15

Clara me arrancó ayer la promesa de darle una mano de pintura a la glorieta, así que hoy no dispongo de mucho tiempo para escribir. Contaré de modo escueto algunos recuerdos. Los primeros días en el piso de mi cuñada fueron inaguantables. Las discusiones continuas entre la madre y la hija, la incomodidad del piso, el ruido de la calle, los problemas de todo tipo, me pusieron al borde de emprender el camino de vuelta al pueblo y permanecer allí, en placentera soledad con Goethe, mi televisor y mis plantas, hasta que me comunicase Clara la hora, el minuto, el segundo exacto de proseguir el viaje. Pero ella necesitaba el coche a fin de llevar a cabo excursiones por la región, en la inteligencia de vivir anécdotas y conocer tipos y lugares útiles para su libro. Por la noche, nada más acostarnos, y por la mañana, mientras oíamos las voces chirriantes de nuestros parientes al otro lado del tabique, me pedía paciencia en susurros con una pierna apoyada sobre mi vientre.

Las tres primeras noches dormimos apretados en la estrecha cama de Gudrun, lo cual entrañaba ciertas ventajas eróticas por cuanto a nuestros respectivos cuerpos no les quedaba más remedio que juntarse para no caer al suelo. No hubo un solo amanecer en que Gudrun, antes de salir para el trabajo, no llamase a la puerta y entrara en la habitación en busca de alguna cosa que, según decía, había olvidado sacar de víspera. Aunque nos pillaba tapados, juzgo improbable que una mujer de su edad y su experiencia no se barruntase que su hermana y yo estábamos conectados o a punto de conectarnos bajo la manta. La primera vez supuse que se trataba de una casualidad; la segunda, también, por más que ya empezaron a picarme las sospechas; a la tercera no tuve duda de que había curiosidad y propósito en sus apariciones matinales, durante las cuales, por añadidura, no paraba de hablar con una naturalidad a todas luces postiza que nos estropeaba el encanto del momento. Clara, aunque poco propensa a las bromas, me dijo al oído en una de aquellas ocasiones: «Temerá que le rompamos el somier». Yo juré que si nada cambiaba en el plazo de veinticuatro horas, me montaría en el primer tren que partiese con rumbo a Wilhelmshaven. Por supuesto que nada cambió; pero así y todo me quedé en Hannóver porque estaba lloviendo. Bueno, por eso y porque me daba pereza escoger con trabajosa precaución las frases que justificasen mi marcha repentina.

La mañana del quinto día ocurrió un incidente a partir del cual empezó a mejorar la convivencia entre los moradores del piso. Como era sábado, Gudrun se hallaba libre de obligaciones laborales y Jennifer de las suyas escolares, no así Kevin, que por los tiempos de nuestra visita acudía al colegio Waldorf de Bothfeld, donde estaba integrado en la clase pequeña correspondiente al séptimo curso. Dicho eufemismo sirve para designar los grupos (reducidos, como su nombre indica) de alumnos aquejados por alguna suerte de deficiencia. En el Waldorf se impartían por las mañanas, en sábados alternos, algunas horas de enseñanza, no recuerdo cuántas ni tampoco el dato es importante para lo que me propongo referir. Por lo visto la acumulación de cierta cantidad de horas extraordinarias daba derecho a una semana de vacaciones invernales. A lo mejor todo esto es inexacto, pero qué más da. Sea como fuere, el muchacho sacó aquel día su bicicleta del sótano y se marchó a la escuela solo como de costumbre, ya que se consideraba lo bastante mayor para que nadie lo acompañase. A Kevin le costaba orientarse por la ciudad salvo que conociese el trayecto de memoria. Transcurridos cinco, quizá diez minutos, desde que nos había dirigido un adiós apenas musitado, volvió al piso. Yo estaba tomando el desayuno con Gudrun y Clara en la cocina cuando oímos el ruido de la cerradura. Gudrun se levantó de un salto. «¿Por qué vienes tan pronto?», preguntó en el recibidor, ya fuera de nuestra vista. Con voz engolada, declamatoria, Kevin le respondió:

O schaurig ist’s übers Moor zu gehn

Wenn es wimmelt vom Heiderauche.

