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Solíamos encerrarnos durante horas en la habitación para jugar con dos futbolistas de plástico, una portería del mismo material y una pelota que por su tamaño, su color ligeramente traslúcido, su forma poliédrica y el tintineo que emitía al rodar sobre el tablero de la mesa semejaba un cristal de azúcar cande. A la figura del chutador le salía por la parte alta de la cabeza un alambre provisto de un remate similar a un pomo diminuto, el cual, cuando era apretado con la yema del dedo, accionaba una de las piernas, con tanta fuerza, si se quería, que se podía mandar la pelota hasta la otra punta de la habitación. El portero, de brazos estirados por encima de la cabeza, se inclinaba a izquierda y derecha mediante un manubrio ajustado a sus tobillos. El manubrio disponía de una varilla lo suficientemente larga como para que pasase por un orificio hecho con ese fin en la red de plástico de la portería. El chutador llevaba pintado un atuendo amarillo; el portero, uno verde, con el añadido de una gorra de idéntico color. Las dos figuras coincidían en la pintura negra de los respectivos pantalones cortos. Sus caras de muñecos carecían de expresión, como también las nuestras durante la mayor parte del tiempo que duraba el juego.

Al principio, Kevin y yo intercambiábamos las posiciones de rato en rato, hasta que me percaté de que el muchacho disfrutaba más lanzando los penaltis. En ningún momento me expresó sus preferencias; pero yo caí en la cuenta de que cuando manejaba la figura amarilla podía suceder que su cara se demudase por efecto de breves arrebatos de júbilo, mientras que su interés por el juego decaía a ojos vistas cuando le tocaba jugar de portero. Yo, en cambio, me aburría con el chutador, pues era sumamente fácil meterle goles al muchacho. Ni siquiera cuando le anunciaba el momento preciso en que la pelota saldría impulsada hacia la portería reaccionaba él con prontitud. Muchas veces ni siquiera reaccionaba. Tampoco le sobraba maña a la hora de chutar; pero por lo menos cabía la posibilidad de que consiguiera de vez en cuando, por chiripa, un disparo certero. No era infrecuente que como consecuencia de un golpe recio al pomo enviara la pelota por encima de la portería. En varias ocasiones logré atraparla con la boca. Fingía entonces que me la había tragado y, llevándome la mano a los fondillos del pantalón, hacía como que me la sacaba del trasero. A Kevin, que no tenía la capacidad de vislumbrar significados detrás de las apariencias, aquello se le figuraba lo más normal del mundo. Ni sonreía ni daba muestras de entender la broma cuando yo ponía la pelota recién extraída de mis intestinos en la palma de su mano.

Tardé varios días en hallar explicación a una particularidad suya que no cesaba de intrigarme. Había observado en él la costumbre de parar los ojos en la portería como si el sencillo juguete lo subyugara. Esto lo llevaba de ordinario a desentenderse de la pelota. A menudo ni siquiera la colocaba en línea con el pie del chutador. Su falta de puntería perjudicaba sobremanera el desarrollo del juego. Sin embargo, el fracaso continuo no parecía que obrase ningún efecto en su impenetrable serenidad. Cada dos por tres tenía que recoger la pelota del suelo, incluso de debajo de la cama, «porque, claro», le decía yo, «no pensarás que tío Ratón está como para agacharse, a sus años». A fin de que tirase mejor los penaltis, intenté repetidamente convencerlo de la importancia de prever la trayectoria de la pelota. Eso sí, nunca le hablaba en tono de amonestación. Me abstenía asimismo de abrumarlo con instrucciones y advertencias a la manera de su madre, que tenía el mal hábito de ponerlo nervioso; antes bien, me esforzaba por persuadirlo con palabras afables, jamás contaminadas de reproches. Por regla general, Kevin me hacía caso; pero sin que hubiera transcurrido medio minuto ya estaba escrutando de nuevo, con pupilas pasmadas, la portería de plástico. Es muy difícil enmendar el comportamiento instintivo de las personas, de cualquier persona, sufra o no sufra alguna disfunción cerebral. Así que en último extremo opté por dejar al muchacho en paz, recurso que, si no servía para solucionar sus problemas, tampoco los empeoraba.

Alguna que otra vez, por suerte o porque yo inclinara aposta el portero hacia la parte indebida, Kevin me metía un gol. Lo felicitaba y él se quedaba impertérrito, quieta la mirada en la portería como si esperase que esta se transformase en algo, o diera un brinco por sí sola, o explotara, o yo qué sé. Fue así como deduje que las rachas de alegría que experimentaba en el transcurso del juego no guardaban relación con el logro de los goles. De pronto se estremecía, el semblante contraído, las manos aleteantes, al par que profería un grave uuuuuuuh cuyo sentido yo no alcanzaba a descifrar, aunque sospechaba que alguno tendría. Pasados unos cuantos segundos, Kevin regresaba a la apatía, a la pesadez de los párpados, al rictus inamovible de sus labios adolescentes, sin que fuera posible advertir en sus facciones de nuevo sosegadas un mínimo indicio de su entusiasmo reciente.

Una tarde determiné prestar más atención al muchacho que al juego. Para entonces habíamos dejado de contar los tantos, si es que él los contó alguna vez. En varias ocasiones, sin razón ninguna aparente, cambié la portería de sitio: un poco más adelante, un poco más atrás, a un lado, a otro. En todas ellas, la mirada de Kevin siguió los movimientos de mi mano con una rapidez felina, tanto más rara cuanto que él era de suyo lento de reflejos. Descubrí en el curso de mis observaciones que sus esporádicos paroxismos de felicidad se producían siempre que la pelota daba contra un poste o contra el larguero de la portería. Con infatigable perseverancia buscaba él dicho lance del juego durante las largas horas que pasábamos los dos manejando nuestras respectivas figuras de plástico. Todo lo demás era ajeno a su esperanza, de lo cual infiero que para mi sobrino los goles también representaban fallos.

Con el auxilio del azar desentrañé al cabo de un tiempo el sentido de aquellas úes esporádicas que el muchacho emitía con evidente placer. En realidad, superada la extrañeza del principio, yo había desistido de poner por obra mayores averiguaciones, cegado por la convicción de que no había nada que averiguar. El tosco ruido se me figuraba un aditamento irracional de su alegría, lo mismo que la contracción de la cara, las muecas con que figuraba en silencio la risa o los manotazos frenéticos en el aire, gestos y acciones que fácilmente escapan al control del raciocinio, conforme a la tendencia general de la especie humana a dejar traslucir, en cuanto le sobreviene una sacudida de felicidad, el mono que lleva dentro. No fue en la habitación donde caí en la cuenta de que el muchacho jugaba a los penaltis desde la perspectiva del público. A mí jamás se me habría ocurrido dudar de que, si mi portero lograba impedir un gol, el mérito era completamente mío. Kevin, en cambio, no se identificaba con su futbolista de plástico, hasta el punto de que una de tantas tardes, cuando le pregunté cómo se llamaba el chutador y, a modo de ayuda, le sugerí el nombre de varios jugadores del Hannóver 96, no me supo responder. Aún no me había percatado de que el muchacho estaba persuadido de ser un espectador del juego en que él mismo tomaba parte. En fin, supongo que a un experto en psicología que leyera estas líneas habría que administrarle una fuerte dosis de calmantes para que se le pasara la risa. Sea como fuere, yo ya me entiendo y con eso basta.

Que mi sobrino ejercía de público cuando jugábamos a los penaltis sobre la mesa de su habitación lo descubrí en la grada del campo de fútbol, adonde fuimos los dos un sábado, ya entrada la segunda quincena de septiembre, a presenciar el partido de la Bundesliga entre el Hannóver 96 y el Borussia Moenchengladbach. Yo había obtenido el acuerdo de Clara para adquirir con el peculio de nuestro viaje dos entradas que daban derecho a sendos asientos en uno de los lugares más cómodos del estadio, entonces en obras. De esta forma pretendíamos compensar el regalo inadecuado de cumpleaños que habíamos traído de Bremen; aunque, por consejo de Gudrun, decidimos ahorrarle a Kevin explicaciones que pudieran perturbar la calma sonriente con que acogió la idea de ver jugar en vivo a «los rojos», nombre con que comúnmente se conoce en la prensa local a los jugadores del Hannóver 96. Pero, en fin, a lo que voy es que, durante el partido, mi brazo y el de Kevin estaban en contacto constante, de manera que yo podía percibir una como dejadez y falta de tensión en su cuerpo, corroborada por la inexpresividad de su semblante. Cuando saltaron los jugadores al campo, le di un codazo suave con la idea de establecer una complicidad en la emoción y le dije: «Bien, ¿verdad?». Me respondió sin apartar la vista de sus rodillas: «Sí». Luego me percaté de que seguía las evoluciones del juego con el rabillo del ojo. ¿Lo intimidaría verse rodeado por una ruidosa muchedumbre? Formé propósito de abandonar el estadio al menor indicio de que el muchacho estuviera sufriendo. Para sondar su estado de ánimo, cada cinco o seis minutos le preguntaba: «¿Todo bien?». Y él respondía que sí en un tono invariable en el que no era posible discernir ni pena ni alegría.

