Gudrun vivía por entonces en el 294 de la Podbielskistrasse. Yo nunca le he tomado a mal que reprochase una vez a su hermana la decisión de casarse con un extranjero. Ni siquiera nos conocíamos personalmente cuando, en el curso de una cena familiar a la que no asistí, dijo aquellas palabras que Clara no olvida ni acaso, en el fondo de su corazón, perdona. En presencia de sus padres se permitió algunas chanzas hirientes acerca de la previsible duración de nuestro recién anunciado matrimonio. Mis suegros callaban, convencidos acaso de que la hija mayor no andaba descaminada en sus conjeturas. Por aquellos días, Clara aún no había terminado sus estudios; yo era un becario de veintitrés años, sin perspectivas laborales, sin permiso de trabajo ni de residencia más allá del tiempo que durasen mis actividades universitarias, pero con unos rizos largos y oscuros que, según insinuaron en cierta ocasión mis futuros parientes alemanes, debían de haber sorbido el seso a Clara, rubia convencional, de melena lisa hasta los hombros, como Gudrun.
En la forma y color del cabello empieza y se acaba el parecido de las dos hermanas. Clara tiene un rostro agraciado, por más que practique el hábito femenino de negarlo ante el espejo, mientras que Gudrun, con todos mis respetos, se acerca a la descripción que dedica Goethe a su hermana Cornelia en Poesía y verdad. Ni siquiera cuando sonríe se atenúa, como sucede de ordinario en las fisonomías infortunadas, la fealdad de su rostro hinchado de ojos vulgares, barbilla puntiaguda, carrillos gomosos y boca sin labios, ya que entonces asoma una dentadura postiza semejante a una fila de teclas de plástico. Si tuviera más confianza con ella le recomendaría que expresase sus satisfacciones y alegrías en modo solamente verbal. La primera vez que la vi no pude menos de decirle a Clara no bien estuvimos solos: «Te preferiría desdentada, mojándome de saliva cuando me hablaras de cerca, a que te dejases empedrar la boca como tu hermana». Ya desde pequeñas, Gudrun pasaba por ser la hija juiciosa, y Clara la díscola y voluble. Hasta el nacimiento de Kevin, a Gudrun le había bastado emplear los recursos de la sensatez para que la vida le mostrase su cara más risueña. Mujer de aspiraciones apacibles y burguesas, se había casado de blanco con Ingo en la St.-Stephanus-Kirche de Schortens, la ciudad de donde procedía el novio. En fotos la he visto bailando con su suegro durante la fiesta de boda. Regaló, según reza el dicho, dos hijos al marido. Logró un buen puesto de trabajo en la sección de contabilidad de la fábrica de galletas Bahlsen. Por verano los cuatro viajaban a sitios como Mallorca o Creta, incluso una vez a Disneylandia en Florida, y por Navidades instalaban el abeto con las bolas y los espumillones en la sala de estar. Asistían regularmente a los oficios religiosos, tenían los hijos bautizados, votaban a la CDU.
