12

Al comenzar septiembre comunicamos a tía Hildegard nuestra intención de reanudar el viaje sin pérdida de tiempo. Yo escuchaba desde la cocina, masticando un cruasán, lo que le decía Clara por teléfono. «El piso nos gusta mucho. Ahora bien, comprende que nos queda un largo camino por delante». La vieja es flexible como una lápida, oye mal y entiende peor. Se notaba en la voz de Clara la tensa parsimonia que adopta cuando le cuesta esfuerzo no perder la paciencia. «Las vistas al río son magníficas; pero ha llegado el momento de instalamos en otro lugar. Mi libro así me lo exige». Yo le había dado esa mañana al turco del quiosco una nueva oportunidad. «¿Qué libro va a ser?». La última. Y no la había aprovechado. «Ya te conté que estoy escribiendo un libro sobre un viaje». Hasta la siguiente ola de calor, dentro de un año o dos o más, no se le ocurriría la falta gramatical que hacía de él, al menos por espacio de unos segundos, un hombre adorable. «¿Vacaciones? No, no, el año entero». Para entonces yo estaría lejos de Bremen. «¿Y crees que escribir un libro no es trabajo?». Se acabaron nuestras pláticas diarias acerca del tiempo. La vida tiene ese pequeño inconveniente: que pasa y termina. «¿Te llevamos las llaves a Cuxhaven o prefieres que se las dejemos al señor Kranz?». Luego supe que la tía había contestado que no hacía falta, que de todos modos debía venir a Bremen a arreglar unos asuntos. Anunció su visita para el día siguiente. Muy pronto por la mañana subí del sótano la alfombra, las esteras y los otros cachivaches retirados al poco de nuestra llegada al piso. Esta vez el traslado no resultó tan penoso ya que el ascensor funcionaba. A primera hora de la tarde, tía Hildegard llegó a Bremen en tren, y tomó el tranvía porque le duele pagar un taxi, aunque ella afirmara otra cosa, y nos trajo de obsequio dos frascos de mermelada. Clara y yo sosteníamos un frasco cada uno mientras aguantábamos las tediosas explicaciones sobre el proceso de elaboración del susodicho producto. Lancé a Clara una mirada apremiante para que cortara sin demora la cháchara insufrible. Obedeciendo mis instrucciones oculares, ella le preguntó de sopetón a su tía si había tenido un buen viaje. Cinco minutos antes le había dirigido la misma pregunta. La vieja no comprendió a la primera y eso bastó para que perdiese el hilo de la charla. Levantando de repente la mirada hacia lo alto de la pared, me elogió por lo bien que había empapelado el vestíbulo. Si aquello le daba alegría no entiendo por qué Clara se la estropeó diciéndole que yo había hecho mi obra en el cuarto de baño. ¿No es más humano permitir que las personas disfruten en paz de su satisfacción aun cuando esta se asiente en ilusiones o patrañas? La tía no tuvo más remedio que ir a examinar mi trabajo. Tras la ridícula situación en que la había puesto su sobrina, la pobre ¿qué juicio iba a emitir? Estoy seguro de que, por escapar del trance, hasta le habría parecido bien que yo hubiese cubierto el techo del cuarto de baño con hojas de periódico. Por suerte su mala vista le impidió percatarse de que en varios lugares las tiras de papel no casaban con la debida perfección. Seamos sensatos. ¿En qué cabeza cabe que se puedan esperar resultados óptimos si uno trabaja bajo los efectos psicológicos originados por la observación de un número inusual de entrepiernas femeninas? Quizá la vieja albergase en el interior de su menudo cuerpo unos miligramos de comprensión para aceptar la excusa; Clara, en cambio, allí presente, no. Conque opté por callarme, resignado a que la una repitiera la misma crítica negativa que días antes la otra. Clara le explicaba el mal estado en que habíamos encontrado el anterior papel. La tía, que escuchaba con gestos de asentimiento, miraba hacia arriba sin ver, y espero que también sin oler, ya que un rato antes, yo… (pero de esto no voy a escribir, pues noto que me salgo del tema). En una palabra, no tuve necesidad de justificar mis fallos. La superficie, la nube, la mancha blanca que tía Hildegard debía de columbrar por encima de su cabeza la dejó tan contenta que, una hora después, continuaba aprovechando los remansos de la conversación para volver a asegurar que empapelo y pinto mejor que los profesionales. Los cuales, según dijo, escriben facturas abusivas, jamás cumplen los plazos convenidos y siempre dejan a su marcha un rastro de suciedad. Necesitaría un día entero para contar los desaguisados que habían cometido algunos obreros manuales en sus casas de alquiler y en su piso de Cuxhaven. Clara terció irónica, señalándome con la punta de la barbilla: «Pues ya sabes. Cuando tengas un arreglo pendiente, llama a este».