A todo esto, se produjo sobre el césped una primera jugada de peligro, atajada con apuros por el portero visitante. Miles de bocas prorrumpieron a un tiempo en un clamor colectivo. Restablecida la calma, oigo a mi costado una voz apenas audible que murmura: «Uuuuuuuh». Pienso ahora que de no haberme sido familiar aquel sonido tampoco le habría prestado atención. Me volví a mirar a Kevin y empecé a comprender. Al rato tronó en todo el estadio un grito unánime de protesta a causa de una falta no castigada por el árbitro. Nuevamente el muchacho, con el retraso de un eco, respondió a su manera. Y cuando, transcurrido poco más de un cuarto de hora, el número 9 de «los rojos» consiguió el primer gol de la tarde y el público estalló en un trueno formidable de júbilo, no tuve duda de que mi sobrino añadiría al jolgorio general su pequeño murmullo demorado. «Bien, ¿verdad?». «Sí.»

Al día siguiente, yo no deseaba otra cosa sino que la pelota poliédrica diera en un poste o en el larguero. Y cuando, después de un sinfín de ocasiones fallidas, así ocurrió, me las ingenié para emitir a la vez que mi sobrino aquel remedo gutural de clamor: «Uuuuuuuh». Durante apenas un tercio de segundo me noté deliciosa y brutalmente devuelto a la infancia. Un ramalazo de euforia atravesó cada uno de mis órganos. Estuve a punto de soltar un grito de alborozo; pero al fin el adulto que soy, o que no tengo más remedio que ser, cerró el paso en la garganta a toda voz estentórea que pudiera asustar a mi sobrino y atraer mujeres alarmadas al umbral de la habitación. En adelante menudearon nuestros úes simultáneos. Por lo visto alentaban en Kevin la impresión de que el lanzamiento de penaltis transcurría en presencia de público, circunstancia que lo llevaba, creo yo, a disfrutar aún más del juego y de mi compañía. Clara, que una mañana, durante el desayuno, me reprochó que últimamente le prestaba poca atención, bromeaba a veces sobre la posibilidad de que, de tanto jugar con las figuritas, como ella desdeñosamente las llamaba, me estuviese volviendo loco. Una tarde tuvo la desfachatez de preguntarme con sorna, cuando de vuelta del servicio me crucé con ella por el pasillo, si se me había empezado a contagiar el autismo. A la boca me acudió una respuesta tranquilizadora; pero, irritado por su sonrisa, bajé la mirada y, sin decir una palabra, con gesto petrificado, enderecé hacia la habitación de Kevin.

A diario trataban las dos hermanas de sonsacarme lo que ellas consideraban el secreto de mi buena relación con el muchacho, y en especial Gudrun me producía no poca molestia por su desagradable costumbre de adoptar un tono patético cuando abordaba los asuntos relacionados con su hijo. «Yo no sé qué hago bien», les respondía, «salvo evitar a toda costa que se excite». Clara se aferraba a la tesis de que yo cumplía sin darme cuenta, a ojos del muchacho, un papel positivo de padre. Se supone que por esta razón mi sobrino me aceptaba a su lado, aunque en la práctica me faltase «una formación pedagógica idónea para cumplir con garantías de éxito dicho papel». Gudrun se apresuraba a secundar la opinión de Clara y, acto seguido, se entregaba a una de sus pasiones predilectas, que era hablarnos de Ingo con un odio mortal mezclado de repugnancia.

Kevin, a sus trece años, tenía un temperamento dócil tras el cual despuntaba una tendencia a irritarse que, con el tiempo, se ha ido agravando hasta desembocar, según palabras de Clara, «en la difícil situación de ahora». Por aquellos días de nuestro viaje por Alemania, comprobé que la convivencia con él se simplificaba e incluso se volvía agradable si uno se limitaba a proporcionarle satisfacciones, que es en el fondo lo que me gustaría que el prójimo hiciera conmigo. En consecuencia me abstenía de reñirle, de imponerle mi voluntad, de darle órdenes o llenarle la cabeza de quejas y reproches a la manera de su madre. Y no es que yo lo tratara conforme a un plan didáctico. Simplemente me divertía jugando con él y esto parece que suscitaba en el muchacho una sensación de camaradería y bienestar. A mí se me figura que nos unía una afición parecida por los gozos tranquilos. Ni Clara ni Gudrun estaban en lo cierto al suponer que yo jugaba con los futbolistas de plástico por ganarme la confianza y quizá el afecto del muchacho. Yo no jugaba movido por ninguna compasión paternalista. Yo jugaba porque me gustaba el juego. El de los futbolistas de plástico y otros. Y me gustaban mucho, de manera que todos los días, a primera hora de la tarde, la mirada se me iba de continuo al reloj en espera de que llegase mi sobrino. Pasábamos muchas horas juntos, bien avenidos a pesar de que apenas nos dirigíamos la palabra. Nuestras pláticas, de pregunta-respuesta por lo regular, eran interrupciones breves de largos intervalos de silencio. A mí no me incomodaba estar callado y a mi sobrino, a juzgar por la serenidad constante de su cara, tampoco. Creo que él sentía un aborrecimiento instintivo por las novedades y los cambios. Lo sacaba de quicio que alguien alterase la colocación de sus pertenencias, de ahí que a todos nos pareciese milagroso que me permitiera pernoctar en su habitación. Un día le desordené sin mala fe una fila de diez o doce dados, todos con la cara de los cinco puntos hacia arriba. Él se apresuró a rehacerla, presa de vivo desasosiego. Tomé buena nota del caso a fin de no cometer el mismo error en el futuro.

Imitar ciertos rasgos de la conducta de Kevin, así como compartir sus manías, también facilitaba nuestra convivencia. Con dicho propósito evitaba en lo posible mirarlo fijamente a los ojos. Durante el mes que estuve en su casa me acostumbré a hablarle como él me hablaba a mí, mirando al suelo o mirándole de refilón la boca o el pecho. A menudo lo veía ponerse rígido, ruborizarse y estirar el cuello en señal de rechazo cuando, al entrar en el piso, de vuelta del colegio, su madre y su tía se lanzaban a besarlo en la mejilla. A mí la escena me soliviantaba por cuanto era evidente que el muchacho rehuía el contacto físico. Gudrun estaba persuadida de que aquellas muestras artificiales (y, en mi opinión, violentas) de ternura, echadas después a perder con su impaciencia y su propensión al rapapolvo, fomentaban la autoestima en su hijo. «Ya sé», decía para defenderse de mis objeciones, «que no le gusta que lo toquen; pero es muy importante que se sienta aceptado». Yo ni lo abrazaba al llegar ni le tendía la mano para que la estrechase. En silencio nos retirábamos los dos a su habitación, donde, cerrada la puerta, se respiraba un aire apacible, franco de voces femeninas. Allí despachábamos las tareas escolares en un pispás, pues casi siempre las hacía yo, y luego, sin mayores dilaciones, nos entregábamos a nuestro juego favorito, que ya no consistía tanto en el lanzamiento reiterado de penaltis como en suscitar el mayor número posible de ocasiones de proferir a dúo nuestras úes. Cada vez que surgía un motivo de celebración, le tomé gusto a presentarle a Kevin la palma de la mano por si le apetecía chocarla suavemente con su puño, tal como había visto una mañana que lo saludaban unos muchachos de su edad en la explanada del colegio. Adoptamos sin necesidad de llegar a un acuerdo ese rito camaraderil al que él se prestaba de buen grado, fuera porque no le resultaba novedoso, fuera porque llevarlo a cabo dependía de su propia decisión.

