17

¿A mí qué me importaba el escritor Arno Schmidt? ¿Qué me importa a mí en realidad la vida privada de ningún escritor? Un día, mucho antes de emprender nuestro viaje por Alemania, le dije a Clara que los escritores no son más que las cáscaras desechables de sus obras. Le faltó tiempo para personalizar la afirmación: «O sea, que tú me consideras una cáscara». Estábamos en la cocina de casa, un domingo, ella con delantal, cortando rodajas de remolacha cocida. Si me desdije no fue por miedo al cuchillo que empuñaba, sino porque juzgué la fuerza de mis argumentos inferior a la del aroma que desprendía desde el horno la fuente de ñoquis bañados en salsa de tomate sobre los que se iba dorando poco a poco una costra de mozarela espolvoreada con orégano y pan rallado. Prefería los ñoquis de Clara a tener razón; pero en el fondo de mí nunca dejé ni dejaré de pensar que, publicado un libro, su autor sobra. El autor es cáscara, residuo, pegote. Clara, en cambio, rinde culto a los escritores célebres. Visita sus tumbas, lee sus biografías, se encandila en presencia de objetos que les pertenecieron: una hoja manuscrita, una pluma estilográfica, un sombrero… Bártulos, en mi opinión, que no afectan al valor literario de los libros. «Pues me apasionan, ¿qué quieres que te diga?». «¿Te apasionarías también por las heces de un clásico? Pongamos que por un excremento conservado en formol de Bertolt Brecht, con garantías notariales de que no se trata de una falsificación». «Bueno, ratoncito», respondió con esa indolencia enfática que es un truco de profesores de colegio para mantener el tipo ante las provocaciones y groserías de los alumnos, «no me urge conservar en casa una pieza de esas características. No sabría dónde colocarla. ¿En la vitrina de la sala? Me imagino, además, que la tendríamos que asegurar contra robos, lo cual supone gastos. De todas formas juzgo plausible que eso que has mencionado se pusiera a la venta en subasta pública. ¿O es que John Lennon no vendió de igual modo su pelo?». Yo esperaba que rematase el discurso lanzándome como de costumbre alguna puntada. No me equivoqué: «A fin de estimular a los licitadores, debería ofrecérseles por fuerza las cacas de un artista importante. Porque ¿no pensarás que nadie va a mostrar interés por las tuyas, eh ratoncito, mi niño irónico? Por cierto, últimamente olvidas bajar la tapa del inodoro. ¿Acaso porque abrigas ilusiones de que se conozca en la comarca tu producción de futuras antigüedades?».