Por la noche, tía Hildegard nos invitó a cenar en un restaurante del barrio de Schnoor. A nuestra llegada no había ningún sitio libre. El que mandaba allí, como conocía a la vieja, dispuso que nos trajeran de no sé dónde una mesa. La mesa era más bien un velador con espacio para los platos de dos comensales y la inevitable vela en el centro. Aunque apretados (y yo con la punta dura de una hoja de filodendro clavada en el cogote), pudimos cenar sin mayores contratiempos. Más tarde, en la cama, le manifesté a Clara el poco entusiasmo que me producía la idea de una prolongada convivencia con su tía debajo del mismo techo. «No hables tan alto, ratón, que te va a oír». En susurros le dije que aquel no era el momento idóneo para desviar la conversación. Sin concederle turno de réplica, desplegué sobre nuestras piernas el mapa de Alemania. Propuse, o quizá exigí (ahora no me acuerdo), que a la mañana siguiente, sin esperar el desayuno, nos pusiéramos en camino con rumbo a cualquier destino. «¿Odias a tía Hildegard o qué?». «Todo lo contrario. La amo y por eso quiero perderla de vista, para que un trato demasiado estrecho con ella no destruya el amor que le profeso». «No olvides lo mucho que nos ha ayudado». «También podríamos ponernos máscaras», dije, «llevar a la tía al sótano en silencio para que no reconozca nuestras voces, mantenerla atada con cadenas a la lavadora durante cuatro días y después hacer como que por casualidad hemos descubierto que estaba allí y la liberamos». «Eres malo, ¿sabes? A veces pienso que sueltas esas cosas brutales en serio». Me enteré a continuación de que mi plan de huida no se podía llevar a cabo porque Clara y la vieja habían acordado ir de compras al centro de la ciudad. Recelando que tramaran utilizarme como mozo de cuerda, me apresuré a decir que yo no las acompañaba. «Ni nosotras queremos que nos acompañe un hombre capaz de encadenar familiares a una lavadora». «Pido perdón. La lavadora podría sufrir daños».

Salieron tía y sobrina del piso a las once de la mañana. Volvieron cargadas de bolsas y paquetes a las seis de la tarde. Oculto tras los visillos, las vi atravesar el puente de peatones. Postulo la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres, y viceversa; por tanto, no bajé al encuentro de ellas, si bien, cuando les abrí la puerta, tuve uno de mis típicos rasgos galantes: «¿Por qué no me habéis llamado por teléfono para que fuera a traeros los bultos?». Clara me retrucó con malicia sonriente: «No queríamos que estuvieras cansado cuando prepares la cena». Reunidos después en la sala, insistió en enseñarme lo que le había comprado su tía: un chaquetón, dos pantalones, un pijama, zapatos de invierno, un cuaderno moleskine y no sé qué más, a la vista de todo lo cual las dos me instaban a expresar mi opinión, que era, como no podía ser de otro modo estando la vieja delante, positiva; aunque el chaquetón de mangas raglán y el pijama amarillo, con una fila de lentejuelas sobre la pechera, me dolieron en los ojos más que mirar al sol con lupa. En cuanto estuvimos solos en la habitación, le dije a Clara lo que pensaba. Y concluí, señalando con desdén el horrendo pijama: «Avísame, por favor, cuando trames ponértelo. Esa noche dormiré en la cocina o a la intemperie si no hay más remedio». «Ratón, ¿te crees que a mí me gusta? ¡Si supieras a qué extremos llega la tozudez de tía Hildegard! El pijama le ha costado bastante dinero y el chaquetón no digamos. Pero es que ¡se ha empeñado tanto en comprarlos! ¿Qué podía hacer yo? ¿Enfadarme con ella?». Clara me reveló con voz de misterio que por la tarde, en el Café Knigge, mientras tomaban té y comían tarta, la tía le había dado, arrastrándolo sobre el mantel, un sobre con cinco mil euros. «Como regalo anticipado de cumpleaños y para que no pases apuros», le había dicho, «pero por favor no se lo cuentes a nadie». «¿Tampoco a mí?». «A ti, sí, ratón. No seas bobo».

