenemos que hacer algo. Por ejemplo, decir adiós a esta ciudad». «No sin antes preparar a nuestros parientes para la despedida. De lo contrario pensarán que corremos a ponernos a salvo de ellos, lo cual es verdad». Decidimos de común acuerdo abandonar Hannover pasados no más de siete días, tiempo que juzgamos suficiente para no dar la impresión de que nos escapábamos del piso de mi cuñada y para que Clara pudiese invitamos a todos a una ronda de pasteles en el Holländische Kakao-Stube el sábado posterior al día de su cumpleaños. Acepté la idea sin ocultar que iba a dolerme la separación de mi sobrino a causa del apego que le había tomado. Lo mismo dijo ella sentir hacia su sobrina, con la que había convivido estrechamente durante las últimas semanas.
Libre de conducir el coche, pedí una cuarta cerveza porque me parecía imperdonable dejar sin solemnizar la recobrada armonía entre nosotros. Luego, medio en broma, medio en serio, se me ocurrió proponer que nos marcháramos Clara y yo solos, en el día de su cumpleaños, a la ciudad donde nos conocimos y casamos, de manera que pudiéramos compartir unas horas de intimidad fuera del campo de acción de nuestros parientes. Inventé un título para la excursión. Mi dedo índice lo escribió en el humo que nos envolvía: Una jornada amorosa. Con repentino entusiasmo Clara consideró que Gotinga era el sitio idóneo para reanudar su relato del viaje. Se conoce que yo no me había explicado bien. ¿Cómo íbamos a estar los dos solos si viajaba con nosotros la literatura? Temiendo que durante la referida jornada estuviera ella más pendiente del moleskine que de revivir conmigo, en los escenarios prístinos, los tiempos iniciales de nuestro amor, le recordé que, si no me había informado mal, el último plan de su libro preveía que nos dirigiéramos desde Bremen por Hamburgo a alguna localidad de la costa báltica. Establecida dicha ruta, no hacía falta consultar un mapa para percatarse de que Gotinga quedaba a trasmano. Las facciones de Clara se revistieron de súbita vivacidad cuando dijo que una escritora de su experiencia ya encontraría recursos para hacer verosímil el desvío. Podría, por ejemplo, introducir alguna mención en los capítulos precedentes y colocar las páginas dedicadas a Gotinga entre las posteriores a la visita a Berlín. «Ahora sí que eres bueno conmigo, ratoncito», añadió exultante. Supongo que de premio por haber sugerido la idea de la excursión me dio un beso en la boca, de una intensidad a la que no me tiene acostumbrado. Remató la pasional acometida con un cachete afectuoso y unas palabras bastante almibaradas que, nada más dichas, se apresuró a anotar en el revés del posavasos por si se terciaba alguna vez sacarles provecho literario. Después, tratando de agradarme, balbució una frase en mi idioma materno, por descontado incorrecta, aunque no hasta el extremo de que la destruida gramática y la pronunciación defectuosa impidiesen entrever en los sonidos más o menos significantes un destello de cariño. A continuación, ya perdido todo control sobre sus actos, alzó la mano para solicitar, en son de celebración, otro vaso de agua mineral, el segundo de la noche. «¿No crees que estás bebiendo en exceso?», la reprendí.
Hacia las once, junto al portal 294 de la Podbi, mientras Clara buscaba a la luz mortecina de una lámpara la llave en su bolso cursi, le pregunté alarmado si ya pensaba recogerse. «Una vez en el piso», le dije, «no podremos… Supongo que me entiendes. Por suerte he descubierto esta tarde un bosque cerca de aquí». «Ratón, mañana. El cuerpo me pide ahora descanso». «Se me hace que antes eras más romántica. Siempre te gustaron los paisajes nocturnos, la penumbra, el viento en las ramas, esas cosas nórdicas». «Créeme, no puedo más». «No tendrás que hacer el menor esfuerzo. Yo me encargo de todo». «Daba por seguro que te habías masturbado en el retrete del Plümecke y que por hoy ya estabas satisfecho y tranquilo». «Apenas necesitamos unos minutos para llegar al bosque. Móntate en mi espalda. Te llevo y te traigo. O si prefieres acabar enseguida nos apretamos dentro de algún contenedor de basura. Hay muchos en esta calle». «Mañana, ratoncito, cuando nuestros parientes se hayan ido. Te lo prometo». Y entramos, y subimos, y ante la puerta me dio un beso en la mejilla como de madre a hijo, y la vivienda se hallaba a oscuras y en silencio, con un olor penetrante de fritanga, y cada cual fue a acostarse a una habitación distinta, yo con la rusa, ella con su libro, y pasada, muy pasada, la medianoche, Kevin encendió el televisor y movía los brazos al compás de la música de su vídeo favorito, y esa noche soñé que lo mataba.
