14

Primero pulsamos unas cuantas veces el timbre del portal. Después, aprovechando la salida de un vecino, subimos al piso y llamamos repetidamente a la puerta. A Clara, yo no sé si por efecto de la extrañeza o de la decepción, se le estaba torciendo el gesto de un modo inquietante. Sabíamos que Gudrun no volvería del trabajo antes de las cuatro de la tarde; pero confiábamos, conforme a lo que habíamos acordado con ella por teléfono, en que uno de sus hijos estuviera en casa a la una, hora probable de nuestra llegada. Consumimos las últimas provisiones de esperanza mirando fijamente el ventanuco de la puerta. Tras el vidrio esmerilado no se advertían señales que delatasen la presencia de alguno de nuestros sobrinos en la vivienda. Cada timbrazo implicaba una carcajada con que la puerta hacía burla de mí por haber acarreado hasta el tercer piso dos pesadas maletas en vano. Acerqué la cara al ventanuco para decir remedando el estilo conminatorio de la policía: «Abre, Kevin, sabemos que estás ahí». Clara me arreó un tirón del brazo. Durante un momento tuve las manos listas por si había que atrapar sus globos oculares antes que se estrellaran contra el suelo, pensando en que de tanta furia estaban a punto de salir disparados de sus cuencas. «Te van a oír los vecinos». Le susurré, sereno, conciliador: «Ten paciencia. El chaval seguro que abre en cuanto haya terminado de masturbarse». Y entonces Clara, en vez de premiar como habría hecho cualquier persona en su sano juicio con una sonrisa, con un ligero arqueamiento de los labios, con una mueca benévola, lo que en mi modesto entender era un chiste gracioso, y no porque se me hubiera ocurrido a mí, bajó a toda velocidad a la calle, dejando un rastro de pisadas coléricas sobre los escalones de madera. Aquello sí que merecía el calificativo de escandaloso. Solo en el descansillo, sentí que mis peores augurios se confirmaban. Si ya teníamos problemas antes de ver a nuestros parientes, ¿en qué pozos de infortunio caeríamos cuando estuviéramos con ellos?

Alcancé a Clara en la calle. «Aquí no quiero esperar», dijo con ceño melancólico, de espaldas al sitio donde a principios de año había muerto su madre. Se acercaba, además, un tranvía con su carga de malos recuerdos. Rápidamente convinimos en que yo llevara las maletas al coche y luego diéramos, para hacer tiempo y alejarnos del fatídico lugar, un paseo por los alrededores. Nos reunimos en un tramo de la Podbi flanqueado de tiendas de automóviles. Andando sin prisa nos dirigimos hacia el puente de Noltemeyer, que es al mismo tiempo, en su parte central, parada de tranvías, y sin llegar a atravesarlo descendimos por una rampa de adoquines hasta un sendero que se extendía a todo lo largo de la orilla del canal. Clara se soltó a monologar en tono lúgubre no bien perdimos de vista la calle. No me parece que me tuviera más en cuenta que a su sombra. Hice una prueba: me rezagué unos pasos y ella, sin detenerse ni volver la mirada, siguió hablando como si nada. Me es imposible transcribir con exactitud cuanto dijo porque dijo mucho y no es la mía memoria de novelista; pero recuerdo que, en lo sustancial, se expresó más o menos de este modo: «Ni una línea pienso escribir sobre Hannóver. No odio la ciudad. Eso, no. Sin embargo, en cuanto la nombro me viene al pensamiento el ataúd de mi madre. Después de lo que pasó me siento incapaz, no ya de ser feliz, sino tan siquiera de sentirme cómoda o tranquila en un sitio que para mí contiene una especie de maldición. Antes me parecía la típica ciudad gris, de rasgos convencionales, que por mucho que se esfuerce jamás tendrá encanto. Pronuncias el nombre de Múnich, de Berlín, de Dresde, de Hamburgo; pronuncias a continuación el de Hannóver y suena como si a un arpa le hubieran aflojado una cuerda. Liri liri… ¡pom! No ha transcurrido ni media hora desde nuestra llegada y ya noto que me falta el aire, que solo con mirar los tejados de las casas se me llenan los ojos de lágrimas».