Las noches…, ay, aquellas noches mal dormidas, tendido sobre el incómodo sofá en cuya largura insuficiente no había sitio para mis pies. Me basta traerlas de nuevo a la memoria para sentirme mortalmente cansado. Kevin dormía poco; pero yo me cuidaba de no entrometerme en sus vigilias nocturnas, plenas de ruidos, murmullos y actividad. Con los ojos nublados de fatiga lo veía levantarse de la cama a horas indispuestas y encender las lámparas y el televisor, o dar vueltas en torno a un cojín depositado en el suelo mientras mascullaba sonidos ininteligibles y aleteaba con ambas manos en una larga cadencia de deleite. Lo suyo no tenía nada que ver con los paseos maquinales de los sonámbulos. Se le notaba, antes bien, despierto, además de complacido en su ajetreo. Por alguna particularidad de su metabolismo podía arreglárselas con tres o cuatro horas diarias de sueño, aunque de vez en cuando, los fines de semana sobre todo, dormía sus seis o siete horas sin despertarme. Cabía también la posibilidad (y en este punto acaso deba dar la razón a Clara) de que mis ronquidos desvelasen al muchacho, de forma que, abiertos los ojos, él ya no quisiera permanecer en la cama. Caminaba entonces alrededor del cojín; iba a la cocina por hielo que arrancaba de las paredes del congelador y chupaba como si fuera una golosina; enredaba en los cajones; susurraba «uuuuuuuh» si me veía despierto para invitarme a jugar a los penaltis, o ponía la cinta de vídeo de El libro de la selva, rebobinándola una y otra vez con el fin de disfrutar de una secuencia musical que por lo visto era la única que le interesaba. Algunas noches me sentaba a su lado, a los pies de la cama. Mirábamos cinco, seis, siete veces el mismo tramo de película, compartiendo en ocasiones unos trozos de hielo, y en un momento determinado yo le decía: «Prepárate a rebobinar, que enseguida acaba la canción». Él apuntaba con el mando a distancia hacia el televisor y contestaba: «Sí». Por lo general, sin embargo, yo prefería fingirme dormido con la cara vuelta hacia el tabique y lo dejaba hacer a su antojo, pues sabía que por la mañana, vacío el piso de parientes, me sería posible recuperar las horas perdidas de sueño, aunque no siempre. Clara aprovechaba para recorrer la ciudad o llegarse a los pueblos de los alrededores en busca de estímulos literarios. Al ver mis ojeras se daba cuenta de que el cansancio no me permitía acompañarla. Yo esperaba aquel momento delicioso en que sus pasos por las escaleras me confirmaran que me había quedado solo en el piso. Entonces me echaba a dormir a pierna suelta hasta las doce o la una en la cama de Kevin, sobre la colcha con el emblema del Hannóver 96, y de este modo conllevaba mal que bien las noches mortificantes junto a mi sobrino.

Un sábado de aquel mes de septiembre lo acompañé en una excursión por el río Bóhme de la que guardo un recuerdo entrañable. No pienso privarme del gozo de evocar con abundancia de detalles las impresiones de aquella aventura estupenda, ya que hoy tengo bastante tiempo para llenar páginas. Clara ha ido a visitar con sus alumnos el parque ornitológico de Walsrode y dudo que vuelva antes de las siete o las ocho de la tarde. La comida de mediodía está hecha. Y en cuanto a la glorieta, no creo que me lleve más de treinta minutos darle un retoque de pintura. Por Gudrun supimos que el padre de un condiscípulo de Kevin, socio al parecer de un club de remo de los muchos que existen en Alemania, había puesto a disposición de los alumnos un remolque con canoas, no sé cuántas, pero suficientes para los catorce alumnos que integraban la clase, a los cuales había que añadir los acompañantes adultos y la maestra. Gudrun nos contó que el año anterior se había hallado presente en una excursión similar. Tanto ella como Kevin se lo habían pasado de maravilla. Sin embargo, nos confesó bajando la voz para que su hijo no se enterase, esta vez se notaba falta de fuerzas y ánimo para empuñar el remo y terminar el día atormentada por las agujetas. En sus palabras vislumbré una velada invitación a que alguno de nosotros ocupase su lugar. Me vi en pensamiento remando por un río de las landas de Luneburgo y la idea me agradó, conque me ofrecí a sentarme con Kevin el sábado siguiente en la canoa. «Pues no te puedes imaginar el favor que me harías», dijo Gudrun visiblemente complacida, «porque en ese caso podría ir de compras a Celle con Clara y con Jennifer, lo que en el fondo me apetece más». Llamamos al muchacho para cerciorarnos de que no se tomaría a mal el cambio de acompañante. Al entrar en la cocina, Kevin, sin mirarme a la cara, aceptó chocar con su puño la palma de mi mano. A continuación, tal como yo había previsto y las demás esperaban, respondió sin vacilar que prefería a tío Ratón en la canoa.

La víspera de la excursión le hice a mi sobrino una jugarreta de la que por fortuna ni él ni ninguno de mis parientes se dio cuenta. Como practico desde la infancia el hábito de hurgar en cajones ajenos, apenas necesité de un breve registro para encontrar el frasco con los somníferos de Gudrun. Le había oído referir a ella en repetidas ocasiones que sin sus pastillas estaba condenada a pasar las noches en blanco. En un momento en que nadie me observaba, fui directo a su mesilla y allí estaban. Guardé una en una caja de caramelos mentolados. Más tarde, a la hora de acostarme, me metí un caramelo en la boca delante de Kevin. Le pregunté si quería uno. El muchacho adora el azúcar. Cautivado por la falsa golosina, depositó el somnífero sobre su lengua, dispuesto a saborearlo, y tras unos rápidos lametones que al parecer no le causaron extrañeza, se lo tragó. «¿Quieres otro?». Esta vez le tendí un caramelo auténtico. Él lo chupó e ingirió sin menear un párpado, como si no hubiera notado diferencia ninguna con el anterior. Esa noche dormimos bien.

El sábado amaneció con nubes. Después del desayuno metimos en una mochila provisiones, bebida y ropa de repuesto; esta última dentro de bolsas de plástico por recomendación insistente de Clara, experta en la predicción de infortunios. Aún no habían dado las nueve de la mañana cuando Kevin y yo nos incorporamos en el patio del colegio Waldorf al grupo de participantes en la excursión. Reconocí de lejos la silueta fornida de la maestra. Con anterioridad nos habíamos saludado unas pocas veces en que la fatiga matinal no me había impedido ir en bicicleta con Kevin hasta una especie de cabaña de madera donde se albergaba el aula. El colegio constaba de varias construcciones de aquel tipo. Se agrupaban en bloques de dos o tres módulos separados por caminos de tierra y espacios de hierba, lo que daba al conjunto el aire acogedor de un pueblo de artesanos. Pero a lo que iba. Me dirigí en línea recta hacia la maestra. Las otras personas formaban un racimo de caras nuevas para mí. Desde que me había apeado del coche, en la plazuela del aparcamiento, no me quitaban los ojos de encima. Estoy acostumbrado. ¡Llevo tantos años tratando de integrarme en la sociedad alemana! En el momento de estrecharnos la mano la maestra me atribuyó, con entonación interrogante, el apellido de mi sobrino, y como yo no hiciese el menor ademán de corregirla, volvió a atribuírmelo cuando acto seguido me presentó a los circunstantes. Me pareció, sin embargo, entrever la sombra de una pregunta maliciosa en el arco de sus labios risueños: «¿O prefiere usted que lo llamemos señor Ratón?». Con todos mis respetos, cabía una tercera posibilidad: declarar al corrillo de desconocidos mi nombre verdadero; pero comprendí que, de todas las opciones disponibles, aquella última era la que comportaba el mayor engorro. Habría dejado a la maestra en entredicho. Yo mismo me habría obligado a explicar con pormenores biográficos el origen de mi apellido, con lo cual lo habría hecho de fijo más exótico para aquellas personas que, ni aun proponiéndoselo de veras, hubieran acertado a pronunciarlo correctamente. Para evitar incordios determiné callarme. Hasta el final de la excursión fui el señor Hoppe. Por supuesto que a ninguno de los presentes se le habría pasado por la cabeza confundirme con Ingo. El trato estrecho entre los padres de los alumnos del Waldorf mantiene a unos y otros al corriente de las respectivas vicisitudes familiares. «No hay secretos», nos dijo una noche Gudrun. «Es como una secta; pero mi hijo está allí en buenas manos, libre del estigma de acudir a un colegio para deficientes». Así y todo, me presenté como tío de Kevin, nada más que por persuadirme a mí mismo de que mi presencia entre aquella docena larga de extraños estaba justificada. Uno me preguntó si Gudrun se encontraba enferma. «No, no», respondí esforzándome por esconder mi turbación, «es que le ha surgido un compromiso inesperado». Las torpes palabras con que yo había intentado zanjar la cuestión no hicieron sino alentar la curiosidad de quienes me escuchaban. Al punto me llegó una nueva pregunta desde un costado: «La señora Hoppe ¿tiene que ir hoy sábado a la oficina?». Ni siquiera pude distinguir a la persona que me había hablado, ya que, sin tiempo de volver la mirada, una voz diferente, en tono inconfundible de burla, reclamó mi atención desde la otra parte. «Quizá los chinos han hecho una oferta de compra y no hay más remedio que dedicar todo el fin de semana a producir galletas. Estas cosas, hoy día, suceden a menudo». Se me ocurrió llevar la conversación a un terreno donde quedara neutralizada de antemano cualquier tentativa de comprobar otro día, cerca de Gudrun, la veracidad de mis afirmaciones. Con dicho fin inventé una breve y vulgar historia referente a un contrato de venta de propiedades rurales, para el cual la hermana de la señora Hoppe, mi esposa, había pedido a esta asesoramiento. Alguien se apresuró a mencionar un asunto privado de características similares. Entonces vi que el tema de conversación, convertido en un nimbo pegajoso, se le había quedado al hombre adherido en torno a la cabeza. Y para que no se desprendiese de él fácilmente le formulé una pregunta que, aunque de poca monta, lo estimuló a seguir explayándose de buen grado en sus trivialidades.