Clara, dos años más joven, está hecha con otros materiales. Todavía me acuerdo de cuando su difunta madre le reprochaba medio en broma, medio en serio, los disgustos y decepciones que en épocas pasadas, había causado a la familia. A la buena mujer no se le había ocurrido pensar que quizá una razón escondida motivaba la conducta con que su hija menor perturbaba la paz hogareña incluso antes de su ingreso en la pubertad. Y una razón había, en efecto, para su desapego, su rebeldía, sus ataques de furia, su invencible tozudez. Mientras que Gudrun fue lo que suele llamarse un fruto deseado, Clara nació a consecuencia de un coito mal interrumpido. La espina de no creerse suficientemente querida por sus progenitores jamás ha cesado de dolerle. Hoy día aún sigue atribuyendo su predisposición a la jaqueca a las tentativas de aborto con que su madre trató de impedir su nacimiento. Por otro lado, cuesta comprender el propósito por el que una madre revela intimidades tan penosas a una niña de ocho o nueve años. Clara lo interpreta como una forma de castigo. La conclusión lógica era que todo habría resultado más fácil sin su presencia. Mi suegro, ingenuamente, acostumbraba declarar que le habría gustado tener un hijo varón. Y luego estaban los agravios comparativos. Si Gudrun traía buenas notas escolares (y siempre las traía), se extendía por la casa un aire de celebración y de orgullo; si las traía Clara (que propendía a resultados mediocres), un gesto de alivio acompañaba a las palabras de felicitación. Estos recuerdos de familia se los he oído referir a Clara en incontables ocasiones. «No tuve buena infancia, ratón. Crecí convencida de ser un estorbo, como cuando no podíamos tomar el barco de Helgoland, visitar el mercado navideño o ir a cualquier parte porque a mí me dolía la cabeza. Y entraba mi madre en mi cuarto y me preguntaba en la oscuridad, junto a la cama: ¿te duele de verdad? No sé si me entiendes. Mis padres eran buenos; pero yo tenía en todo momento la impresión de que algo fallaba, de que cuando me veían llegar se les borraba de repente la sonrisa».
Su padre, que es una de las personas más pacíficas que ha pisado la faz de la Tierra, había adquirido el compromiso de recompensar mediante una moneda de dos marcos los sobresalientes y los dictados con cero faltas. De este modo, Gudrun llenaba con rapidez la hucha y Clara, a quien se supone que la fortuna de su hermana debía servir de acicate, se encerraba en el cuarto de baño a llorar recomida de envidia. Repitió el séptimo curso por despecho, dedicado todo su talento a coleccionar cuatros y cincos en los exámenes. Durante la adolescencia, mi suegro tuvo que salir de noche varias veces a buscarla por los bares y discotecas de Wilhelmshaven, y en una ocasión pasó varios días con amigos en la isla de Wangerooge sin avisar a la familia. Terminó el bachillerato con un vergonzoso 3,3 de nota media (Gudrun con un glorioso 1,7). A los diecinueve años, entró de aprendiza en la filial del Commerzbank de Varel, de donde un buen día, lejos de haber culminado su formación profesional, se despidió alegando que había decidido recorrer mundo. Por el mismo motivo rompió su relación con un chico que la adoraba. Para desesperación de su familia vivió sin apenas dinero cinco meses en Nueva Zelanda, alojada en el galpón de una hacienda de viticultores, a poca distancia de la bahía de Hawke, con el cuerpo moteado de manchas rojizas que le producían un picor insoportable, con continuas diarreas y con unos ataques de migraña que no le quedaba más remedio que soportar en toda su crudeza por falta de medicamentos. Nada de ello impidió que guardara un grato recuerdo de la aventura. Perfeccionó su inglés, dejó el tabaco, descubrió las posibilidades creativas de la soledad escribiendo versos y redactó un diario de cuya reelaboración posterior resultaría una primera novela nunca publicada. Una mañana, con el sol a punto de levantarse sobre la raya del horizonte, determinó darle a su vida una orientación positiva, la que fuera, pero positiva. Con los pies dentro del mar, se dijo: «Ahora ya sé quién soy y lo que quiero. Es hora de volver». A su regreso, emprendió estudios universitarios en Gotinga. Sus padres temieron que se tratara de otra de sus ocurrencias pasajeras. Le prestaron, no obstante, apoyo económico en la esperanza de que no se instalase hasta el final de sus días en el otro extremo del mundo. En Gotinga se lio con un estudiante extranjero que se ejercitaba en el aprendizaje del idioma alemán y con el cual, un martes lluvioso, contrajo matrimonio en el Ayuntamiento de la ciudad, rodeada de media docena de conocidos que actuaron como testigos y lanzadores de arroz, sin fiesta de boda, sin parientes, sin luna de miel, con una jaqueca que la obligó a dirigirse por el camino más corto desde la pizzería donde estaba celebrando el acontecimiento a la cama. Han transcurrido dieciséis años desde entonces y aquí continuamos, juntos en una casa de pueblo con jardín, la Clarita y el menda ya despojado de sus rizos, sin que jamás en todo este lapso se nos haya pasado por la cabeza la idea de colocar en la sala un árbol de Navidad ni tan siquiera una corona de Adviento. ¿Será ese el secreto de nuestra relación duradera?