No me sentía con ánimos para visitar la casa de Arno Schmidt. Había que ir hasta Bargfeld, una aldea perdida en el extremo sur de las landas de Luneburgo donde por espacio de dos décadas aquel escritor que nunca sucumbió a la debilidad de sonreír profesó la severa disciplina de creerse genial. Desde la Podbielskistrasse subía hasta el piso el estrépito habitual de los días laborables. Era un lunes de excavadoras, martillos neumáticos y tráfico incesante. Yo acababa de tenderme sobre la cama de mi sobrino después de una noche en la que apenas había podido pegar ojo. Hacia las dos de la madrugada me hirió en las pupilas la luz de la lámpara. Borrosamente vi a Kevin dar vueltas en el centro de la habitación mientras aleteaba con las manos y emitía un monótono y enigmático zumbido. Luego, no sé cuándo, lo oí paladear con lengua sonora pedazos de hielo. A la cuatro y cuarto encendió el televisor para mirar durante veinte minutos la misma secuencia musical de El libro de la selva. Los rayos de la mañana me sorprendieron muerto de cansancio. Aún me duraban las agujetas de la excursión en canoa y Clara me taladraba los tímpanos con sus ruegos desde el umbral. Ni siquiera la sentí marcharse. A su regreso por la tarde supe que se había extraviado más allá de Celle. A mí no me lo contó (conmigo no quería hablar), sino a su hermana y a Jennifer en la cocina, y yo, entornada la puerta, la oía referir sus peripecias tan torpes como anodinas desde la habitación de mi sobrino. Confesó que le había costado percatarse de que conducía en la dirección equivocada. ¿No se le ocurrió sacar el mapa detallado de la región que guardábamos en la guantera? Quizá no logró desplegarlo. O lo sostuvo del revés mientras le echaba una ojeada. Entre nosotros me tengo, sin embargo, prohibidos los chistes acerca de mujeres y mapas, ya que en el caso de Clara no son chistes. Finalmente la señora escritora, la del cerebro avezado a la creación de imágenes, símbolos, metáforas, concibió la fabulosa idea de detenerse a preguntar. Un labrador le declaró que había rebasado en quince kilómetros el desvío a Bargfeld. Así pues, debía retroceder y luego, en un pueblo llamado Eldingen, doblar a la derecha. Eso hizo la pobre, si bien la mala fortuna le deparó dos carreteras que tuercen a la derecha y dos o tres a la izquierda dentro de Eldingen. ¿Quién sería el maldito bromista que las puso allí? Aunque ella acertó con el lado correcto, tomó por descontado la ruta que no debía, de manera que después de atravesar un bello paisaje de bosques, brezales y ciénagas, se encontró de repente en el pueblo aquel donde años atrás perecieron alrededor de cien personas por causa del famoso accidente ferroviario. Vuelta a Eldingen y vuelta a preguntar. Para entonces los vecinos tenían que sentirse familiarizados con el semblante de aquella conductora que en el transcurso de la mañana había entrado tres veces en el pueblo, procedente en todas ellas de rumbos distintos. No me extrañaría que las ventanas hubiesen empezado a poblarse de muecas suspicaces. Un lugareño parco en palabras se limitó a estirar el brazo. Mirando hacia donde señalaba su dedo, Clara comprobó (¿pediría prestada una cinta métrica?) que había detenido el coche a diez metros del letrero indicativo de su destino. Se tarda de Hannóver a Bargfeld, vamos a escribir que a velocidad de excursionista y considerando los semáforos del trayecto, las limitaciones de velocidad y que hay que meterse en Celle, tres cuartos de hora, minuto arriba, minuto abajo. A ella le costó entre idas, venidas y paradas, cerca de hora y media. Y eso no es todo. En Bargfeld se topó con que la casa donde se albergan las oficinas de la Fundación Arno Schmidt estaba cerrada. En vano pulsó el timbre, en vano preguntó a un vecino. Así y todo, algo positivo había de sacar del arduo viaje, y fue que anotó en su moleskine un número de teléfono que figuraba en una placa fijada en la pared, a un costado de la entrada. Emprendió el camino de vuelta a Hannóver con un comienzo de dolor de cabeza. Yendo por la carretera federal 3, a la salida de Celle, se cruzó con el flas de un control de radar. La señora Kalthoff nos remitió la carta semanas después: quince euros. Y aún tuvo Clara la desfachatez de atribuirme delante de Gudrun y Jennifer la serie entera de contratiempos que, en su opinión, se habrían podido evitar si yo la hubiese acompañado.

Con ayuda del número de teléfono que había anotado en su cuaderno logró comunicarse aquella misma tarde con una tal señora Fischer, de la Fundación Arno Schmidt. La señor Fischer, no bien se hubo enterado de quién era Clara y de los propósitos que la movían, se ofreció con mucha amabilidad a mostrarle la casa del escritor dos días después, a las once y media de la mañana. «Y si no quieres venir, no vengas», me espetó Clara de víspera en presencia de nuestros parientes, todavía despechada. «Ya me doy cuenta de que para ti es más importante quedarte en la cama que tener una experiencia cultural». Cuestión esta, escrita sea la verdad, en la que no le faltaba razón, por cuanto era dudoso que la cultura pudiera devolverme el reposo que mi cuerpo necesitaba casi todas las mañanas. Ahora bien, barrunté que ella no pretendía tanto aclararles a su hermana y su sobrina facetas ocultas de mi personalidad como humillarme delante de ellas, por lo que, picado en mi amor propio, decidí responderle armado de cinismo que primero debía estudiar mi plan de la jornada. Me volví entonces a Kevin, que estaba cenando a mi lado, y le dije: «Mañana tenemos uuuuuuuh, ¿verdad?». El muchacho asintió. «Lo lamento, Clara, pero me espera un duro compromiso deportivo mañana por la tarde que me obligará a descansar hasta por lo menos la hora de la comida». Ese día, en cuanto nuestros parientes se hubieron puesto en camino hacia sus respectivas ocupaciones, Clara irrumpió en la habitación donde yo trataba de recobrarme de otra noche mal dormida. «Dime a la cara que no vienes conmigo a Bargfeld». No me hizo falta fingir que su desafío me había despertado bruscamente. Me tentó reprocharle que no me hubiese dado los buenos días; pero tampoco se me ocultaba que cada segundo de conversación equivalía a un segundo robado a mi descanso, así que me limité a contestar con voz serena, pero tajante, sin dignarme volver la mirada hacia ella: «No voy». A mis espaldas se hizo un tenso silencio; pero yo sabía que ella no se retiraría del umbral hasta haber encontrado el modo de que yo me sintiera a disgusto conmigo mismo. «Eres experto en destruirme, por si no lo sabías». Esto dicho, guardó otra vez silencio como a la espera de que sus palabras obraran algún efecto en mí. Cerrados los ojos, pensé: «No te des la vuelta, no la mires. Debe aprender que, una vez que has tomado una decisión, nada ni nadie te hará retroceder». De pronto dijo: «Me largo al coche, de donde no pienso moverme hasta que hayas venido. Y si he de pasar ahí el día entero, lo pasaré. Y si me entra una jaqueca será por culpa de tu maldad. Y si la señora Fischer nos aguarda en balde, también». Oí poco después cerrarse con un golpe ofendido la puerta de casa.