El cielo azul se reflejaba en las aguas apacibles del canal. Unos cuantos patos adormilados flotaban cerca de los carrizos de la orilla. Enfrente se alzaba la silueta de un molino de grandes aspas blancas y paredes recubiertas con placas de pizarra. Al vernos llegar, los mirlos saltarines se apartaban del sendero, al que volvían tan pronto como habíamos pasado nosotros adelante. Aquí y allá, grupos de estorninos y algún que otro cuervo solitario picoteaban entre la hierba del talud, y yo, por mucho que habría preferido hallarme aquella mañana en alguna región limpia de parientes, no podía menos de rendirme a las delicias del paisaje. «Celebraremos el cumpleaños de Kevin y, en cuanto veamos que no es descortesía despedirse, nos marcharemos. Serán dos, tres días, como mucho hasta el domingo. Aprovecharé para releer lo que llevo escrito, para introducir algunas correcciones y para meditar. Cuando reanude el trabajo, relataré mi salida de Hamburgo en dirección este, y nadie sabrá, porque a nadie le debe interesar, si durante el viaje estuve o no estuve en un sitio llamado Hannóver».

Al cabo de un rato, tras cruzar otro puente, emprendimos el camino de vuelta hacia la Podbi. En algún momento del paseo dejé de prestar atención a las quejas de Clara para abismarme en mis impresiones y recuerdos asociados a la ciudad. Un amor pasajero, meramente fornicatorio, al poco de afincarme en Alemania, cuando aún no había conocido a Clara, me llevó a Hannóver en las postrimerías de un otoño. La chica estudiaba Medicina en Gotinga. Sus padres poseían una villa en una zona selecta, próxima al zoo. Ella tenía previsto visitarlos y me preguntó si me apetecía acompañarla. La villa y el jardín que la rodeaba, con unos árboles enormes, solo pude verlos desde la calle, a través de los barrotes de la verja. Cuando nos bajamos del tren, la chica, Marianne, me contó que había conseguido que un amigo suyo me cediera su habitación en un piso del barrio de Linden, coincidiendo con una estancia de él en el extranjero. Y allá, entre tabiques mugrientos, empapelados de carteles y pasquines de extrema izquierda, seguimos mi amiga y yo sudando nuestros amores por espacio de cinco o seis atardeceres.

Había por aquella época dos Alemanias, y Hannóver, a causa de un azar histórico, estaba situada cerca del borde de una de ellas, que era lo mismo que decir en el confín del mundo occidental o mundo libre, según el convencimiento general de entonces. Más allá se alzaba el silencio impenetrable del llamado «telón de acero», que reproducía a lo largo de anchas tierras boscosas el designio de unos lápices victoriosos sobre un mapa. Sin el ajetreo ni el mestizaje cultural propio de las ciudades de paso; sin la vitalidad, en suma, de los lugares fronterizos (a pesar de hallarse cerca de una frontera y ser la capital de un estado federado), Hannóver conllevaba con resignación su destino de fin de trayecto. Hannóver era todavía en la década de los ochenta, antes de la Reunificación alemana, el nombre de una vía muerta.