¡Oh, qué horrible es andar sobre la ciénaga

cuando humean las matas por doquier!

Por poco se me escapa una risotada, convencido de que el muchacho se mofaba de su madre con una salida cínica, llena de veneno inteligente. Me contuve, sin embargo, al ver la mueca de asombro de Clara. Profesora de lengua alemana, amante de los clásicos, se apresuró a susurrarme desde el otro lado de la mesa: «Annette von Dróste-Hülshoff», de quien yo jamás había leído un verso, pero cuya efigie no puedo desconocer puesto que adornaba los antiguos billetes verdes de veinte marcos.

Kevin había tomado su camino de todos los días por la Podbi adelante. Al llegar al cruce del hospital, donde debía doblar a la izquierda, se encontró con que la policía había cortado la carretera y también el carril de bicicletas por causa de un accidente. Cuando al poco rato la señora escritora se acercó con su cámara de fotos al lugar, había dos coches abollados y una moto caída sobre los raíles del tranvía; había dos ambulancias, luces azules, sanitarios, un atasco que se alargaba hasta el puente de Noltemeyer y, claro está, los inevitables corros de curiosos. (Una descripción de la escena, que ella situó en Berlín, encabezada sin mayores explicaciones por los dos versos de Droste-Hülshofif, figura en el capítulo vigésimo cuarto de su libro). Al ver aquello, el muchacho, en lugar de atravesar la calle por el cruce anterior, se volvió a casa. Mediante una cita literaria trató de explicar a su madre lo sucedido. Al pronto me quedé tieso de perplejidad; pero luego supe que a menudo, con la idea de hacerse entender, Kevin empleaba versos aprendidos de memoria en el colegio, o frases sacadas de libros y películas infantiles, de pequeñas obras de teatro representadas con su modesta participación en el aula-gimnasio del Waldorf, o estrofas de canciones, o fragmentos de rezos. Interpretó que le habían arrebatado el camino, su camino, el único admitido por su lógica peculiar, sin que le pasara por la cabeza la idea de desviarse por otras calles de la zona. Yo me ofrecí a acompañarlo con tal que se me indicara una posible ruta y me fuese prestada una bicicleta. Gudrun puso la suya a mi disposición. Después, con ayuda de un sencillo croquis, me mostró la manera de esquivar el lugar del accidente. Así y todo, declaró que no estaba convencida de que Kevin aceptara mi compañía. Se lo preguntó. El muchacho no movió un músculo de la cara. Entonces se lo pregunté yo y, con patente satisfacción, respondió que sí.

Aunque nos dimos prisa, llegamos al colegio con veinte minutos de retraso respecto a la hora prevista para el comienzo de la clase. La profesora, una mujer corpulenta de unos cuarenta años, nos abrió la puerta. Al verme al lado de su alumno adoptó una expresión entre risueña y sorprendida, si bien sospecho que más de lo primero que de lo segundo, como si una rápida mirada le hubiese bastado para identificarme. Le preguntó, no obstante, a Kevin, con suavidad pedagógica, quién lo acompañaba. El muchacho no titubeó en responder que yo era tío Ratón. Sin duda había oído esos días a Clara aplicarme repetidamente el apelativo. Quizá por simpatía, por simple imitación o por alguna otra causa que a mí se me escapa, lo prefirió en adelante a mi nombre verdadero. Los ojos azules de la profesora se achinaron con malicia. «¿Así se llama usted?». El pequeño recinto trascendía a madera. En un rincón cercano a la puerta se veía una cabeza de gran tamaño, tallada en piedra sin pulir. Detrás de la profesora se había formado bullicio de colegiales libres de vigilancia. Miré a Kevin. El muchacho tenía la vista clavada en la parte inferior de mi cara. De pronto me estalló como un calor de afecto hacia él en el centro del pecho. «Ratón es mi nombre. Me alegro de conocerla a usted», y así diciendo tendí la mano a la profesora, que ella estrechó sin dejar de sonreír. Pronunció a continuación su nombre, que, por supuesto, no retuve, y tras dejar entrar a Kevin en el aula, cerró la puerta, dejándome a solas con la escultura monstruosa de ojos vacíos y nariz enorme.