Adrede me vestí con lentitud, lo que no dejaba de ser una forma de salvar un fragmento de dignidad en la derrota. Ni me extravié, ni caí en la trampa de los radares, ni tardé en llegar a Bargfeld más de la cuenta. «¡Qué tonto soy!», pensé cuando estábamos a la vista del pueblo. Podía haber fingido que me equivocaba al interpretar el mapa de carreteras y haber llevado a Clara a un sitio tan absurdamente distante del que buscábamos como para considerar inútil la prosecución del viaje y emprender sin demora el regreso a Hannóver. Por el trayecto no dije una palabra. La razón: mi mente se hallaba demasiado atareada cubriéndome de insultos. La señora escritora dijo un par de trivialidades sobre el tiempo y sobre su estado de salud en actitud conciliatoria. Me entraron por un oído y me salieron por el otro, y ella no insistió. Delante de la luz roja de un semáforo, en la larga recta de acceso a Celle, hice como que me quedaba dormido con la barbilla pegada al pecho, igual que le había tomado un sueño repentino a Furzi a mi lado el sábado anterior. Lancé un ronquido inverosímil para llamar la atención de Clara, quien, ciega a la pantomima o simulando que se la tragaba, porque boba no es, me arreó una sacudida en el brazo. Con párpados soñolientos me miré la manga como para comprobar si me la había roto o ensuciado. Acordándome de Furzi, me tuve que morder la lengua para no preguntarle a Clara si consta en alguna biografía que también Arno Schmidt se tirase pedos. Al final no se lo pregunté por no suscitar una conversación de apariencia jocosa que podría exponerme a hacer las paces en condiciones harto desfavorables para mí, puesto que ya no habría convenio posible que me devolviese de inmediato a la cama. Ante el siguiente semáforo repetí la comedia. Por pura provocación aguanté con la cabeza derribada hasta que se encendió la luz verde. Clara no hizo nada; pero el conductor que venía detrás pegó tal bocinazo que me sobresalté como si de veras estuviese dormido.