Nada más cenar, la perspectiva de una velada sin televisor, aguantando el repertorio de quejas de tía Hildegard, nos indujo a Clara y a mí a acostarnos antes de lo acostumbrado. Nos sentamos en la cama con las espaldas recostadas en las respectivas almohadas. Aún no había cerrado la noche. Ninguno de los dos tenía sueño. Yo olfateaba con disimulo el aire de la habitación en busca de esas moléculas que, según leí una vez en la revista GEO, desprenden las mujeres cuando están en celo. «Hablando de pijamas, el tuyo no me parece una maravilla». Me miré el punto donde ella hurgaba con la uña. Asomaba, en efecto, un buen pedazo de hombro por la costura desgarrada. «Perdona, pero si lo dices por este agujero, te recuerdo que me lo hiciste tú». Al poco rato, en medio del silencio del piso, sonó el borboteo del agua del retrete. «Tu tía acaba de cagar». «Está en su casa». «Me produce repugnancia poner mis nalgas donde ella ha puesto las suyas. Vete a saber si tiene diarrea y nos contagia alguna enfermedad. ¿Te importaría ir a comprobar si ha pasado la escobilla?». «¿Y por qué no vas tú si tanto te interesa saberlo?». «¡Clara, por Dios, que es tu tía!». En lugar de mandarme moléculas a la nariz, la señora escritora ojeaba las páginas de su cuaderno de anotaciones. Era un cuaderno en octavo, de tapas duras, ilustradas con una imagen de conchas de caracol; un cuaderno ideal, por su tamaño reducido, para llevarlo en el bolso y usarlo en lugares públicos sin llamar demasiado la atención, pero insuficiente a todas luces para guardar una cantidad numerosa de datos. De ahí que ella hubiera decidido comprarse el moleskine de tapas negras que le había pagado la vieja. Le quitó el envoltorio de plástico y después la faja anaranjada donde podía leerse: «El legendario cuaderno de notas de Hemingway, Picasso y Chatwin». «¡Qué raro! Falta tu nombre». «Tú ríete, ratoncito, pero algún día me llegará el éxito y entonces hablaremos». Tanto el moleskine como el de los caracoles tenían hojas de papel pautado. Los dos se cerraban mediante una cinta elástica. A mí me gustaba más el pequeño. «Pienso utilizar los dos. Uno para cuando tenga que apuntar rápidamente algo y el negro para las cuestiones pendientes y los datos que seguramente me harán falta en el futuro. Y a propósito de futuro, dulce ratoncito, ¿tú podrías hacerme un favor? ¿Ves este asterisco?». Acercó a mis ojos una página del cuaderno de los caracoles. «Pues bien, voy a poner esta marca al principio de todas las notas que necesito que me copies en el moleskine mañana o pasado, cuando tengas tiempo». «De acuerdo, pero te costará tres coitos. Vivimos en la era del trabajo remunerativo, muñeca. ¿Aún no te has enterado?». «Ratón, estoy hablando en serio». «Y yo también. No vas a empezar con regateos, ¿eh? ¿Cuándo tienes previsto pagarme el primer plazo?».

Adopté a continuación un lenguaje menos comercial, entreverado de matices acústicos que indujeran al objeto de mi deseo a suponer la existencia de un alma dolorida en mi interior; un alma, un espíritu, un trasto inmaterial digno de lástima que se perecía por conseguirle unos instantes de placer a su envoltorio físico. La tentativa fracasó debido a que la señora escritora no apartaba la atención de los asuntos relacionados con su libro. «Podríamos dirigirnos a algún pueblo de la costa, o incluso llegarnos hasta la isla de Rügen, bien pasando por Lübeck, bien dando un rodeo por las landas de Luneburgo. ¿Qué harías tú, ratón?». «¿Yo? Lo que tú mandes. Si quieres conduzco hasta Varsovia». Concebí la idea de ir a la cocina en busca del delantal, ya que tengo comprobado que, con él puesto, automáticamente atraigo la ternura y simpatía de Clara. También le gusto cuando sujeto con una mano el mango de la fregona y con la otra el asa de un cubo lleno de agua; pero meterme en la cama con aquellos adminículos comportaba dificultades que harían peligrar el logro de mis fines. No se me oculta que otros prefieren ablandar el hielo femenino por medio de regalos, ramos de flores y esas cosas. A mí, considerando el lugar y la hora, solo me quedaba el recurso del delantal, que tampoco es desdeñable. Produce risa en un primer momento, pero luego da pena. Y en la pena cifraba yo mis últimas esperanzas de incitar a la esposa al piadoso préstamo de su cuerpo para un desfogue que yo procuraría que fuera breve con objeto de causarle a ella la menor molestia posible. No obstante, me disuadió de acercarme a la cocina la presencia de tía Hildegard en la vivienda. Yo temblaba solo de imaginar lo que pensaría de mí si me viera volver a la cama vestido con un pijama roto y un delantal de cuadros. ¿Creería tal vez que acostarse con aquella facha era una práctica habitual entre los habitantes de mi país? ¿Acaso el día en que fuimos presentados no me preguntó de manos a boca si donde yo había nacido también hay restaurantes? No niego que me profese aprecio, como afirma Clara; así y todo, sospecho que a pesar de los años transcurridos ella continúa atribuyéndome, tal vez sin darse cuenta, unas puntas y ribetes de cavernícola.