Como de costumbre cada vez que llego a una ciudad para mí desconocida, me tentó perderme por las calles en compañía de mis reflexiones. Mi compañera de esparcimientos sexuales consideraba innecesario presentarme a su familia. Así pues, desde la mañana hasta la caída de la tarde, cuando nos reuníamos para hacer rechinar los muelles del camastro, yo dedicaba las largas horas de soledad al ejercicio barato del paseo. Me animaba el propósito común de verificar con ayuda de las fachadas, de los monumentos y los detalles ornamentales antiguos, el mayor o menor prestigio histórico del lugar. Enseguida comprobé que por entonces el rostro de Hannóver carecía de edad. En vano busqué vestigios de otras épocas. Hallé, sí, a costa de esfuerzo caminante, media docena de ruinas dispersas, cuidadas con pulcritud y consagradas al recuerdo y escarmiento de las generaciones venideras: apenas unas paredes sin techo, cada una con su correspondiente placa explicativa y sus vigas y maderos de apuntalamiento, y todas ellas sin excepción circundadas por la fealdad arquitectónica de los años cincuenta y sesenta del siglo XX. Los bombardeos aéreos de los aliados, en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, arrasaron la ciudad. Hannóver semejaba en la primavera de 1945 una escombrera. Sobrevivió el topónimo, un número trágicamente escaso de fachadas venerables y una población famélica de viudas y solteras dispuestas a juntar los ladrillos desparramados por el suelo y emprender sin demora las tareas de reconstrucción. Hay en el vestíbulo del Ayuntamiento una exposición permanente de maquetas para que el visitante se estremezca viendo lo que la ciudad fue y ya nunca más será. Durante varias décadas Hannóver contó tan solo, para alimentar unas pocas llamas de orgullo local, con una explanada donde se ubica su vasta y conocida feria de muestras, y con la fama honrosa de hablar el genuino alto alemán. Sufre Hannóver sin sobresaltos otras desventuras lentas y perdurables, como la desventura de hallarse lejos de las montañas, de los ríos anchos y del ancho mar. Dicen algunos, mostrando a manera de prueba conchas fosilizadas, que en periodos geológicos anteriores la llanura sobre la cual se asienta la ciudad fue fondo oceánico. Lo cierto es que hoy no les queda a los hannoveranos más consuelo acuático que los paseos en barca de alquiler por un lago de discretas proporciones, el Maschsee, de pronunciación difícil para la boca extranjera. Es un lago artificial, obra del nazismo, que puso a excavar con palas y picos un hoyo a cientos de ciudadanos varones con la idea de falsear la tasa del paro. De aquel furor actualmente solo queda, por fortuna, la altanería agresiva de los cisnes.

Hannóver cambió de golpe a consecuencia de la Reunificación. Por de pronto dejó de estar en el borde. De la noche a la mañana, como quien dice, le fue restituida la posición geográfica central que tuvo antaño. He leído que a raíz de la Exposición Universal del año 2000 se llenó de novedad y audacia arquitectónica, y que ya no es raro que la mirada del paseante encuentre incentivos para detenerse a observar con gusto y atención. La modernidad no le ha robado a Hannóver sus dimensiones humanas. Las calles, hoy por hoy, rebosan de seres humanos de todas las apariencias y colores. Allá se alinean unas cuantas verdulerías regentadas por turcos de bigote espeso, una pelirroja canta en ruso en una esquina, un turbante cruza la calle, cuatro o cinco indios de los Andes tocan sus instrumentos autóctonos junto a la entrada de unos grandes almacenes. Hannóver retoza hoy como un niño, como una ciudad-niño renacida de unas cenizas que no quiere recordar, que ya no la tiznan, que se llevó (esperemos que para siempre) el viento incesante de la Historia.

En torno a las dos menos cuarto volvimos a llamar al timbre del portal. Me mortificaba una sensación de vacío interior, conocida mundialmente con el nombre de hambre. Cometí la típica imprudencia de mostrarme sincero. «Pues entra ahí», replicó Clara de mal humor, señalando el escaparate cercano de una panadería, «y cómprate un bollo». «Preferiría un filete a la plancha con patatas y champiñones fritos, salsa de mostaza y una copa de vino. Bueno, dos». En realidad hablaba solo, pues no bien hube pronunciado la palabra «filete», Clara me dio ostensiblemente la espalda. Se me hace a mí que pulsó de nuevo el botón del timbre con la misma saña con que le habría gustado hundirme el dedo en un ojo. La oí renegar: «solo piensas en ti». El hambre, esa forma extrema del egoísmo, según Clara, me llenó de hormonas pendencieras los vasos sanguíneos, de modo que, pasadas las dos y cuarto de la tarde, Jennifer nos sorprendió enzarzados en una discusión delante del portal de su casa. Tras apoyar la bicicleta contra la pared, la muchacha nos tendió la mano sin decir palabra. Clara tuvo que hacer hueco a una sonrisa de circunstancias en medio de su gesto acalorado. Es mala fingidora. En su semblante se produjo un vaivén de facciones tan inverosímil, tan ridículo, que por poco se me escapa una carcajada cuando estreché la mano de su sobrina.