Amaneció. A la señora escritora le dolía la cabeza. Sentado en el borde de la cama, le dediqué unas frases de consuelo tanto por si le aportaban algún alivio como para que más tarde no sucumbiera a la tentación de endosarme fama de hombre sin entrañas. Eso sí, acto seguido, juzgando propicia la ocasión, le recordé su promesa de la víspera. No la recordaba y hube de refrescarle la memoria. Como replicase que no estaba de humor para bromas, le pregunté seriamente si se había propuesto hacer de mí un mendigo de coitos. Con voz lastimera me rogó que le preparase una taza de té. En el momento de colocarla sobre la mesilla, quiso saber como de costumbre si había mantenido el saquito tres minutos a remojo en agua caliente. «De ser cierta tu agonía», le dije, «no tendrías fuerzas para preguntármelo». De ahí a poco se le arrasaron los ojos en lágrimas. No quería que yo la viese llorar. Hundida la cabeza en la almohada, empezó a gemir. «¿Por qué a mí?», balbucía acaso delirante. Mientras le acariciaba un hombro traté de calcular la cifra aproximada de orgasmos que se producen a diario en el planeta. ¿Cuántos camiones cisterna podrían llenarse con el esperma derramado por los hombres en el curso de veinticuatro horas? Lo único que tuve claro era que una vez más faltaría a la gran balsa de secreciones mi modesta contribución. No obstante, se me encendió un lucero de esperanza cuando Clara me pidió que le buscara el paquete de Formigran. No recordaba, dijo, dónde lo había puesto. Miré por todas partes: en el bolso cursi, en el armario, incluso en cajones atiborrados de pertenencias de su hermana. En vista de que no aparecía, me ofrecí a llegarme sin demora a una farmacia. Media hora después tomó su pastilla con agua. Deseaba estar sola y a oscuras. Yo me tumbé sobre la cama de mi sobrino a esperar que le hiciera efecto la medicina, el oído atento por si sonaban señales halagüeñas desde el tálamo. Sin otra actividad que mirar el techo, imaginé que caminaba con mi pequeña plasta varonil en la palma de la mano hacia una fila de camiones cisterna aparcados a las puertas de una fábrica. Un tipo, que venía en dirección contraria limpiándose las manos con una servilleta de papel, me instó a que me diese prisa porque ya habían empezado a cerrar las bocas de carga de los camiones. El convoy estaba a punto de ponerse en movimiento. Eché a correr a la máxima potencia de mis piernas. Llevaba una mano cerrada, aunque no tan fuertemente que pudiera ocasionarle algún daño al delicado contenido. Y ocupada la mente en estas fantasías, de las cuales no recuerdo el desenlace, me sobrevino un sueño profundo. Cuando desperté, más allá del mediodía, Jennifer había vuelto del colegio y conversaba animadamente con Clara, sentadas las dos a la mesa de la cocina. Por lo visto, la señora escritora también había dormido, una hora u hora y media, y con la ayuda del reposo y la pastilla había logrado vencer el dolor. Me preguntó con sonriente malicia: «¿Dónde estabas, ratoncito? Me has dejado muy sola esta mañana». No sé por qué mi sobrina también sonreía. Entre las dos parecían formar una alianza de gustos y opiniones. Las miré fríamente. Les dije: «Mientras dormía he tenido que resolver un negocio con unos camioneros». Tía y sobrina coincidieron en conjeturar que los sueños masculinos requieren poca evolución intelectual. A los varones, según ellas (fundándose tal vez en firmes aunque para mí, hasta entonces, insospechados conocimientos), les gusta desde niños soñar con hazañas deportivas, coches de carreras y esas cosas. «Bueno», admití sin perder el aplomo, «en mi caso no eran más que unos transportistas de productos lácteos».