Más o menos a esa hora, en el piso, Gudrun abandonó su orgullo de los días anteriores y accedió a que Clara le sufragase un lavavajillas nuevo. Casi quinientos euros costó el aparato, sacados del sobre de tía Hildegard. El que había en el piso era un armatoste ruidoso del cual lo mejor que puede decirse es que dejaba los vasos cubiertos de unas manchas blancas repugnantes. Para acabar de revolvernos el estómago, Gudrun nos reveló que años atrás, cuando su matrimonio con Ingo aún no se había roto, durante una temporada Kevin le tomó gusto a orinar dentro del lavavajillas; sabido lo cual, se afianzó en nosotros el deseo urgente de reemplazarlo. Clara se esforzó por que su propósito no pareciese un acto de caridad. De víspera, en la cama, yo le había sugerido que la siguiente vez hiciera la propuesta de modo que no entrañase una humillación para su hermana. No asistí a la escena; pero, según supe más tarde, Gudrun no tuvo inconveniente en plegarse al argumento de que la generosidad de Clara se correspondía con la suya propia al proporcionarnos alojamiento gratuito. A Gudrun la ayudó a superar los recelos que por lo visto albergaba contra nosotros la viva impresión que le había causado la simpatía que me profesaba su hijo. «Algo así», llegó a decir, «no ha sucedido nunca ni con su padre ni con nadie».

El nuevo lavavajillas lo trajeron una mañana mientras Gudrun estaba en su oficina. Clara no se apartó un momento del instalador, a quien sometió a un asedio de preguntas acerca de los componentes y el manejo del aparato. La vi después estampar su firma al pie de la factura con la esmerada caligrafía que solía emplear en las dedicatorias de sus libros. Cuando nos quedamos solos, le dije: «Un gran triunfo para ti, ¿verdad?». Primero fingió que no me entendía, y aun trató de desviar la conversación; pero le hice saber que la sinceridad era el único medio de librarse de mi acoso. «De acuerdo, ratoncito. Pero no es un triunfo contra mi hermana. Es una satisfacción por haber llevado a cabo una acción buena que mejorará un poco la vida de mis familiares». Para elegir el aparato, Clara fue a la tienda con Gudrun y Jennifer. Por la tarde se llevó a su sobrina al centro de la ciudad. Allí le compró ropa y cosméticos, comieron tarta, charlaron mucho y parece que congeniaron, de tal forma que al anochecer, cuando volvieron las dos al piso, por primera vez desde nuestra llegada Jennifer mostraba un semblante relajado, incluso alegre.

Pasé la tarde en compañía del muchacho más hogareño que he conocido en mi vida, jugando los dos en la habitación sin apenas dirigirnos la palabra; pero, así y todo, compenetrados. (Mañana, si nada se tuerce, escribiré con más detalle sobre él). A fin de que nos quedara el mayor tiempo posible para el juego le hice los deberes, ya que él, aunque hasta cierto punto dominaba los rudimentos de la aritmética (leía, en cambio, muy mal), trabajaba con mucha lentitud. Resueltos por mí los problemas en hojas sueltas, él copió en su cuaderno el desarrollo de las operaciones y los resultados, así como algunas figuras geométricas que por capricho había yo dibujado en los márgenes. Todo ello le costó largo rato, pues a menudo se entretenía formando filas de lápices de colores sobre el escritorio. De atardecida vimos en televisión el resumen de los partidos de fútbol de la jornada, en la cual, para rematar los acontecimientos venturosos del día, el Hannóver 96 ganó contra todo pronóstico en Berlín 2 a 3, después de ir perdiendo 2-0. Kevin y yo celebramos la victoria mirándonos sonrientes a la cara durante dos o tres segundos. El Wérder Bremen, que aquella temporada acabaría campeón, ganó con aprietos su partido. Yo hice como que el resultado me dejaba indiferente.