En Bargfeld, Clara me indicó el lugar donde debía detener el coche, junto a la cerca de tablas que protegía la entrada de la Fundación Arno Schmidt. La casa, de una planta, con la fachada de ladrillo cubierta de hiedra, estaba casi al final de una calle ligeramente descendente. «Pon otra cara, haz el favor». «No tengo otra», refunfuñé, y me volví a observar con desprecio los árboles, los grajos saltarines, las fachadas rústicas y, en suma, aquel lugar con olor a bosta que nada significaba para mí. El pueblo se conoce que se encuentra dentro de los límites de un parque natural. Me daba igual. A mí lo único que de veras me importaba en aquellos momentos era que Clara se metiera cuanto antes con su moleskine y su sonrisa de circunstancias en la casa del difunto escritor y yo pudiera echar una cabezada dentro del coche, que buena falta me hacía. Cruzados los brazos sobre el pecho, cerré los ojos dispuesto a dormir. De pronto me llegó al olfato la vaharada de un perfume sobradamente conocido. A continuación noté el roce de dos labios tibios en mi mejilla y enseguida una voz melosa que murmuraba junto a mi oreja: «Ratoncito». Solté para mis adentros una ristra de palabrotas en lengua materna. Otra batalla conyugal perdida. Prefiero mil veces disputar con varones. Uno sabe a qué atenerse y la táctica es sencilla: gana el que sacude más fuerte, sea de obra o de palabra. Pero con una mujer que te besa y te arrulla ternezas al oído, ¿qué estrategia se puede adoptar? ¿Besarla con más fuerza? Como ella se había arrodillado sobre el asiento, por la pechera colgante de la blusa asomaba el sujetador. Llevé la mano a sus honduras mamarias pensando en que, ofendida por el indelicado toqueteo, me dejaría solo en el coche. «Nos pueden ver», se limitó a decir en un desagradable tonillo de triunfo. «Clara», repliqué sin dejar de sobarle los pechos, «estoy planeando violarte delante de la Fundación del tipo ese, Günter Grass o como se llame. ¿Te parece bien?». «Ratón, si me pareciera bien ya no sería una violación». «Crees que bromeo, ¿verdad?». «Lo único que creo es que pasa de y veinticinco y la señora Fischer nos estará esperando». «Te estará esperando a ti». «A los dos, ratón, puesto que no tengo la menor intención de entrar sola en la casa». Le manoseé por última vez los pechos suaves y calientes antes de apearme con unos deseos irresistibles de pegarle fuego a la casa de Arno Schmidt y al pueblo entero. Con lo bien que habría estado yo en la cama…

Me enfada enfadarme. Nada me enfada tanto como estar enfadado. Si me enfado, entonces me tengo que desenfadar dos veces y eso también me enfada. De ordinario los enfados me vienen en racimo. Procuro esquivar el primero, que es el que arrastra a todos los demás. Si permito que se acumulen, luego cuesta mucho trabajo deshacerme de ellos. Me conozco lo bastante para afirmar sin sombra de vacilación que no propendo a los gritos, las amenazas ni, en general, a los raptos de ira, en parte por mi manera de ser, en parte también por las dificultades que entraña el acalorarse en una lengua aprendida de adulto. A mí los enfados más bien me aquietan. Esta inclinación mía (que acaso me venga de la infancia, ya que en la casa familiar el único que tenía la prerrogativa de manifestar cólera era mi padre) no ha hecho sino agudizarse desde que vivo en Alemania. Como consecuencia, mi comportamiento social sufre una grave pérdida de calidad; quiero decir que en caso de enfado me doy a exasperar al prójimo mediante una técnica basada en el simulacro de la calma, aunque por dentro de mi cuerpo bulla un volcán. Una muestra de esto que refiero es lo que me pasó aquella mañana en Bargfeld. El mal humor me recomía cuando salí del coche con las mismas ganas que un reo de muerte de subir al cadalso. Me acerqué siguiendo los pasos de Clara a la puerta de la Fundación Arno Schmidt, tan rendido de fatiga, tan muerto de sueño, que hasta parpadear me producía dolor. Apenas pisé el primero de los cuatro o cinco escalones que conducían a la entrada, Clara me chistó para que guardase la compostura. A este punto caí en la cuenta de que iba silbando el tema musical de El libro de la selva con el que mi sobrino había estado deleitándose a las tantas de la madrugada. «Din don», dijo el timbre. «Te apuesto cinco euros a que la señora Fischer es gorda y papuda». «¡Por favor, ratón!». Acababa de lograr que Clara se asustase y esa fue mi primera experiencia agradable de la jornada. Lo confieso: me poseía en aquel instante un afán de gozos malignos.