Llegada la hora de ponernos en camino, aún faltaban varias personas y hubo que esperar. En esto, uno que llevaba sandalias y calcetines grises alabó sin que viniera a cuento lo bien que yo hablaba el idioma alemán. Otros, a su lado, lo corroboraron. Estuve a pique de decirles que ellos también lo hablaban bien. El de las sandalias me preguntó por mi país de procedencia. Pensé para mí: «Si merezco que me llamen Hoppe y no paro de dar muestras de respeto a la gramática alemana, ¿dónde está el problema?». Clara sostiene que, aunque pronuncio las palabras, tomadas de una en una, como cualquier nativo de Baja Sajonia, se nota que vengo de fuera por la forma de modular las frases. El acento, tanto como la fisonomía, me delata. También, según dice, me aparto de la norma porque empleo con frecuencia locuciones y términos inusuales, sacados de los libros clásicos que leí de joven. Nuestra vecina, la señora Kalthoff, dijo una vez que había asistido en Wilhelmshaven a la representación de una obra de teatro de Friedrich Schiller y que algunas expresiones declamadas sobre el escenario le habían recordado mi manera de hablar. Como hay confianza, le pregunté si lo decía por elogiarme y contestó que sí.

Ocultando el fastidio que me produce airear mis datos personales en presencia de desconocidos, revelé a la piña de aborígenes el nombre del país donde nací. Al punto se dibujó en las facciones del de las sandalias una mezcla de sorpresa y decepción. Quizá había esperado otra respuesta; no sé, una que además de confirmar sus premoniciones lo pillase armado de tópicos con que dar un remate humorístico a mis palabras. Por la cabeza me cruzó la idea de atribuirme un abuelo llamado, por ejemplo, Klaus Hoppe, el cual fue un nazi cruel que logró escapar al extranjero en vísperas de la capitulación; pero vi a Kevin con otros muchachos de su edad allí cerca, imaginé el ceño que habría puesto Clara si me hubiese oído soltar semejante patraña y me callé. Se pasa uno la vida callando por discreción, por cobardía, por diplomacia. Alguien trató de establecer un vínculo de apariencia cultural entre mis compatriotas y el deporte del remo, lo que dio pie al de las sandalias a preguntarme por los ríos de mi país. Me tentó responderle que, a diferencia de los ríos de Alemania, todos ellos de impecable factura, admirados por su buena calidad en el mundo entero, los de mi país suben del mar a los montes debido a la corrupción de nuestros gobernantes. Al final respondí cuatro vaguedades que inspiraron al de las sandalias un juego de palabras sin gracia, lo que no impidió que algunos de los presentes prorrumpieran en carcajadas.

Al poco rato se acercó un individuo de entre cuarenta y cincuenta años, de quien más tarde supe que era profesor en el colegio. Detuvo su nariz vinosa junto al grupo de excursionistas, y con una sonrisa maligna en la que se traslucía una especie de placer diabólico, nos espetó que, sintiéndolo mucho, por aquella época del año estaba prohibido andar en canoa por el río Bóhme. Nos quedamos todos callados, mirándonos con ostensible perplejidad. Y el que nos había dado tan funesta noticia siguió su camino y se volvió a los pocos pasos para añadir con retintín: «Además, va a llover». Aún se volvió otras dos veces antes de perderse de vista, mostrándonos en cada una de ellas el avieso y amarillo marfil de su sonrisa. «¿Es tonto o qué?», preguntó una voz susurrante a mi espalda. Y la maestra, después de poner los ojos en blanco, nos tranquilizó diciendo que no era verdad que en septiembre hubiese prohibición de navegar por el Bóhme, al menos no por el tramo previsto en nuestro plan de la excursión.

La caravana se puso en marcha con más de treinta minutos de retraso, pasadas las nueve y media de la mañana. Algo antes habían salido la furgoneta con las canoas y un primer grupo repartido en dos espaciosos monovolúmenes. Había acuerdo de reunimos en un aparcamiento de Bad Fallingbostel. Desde allí seríamos trasladados en los susodichos vehículos hasta el punto de partida de la excursión, en las afueras de un pueblo, río arriba, llamado Dorfmark. Ya encendido el motor, no tuve inconveniente en acceder a que se montaran con nosotros dos muchachas del curso de Kevin y el padre de una de ellas, un tipo de más o menos mis años que hablaba con inusual velocidad. Ciertas consonantes las pronunciaba adelantando los labios a la manera de los chimpancés, motivo por el cual le cobré simpatía. En realidad, desde que lo vi acercarse me pareció que tenía estampa de primate. La separación de los hombros, acentuada por la baja estatura; las espaldas cargadas y los dorsos velludos de sus manos eran la garantía incuestionable de su alcurnia simiesca. Necesité obra de un minuto para empezar a hallarles sentido a los chorros de su parla. Hasta entonces apenas le entendí otra cosa que no fuera la palabra «mierda», que expelía por la boca con bastante frecuencia, debido a lo cual llegué a pensar en un primer momento que se tratase de una particularidad sonora de su respiración. Él y su hija fueron los últimos en acudir por la mañana a la cita en el Waldorf. Y sentado a mi derecha, mientras se revolvía en el asiento como si fuera la primera vez en su vida que se colocaba un cinturón de seguridad, no paraba de quejarse: «Para mí que en el papel de mi hija ponía las nueve y media. ¡Vaya mierda de organización!». Supongo que se refería a la nota que cada alumno había llevado a su casa, en la que la maestra había escrito claramente las nueve de la mañana, junto con una petición expresa de puntualidad.

Se presentó a mí con el nombre de Hans Peter, aunque los amigos, según agregó con jovial campechanía, lo llamaban Furzi, abreviatura al parecer afectuosa de Furzkanone (o cañón de pedos, que diríamos en mi lengua materna). No sin malicia le pregunté en el más serio y correcto de los tonos cómo quería que yo lo llamase durante el viaje. De inmediato volvió la cabeza hacia su hija. «Rebecca, dile aquí al colega cómo me llamo». Y una voz adolescente respondió por detrás de mí sin el menor asomo de burla: «Furzi». A continuación, Furzi le dirigió la misma pregunta a Kevin, sentado en silencio junto a las dos muchachas. Me dije: «No te va a funcionar la jugada, chimpancé. A mi sobrino no es tan fácil adiestrarlo». Y en esto oigo que Kevin pronuncia impertérrito el ridículo sobrenombre. Furzi me miró con gesto de triunfo, como retándome a que le exigiera más pruebas. No hay duda de que se sentía orgulloso del apelativo. «¿Qué hago?», pensé. «¿Lo saco a patadas del coche o le compro una docena de plátanos en el primer supermercado que vea por el camino?». Luego, al tiempo que me estrechaba la mano sin importarle poco ni mucho que yo estuviera conduciendo, me ofreció el tuteo. Y dijo con descomedimiento de amigote: «¿Eres el nuevo de Gudrun?». «No, somos cuñados». «Pues yo a mi actual compañera la conocí por Internet. Y la madre de mi hija… Rebecca, tu madre ¿todavía anda con el que cuida majaretas en el manicomio de Ilten?». «No, ahora tiene otro. Un tío asqueroso que nos deja la ducha llena de pelos».