No habíamos visto a Jennifer desde el entierro de mi suegra. En obra de ocho meses había engordado tanto que al pronto no la reconocí. Su cara siempre delgada, en la que se marcaban los pómulos y las mandíbulas, presentaba una hinchazón carnosa que había vuelto los labios hacia el interior de la boca y reducido el repertorio de gestos a un rasgo fofo, esférico, apenas expresivo. Me duele escribir esto, pero yo no inventé la realidad. Y real es que donde antes había una garganta, no ya de porcelana, porque tampoco quiero incurrir en exageraciones de poeta (en cualquier caso fina, bonita, bien torneada), había ahora un papo de cuidado. Aún me impresionaron más las perneras de sus pantalones, embutidas de muslos y pantorrillas hasta casi reventar. Una lástima. Cuando la vi apearse de la bicicleta con la pesadez propia de los gordos, me pregunté: «¿Será ella?». Y sospecho que Clara, a juzgar por el pasmo mal disimulado de su mirada, estaba formulándose idéntica pregunta. El exceso de maquillaje empeoraba, por añadidura, el aspecto de la muchacha. Una capa pastosa ocultaba la tersura natural de su frente y sus mejillas. La palidez del cutis se acentuaba por contraste con la sombra negra de ojos. Se había puesto, además, tal cantidad de rímel que los pelillos de las pestañas, pegados unos con otros, tenían el grosor de fideos. Y remataba aquella fealdad, que, conociendo el carácter difícil de Jennifer, acaso obedeciera al propósito de oponerse a los gustos y criterios de su madre, el pelo corto, teñido de un rubio casi blanco, con unas cuantas mechas rojas a los costados. Llevaba, en fin, una perforación en una aleta de la nariz, acabada en una pequeña bola de níquel, y otra similar, como comprobamos más tarde, en la lengua. Por encima de su hombro, cuando dejó que yo le sostuviera un instante su mano laxa, no más efusiva que la de un muñeco de trapo, vislumbré en las pupilas de Clara un ruego para que me abstuviese de irritar a la muchacha con alguna cuchufleta.

Jennifer nos precedió en silencio por la escalera. En silencio abrió la puerta del piso. Dejó las deportivas tiradas en el suelo, junto a una pila de zapatos revueltos, y a nosotros solos en el recibidor antes de meterse en su dormitorio, del que no habría de salir hasta la llegada de su madre, dos horas después. Me causó una viva impresión de infelicidad; pero no dije nada. Me limité a cumplir con Clara ese rito, que tanto me repugna, de quitarse los zapatos al entrar en casa ajena. Nuestras zapatillas estaban con el resto del equipaje en el maletero del coche, así que no hubo más remedio que pisar el suelo de linóleo, yo en calcetines y Clara, que había venido con zapatos abiertos de verano, descalza. A los pocos pasos, comprobé que se me había adherido pelusa a los calcetines. Se los mostré a Clara. ¡Qué tiempos aquellos en los que su hermana, durante las reuniones familiares, presumía de limpieza, de orden y de leerles todas las noches a sus hijos, antes de apagar la luz, un fragmento de la Biblia! Porque también nos ponía su religiosidad como ejemplo de vida ordenada con premio seguro en el más allá. Clara se miró las plantas de los pies. Las tenía ligeramente ennegrecidas. Sin necesidad de ponernos de acuerdo nos calzamos. Clara se vino a mí y me estampó un beso serio en los labios. Amigos otra vez. Pero no me fío. Conque le agarré un pecho sin más ni más y, como no se resistiese, me convencí de que era auténtica la reconciliación. Luego me dijo por lo bajo: «Ratón, cuando nos hayamos ido y estemos lejos de Hannóver harás todos los comentarios que te plazcan; pero hasta entonces, ni uno. ¿Me lo prometes?». Acerqué la boca a su oreja para decirle: «Me está viniendo a la nariz un aroma como de pan caliente».