Abrió la puerta un señor cercano a los setenta, con camisa floreada, cadena al cuello, cabellera inusualmente negra y abundosa para su edad, y en la tez un tueste intenso como de solario. En el momento de estrechamos la mano declaró su nombre. Yo creo que con idéntica expresión podría haber agitado la insignia de una orden honorífica delante de nuestras narices. No añadió más. En su nombre se encerraba al parecer la prueba concluyente de su valía. Yo, por supuesto, no recuerdo cómo se llamaba. Me costaría, sin embargo, poco averiguarlo; pero me temo que hoy no me he levantado con ganas de ponerme a enredar en la biblioteca de Clara. Me consta, porque ella me la enseñó días después de nuestra visita a Bargfeld, que una foto del tipo, de cuando era joven, figura en una página de la biografía de Amo Schmidt incluida en la colección monográfica de Rowohlt Verlag. Era, según creo, experto en el mencionado, además de escritor y traductor. ¿Para qué recitar la lista seguramente prolija de sus méritos ante dos extraños si el nombre por sí solo tal vez lo decía todo? Clara, bien por corresponderle, bien por levantarse hasta su altura, declaró asimismo su nombre, y lo adornó a manera de rúbrica con esa palabra que no sabe sacarse de la boca sin solemnidad: «Escritora». Acto seguido se volvió hacia mí y, señalándome con el dedo, dijo: «Mi marido», del mismo modo que podía haber dicho: «Mi chófer» o «el que me fricciona los pies por las noches cuando miro la televisión». Me sentí tan humillado que casi me arranco a imitar los gañidos de un cachorro. En apenas un segundo se me habían disipado los síntomas de la fatiga.

Terminadas las presentaciones, seguimos a Caratostada a través de la única planta del edificio hasta la parte trasera, donde había una terraza lindante con el jardín. Allí, un señor encorbatado, metido en edad, con calva reluciente, perilla y bigote canosos, ocupaba una silla a la sombra de un seto. «La señora Fischer es un hombre», le susurré a Clara, que se volvió a mirarme con ojos a un tiempo aterrados y reprobadores. En la terraza me consagré a detestar las pamemas con que la naturaleza trataba de halagar mis sentidos como si yo fuera el típico forastero ignorante que se contenta con cuatro guilindujes. Todo me causaba irritación: el sol en la cara, el aire campestre sin olor a humo de automóviles, el aborrecible piar de los pájaros que desató en mí un fuerte deseo de ser obsequiado por Navidad con un arma de caza, las mariposas de colores cursis que revoloteaban a escasa altura del suelo, lo que alimentó mis esperanzas de poder pisar unas cuantas en el curso de la mañana. Absorto en mi odio deleitoso, no presté atención a Caratostada cuando pronunció el nombre del calvo. En cambio, oí a este agregar que era el traductor de las obras de Amo Schmidt a la lengua inglesa de América. Nos saludó en postura sedente, haciendo una leve inclinación de cabeza al estilo de los grandes personajes históricos, tal vez porque le impedía levantarse un mazo de hojas de formato DIN A3 que tenía apoyado sobre las musleras, si no es que consideró superfluo disimular que nos había tomado por especímenes de una cultura inferior. A su lado, encima de otra silla, reposaba un volumen de parecidas dimensiones impreso a tres columnas, las laterales más estrechas que la central. Caratostada estaba ayudando al calvo a descifrar el mamotreto de Arno Schmidt. Podíamos haberlos incordiado sin piedad; pero Clara prefirió que nos apartáramos a un extremo de la terraza a esperar la llegada de la señora Fischer. Oí al calvo preguntar: «¿Debo escribir árbol?», y a Caratostada responder después de un breve titubeo: «Déjeme mirar. Pues sí, ponga usted árbol».

Transcurridos no más de cinco minutos, salió a la terraza una mujer de buena planta, edad mediana y figura esbelta, que enristró hacia nosotros con ruido de tacones sobre las baldosas, ofreciéndonos disculpas por habernos obligado a esperar. Vestía un traje de chaqueta gris, sencillo pero elegante, que le daba, junto con la melena lisa hasta medio cuello y las gafas ovaladas y sin montura, un toque de distinción intelectual. Clara se apresuró a quitarle importancia a lo que reputó de «pequeño retraso». Sin necesidad de inmiscuirme en la conversación, me las ingenié para anular el efecto de sus palabras. Con tal propósito cometí la descortesía de echar una mirada fugaz a mi reloj de pulsera. El ademán contenía un reproche demasiado ostensible como para que a la señora Fischer le pasara inadvertido. Al punto adoptó un gesto de preocupación que embelleció aún más los rasgos de por sí atractivos de su cara, y en un tono de dolida gentileza declaró que acababa de llegar a Bargfeld procedente de no sé qué pueblo. «Excusas», estuve tentado de decirle, molesto porque no fuera ni gorda ni papuda. A Clara le faltó poco para que su sonrisa le rasgase la boca hasta los lóbulos de las orejas, con el peligro consiguiente de tragarse los zarcillos. Las dos mujeres se estrecharon la mano al estilo ceremonioso del país. Yo, antes de verme nuevamente degradado al rango de marido, decidí presentarme por mi cuenta. Me lancé a continuación a estamparle dos besos a la señora Fischer, que no tuvo posibilidad ninguna de esquivar la acometida. Hube de estirarme ya que ella era un par de centímetros más alta que yo. Así y todo, la alcancé de lleno en las dos mejillas. La señora Fischer no se resistió poco ni mucho a mi ímpetu efusivo; antes al contrario, entreabrió los labios pintados de rojo para mostrar, en forma de dientes blancos, su risueña aquiescencia, más o menos como solían plegarse los vecinos de nuestro pueblo, entre resignados y complacidos, a que Goethe les chupase la mano cuando los reconocía por la calle. Olía de maravilla la señora Fischer y Clara, ojos desconcertados, sonrisa desangelada, trataba por todos los medios de aparentar naturalidad.