Poco más puedo añadir a lo escrito hoy, ya que dentro de un rato nos espera a Clara y a mí un encuentro en casa de los Ostermann, donde habrá aburridas patatas asadas en el horno, aburridas diapositivas, gente aburrida del pueblo y aburrida conversación. Así que para terminar el presente tramo de recuerdos contaré que la mañana aquella, aprovechando que yo dormía, Clara se dedicó a organizar por su cuenta la excursión del día siguiente. «Gracias por consultarme». «Ratoncito, bien sabes que cumplo años y no creo yo que en un día tan especial me irás a negar nada, ¿eh?». Había conseguido localizar por teléfono a Irmgard, su vieja amiga de estudios, a quien no veía desde hacía largo tiempo. Me soltó una copiosa descarga de información biográfica mientras yo trataba de engañar el hambre con unas galletas escandinavas untadas en café. Irmgard tenía marido, un hijo de siete años y casa propia en las proximidades del Ayuntamiento Nuevo. «¿No se te habrá ocurrido citarte con ella el día en que queríamos estar tú y yo solos?». «Espera que te cuente». En pocas palabras, por la mañana viajaríamos en coche a Gotinga. Clara había reservado por teléfono una mesa para dos personas en el restaurante italiano de la Groner Strasse donde comimos con los amigos el día de nuestra boda. Luego podríamos callejear sin más rumbo que el que nos señalase a cada momento la nostalgia. A las seis de la tarde pulsaríamos el timbre de Irmgard, en cuya casa nos darían de cenar y pasaríamos la noche. Apenas hube entreabierto los labios, Clara aceleró la producción de lenguaje a fin de que yo no me pudiera expresar. «No me cortes», dijo, «que aún no he terminado. Ahora viene lo mejor. Sí, sí, ratoncito. Tú dormías a pierna suelta, soñando con camioneros, mientras yo llamaba por teléfono y hacía gestiones». Resulta que la señora escritora había concertado para dos días después, a primera hora de la tarde, una visita guiada al interior de una mina próxima a la ciudad de Góslar. Irmgard, Góslar, una mina: se me figuraba que me había metido en un sueño más disparatado que el de los camiones cisterna. «A decir verdad», prosiguió con unos ojos grandes de entusiasmo, «yo tenía capricho de entrar en la misma mina que visitó Heinrich Heine en 1824; pero me ha sido imposible resolver el asunto por teléfono. Al final me he decidido por la de Góslar, abierta a los turistas». Esperando acostada a que le hiciese efecto la pastilla de Formigran, le había venido la idea de revivir el viaje de Heine por los pueblos y montes del Harz en lugar de volver de Gotinga a Hannóver en poco más de una hora por la autopista. «¿Y para qué tanto rodeo?». «De seguro que encontraré inspiración para mi libro». Le objeté que el poeta había hecho su viaje andando. «¿No pretenderás…?». Lancé un suspiro de alivio cuando supe que nos desplazaríamos en coche y nos apearíamos, ella con el moleskine, yo con la cámara fotográfica, en los sitios relevantes mencionados por Heine, donde permaneceríamos el tiempo justo de formarnos una impresión, tomar notas y fotografías, y tentar al destino para que nos deparase alguna que otra anécdota de posible aplicación literaria. Dicho lo cual, Clara me tendió su manoseado ejemplar del Viaje al Harz con ruego de que lo leyera cuanto antes porque ella tenía previsto repasarlo por la noche. Me excusé recordándole que lo había leído en una ocasión y que mal que bien me acordaba de su contenido. «Pues yo lo he leído muchas más, incluso lo traté hace cinco o seis años con los alumnos en el colegio y, sin embargo, lo pienso releer esta noche. Ratón, sabes que tus puntos de vista suponen una ayuda para mí. ¿Me prometes que leerás el libro antes de la cena?». «Ah, pero ¿desde cuándo crees tú en promesas». «Cúmpleme esta y yo te cumpliré la otra, ya lo verás, mañana mismo». Agarré el libro con las mismas ganas con que me habría puesto a zurcir los calcetines pestilentes de un peón caminero y me marché al bosque de Eilenriede a leerlo. Menos mal que la obrita no llega a ochenta páginas.