El rastro del olor nos llevó a la cocina. Dentro del horno se estaba dorando una pizza funghi de la marca Dr. Oetker. Quienquiera que la hubiera puesto allí había dejado la caja y el envoltorio de plástico encima de la mesa. Vi que el mando de la temperatura marcaba noventa grados. Con esa intensidad de calor ni dentro de una hora estaría la pizza lista. «Ratoncito, creo que ya puedes bajar al coche y subir el regalo de cumpleaños. Y de paso podrías traer las maletas». Cuando regresé, Kevin estaba sentado a la mesa, masticando pedazos medio crudos de pizza con la cara inclinada sobre el plato. Lo saludé y él, como de costumbre, no me miró. Yo no sé cómo se las arregla para conocernos puesto que nunca nos mira a la cara. Quizá nos identifique por la voz. «Tengo mucha hambre», le dije. «¿Me das un trozo de pizza?». Contestó que no mediante una sacudida enérgica de la cabeza. «Yo pensaba que éramos amigos». En vano esperé una respuesta, un gesto, una señal de que me hubiera entendido. «Te compro la mitad por dos euros». Repitió la sacudida de cabeza. «Por tres». A su espalda, Clara me hizo señas para que me callase. Permanecimos ella y yo un buen rato de pie sin decir palabra, mirando cómo la pizza desaparecía poco a poco dentro de la boca de Kevin. Cuando terminó de comer, lo felicitamos por su cumpleaños sin darle la mano ni abrazarlo, pues nos tienen dicho que no le gusta que lo toquen. Clara le tendió un sobre con cincuenta euros y una postal donde por la mañana habíamos escrito una frase cariñosa. Yo desplegué ante el muchacho, convencido de que reaccionaría positivamente, una bufanda del Wérder Bremen. «¿Te gusta?». Se encogió de hombros. Al rato tomó el dinero y, sin despegar la barbilla del pecho, se marchó a su habitación.

La penuria de alimentos que encontré en el interior de la nevera trajo a mi memoria los relatos testimoniales, oídos en tantas ocasiones a mis suegros y con menor frecuencia a tía Hildegard, acerca de los tiempos duros de la posguerra en Alemania. «Tengo la impresión», dije, «de que no has puesto a tu hermana al corriente de nuestra costumbre, tal vez reprobable, de cenar a diario». En uno de los cajones destinados a guardar la verdura yacía una coliflor aprisionada en estrecha y apática soledad. Dentro del otro dormitaban dos zanahorias rugosas, sucias de barro seco, en compañía de nueve o diez coles de Bruselas amarillentas. Vi sobre una balda un trozo de queso de brie al que había sido fijado mediante un mondadientes un cuadrado de papel en el que podía leerse un aviso escrito con bolígrafo: «Propiedad de Jennifer». La nevera contenía poco más: una fuente de patatas cocidas, un frasco en el que apenas quedaba un dedo de mermelada de fresa, una caja casi vacía de leche; en total, media docena de víveres de aspecto poco tentador a pesar del hambre que me corroía. Llamé la atención de Clara sobre el queso con propietario. «No quiero problemas», dijo ella, «así que mejor no toques nada». Sugerí que o bien saliéramos en busca de unos vales de racionamiento, o bien preparáramos con las rebanadas de pan de molde que se veían al lado de la cafetera, dentro de una bolsa de plástico, unos bocadillos de coliflor cruda y patatas frías con kétchup, porque un frasco de kétchup también había en la nevera, con la fecha de caducidad, eso sí, cumplida. En mi parecer, esta circunstancia no debía representar para nosotros ningún inconveniente, «puesto que tampoco hemos venido a este piso a disfrutar», dije a modo de conclusión. «Ratoncito, créeme que te entiendo, pero me es imposible ayudarte. En lugar de serrar mis nervios con tus cínicas palabras, dime, ¿por qué no bajas a la calle y buscas un sitio donde te puedas atiborrar de comida?». Transcurrida media hora, se apoderó de mí la fuerza misteriosa que impelía a los moradores de aquella vivienda a aislarse en recintos cerrados. A espaldas de Clara rapiñé un plátano de cáscara negruzca, de dos que había en un frutero próximo a la repisa de la ventana, y con la excusa de cierto apuro corporal, me retiré a comerlo a escondidas en el cuarto de baño. Tenía tanta hambre que mi estómago succionó los pedazos a medio masticar, eximiéndolos del trámite de sacarles gusto. Arrojé la cáscara al fondo del inodoro y apreté el pulsador de la cisterna. El chorro de agua siguió su camino sin llevarse la cáscara. Repetí la operación dos y tres veces, hasta que a fuerza de empujar el desperdicio con el mango de una fregona logré finalmente que desapareciera en el sifón.