De la terraza nos dirigimos por un borde del jardín a la que fue la casa original de Amo Schmidt. Se parecía a las casas de los cuentos tradicionales para niños conforme quedaron grabadas en mi fantasía: pequeñas y de madera. Pequeña quiere decir en este caso muy pequeña, no sé si me explico. Una casita, una cabaña rodeada de árboles, con las paredes cubiertas de tablas verticales pintadas de gris. El tejado, a dos aguas, con chimenea en mitad del caballete, tenía sobre la entrada una prolongación que daba sombra a un porche de dimensiones reducidas. La señora Fischer, que para entonces se había convertido en Susanne, abrió la puerta y nos invitó a pasar. Ya andaba Clara negociando una visita a la casa en compañía de sus alumnos. Me cuesta entenderla. Por un lado afirma que su mayor deseo en la vida es librarse para siempre de su profesión, causa de jaquecas, noches de insomnio y estrés; por otro, a la menor oportunidad se lanza a trazar con entusiasmo proyectos pedagógicos para el futuro. «Nos visitan con frecuencia de los colegios», explicó Susanne. «Pedimos que nos avisen con tiempo y nos comuniquen el número de personas que integran el grupo». Estuve a dos dedos de advertirle que no se trataba de personas, sino de alumnos de entre catorce y dieciséis años; pero me mordí la lengua para evitar que Clara, en cuanto estuviéramos solos, me reprendiese por haberme metido en un asunto que no era de mi incumbencia.

Entramos en un recibidor donde colgaban una cazadora de cuero de Arno Schmidt y otras prendas suyas que he olvidado. Tal vez un bastón, no estoy seguro. El interior de la casa, todo de madera, abundaba en recovecos, en espacios angostos llenos de penumbra, lo que por un momento suscitó en mí la impresión de hallarme en la bodega de un barco antiguo. Se notaba en el aire estadizo una saturación de olor caliente a viejo maderamen y a libros viejos que se apretaban sobre las baldas repartidas por todos lados. Distinguí al pasar algunos lomos: Karl May, clásicos alemanes, algo de literatura en lengua inglesa. Ni rastro de autores alemanes contemporáneos del difunto dueño, aunque tampoco sometí su biblioteca a una inspección minuciosa. Había un piso superior donde se conoce que durante los últimos años del difícil matrimonio hizo vida aparte la esposa-secretaria-subalterna del escritor adusto. Clara me leyó días después un pasaje del relato biográfico de Arno Schmidt que contenía algunas revelaciones conyugales. «¡Lo que tuvo que aguantar la pobre mujer!», dije en son de caballero solidario, sensible, todo comprensión hacia el sexo femenino, y ella me replicó disparándome una mirada que me traspasó como un balazo: «¡A quién se lo cuentas, ratoncito!». Pues bien, al piso ese que he mencionado conducía una escalera empinada. Clara introdujo la cabeza por el vano de la trampilla. Yo preferí quedarme abajo en la esperanza de que Susanne, que vestía una falda gris a juego con la chaqueta (y, no sé si de propósito, con las paredes exteriores de la casa), se dignase precederme, lo que me habría permitido trabar un conocimiento más profundo de su persona. No subió; yo, tampoco.

