8

A lo largo del paseo de Schlachte había música, artistas callejeros, tenderetes, puestos de comida y bebida; en fin, mucha animación a la caída de la tarde, y nosotros regresábamos al piso abriéndonos paso poco a poco entre la muchedumbre. La calle era una tentación; pero habíamos decidido retirarnos temprano porque pensábamos madrugar al día siguiente. A Clara, de ordinario comedida en sus expansiones, le entró de pronto deseo de degustar una copa de vino en una terraza próxima a un escenario dispuesto sobre un remolque techado, donde en aquellos momentos una banda de siete u ocho músicos interpretaba melodías de estilo Dixieland. Ni en sueños me puedo imaginar a Clara abandonándose sin freno a los vicios; a veces, sin embargo, sucumbe a pulsiones yo no sé si románticas, pero desde luego más fuertes que su voluntad, y una de ellas consiste en regalarse con unos tragos de vino cuando concurren a su alrededor cierto género de circunstancias. Pongo por caso que sea verano y la tarde, azul, y que la numerosa gente se divierta y goce a su lado y ella aspire también a una porción de felicidad colectiva. Entonces, de repente, resuelve entregarse a un acto tal vez simbólico que acaso estribe no tanto en sentir cómo pasan por la garganta unos cuantos sorbos de vino como en sostener, con ademán de persona distinguida, una copa a través de cuyo contenido, antepuesto a un ojo a manera de lente, se pueden ver cambiados los colores de la realidad. Una cosa sé seguro: Clara, de vinos, no entiende nada. Todos, selectos y vulgares, blancos y tintos, le agradan por igual. No siempre el olvido de sus precauciones, que le vedan algunas modalidades del placer, acarrea consecuencias negativas para su salud. Esta particularidad suya, perversamente, fomenta la repetición esporádica, pero fatal, del descuido, que tarde o temprano le cobra un tributo en forma de sufrimiento. Otras, en cambio, su imprudencia conduce por vía rápida al dolor. Así le ocurrió con ocasión de aquella fiesta estival en el paseo de Schlachte.

Su mala suerte, disfrazada de fortuna, determinó que al poco de llegar nosotros quedase una mesa libre en la terraza. Tomamos asiento al amparo de una sombrilla. El trompetista sesentón que hacía de vocero de la banda ensartaba ante el micrófono, entre una y otra pieza musical, chanzas que movían a risa al público. Las gaviotas volaban próximas a la orilla del río, en espera de que alguna mano generosa arrojase a la corriente un trozo de pan, de salchicha asada o de cualquiera de las fruslerías que se vendían en el paseo. El calor, severo en extremo durante la jornada, se había moderado a la hora del crepúsculo, hasta descender a una temperatura tolerable. En suma, se estaba la mar de bien en aquella terraza. Para cuando nos dimos cuenta habían transcurrido los minutos, y Clara, que no paraba de marcar el ritmo de la música con la punta del zapato, acababa de apurar su segundo Domfelder. Llegamos al piso riendo. Apenas cenamos. Clara, las mejillas encendidas, las pupilas dilatadas, premiaba con risa franca todos mis chascarrillos, lo que ya empezó a preocuparme. Nada más acostarnos me plantó una pierna encima del vientre, señal no sujeta a acuerdo explícito, que significa: ratón, al ataque. Quizá ella lo piense con más poesía, pero el resultado es el mismo. Se conoce que el ejercicio sexual, sumado a los efectos del vino, le subió o le bajó la tensión. No lo sé a ciencia cierta, puesto que padece con regularidad ambos achaques, y además me dormí enseguida. El caso es que, según dijo al amanecer, pálida, ojerosa, con la flojedad facial característica de los agonizantes, había pasado la noche en blanco. Tras vomitar el Dornfelder, estuvo una hora de codos en la ventana mirando el río a oscuras, vanamente confiada en que el frescor de la madrugada le facilitase la respiración. Añadió, con ceño reprobatorio, que de principio a fin de la noche yo no había cesado de roncar.

Durante el desayuno, que transcurrió en silencio, Clara no quiso probar bocado. Se contentó con una taza de té acompañada de uno de esos analgésicos que ella suele calificar de suaves, lo que en su vocabulario particular equivale a inútiles. Entre sorbo y sorbo me clavaba unos ojos lánguidos, vacíos de esperanza, que parecían decirme: «Mira lo que me has hecho». A este velado mensaje podía añadirse una velada advertencia: «No se te ocurra mortificarme con tus chistes». Luego, mientras recogía la vajilla, sentí que gemía débilmente en el cuarto de baño. Antes que encararme con sus lágrimas preferí esperarla en el garaje subterráneo. No me marché por cobardía ni porque me fuera indiferente su malestar, sino por un problema que tenemos algunos varones en determinados momentos con el lenguaje. En una palabra, reconozco que me incomoda mi torpeza para transmitir consuelo. De niño, ni en casa ni en la escuela me enseñaron el arte de consolar. Una vez se hundió bajo mis pies el techo de una cabaña. Tendría yo no más de siete años. Llegué ante la puerta de nuestro piso, en el arrabal de la ciudad, con una rodilla ensangrentada, medio cegado por el agua de mis ojos. Mi padre me detuvo con un gesto de la mano. «Entrarás», me dijo, «cuando termines de llorar». Y eso que mi padre, en comparación con el de cada uno de mis amigos, tiraba más bien a bondadoso. Mi madre está hecha de otra pasta. Es más comprensiva, pero aquel día, recuerdo, me mandó que tuviera cuidado de no gotear sangre sobre la alfombra «porque luego se quita muy mal». Todavía, cuando padezco una dolencia, por leve que sea, me pongo a malas conmigo como si ejerciera de mi propio padre. Si es Clara quien cae enferma, no se me pasa por la cabeza irritarme. Así y todo, casi nunca doy con la manera de aliviar sus penas y dolores, y con sus últimas fuerzas, a veces con un hilo de voz, me reprocha que no la tome en los brazos ni la mime con palabras afables. Llegados a este punto, es peor si lo intento, pues cree que mis muestras tardías de compasión no reposan en la sinceridad. Me reputa entonces de duro, de insensible, de hombre de piedra, y comportándose igual que si tuviera treinta años menos, llama tristemente a su madre, incluso ahora que ya está muerta. En fin, dejo estas divagaciones porque disto mucho de albergar conocimientos firmes en materia de psicología y porque además son otras las cosas que deseo recordar por escrito esta mañana.