Recorridas varias calles, Furzi se despojó del gorro de lana con que había mantenido cubierta hasta entonces la cabeza. Apareció a mi vista una cicatriz con aspecto de tajo que le cruzaba en diagonal la nuca pelada. Se podían distinguir, aún nítidas, las huellas de los puntos de sutura en los bordes de una larga costra de color rojo oscuro. «Este pobre desgraciado», pensé, «¿será el primer ser humano que sobrevive a la guillotina?». No me dio tiempo de preguntarle. «Siniestro total», se apresuró a explicar. «Cuando me enseñaron las fotos del coche, me costó creer que no me hubiese muerto dentro de aquel montón de chatarra. Ahora no me queda más remedio que desplazarme en el tranvía de mierda. Otro coche no me puedo comprar, ni siquiera uno de segunda mano. Primero debo poner mis finanzas en orden y, segundo, el médico me ha prohibido conducir hasta que se me acaben los mareos de mierda». Me relató el accidente con toda suerte de crudos pormenores, moviendo las manos como si aún sujetara el volante. «Y el camionero, un polaco de mierda cargado con todo lo que esa gente suele apandar en Alemania, que por algo dice el refrán: Heute gestohlen, morgen in Polen (Hoy robado, mañana en Polonia), ¿lo conoces?, pues el tío vendría medio dormido, porque además ninguno de ellos respeta los descansos obligatorios… Bueno, pues ya vi por el espejo retrovisor que no frenaba, que no frenaba… y no frenó. Me desperté dos días después en un hospital de Bielefeld con la cabeza vendada como una momia». Habíamos enfilado una carretera por la que se salía de Hannóver. Obligado a detenerme ante un semáforo, perdí de vista el coche azul en que viajaba la maestra. «Oye, ¿tú no serás por casualidad polaco? Quiero decir que yo, en principio, no tengo nada contra los polacos ni contra nadie, a ver si me entiendes». «Tranquilo, Furzi, que yo nunca he puesto un pie en Polonia». «Es que como te veo caviloso he pensado que a lo mejor estás molesto por algo que he dicho». «Lo que pasa es que tengo miedo de perderme». Con gesto de alivio, Furzi me dijo que no me preocupase, que él conocía el camino. Siguiendo sus instrucciones, entramos en la autopista tras recorrer lo que se supone que era un atajo, y, nada más llegar a la altura del aeropuerto, vi que se le desplomaba la cabeza sobre el pecho, como fulminado por una apoplejía. En realidad se había quedado dormido, mostrando hacia mí la ofrenda de su herida repelente. En el asiento trasero cuchicheaban y de vez en cuando soltaban una risita las dos muchachas. Kevin permanecía sumido en su impenetrable mutismo de costumbre. Una señal indicadora de los kilómetros que faltaban para llegar a Bremen y Hamburgo me permitió cerciorarme de que circulábamos por la ruta correcta. Poco antes de tomar la autopista 7 en dirección norte, avisté a unos trescientos metros por delante de mí el coche del de las sandalias. A prudente distancia lo seguí hasta el aparcamiento de Bad Fallingbostel, adonde llegamos en torno a las diez y veinte. No había un resquicio azul en el cielo; pero la temperatura era agradable, no soplaba una mota de viento ni parecía que fuera a llover.

Nos trasladamos a Dorfmark en el monovolumen conducido por la madre de un alumno. Sentado en el asiento del copiloto, Furzi se pasó los seis o siete kilómetros del trayecto contándole a la mujer, y de paso a los demás ocupantes del vehículo, la historia de su cicatriz «de mierda». Deseoso de mantenerme lo más alejado posible de él, yo me había acomodado detrás del todo con Kevin, y desde allí, por las sonrisas y comentarios de los otros viajeros, pude advertir que ninguno de los presentes se tomaba en serio a Furzi. Algunos le faltaron abiertamente al respeto: «Furzi, mentiroso, seguro que conducías borracho como siempre». Y otro, aún más desconsiderado: «Para mí que esa herida te la hizo el camionero polaco cuando estabas inconsciente. ¿No notaste cómo te cortaba la cabeza de un hachazo para robar tu extraordinario cerebro? ¿Tú qué piensas, Rebecca?». Y la muchacha, desde el asiento anterior al nuestro: «¿Yo? Furzi no ha tenido nunca cerebro. ¿Cómo se lo iban a robar?». Y todos nos echamos a reír. «Rebecca, no es posible expresarse con mayor precisión», dijo uno de los presentes, y ninguno se rio con tanta fuerza de la salida de la muchacha como su propio padre.

El grupo completo se reunió a las afueras de Dorfmark, en un prado por cuyo borde discurría una curva del río Böhme. Sus aguas limpias, menguadas por el severo estiaje, se remansaban como olvidadas de fluir en aquel tramo inicial de la excursión. Largos mechones de hierba colgaban en las orillas, distantes una de otra no más de ocho o nueve metros. A nuestra llegada, ya habían sido descargadas las canoas, que eran de dos y tres plazas. Se hallaban repartidas por la tierra, listas para ser depositadas en el río. Los alumnos, remo en mano, se las estaban disputando a gritos que delataban su condición de remeros novicios, portadores del barullo urbano. Intervino la maestra para poner orden. Y un padre voluntarioso, por secundarla, lanzó unos truenos disciplinarios con la voz, a consecuencia de los cuales huyeron los últimos pájaros que quedaban en el idílico paraje.

A tiempo de echar al agua la primera canoa por una pequeña rampa que terminaba en una plataforma de madera, el de las sandalias se arrancó a decretar que los alumnos y sus respectivos parientes ocuparan embarcaciones distintas, a fin, dijo, «de que fomentemos la convivencia entre unos y otros». La iniciativa fue aceptada por aclamación. Furzi se apresuró a dar ejemplo: «Venga, Rebecca, márchate de mi lado». La perspectiva de pasar unas cuantas horas de aventura fluvial en la estrecha compañía de personas desconocidas, de tener que intercambiar una cantidad ingente de trivialidades con ellas, de que me cayera encima un tostón como Furzi, o un pesquisidor de mi vida privada, o un infectado de prejuicios contra los extranjeros, cuando no un par de muchachos gritones y revoltosos, me colmó de inquietud. Con ojos suplicantes busqué a la maestra en el apretado círculo de excursionistas para que me eximiese de lo que se me figuraba una imposición brutal, por mucho que la hubiese untado de pedagogía y buenas intenciones un hombre con sandalias. Pero la maestra, como se hallase algo apartada, conversando al amparo de un arbusto con la mujer que nos había traído de Bad Fallingbostel, no se podía percatar de mi angustia. «Tú espérame aquí», le susurré a Kevin. Ya se deslizaban para entonces río abajo las primeras canoas tripuladas. Con cada una que se alejaba disminuía la bullanga en el prado, y el aire, la tierra, los árboles, recobraban poco a poco su natural placidez. Dando un rodeo para no exponerme a que me hablaran, me llegué con disimulo a la maestra, y sin importarme la presencia de la otra mujer, de quien sabía que había venido allí a conducir gente de un pueblo a otro y no a remar, le dije que yo no participaba en la excursión como padre de un alumno y que, por tanto, no le veía sentido a montarme en una canoa distinta de la de mi sobrino. «Créame, señora…» (ahora no me acuerdo de su nombre, pero sí del vivo desasosiego que me embargaba cuando le dirigí la palabra), «son muy pocas las ocasiones que he tenido hasta la fecha de compartir unas horas de asueto con Kevin». La maestra comprendió muy bien las razones de mi alarma y así me lo manifestó con un gesto amistoso, imitado por la mujer que la acompañaba. Me dijo en tono confidencial: «No se preocupe, señor Hoppe. Usted deje que todas estas personas se vayan marchando». Conforme a su recomendación, permanecí al lado de las dos mujeres, escondido más o menos detrás de ellas, sin interferir en la conversación que habían entablado sobre asuntos del colegio. Transcurrido un cuarto de hora, cuando el de las sandalias y Furzi y la mayoría de los adultos y adolescentes andaban maltratando el río a paladas y alborotando los animales del campo con sus voces, le hice una seña a Kevin para que me siguiera hasta la plataforma de embarque, donde sin ninguna dificultad nos montamos los dos solos, él delante, yo detrás, en una de las últimas canoas.