Vuelvo a Gudrun, que es en realidad de quien había hecho propósito de acordarme por escrito esta mañana. Tardó tiempo en comprender que yo no representaba un peligro para Clara. Transcurrieron los años; nuestro divorcio inevitable no se había consumado y su joven hermana no solamente seguía viva, sin huesos rotos ni ojos morados, sino que hasta se permitía darme órdenes en presencia de sus familiares, una vejación que desata en mí un placer supremo con tal que la sufran otros. Gudrun se fue acostumbrando a sonreírme. No me atrevería a afirmar lo mismo ni lo contrario en el caso de Ingo, frisio de dos metros de altura, tan lento de cara como de pensamientos, con quien en cierta ocasión, antes de perderlo de vista para siempre, sostuve un diálogo que recuerdo en sus términos exactos tanto por su brevedad como por ser el único que mantuve con él a solas en toda mi vida. Tras aparcar los respectivos coches (el suyo, por supuesto, más grande y potente que el nuestro), habíamos coincidido de forma casual ante la casa de mis suegros, donde el resto de los parientes nos esperaba para comer. Ingo, como más versado en el idioma local, fue el primero en tomar la palabra. «Hola», dijo. Era hombre lacónico, pero certero en la expresión. Se le entendía sin problemas. «Hola», repetí. «¿Cómo te va?». «Bien, ¿y a ti?». «Bien». Al cabo de seis o siete segundos de silencio, añadió: «¡Cuánta lluvia!». «Sí.» Me tentó preguntarle si era el autor del manual con que empecé a aprender alemán algunos años antes, por cuanto en una de sus primeras páginas figuraba un diálogo casi idéntico al nuestro; pero me mordí la lengua por temor a que se nos enfriara la comida mientras él discurría una respuesta. En cambio, Gudrun y yo hablábamos algo más en el curso de nuestros esporádicos encuentros familiares, y llegó por fin un día en que abandonamos la ceremonia de estrecharnos la mano en el momento de los saludos y yo pasé, tras consultar el asunto en privado con Clara, a besar sin grandes efusiones, pero con naturalidad, sus blandas y carnosas mejillas.
Por la época de nuestro viaje, si hubiera escrito una lista de conocidos míos acosados por la mala suerte, el nombre de Gudrun habría ocupado por derecho propio el primer lugar. Y, desde luego, vivir en la Podbi, como se conoce entre los hannoverianos a esa transitada y ruidosa calle, la más larga por lo visto de la ciudad, es uno de los numerosos infortunios que le había tocado soportar a la pobre mujer. Clara no paró de hablarme de Gudrun durante el trayecto por la autopista que lleva a Hannóver. La larga rivalidad mantenida por las dos hermanas durante la infancia y la adolescencia se había transmutado en un hondo sentimiento de pena de la más joven hacia la mayor. «Ya sabes, ratón, la vida te quita por un lado lo que te da por el otro». Puestos a filosofar dentro del coche, a ciento cuarenta kilómetros por hora, sentencié: «Sí, y al final te lo quita todo». Agregué que hablaba en serio. El tema, no lo ignoro, es delicado. «Bueno, pero cuando estemos en su piso espero que no empieces con tus chistes y juegos de palabras. Anda, ratón, prométeme que sabrás comportarte». «Lo prometo si tú me prometes que no te pondrás a mandarme (haz esto, haz lo otro) delante de tus parientes». «¿Me consideras una persona autoritaria?». «¿Y tú a mí un humorista?». «Ya sé dónde te escuece, ratón. Pero te juro que reanudaremos nuestro viaje dentro de dos o tres días, a lo sumo dentro de una semana». «O de un mes», dije, presintiendo que llegaría octubre y seguiríamos en Hannóver, como así ocurrió.