Entramos los tres en la cocina, un cubículo no más espacioso que el trastero de nuestra casa. Se me ocurrió la idea de solicitarle a Susanne una taza de café; pero caí en la cuenta de que la despensa, los aparatos, el grifo, el agua misma, si la había, eran piezas de museo. Sobre la repisa de la fregadera podían verse utensilios de limpieza, cosas vulgares elevadas a la condición de reliquias; y en la pared, junto a la ventana, un calendario de taco, de esto me acuerdo bien, con fecha del 31 de mayo de 1979, que fue cuando a Arno Schmidt le sobrevino el derrame cerebral que habría de eximirlo de este mundo al que tan poca estima profesaba. Lo siguiente que vimos fue el rincón, al fondo de la casa, donde el escritor se consagró durante los últimos veintiún años de su vida a la elaboración en serie de obras cada vez más abstrusas. Largas filas de libros encuadernados en cuero ocultaban las paredes. Se veía sobre el escritorio, muda para siempre, la máquina de escribir, en una de cuyas teclas quizá perdure todavía, sin que nadie lo sepa, una huella digital del que me mira cuando me miro en el espejo. Diferentes objetos personales del escritor se esparcían en engañoso desorden, libres de polvo, por el ancho tablero de madera rojiza. Recuerdo un termómetro de dudosa aplicación literaria, y un recipiente de cerámica que contenía rotuladores y lapiceros, y un par de gafas con grandes lentes y monturas gruesas al lado de un aparato de radio, y una lupa abandonada junto a la máquina de escribir como si el escritor la hubiera usado apenas unos minutos antes. Todo eso había y más que no recuerdo. De pronto le sonó a Susanne el móvil en un bolsillo de la chaqueta. Interrumpió entonces las explicaciones que Clara seguía con gesto de pasmo complacido, para atender a la llamada. Lo hizo volviéndonos la espalda discretamente. Yo aproveché la ocasión para calarme unas gafas que estaban depositadas junto a la máquina de escribir. El Arno debía de ser un cegato de cuidado. El interior de la casa quedó sumido en una especie de claroscuro dentro del cual las estanterías, los muebles, los adornos, diluidas sus aristas, entremezclados sus colores, formaban un retorcimiento de sombras vagas que parecían incrustarse las unas en las otras. Algo se movía, no obstante, delante de mí. Unos contornos indefinibles se estiraban y encogían, se abrían y cerraban con silenciosa vehemencia. Quizá, pienso ahora, nos hablen así los muertos, gesticulantes e histéricos, desde el reverso del mundo sin que nosotros podamos oírlos. Columbré un ojo palpitante, mechas rubias que parecían atrapadas en un bloque de hielo, un agujero con labios. Al empujar las gafas nariz abajo, vi por encima de la montura que Clara me apremiaba mediante muecas frenéticas a que restituyera el objeto sagrado a su lugar. Meneé la cabeza en señal reprobatoria a fin de afearle su llamativo comportamiento. Como le dije más tarde en el coche, ¿quién que de verdad venere la figura de Arno Schmidt no pagaría dinero por hacer lo que yo hice; por experimentar una viva sensación de cercanía con respecto al genio; por ver la realidad, siquiera durante cuatro o cinco segundos, como él la vio? Además, no era cierto, como ella dijo, que Susanne Fischer me hubiera sorprendido con las gafas puestas. Y si me sorprendió, ¿qué? ¿Acaso las rompí? Me las puse y santas pascuas. «Eres injusta», le reproché por el camino de vuelta a Hannóver. «Me sacas de la cama para que comparta contigo una experiencia cultural. Muy bien. Empiezo a mostrar interés, me pongo en acción, tomo una iniciativa y ¿qué haces tú? Echarme la bronca».