Iba para largos años que no empuñaba un remo. Cuando vivía en mi país natal, a menudo salía a pescar con amigos en aguas marinas próximas a la costa. Navegábamos en el bote de mi hermano, provisto de motor; a veces en barcas de otra gente, impulsadas por remos largos y pesados, de una pala y no de pala doble como los que nos habían sido proporcionados a Kevin y a mí, más cortos y livianos y, por tanto, de fácil manejo en cauces de poca hondura. No es la de remar una habilidad que uno olvide con el tiempo, aunque tengo que reconocer, ahora que nadie me lee, que al principio de la excursión la falta de práctica me llevó a cometer unos cuantos fallos seguidos. Y tengo por el menos insignificante de ellos el que, recorridos obra de veinte metros, no atiné a contrarrestar con la debida prontitud las paladas repentinamente enérgicas de mi sobrino, de forma que, al salir del primer recodo, dimos con la punta de la canoa contra el ribazo. No nos enzarzamos en una ruidosa discusión a la manera de otros que nos precedían, sino que hundiendo el extremo del remo en la arena del fondo, sin decir esta boca es mía tiré de la canoa hacia el interior de la corriente, la enderecé sin mayores problemas y santas pascuas. Llevaba yo el firme propósito de no abrumar a Kevin con instrucciones. Me parecía preferible que el muchacho disfrutase a su aire mientras yo guiaba desde el asiento trasero la canoa, aun cuando, incapaces de acompasar nuestros esfuerzos, avanzáramos muchas veces en zigzag por la mansa corriente.

Dejamos Dorfmark atrás. Tras remar cosa de un kilómetro en la cercanía inevitable de otros excursionistas, la canoa se adentró en un paisaje de espesuras y rincones solitarios donde se agolpaban las sombras y donde, con un poco de suerte, no se percibían huellas de la acción humana. Los árboles tendían sus ramas por encima de nuestras cabezas, formando aquí y allá un techo de hojas verdes sobre la superficie del agua, oscureciéndola. A veces, cuando doblaban la curva los que nos precedían, y los que venían detrás aún no habían alcanzado nuestro tramo, Kevin y yo nos quedábamos un rato solos en medio de aquel recogimiento y verdor espléndido de la naturaleza, apenas rasguñado por el canto de las aves, el leve chasquido de los remos al hendir el agua, tal vez el ruido pasajero de un motor en la distancia que nos recordaba la fragilidad y poca duración de los paraísos terrenales. A ratos yo dejaba de remar y permanecía unos segundos suspenso mientras, contenida la respiración tras llenarme los pulmones de aire aromático, tanteaba las posibilidades de experimentar un momento blam. Pero nada, no había manera de notar el atisbo de un indicio, por más que a mi alrededor parecían darse las condiciones idóneas. Sentado delante de mí, Kevin no decía una palabra. Me bastaba, pues, cerrar los párpados para persuadirme de que viajaba solo en la canoa. Por desgracia, el demasiado ajetreo que tenía de vez en cuando mi sobrino con el remo, al menos hasta que, transcurrida media hora de excursión, se le empezó a acumular la fatiga en los brazos, le hacía como quien dice muescas a mi bienestar. No se lo eché en cara al muchacho. Era evidente que se divertía rompiendo la superficie lisa del río. Se conoce que lo fascinaban los salpicones, la espuma, las ondas y remolinos causados por sus golpes. Quién podría saberlo con certeza sino él; pero de que gozaba mirando cómo se hundía de continuo el remo en la corriente no abrigo ninguna duda. No había más que verlo reír con sus violentas sacudidas de hombros y murmurar para sí sonidos que desde mi posición yo no alcanzaba a comprender.

Admito que cometería una mezquindad si descargara ahora mi frustración sobre el pobre Kevin. ¿Qué culpa tenía él de haber logrado a su modo lo que yo buscaba al mío inútilmente? A simple vista, el lugar invitaba a la contemplación y al ejercicio sereno del pensamiento; el río en sí no entrañaba peligro alguno; yo estaba libre de dolores y preocupaciones. Y, sin embargo, los elementos externos y el núcleo de la persona no eran capaces de consumar una fusión armónica. ¿Por qué? Pues porque, para empezar, no había soledad en aquellas soledades. Una fila desordenada de canoas se apretaba a lo largo del primer kilómetro de excursión. Menos mal que luego se fue alargando y uno podía al fin hacerse el ánimo de no pertenecer a la gárrula columna de burgueses flotantes. Al principio se produjo una serie de incidentes a cuál más ridículo, hasta el punto de que, en un instante determinado, paré una mirada severa en la vegetación y dije para mí: «Naturaleza, ¿qué necesidad tenías de crear una especie tan estúpida?».

En mi memoria aparece de repente la figura de un señor de unos sesenta años, tentando aún cerca de Dorfmark, con la postura de un buscador de pepitas de oro, el fondo del río. Vestía bermudas que dejaban al descubierto un par de pantorrillas esqueléticas. No considero a nadie culpable de su fealdad a menos que la exhiba. Venas como lombrices le cruzaban al hombre las piernas, y esto que escribo ya sé que es aproximadamente lo contrario de la belleza poética, pero yo no inventé la realidad ni redacto mis recuerdos, como Clara sus ficciones, para halagar con pericia artística el gusto ajeno; antes bien, movido de un deseo muy fuerte que tengo de usar las palabras con entera libertad. Al lado del señor, sentada en la tierra arenosa del ribazo junto a un kayak de dos plazas, estaba una señora que, a juzgar por la hosquedad de las cejas, era sin duda su mujer. No pertenecían al grupo del Waldorf. Oí a unos que pasaban por su lado ofrecerles ayuda. Yo, sin saber en qué consistía su problema, también se la ofrecí. Me enteré entonces de que al hombre se le habían caído las gafas dentro del agua. Los dos me sonrieron, juraría que él sinceramente agradecido y ella por disimular la vergüenza y el enfado. Apenas los hube dejado atrás, la mujer empezó a renegar: «Helmut, ¿tendrías la amabilidad de explicarme por qué eres tan torpe?».

Un poco más adelante, a la salida de una curva, topamos con un atasco de canoas, todas de nuestro grupo, cruzadas en la corriente de modo que cerraban el paso a los que veníamos detrás. Varios alumnos trataban de mojar a la hija de Furzi y a otra alumna. Estas contraatacaban con ímpetu no menor entre risas y voces estridentes, lanzando paladas de agua a diestro y siniestro. Atrapado en el centro de la batalla, se oía a Furzi repetir su palabra favorita, mientras otros adultos ordenaban sin éxito a los adolescentes que dejasen de salpicar. Uno de estos adultos y el muchacho que lo acompañaba retrocedieron con intención de ponerse a salvo de la mojadura colectiva. Se formó entonces un pasillo al costado de las canoas. Al punto hundí el remo con fuerza para impulsar la nuestra hacia el hueco que nos permitiría sortear aquel obstáculo vocinglero. La maniobra no pasó inadvertida. «¡Kevin se escapa!». Apenas un segundo después del grito voló en nuestra dirección una copiosa rociada. Dentro de lo que cabe tuvimos suerte. Unos cuantos corros húmedos motearon la camisa de Kevin. El muchacho no se inmutó. A mí no me alcanzaron más allá de media docena de goterones. El resto de la metralla acuática pasó de largo por encima de nuestras cabezas. Antes que se produjese un nuevo ataque dejamos el tumulto a nuestra espalda, aunque a los pocos minutos nos adelantaron tres o cuatro canoas, entre ellas la de Furzi. Sus ocupantes estaban disputando una regata. Los más rápidos se acercaron a nosotros dando voces para que nos quitáramos de en medio. Me pareció que adultos y menores se esforzaban con idénticos bríos infantiles. Iban todos bastante mojados y algunos jadeaban al compás de las paladas.