A media tarde llegó al piso una cesta con alimentos. En un segundo instante advertí que al lado de la cesta venía una persona. Gudrun nos besó en la mejilla no sin ciertos aspavientos afectuosos que me parecieron nuevos en ella. Luego de lanzar una fugaz mirada a nuestros pies, aprobó que no nos hubiéramos descalzado puesto que, «sintiéndolo mucho, ya sabéis lo estresada que vivo», no había tenido tiempo de fregar los suelos. Me sorprendió gratamente su trato horizontal, de tú a tú, exento de la fría distancia y de los formalismos propios de quien se siente superior a los demás, motivo por el que esta mujer me resultaba tan antipática en tiempos anteriores. Se conoce que a fuerza de disgustos se había vuelto sincera y natural, algo impensable por los días en que la conocí, y que ya no experimentaba el menor impulso por aparentar una felicidad que no tenía. Sin que hubiera transcurrido un minuto desde su llegada, comenzó a hablar mal del padre de sus hijos. Consideraba a Ingo un cobarde que «había huido de sus responsabilidades familiares dejándola a ella sola con todos los problemas». Acto seguido, aplicó a los seres humanos de sexo masculino unos apelativos no precisamente halagüeños, de los cuales me exoneró con una sonrisa de su boca sin labios tan pronto como se hubo percatado de mi presencia. «No te quejarás, ¿eh, Clara?, del marido que Dios te ha dado». «Bueno, en líneas generales mi dulce ratón se porta bien conmigo». A este punto, Clara me arreó una palmada suave en el cogote cuyo significado, aparte de la broma indolora que entrañaba el golpecito, podía cifrarse en el aserto: «no te hagas ilusiones, muchacho», u otro por el estilo. Intervine: «¿Me dejáis que diga una cosa?». Clara me espetó: «Este es un diálogo entre mujeres, por si no te habías fijado». «Hermana, no seas así. Deja que hable». Y entonces le pregunté a Gudrun, señalando la cesta, si por casualidad no tendría para mí una galleta, una ciruela o cualquier otra fruslería con que engañar el hambre. Intenté, por no parecer descomedido, justificar mi petición; pero las protestas de Clara me impidieron decir siquiera una palabra. Supimos que a las siete de la tarde estaba previsto celebrar el cumpleaños de Kevin en un restaurante italiano situado al final de la Podbi, según se va hacia el centro de la ciudad. «Ratón, no me digas que no puedes esperar poco más de dos horas». Así y todo, Gudrun fue partidaria de que su hambriento cuñado se aliviase con unas rebanadas de pan de centeno y algo de queso y salchichón que ella acababa de comprar en el supermercado. Y se puso a servirme y agasajarme ante la mirada cada vez más ceñuda de Clara, que me sacudió otro cogotazo, este ya tirando a recio, cuando las dos mujeres salieron de la cocina.