Mientras viajábamos por la autopista nos vinieron al recuerdo aquellas peregrinaciones que mis suegros, los padres y hermanos de Ingo, amigos de Schortens y de Wilhelmshaven, nosotros y más raramente tía Hildegard emprendíamos de vez en cuando para cumplir el rito de contemplar de cerca la felicidad de mis cuñados. «Clara», protestaba yo cuando vivíamos en Gotinga, «no salimos de paseo porque tienes que preparar tus exámenes y ahora me vienes con esto». «Ay, ratoncito, te doy la razón; pero, si no los visitamos, ellos y el resto de los familiares pensarán que nos corroe la envidia. Estudiaré en el tren». Cada cierto tiempo, a Gudrun y a Ingo les sucedía un hecho venturoso. No quiero decir que periódicamente les tocase la lotería o que protagonizaran proezas a intervalos regulares. En realidad eran personas dedicadas por entero al cultivo de la rutina. Las novedades y los riesgos les producían una desconfianza innata. Lo experimenté en mis propias carnes. Empezaron a aceptarme a partir de la tercera o cuarta vez que me vieron, no tanto por mis cualidades, si es que poseo alguna, o por mi temperamento, sino porque para entonces ya se habían familiarizado un poco con mi presencia.
De vez en cuando alcanzaban lo que suele llamarse un logro en la vida. Estos logros se conoce que afianzaban su convencimiento de vivir conforme a una estrategia modélica. De ahí que, aunque fueran ellos los beneficiarios directos, no los considerasen un asunto exclusivamente privado. Regía en el clan familiar una ley tácita, nunca por nadie promulgada pero no por ello menos vigente, según la cual no bastaba con felicitarlos por carta o por teléfono; había que acudir a Hannóver a una hora determinada de cierto día y congregarse en torno a su felicidad hogareña con un obsequio apropiado para la ocasión. Asistíamos sonrientes, jocosos, elogiadores, a los sucesivos acontecimientos. Gudrun ha obtenido un ascenso en la central de Bahlsen; todos a Hannóver y mi suegra rebosante de júbilo, pues nació en aquella ciudad y estaba persuadida de que los éxitos de la hija mayor la compensaban de sus infortunios infantiles en tiempos de la guerra. Gudrun ha dado a luz a una niña; todos a Hannóver a proferir expresiones de admiración junto a la cuna de Jennifer, de quien su abuelo paterno dijo, sin que misteriosamente su declaración desencadenara una llorera colectiva, que el bebé se parecía a la madre. Gudrun e Ingo se han comprado un piso cerca del canal («con un crédito del banco, ¿eh?, no os vayáis a pensar», decían como para justificar el vino espumoso de baja calidad y los fiambres baratos que nos sacaban de costumbre); todos a Hannóver a masticar mortadela y pepinillos de frasco mientras veíamos desde el balcón el paso lento de las barcazas. Gudrun ha dado a luz a un niño; todos a Hannóver a conocer a Kevin, el nuevo rey de la casa, y a escuchar las cómicas desavenencias de los dos abuelos sobre la cuestión de las semejanzas, en lugar de celebrar, como resultaba aconsejable, que el bebé no hubiera salido a la madre. Y el niño, qué fuerte, qué guapo, qué rubio. Y transcurrieron dos, tres años sin que nos diéramos cuenta de la escasez de noticias relativas a la felicidad conyugal de Gudrun e Ingo, porque tampoco vivíamos pendientes de ellos (que, por cierto, o se olvidaron de felicitar o felicitaron con retraso a Clara cuando acabó los estudios o cuando superó con nota excepcional el periodo preceptivo de prácticas docentes y obtuvo con rapidez un puesto de profesora en Wilhelmshaven), hasta que un día supimos por mi suegra que algo no iba bien con el muchacho. Al principio sus padres creyeron que un problema de oído no descubierto a tiempo por la pediatra era la razón de sus dificultades en el aprendizaje del habla. Un especialista constató que en los oídos de Kevin no había ninguna lesión. Cuando Gudrun le dijo que su hija mayor, a la edad que por entonces tenía el niño, ya cantaba y hablaba y retozaba sin parar, el médico le respondió en tono campechano que el desarrollo psíquico y corporal difiere de unos a otros, que ya se sabe que por regla general los varones se toman más tiempo para crecer, que un Einstein no se hace en dos días y que, bueno, señora, hay personas tranquilas y calladas que, sin embargo, estudian en la Universidad, etcétera. A Gudrun la intuición materna le sugería otra cosa. Aconsejada por una compañera del trabajo, probó con un logopeda. Más tarde con otro pediatra, de todo lo cual Clara y yo no sabíamos nada, hasta que en el curso de una visita dominical a mis suegros en Wilhelmshaven sonó en voz baja, aunque no había nadie a la mesa que pudiera ofenderse, la palabra que explicaba la extraña conducta del niño. Kevin padecía autismo. Recuerdo la expresión dolorida de mi suegra al decir: «Están desolados». El diagnóstico fue corregido posteriormente, cuando el niño ingresó en el colegio. Ahora se decía que estaba aquejado de síndrome de Asperger, agravado por una severa limitación en su potencial intelectivo.