Aún quedaba mucho trecho de río por recorrer y convenía dosificar las energías. Conque le sugerí a Kevin que remáramos a nuestro aire. No otra cosa hacíamos todo el rato, sumido cada cual en sus pensamientos. «Tiene razón tu tía Clara», le dije al cabo de un largo silencio. «Me estás contagiando el autismo». No respondió. Es probable que ni siquiera me hubiese escuchado. De pronto, la canoa entró en una chorrera donde el agua rizada nos arrastró por espacio de quince o veinte metros sin necesidad de que nosotros empleáramos los remos. Al fondo, el caudal volvía a remansarse a la sombra de una hilera de abedules. Dentro de la penumbra resaltaba un cerco de claridad partido por una raya oscura que, desde la distancia, semejaba el rictus grotesco de una cara sin facciones. Era la cicatriz en la nuca de Furzi. Allí estaba él pegando gritos a sus dos jóvenes acompañantes, los tres de pie en el río, con el agua hasta las corvas, gesticulantes y calados a más no poder. Se les había volcado la canoa y, mientras le daban la vuelta para vaciarla de agua, se echaban los tres la culpa mutuamente. Poco antes que llegáramos a su lado, volvieron a embarcarse y, remando con todas sus fuerzas como con intención de proseguir la regata, desaparecieron en un santiamén de nuestra vista.

Llevaríamos alrededor de una hora de excursión cuando nos adentramos en una zona de pinos altos. Iba para largo rato que había renunciado a experimentar el momento blam al que ingenuamente me había creído destinado esa mañana, no sé por qué, quizá por la abundancia de vegetación y por el río de aguas cristalinas y esas cosas. Comprendí que yo mismo, en el supuesto de que hubiera existido dicha posibilidad, la debía de haber malogrado al tratar de forzarla. En cierto sentido, los momentos blam se parecen a las pompas de jabón. Si uno deja que se posen por su cuenta en la palma de la mano, no es imposible que aguanten intactas durante varios segundos; pero si intentamos atraparlas en el aire reventarán de seguro. Aunque ya no estábamos obligados a compartir la belleza del paisaje con gente ruidosa, era inútil esperar que el día me obsequiara con una ráfaga, un soplo, un toque de culminación, pues notaba, a causa de la fatiga y de la postura prolongada, un ligero dolor punzante en los muslos, que es donde había dicho de víspera mi cuñada que más se sienten las agujetas cuando no se tiene la costumbre de remar.

A todo esto, empezó a crecer sobre nuestras cabezas, más allá de las copas de los pinos, un rumor similar a un siseo que, en breve tiempo, nos envolvió como si de buenas a primeras el aire se hubiese saturado de materia acústica. Entre los troncos se avistaba un maizal con su gama de verdes empalidecidos tras una cortina sutil de vapor. Se había desatado un aguacero del que, por ahora, nos protegía el denso ramaje. Le dije a Kevin: «Vamos más despacio. Con suerte parará de llover antes que hayamos salido de los pinos». Pero se acabaron los árboles y delante de nosotros la superficie del río se estremecía formando un violento hervidero bajo el azote del chaparrón. Me tentó proponerle a mi sobrino que bajáramos a tierra. Si la cosa se ponía mal, podríamos dar la vuelta a la canoa y usarla como tejado. Compondríamos un cuadro ridículo; pero no teníamos por qué dejarnos ver. Deseché la idea al divisar hacia la mitad del tramo, como a unos ochenta metros de donde nos encontrábamos, un puente con pretil de tablas que unía los extremos de un camino rural. Varados en la orilla, entre piedras musgosas, esperamos unos cuantos minutos a que la lluvia perdiera intensidad. En ese tiempo pasaron junto a nosotros varias canoas, no todas del grupo del Waldorf. Observé de pronto que el agua del río, en campo abierto, recobraba su lisura. Aquella fue la señal para mandar a mi sobrino que remara con toda su alma. Y el muchacho, que por entonces (hoy, según tengo entendido, ya no) era tan dócil como un perro doméstico, se puso a dar unas paladas descompasadas pero no del todo inútiles, de forma que logramos guarecernos bajo el puente momentos antes que descargase el siguiente aguacero. Llegaban canoas sueltas con gente empapada. Algunos nos saludaban, ocurrentes y bromistas, con su gota pegada a la punta de la nariz. Y seguían de largo, ya que la mojadura les hacía superfluo el cobijo. Llegó también la canoa donde iba la maestra con una muchacha y la madre, supongo, de algún alumno. «¿Le tiene usted miedo a la lluvia, señor Hoppe?». «Por supuesto», respondí. Y, con su sorna habitual, la maestra me replicó cuando se hallaba otra vez a la intemperie: «Le recuerdo que está usted en Alemania. Si espera a que salga el sol, puede que tenga que celebrar la Navidad debajo de ese puente». Oí a las tres, mientras se alejaban río abajo, soltar unas risas que el potente chisporroteo de la lluvia apagó enseguida. Kevin y yo continuamos esperando la Navidad cosa de veinte minutos, que fue el tiempo que tardaron los nubarrones en aliviarse de su contenido. Para entonces ya había pasado de largo todo el grupo del Waldorf. Nosotros éramos, pues, los últimos. Aprovechamos el descanso para comer un bocadillo y tomar unos tragos de la bebida que guardábamos en la mochila. Luego, razonablemente secos, proseguimos la excursión con toda tranquilidad.

Poco a poco las aves se aventuraron también fuera de sus refugios. A orillas del Bóhme, el paisaje se explayaba como recién lavado. Su verdor goteante se punteaba de brillos atemperados por el gris compacto del cielo. La temperatura era agradable. Calculo que habría que añadir dos o tres grados a los veintiuno que el locutor radiofónico había anunciado en las noticias de las diez de la mañana. Ni delante ni detrás de nosotros se veía canoa ninguna. Con la excepción del canto esporádico de los pájaros, solo se oía el gorgoteo de nuestros remos al romper el cristal del agua. En algún instante percibí el ruido, reducido a rumor, del tráfico, ya que la autopista no debía de estar lejos, al otro lado tal vez del muro de árboles. Remando en silencio llegamos a un tramo en cuya margen izquierda se abría un pastizal. El cauce se hundía en el terreno hasta formar una angostura por donde la corriente, encajonada entre los dos ribazos, fluía con mayor rapidez. Hacia la mitad del tramo, un árbol caído se alargaba de una orilla a otra. Maniobré con el propósito de acercarnos de costado al tronco y evitar así que mi sobrino se lastimase. La corriente nos empujaba hacia el árbol, pero apoyando contra este los remos conseguimos frenar suavemente la canoa y mantenernos luego separados de él como a medio metro de distancia. Le pedí a Kevin que se tumbara de espaldas. Le costó comprender. Al fin hizo lo que yo le había pedido y de ese modo pasó el cuerpo por debajo del tronco, que ahora se interponía entre los dos. No tardé en comprobar que mi idea había sido un desacierto. Ignoro si porque al otro lado del obstáculo la corriente era más fuerte o porque el muchacho se puso a remar en cuanto vio el camino libre, el caso es que la canoa dio una arrancada que me pilló desprevenido. Mi pecho actuó de freno involuntario al chocar contra el tronco. Me tumbé de espaldas a imitación de mi sobrino, sin tiempo, por desgracia, de reparar en el detalle nada desdeñable de que el muchacho era más menudo, más esbelto y más flexible que yo. Mi cuello quedó aprisionado entre la canoa y la corteza áspera del tronco. Abomino, quién sabe si por fallos en mi educación, los accidentes ridículos, comidilla del hospital, motivo de chunga en los quirófanos, donde el equipo de cirujanos se monda de risa aprovechando que el patoso duerme bajo los efectos de la anestesia. Perecer haciendo el numerito: no me puedo imaginar una pesadilla peor. Pero a lo que iba. Me dispuse a lanzarle un grito a Kevin para que dejase de remar. Temí, sin embargo, que no me entendiera y lo asustase mi voz e hiciese lo contrario de lo que convenía. Conque opté por impulsar la canoa hacia atrás con la pala del remo apoyada en el tronco. No bien me hube liberado de la postura angustiosa, insté a Kevin a que saltara a tierra. Antes de desembarcar, arrojó su remo al campo con el fin de desprenderse de un peso inútil, lo cual me pareció una manera francamente adecuada de obedecerme. Yo retrocedí con la canoa hasta sacarla por completo de debajo del tronco. A continuación, los dos juntos la arrastramos sin dificultad hasta lo alto del ribazo, donde se veía el suelo lodoso cuajado de las pisadas de cuantos nos habían precedido.