Cenamos en buena avenencia los cinco juntos sendas pizzas de la marca Dr. Oetker; las cuales constituían, según se deduce de la cantidad y frecuencia con que eran consumidas, el alimento básico en aquel hogar. Y se pusieron las dos mujeres y la muchacha a llamarme de broma tío Ratón, pues estaban las tres al tanto de que así me llamaba Kevin, y aunque en el fondo no paraban de serrarme los nervios, me sometí con buena cara a la burla siquiera por disfrutar de la novedad de una cena sin gritos ni discusiones. Sucedió una cosa que hizo reír a todas, y es que de pronto Kevin, sin por qué ni cómo (y desde luego sin malicia, porque el muchacho era más inofensivo que una margarita), cogió un pedazo de mi pizza y lo mordió. Ya iba Gudrun a cometer el acostumbrado error de chillarle cuando se tuvo que tragar la regañina al ver que yo alargaba mi mano para apoderarme de un pedazo de la pizza con champiñones de Kevin, que por supuesto no se inmutó como tampoco me había inmutado yo cuando él mordió la mía. Filosofaron ellas en tono de mofa acerca de la presunta naturaleza primitiva de los varones, sin que ni Kevin ni yo meneáramos una pestaña para confirmar o refutar las trivialidades con que aquellas hembras parlanchínas nos ridiculizaban, Kevin porque probablemente no las entendía, y yo porque no las quería entender. Lo cierto es que no me causaban el menor rasguño las pullas femeniles por más que yo fuese el blanco de ellas. Contagiado tal vez de la alegría general, se me ocurrió, en parte por complacer a mi sobrina y en parte por el afecto que me inspiraba Kevin, proponer que se me permitiera dormir sobre el viejo sofá desplegable de la habitación del muchacho. Gudrun preguntó a su hijo si le gustaba la idea. Este, por toda respuesta, introdujo con sus dedos pringosos un bloque de pizza en la boca. Se lo pregunté yo y contestó, con la cara gacha, dando unos violentos manotazos de júbilo. Acto seguido, Gudrun y Clara convinieron en dormir juntas como ya habían hecho, según contaron, alguna vez de niñas en la casa familiar de Wilhelmshaven. A Jennifer se le abrió una grieta sonriente en medio del espeso maquillaje cuando supo que volvía a tener su habitación para ella sola. De aquel sábado en adelante, hasta el día, ya entrado octubre, en que nos fuimos con pena de Hannóver, reinó en el piso una atmósfera de concordia, sin otra salvedad que las esporádicas disensiones por minucias entre la madre y la hija, personas de fuertes caracteres, además de contrapuestos. No obstante, tengo para mí que la presencia de Clara y la mía en el piso ayudaba no poco a serenar los ánimos de sus moradores, y ahora mismo no recuerdo que se produjera durante el mes que estuvimos con ellos una sola disputa como aquellas, salpicadas de gritos, insultos y portazos, que menudearon al principio de nuestra estancia.

Hacia el final de la cena, caí de pronto en la cuenta de que dormir separado de Clara acabaría con la racha estupenda de actividad fornicatoria que manteníamos últimamente. A este punto, advirtieron las dos hermanas mi ceño caviloso y, picadas por la curiosidad, pusieron por obra una tentativa de hurgar en mis pensamientos. Yo me apresuré a desviar su atención diciéndoles lo primero que me vino a la boca, esto es, que me parecía sentir un dolor en el vientre. «Serán aires», terció Clara con retintín sentencioso, y Gudrun añadió, enrojecido de alegría el feo semblante: «Pues en mi cocina no los sueltes». Las dos mujeres y mi sobrina rompieron a un tiempo a reír, mostrando empastes y lenguas rosadas como longanizas. Volví, impertérrito, la mirada hacia Kevin nada más que por perder de vista el cuadro simiesco, y aun se me hace que mi circunspección fomentaba el regocijo del hembraje irrespetuoso. El muchacho masticaba pizza con expresión ausente. Los demás ya habíamos terminado de cenar; pero él seguía inclinado sobre su plato, dale que te pego a la mandíbula, como si rumiara. A todo esto, se percató de que su vaso no contenía ni una gota de bebida; agarró entonces sin más el mío, mediado de limonada, y, con la mayor naturalidad, lo vació de un trago. Durante largo rato me siguieron punzando en los oídos las carcajadas de las tres locas.