El episodio de las gafas no fue el único motivo de su enfado. Hubo varios más. En su opinión, que no ha variado desde entonces, la mañana de Bargfeld me comporté como un niño. ¿Acaso ella se señaló como persona razonable con su arrobo romántico? Porque no me va a negar que se sentía igual que una niña ingenua y feliz andando entre los cachivaches del misántropo y escuchando boquiabierta pormenores de su vida privada. Me pregunto de qué sirve saber que el tipo era cardiópata o que acostumbraba atiborrarse de fármacos y alcohol. Tengo para mí que Clara no se percató del riesgo que corren las personas felices de volverse superficiales. Un día, recordando aquello, se lo insinué. Replicó: «Estoy en mi derecho de ser trivial. No creo que con ello haga daño a nadie». Habíamos salido al porche de la casa de Amo Schmidt. Susanne se disponía a echar la llave. En esto, Clara dijo o a Clara se le escapó: «El pueblo donde vivo no es mucho más grande que este». Dije o a mí se me escapó: «¿Te estás poniendo a la altura de Amo Schmidt?». Las dos mujeres acogieron con semblante alegre mi indirecta. Sin embargo, la sonrisa de Clara traslucía una sutil tirantez, imperceptible quizá para personas ajenas a nuestro matrimonio, pero no para mí, que al punto adiviné la rabia sorda que se escondía detrás de sus labios.

Nos dirigimos a una casa que estaba allí junto, construida con materiales menos inflamables. Arno Schmidt la había hecho edificar en las postrimerías de su vida con la ayuda económica de un mecenas. El escritor buscaba al parecer un depósito seguro para sus libros, temeroso de que un incendio los destruyera en la casa original. Mientras Clara profería exclamaciones de admiración ante un fajo de folios manuscritos, pulsé, rin rin, el timbre de un tándem que se encontraba apoyado contra una especie de cómoda alargada donde se conservaban cartas, borradores y esas cosas. La dos mujeres apartaron a un tiempo la mirada del valioso documento para fijarla en mí, con una sonrisa de indulgencia la una, con unos ojos que habrían puesto en fuga a un tigre la otra. «Suena bien», constaté en un tono neutro que juzgué el más idóneo para demostrarle a la señora escritora que la admiración no está reñida con el aplomo.

Volvimos al aire libre. La conversación de Clara y Susanne iba tomando un aire cordial de despedida. «Ha sido muy interesante». «Me alegraré de enseñar la casa a colegiales de Wilhelmshaven». Desde el extremo opuesto del jardín nos llegaban las voces en sordina de Caratostada y el traductor calvo, atareados detrás del seto. Siguiendo los pasos de Susanne nos detuvimos los tres delante de una piedra gris sin desbastar, hundida en el césped hasta más o menos la mitad de su volumen. Debido a su superficie casi plana y a su tamaño pensé al primer vistazo que se trataría de un asiento natural, demasiado bajo para mi gusto, donde supuse que el escritor se acomodaría en los días de buen tiempo a contemplar los atardeceres rurales con orla dorada. Al lado había un rincón en sombra formado por un semicírculo de enebros. Me entraron de pronto tentaciones de subirme a la piedra. Deduje que ganando treinta centímetros de altura, podría otear la vasta extensión de hierba que se explayaba más allá de los enebros, hasta una línea verde oscuro de bosque que hacía de horizonte al final del paisaje. Me contuve cuando oí a nuestra guía decir con un temblor de gravedad en la voz: «Aquí está enterrado». La idea de que había estado a punto de encaramarme a una piedra funeraria me causó un escalofrío gozoso. Pocas dudas debían de quedarle para entonces a Clara acerca del error grandísimo que había cometido al sacarme aquel día de la cama. Se volvió de inmediato hacia mí en un intento desesperado por evitar lo inevitable; pero ya era tarde, ya mi boca había empezado a hablar, ya estaba yo diciendo en el mismo tono con que minutos antes había elogiado el timbre del tándem: «Nosotros también enterramos en el jardín un perro que teníamos». Se me figura que aquellas palabras indujeron a Susanne a creer que yo no la había comprendido. Seria, puntualizó: «Aquí está enterrada la urna con las cenizas de Arno Schmidt». A nosotros, en cambio, no se nos ocurrió incinerar a Schiller. Recuerdo que lo enterré al pie de los rododendros a la una de la noche para eludir la posible denuncia de algún testigo. Así y todo, me pareció oportuno no cansar a Susanne Fischer con detalles de nuestra historia vecinal. Clara, que no es mujer abrazadora ni en público ni en privado, se vino hacia la parte de la piedra donde yo estaba y, rápidamente cariñosa, posó una mano sobre mi hombro. Simulando luego que me acariciaba el cogote mientras exhibía unos conocimientos insospechados en materia de enebros, me arreó tal pellizco que yo creo que se le tuvo que quedar algún cacho de mi carne entre las uñas.