Las huellas llevaban de nuevo a la orilla bordeando las raíces desenterradas del árbol caído. De pronto Kevin echó a caminar hacia una vaca de color blanco turbio que rumiaba con ojos soñolientos como a unos treinta metros de donde nos encontrábamos. Había otras seis de aspecto parecido desperdigadas sobre la hierba; pero aquella que había despertado la atención de Kevin era la que estaba más próxima al río. Pensé: «Intentará tocarla con la típica fascinación de los niños de ciudad poco habituados a los animales, y durante la cena se lo contará lleno de emoción a su madre, a su hermana y a su tía». Aproveché entretanto para soltar aguas menores al abrigo de unos matorrales. Al volver a campo abierto, vi a Kevin parado junto a la vaca en actitud como de besarla en el costado. O quizá, pensé, la estaba olisqueando, ya que estas criaturas con autismo, con síndrome de Asperger o con lo que sea que tenga el muchacho, pues nunca ha llegado a mis oídos un dictamen firme al respecto, encuentran placer en las cosas y las acciones más insospechadas. La vaca movía despacio la mandíbula, indiferente a la presencia de mi sobrino, cuya llegada no la había inmutado más que si se le hubiese posado una mosca en el lomo. De vez en cuando arreaba un débil fustazo al aire con la cola. Después volvía a quedarse quieta como una masa de abulia, de resignación y mansedumbre en medio del prado. No dio la menor muestra de inquietud cuando me acerqué a ella pisando la hierba mojada y alta para acordar con Kevin el regreso al río. Tenía las patas embarradas; el pelambre, en cambio, limpio a fuerza de exponerlo a los chaparrones; el morro embadurnado de babas verdosas y una placa de identificación clavada en una de las orejas.

Debo reconocer que en un primer momento la hermosa planta del animal también me cautivó, y no será porque haya pocos como él (aunque del mismo color no he visto ninguno hasta la fecha) en el pueblo donde vivo. A los que no frecuentamos los establos, ¿cuándo nos surge la ocasión de acariciar a nuestro gusto una vaca? Una vaca entera, inmóvil y mansueta como una estatua. Entretenido en pasarle la mano por la panza, no presté atención a lo que hacía Kevin a mi lado, y solo después de revirar la cara con intención de explicarle el problema que crearíamos al grupo de excursionistas si llegábamos con mucha tardanza a Bad Fallingbostel, me fijé en que el muchacho estaba dando chupadas al pelo de la vaca con la lengua lenta, los ojos cerrados y un gesto de serena y ostensible delectación en el semblante. Yo creo que ni siquiera se había percatado de mi llegada. Guardé silencio para no asustarlo; en parte, también, porque supuse que si le dirigía la palabra lo sacaría bruscamente de su felicidad. Me cercioré de que no había gente por los alrededores antes de acercar la nariz al pelambre del animal. ¿Qué sentiría mi sobrino al chuparlo? Inhalé el olor tibio y húmedo que se desprendía del costillar de la vaca. No era un olor fragante, tampoco fétido. Acerqué a continuación la nariz al cuello. «Aquí», dije entre mí, «hay sin duda una posibilidad de placer; pero no logro dar con ella. Acaso esté reservada a los autistas, qué injusticia». Poco después mi mirada se cruzó con la de Kevin. «Bonito animal, ¿eh?». «Sí.» No me pude aguantar las ganas de preguntarle: «¿A qué sabe?». No vaciló: «A blanco». Volví de nuevo los ojos hacia el río. Junto al árbol caído estaba, solitaria, nuestra canoa. Ni se oían voces ni se veía gente. «Supongo que le dejarás probar un poco a tío Ratón». El muchacho asintió con la cabeza.

La modestia me obliga a confesar que carezco de experiencia en materia de chupamiento de ganado vacuno. Ignoro si hay que avergonzarse de ello. En mi disculpa alegaré que los planes de enseñanza de mi país natal no consideran necesario transmitir a los niños dicha clase de habilidades. Yo, lo único que he chupado asiduamente desde que me establecí en Alemania, son los helados de stracciatella, que por regla general me son servidos sin pelos. Alguna vez (antes más que ahora) había ejercitado la lengua en el rincón rubio de mi mujer; pero no es lo mismo, por más que al tacto de la lengua haya una notable semejanza, no así en cuanto al gusto. Sin proclamarme especialista en nada, sobre esta última cuestión no albergo hoy día la menor duda. En lo que respecta a la higiene, me agradó comprobar que los aguaceros de aquella mañana habían lavado a la vaca, al menos en las zonas corporales seleccionadas para nuestra actividad lingual. No obstante, existía un motivo de inquietud para mí, y era que, con la boca ya cerca del animal, me acordé de haber leído en algún libro o en alguna revista que cierta clase de moscas aova de costumbre en el pelambre de las vacas para que cuando estas traten de aliviarse los picores con su lengua de lija se traguen los huevos y los incuben a su pesar en el interior de su largo y tortuoso aparato digestivo. Temí, en consecuencia, regresar a Hannóver con los intestinos cargados de lombrices, lo cual me planteaba un dilema, ya que por otra parte no deseaba hacerle a mi sobrino el feo de rechazar su convite. Decidí poner por obra el propósito tomando, eso sí, precauciones. Y la mayor de todas fue que raspé con la uña el sitio de la vaca que elegí para chupar, cerca del cuello, donde más terso y lustroso se veía el pelambre. A continuación adelanté con cuidado la punta de la lengua hasta notar la aspereza de los pelos. No percibí sabor ninguno. Apenas la cascarilla de la decepción entre los dientes. Me volví hacia Kevin para mostrarle un gesto de reproche. De nuevo lo sorprendí disfrutando a lengua plena, con una golosinería reconcentrada y minuciosa que me enterneció. «¡Muchacho, qué suerte la tuya!», pensé. Entonces me atreví a más, contenido el aliento para que el olor del animal mojado no engañase al paladar, y noté que por el dorso de la lengua se extendía una sensación caliente de cerdas duras y lisas, ásperas al tacto cuando las chupaba de abajo arriba; más suaves, aunque todavía duras, cuando las chupé en la dirección contraria. Mi sobrino ahí, yo aquí, estuvimos los dos varios minutos dando lengüetazos en silencio, sin más testigos, quiero creer, que las seis vacas repartidas por el prado, estáticas de asombro y quizá de envidia. «Tenías razón», le dije a Kevin. «Esta vaca sabe a blanco. Yo aprovecharía para ir a chupar aquellas otras; pero te juro que estoy saciado. Créeme que no puedo más. Así que me vuelvo a la canoa». Y él me siguió callado, con la barbilla goteante de saliva.

Una última peripecia y paro de escribir, pues me barrunto que la señora profesora estará al llegar. Perdida de vista la vaca, llevábamos Kevin y yo obra de quince minutos remando solos por el río cuando divisamos un cámping situado sobre una explanada de hierba, a mano derecha del Böhme. A punto de dejarlo atrás, oímos que nos llamaban por nuestros nombres unas voces desde una terraza bajo cuyo techo se había reunido el grupo entero del Waldorf para cambiarse de ropa, reponer fuerzas y almorzar. Dos muchachos nos ayudaron a subir la canoa al sitio donde se apretaban todas las demás. Mientras caminábamos por el sendero que conducía a la terraza, me pareció que algunas caras traslucían seriedad. ¿Se habrían enfadado nuestros compañeros de excursión con Kevin y conmigo por haberlos obligado a esperar? Resultó que Furzi había sufrido un mareo cuando remaba y lo habían tenido que subir en volandas hasta el cámping. A mi llegada estaba tendido sobre uno de los bancos, arropado con varios anoraks. Me interesé por su estado. Se encontraba mejor, pero aún temblaba. Lo noté pálido y bastante decaído. Luego supe que de un momento a otro vendría la mujer del monovolumen a llevárselo junto con su hija Rebecca. Pidió él, entretanto, que lo ayudaran a sentarse en el banco. Al verme, dijo poniendo labios de chimpancé: «Qué mierda, Hoppe. Tendrás que volver a Hannóver sin mí». Podía haberme callado; pero se conoce que también se me había contagiado el poco respeto que todos le profesaban. Le contesté (no recuerdo ahora las palabras exactas) algo así como que me daba lástima quedarme sin su compañía. Junto a la pared del fondo, se me hace que a la maestra le sonreía la mirada.