A partir de entonces, aquellas celebraciones que congregaban a toda la familia se hicieron infrecuentes. ¿Se avergonzaban mis cuñados de su hijo? Durante varios años solo nos juntamos por Navidad en casa de mis suegros; ocasionalmente con motivo de alguna cita ineludible. Gudrun dio explicaciones a Clara por teléfono con el fin probable de poner a Kevin a resguardo de preguntas y pesquisas, en cualquier caso para que resultara superfluo conversar sobre el problema cada vez que nos viéramos. Nos acostumbramos a hablar con el niño en un tono de suave cordialidad y a hacer como si nada en él nos produjese extrañeza. En sus labios infantiles y en sus ojos esquivos se dibujaba una sonrisa blanda. Daba la impresión de que se estuviera divirtiendo por alguna causa que nadie sino él conocía. Luego comprobamos que su cara no era capaz de formar otro gesto. Veíamos venir a Kevin por la acera, solo, chupando un helado, y traía la misma sonrisa y la misma mirada de ayer, de anteayer, de siempre. Pese a su retraimiento, se podía mantener con él diálogos breves y rudimentarios de pregunta y respuesta que servían para quitar patetismo a las reuniones familiares. Por su cuenta rara vez hablaba; pero si uno acertaba a tocar una de las pocas cuestiones que le interesaban hasta la obsesión, era posible que se despachase de pronto con varias frases no mal hiladas.
Entre uno y otro encuentro solían transcurrir largas temporadas durante las cuales nos llegaban noticias espaciadas, siempre adversas, de ellos. Mi suegra era quien nos ponía al corriente de las desgracias de su hija mayor: «El niño les hace la vida imposible». Pasaba un tiempo: «Jennifer recibe ayuda de un psicólogo». Pasaba otro: «Gudrun ha dejado el trabajo para dedicarse a los hijos». Y así continuó el goteo de contratiempos y desventuras a lo largo de los años: El matrimonio se rompe. Gudrun sospecha que hay otra mujer en la vida de Ingo. No pueden sostener el crédito de la vivienda. Gudrun ha alquilado una vivienda en la Podbielskistrasse. La calle no es un paraíso; pero el alquiler es barato y su oficina y el colegio de los niños quedan cerca. Ingo ya no vive en Hannóver. Ingo le pasa a Gudrun la pensión que estipula la ley. Ha quebrado la empresa de Ingo. Gudrun ha vuelto a Bahlsen, a un puesto de inferior categoría que el que ocupaba antes; pero ella no se desanima. Y un domingo de enero de aquel año en que Clara y yo emprendimos nuestro viaje por Alemania: «Mañana me instalaré en el piso de Gudrun. He prometido echarle una mano. La pobre está con el agua al cuello. Y los fines de semana volveré a Wilhelmshaven. A este», por mi suegro, «le dejaré comida en el congelador». Fue la última vez que vimos a mi suegra con vida.