Total, que permanecí en la cama, tanto por el motivo a que acabo de aludir como porque las negociaciones encaminadas a obtener un beneficio sexual tomaron de improviso un cariz favorable a mis intereses. La luna parada en el cuadrado de la ventana añadía una nota romántica a la escena matrimonial. Clara es particularmente sensible a ese tipo de detalles. Un pájaro que se limpia las alas en el alféizar, los copos de nieve que se pegan a los vidrios, la mencionada luna sobre los tejados; en fin, un elemento decorativo de dichas características basta a veces para que la señora escritora comience a soñar despierta, a sentirse a gusto, a reclamar caricias. Dejando los cuadernos sobre la mesilla, se acurrucó a mi costado con la cabeza encima de mi pecho, y colocando una pierna sobre las mías, añoró nuestras noches amorosas de Gotinga, «¿te acuerdas, ratoncito?», cuando compartíamos dormitorio en un piso de alquiler y en los días invernales, por ahorrar calefacción, nos acostábamos temprano sobre un colchón tendido en el suelo. Al igual que entonces, la mano de Clara empezó a explorar la zona de mi cuerpo que más me gusta que me exploren. Vi a la débil luz del flexo que había cerrado los párpados, quizá para persuadirse de estar abrazada al joven que fui, lo cual es una forma de infidelidad, aunque perdonable. Ya estaba ella más que dispuesta para un acoplamiento cuando ocurrió una acción frecuente en las películas malas: sonó el teléfono. Permanecimos inmóviles unos instantes, sin deshacer el abrazo. Se oyeron de pronto, al otro lado de la pared, los bisbiseos de la vieja y un poco después los nudillos de su mano al llamar a la puerta de nuestra habitación. «Clara, Clara», susurró desde el pasillo, «tu padre pregunta si te has olvidado de felicitar a Kevin por su cumpleaños. Dice también que Gudrun está ofendida». Clara saltó de la cama, hablando consigo misma fuera de sí: «Mi reloj. ¿Dónde he puesto el reloj? Las nueve y diez. Aún estoy a tiempo». Y sin parar de murmurar, salió a toda prisa de la habitación, y yo me quedé a solas y le indiqué por señas a la luna que ya podía marcharse de la ventana porque me parecía a mí que esa noche no me iban a hacer falta sus servicios. Volvió Clara al cabo de un largo rato. Se dejó caer como un bloque de pesadumbre en la cama. «Olvídate del mar, ratón. Se me ha pasado por completo el cumpleaños del chico. Me he inventado que queremos darle el regalo mañana en propia mano». «Sí, pero tu hermana vive en Hannóver y, que yo sepa, Hannóver dista muchos kilómetros de la costa. ¿O han cambiado de sitio la ciudad?». «Le he hablado a Gudrun de mi proyecto. Me ha ofrecido su piso. Serán unos días, ratón. Por el camino le compraremos un regalo al chico. Piensa en algo que le guste, haz el favor. Yo ahora no puedo pensar». Apagó la luz. La luna había desaparecido de la ventana. El morado profundo del cielo empezaba a cubrirse de oscuridad nocturna. Acostados en silencio uno junto a otro, supe por su manera entrecortada de respirar que Clara estaba llorando. No le dije nada porque yo en esas situaciones no sé qué decir. La atraje hacia mí y ella, dócilmente, se dejó envolver en mi abrazo. Me llenó el pecho de lágrimas. Luego nos dormimos.