La modesta colación me supo a gloria. La miga esponjosa y aún tibia del pan conservaba intacto su aroma de cochura reciente. Un crujido seco, delicado, sonaba dentro de mi boca cada vez que yo mordía la corteza. Y no solo el paladar, el cuerpo entero con su revoltillo de órganos recibía alborozado los bolos alimenticios que iban cayendo en el estómago. Los primeros bocados habían sido forzosamente bestiales, destinados a aplacar una necesidad que me acuciaba desde hacía largas horas; pero una vez que a partir del tercero o cuarto conseguí mantener a raya la voracidad, comencé a arrancar con los dientes trozos más pequeños de comida y a sentir viva satisfacción masticándolos sin ansia. Procuraba no saciarme demasiado deprisa para que no careciera de sabor mi victoria sobre el hambre. Nunca he creído que la felicidad resida en el hartazgo. Prefiero con mucho las buenas sensaciones que se obtienen luego de haber superado un dolor, o al dejar atrás un apremio, o al saberse a salvo de fatigas y molestias, de forma que hoy por hoy la salud física y el bienestar mental son la única utopía que reconozco.

Mientras merendaba en agradable ausencia de mujeres, me distraje ojeando un periódico del día anterior que encontré por casualidad sobre una de las sillas de la cocina. Me detuve en una entrevista con el alcalde de Hannóver, cuyo nombre no recuerdo. Era un socialdemócrata de cabeza monda y sonrisa de abuelo bonachón, que llevaba por entonces treinta y un años en el cargo, y aún habría de durar en el puesto, si no me equivoco, algunos más. Se oía a Gudrun discutir a voces con su hija detrás de una puerta cerrada. La hija no gritaba menos que la madre y yo bebí un sorbo de agua para empujar el último bocado de pan con salchichón. Entró Clara con sigilo en la cocina. Se abalanzó como un ave de presa sobre la segunda mitad de mi frugal merienda. De un zarpazo se apoderó del pan con queso y, para cuando me di la vuelta, ya le había dado tres mordiscos feroces, indignos de una ciudadana con estudios universitarios, responsabilidades pedagógicas y aspiraciones de escritora. Solo habría faltado que me reprendiese porque la loncha no estaba untada de mantequilla, como a ella le gusta. «Ratón, me mareo de hambre». Le reproché en tono de padre estricto que me dirigiese la palabra con la boca llena. «Perdona», y como para recobrar la categoría de ser civilizado, perdida en apenas un segundo de insania animal, me devolvió el pan y el queso con las marcas inconfundibles de sus dentelladas. Le pregunté si Gudrun y Jennifer padecían alguna dolencia del oído. «Discuten por el reparto de las habitaciones. Gudrun nos cede su cama y ella pasará la noche con Jennifer. A la muchacha le ha entrado un ataque de rabia al enterarse. Pretende dormir en casa de una amiga mientras estemos nosotros aquí». «¿Y no le has dicho, para su tranquilidad, que mañana temprano nos iremos?». «Bueno, ratón, todavía no está muy claro cuándo nos iremos. Además», se volvió a mirar hacia el vano de la puerta para asegurarse de que nadie la escuchaba, «Gudrun me ha contado al oído que seguramente lo que enfada a Jennifer es otra cosa. Celos. Ya sabes: su hermano tiene cumpleaños, esas cosas. Quizá debíamos haberle traído a la muchacha algún presente». «¿Otra bufanda del Wérder Bremen?». «Está de un genio terrible. Dice que luego no va a venir al restaurante».

Supe a continuación que había otro problema. «Ratoncito, ¿tú podrías ayudar a Kevin a hacer los deberes del colegio? Solo no es capaz de hacerlos, y Gudrun, que lo ayuda todos los días, ya ves el lío que tiene. Conociendo al muchacho no me puedo imaginar que le hayan asignado una tarea difícil. Dice Gudrun que hay que procurar que haga el trabajo por su cuenta; pero si no puede o se desconcentra, entonces le echas una mano. Mientras, yo colgaré nuestra ropa en el armario y prepararé la habitación para esta noche». La boca llena de pan, indiqué por medio de una seña que primero deseaba terminar de comer, a lo que ella, al tiempo que salía de la cocina, respondió: «Bueno, pero no tardes porque ya sabes que a las siete nos espera la cena». Me comí el otro plátano negro aprovechando que había quedado oculto en el frutero debajo de un montón de manzanas y nadie me veía. Aplacada el hambre, me arrollé al cuello la bufanda que Kevin había dejado abandonada sobre el respaldo de una silla y me dirigí a su habitación. Por un momento dudé en llamar con los nudillos a la puerta. Luego pensé que aquello sería añadir más ruido a las voces que daban Gudrun y Jennifer, apenas amortiguadas por las paredes, y que el muchacho acaso haría una interpretación equivocada de mis golpes contra la madera, de modo que para simplificar la cosas entré sin pedir permiso.

Al punto comprendí el desacierto que habíamos cometido al regalar a Kevin una bufanda del Wérder Bremen. Objetos con motivos del Hannóver 96 adornaban en abundancia la habitación. Al recuerdo me vienen la colcha, la almohada, una estera, la pantalla de una lámpara sobre la mesilla, carteles con fotografías y dibujos, una camiseta con el nombre de Altin Lala, un banderín y, por supuesto, una bufanda extendida sobre el marco de la puerta. Él estaba en la cama, mirando despatarrado un programa de televisión. «Kevin», le dije, «a ti te gusta el Hannóver 96, ¿verdad?». Hizo un gesto afirmativo sin apartar los ojos del televisor. Por darle gusto me quité la bufanda que le habíamos traído de regalo. Yo sabía que él me veía aunque mirase hacia otra parte. Seguro de ello, arrojé la bufanda por la puerta abierta al pasillo, y dije: «Wérder de mierda», por más que el Wérder era, es y probablemente será siempre mi equipo favorito de la Bundesliga. El muchacho esbozó una de esas leves sonrisas que se le quedan congeladas en los labios durante horas. Le propuse a continuación que hiciéramos juntos los deberes. El problema era que no me sabía decir en qué consistían estos. Ni yo al principio con toda mi buena voluntad, ni después su madre, ni por último Clara, que se caló a tal efecto las gafas de correctora de exámenes y cuadernos, logramos descifrar sus anotaciones relativas a las tareas que debía realizar para el día siguiente. No hubo más remedio que llamar por teléfono a la maestra. Aclarada la cuestión, propuse a Kevin, no bien nos hubimos quedado los dos solos, que despacháramos cuanto antes el trabajo para que luego pudiéramos echar una partida de fútbol de un videojuego que estaba allí a la vista. En total, eran cinco ejercicios de quebrados. «¿Tú sabes hacer esto?», le pregunté. Se encogió de hombros. Durante unos instantes observé sus facciones impasibles, su mirada gacha, su sonrisa impenetrable, un grano rojo que le había brotado en la barbilla. «A ver, dame la pluma y tú ve instalando el juego». Íbamos empate a dos cuando se abrió la puerta de golpe. Gudrun manifestó su asombro por lo rápido que habíamos terminado la tarea. No había día, según dijo, en que no pasara una o dos horas ayudando a su hijo. Oí por detrás de ella la voz de Clara: «Mi ratón, cuando se lo propone, es un buen ayudante». Agregué, con idea de neutralizar cualquier posible suspicacia, que los hombres tenemos nuestros propios modos de comunicarnos. Nada más decirlo sentí que un dedo de Kevin me pinchaba en el brazo. Por un momento creí que el muchacho secundaba mis palabras. Al volver la cabeza, me dijo con su voz grave y monótona: «3-2». En la pantalla del televisor, los jugadores de su equipo se lanzaban unos encima de otros, formando una pila jubilosa. «Kevin, di la verdad. ¿No me habrás metido el gol en fuera de juego?». Y él negó la inculpación meneando la cabeza enérgicamente, incapaz de entender la ironía.