Emprendimos la marcha hora y media después de lo que habíamos acordado de víspera. Estuve esperándola tanto tiempo en el automóvil que, para cuando vino, apenas me quedaba una esquina del periódico por leer. Traía un aspecto deplorable. El señor Kranz, con quien la vi cruzarse dentro del garaje, debió de pensar que el tirano del marido la habría puesto en aquella postración tras someterla a quién sabe qué suerte de malos tratos, conforme se podía inferir fácilmente del gesto dolorido, de los ojos lacrimosos, de los pasos inseguros de la pobre mujer. Sin darle tiempo a sentarse a mi lado, le propuse suspender el viaje. «En tu estado físico», le dije, «creo que te convendría guardar cama. De lo contrario, el día te va a resultar una tortura». «El día me va a resultar una tortura lo mismo en un sitio que en otro». Dicho esto con la sequedad que convenía a su desolación, sacó las gafas negras de la guantera, se las caló, y haciendo un breve aleteo con la mano, me apremió a encender el motor. Mientras atravesábamos el puente del Káiser Guillermo me pidió en susurros que condujera despacio. Conjeturó que, si lograba dormir por el camino, tal vez la pastilla de Tomapirin le hiciese efecto. Se acomodó a continuación en una postura como para echar una cabezada y ya no hablamos más hasta llegar a Hamburgo.

Fue idea suya que nos desviáramos a la autopista 7 para entrar en la ciudad por el túnel que discurre bajo el cauce del Elba. El día anterior, cuando trazamos juntos el plan de la excursión, con el mapa abierto encima de la mesa, yo ya le había explicado que el túnel formaba parte de una ruta para bordear Hamburgo. «Sale a una zona muy alejada del centro y, como mañana es día de labor, no me extrañaría que lo encontremos lleno de tráfico». Ya una vez, hacía varios años, lo habíamos atravesado con ocasión de unas vacaciones de otoño que pasamos en la isla de Sylt; pero ahora era distinto, ahora ella quería fijarse bien, escribir notas, sacar fotografías. Llegó, en el colmo de la candidez (de una candidez inexplicable, pero en modo alguno inhabitual en las personas inteligentes), a sugerir que hiciésemos alto en el tramo más hondo del túnel, quince o veinte segundos, ratoncito, lo justo para que ella saliera a formarse una impresión del lugar; naturalmente, puntualizó como si fuera el nuncio de la sensatez en la Tierra, siempre y cuando no viniera ningún coche por detrás. Ignorante acaso de que un plano es una representación a escala reducida, colocó la yema de un dedo sobre un punto próximo a la salida del túnel y, más o menos en el tiempo que dura un par de pestañeos, la llevó por calles francas de obstáculos, no digamos ya de semáforos, y por encima de algún que otro tejado, hasta la zona que teníamos señalada como nuestro destino. El entusiasmo le aceleraba el habla, tiraba de sus cejas hacia arriba, la volvía niña, y aún faltaban unas cuantas horas para que arruinara su bienestar con las dos copas de Dornfelder. «No hay pérdida, ratón. Tomamos la salida 29 de la autopista, o mejor la 28. Sigues por esta calle larga, cuyo nombre debes llevar aprendido de memoria. Pasas el barrio de Altona por aquí, vas por este otro lado y enseguida llegamos a la plaza del Ayuntamiento». «Donde las máximas autoridades de la ciudad vendrán a recibirnos con atuendo de gala y nos tendrán reservado un hueco para aparcar». No hubo manera de convencerla. Y a la mañana siguiente, viéndola no sé si dormida, desmayada o moribunda a mi costado, me pareció una crueldad interrumpir su reposo, su inconsciencia o su agonía para proponerle, ya con las grúas del puerto al fondo, un cambio de ruta por el llamado puente de Köhlbrand, a fin de evitar la riolada de vehículos en que nos habíamos metido.

Hacia las diez y media de la mañana entramos en el túnel. Este se dividía, por la dirección que nosotros llevábamos, en dos secciones contiguas: una, la de la derecha, por donde vi que se metían los camiones, y otra, que fue la que yo enfilé pensando que sería la más rápida. Sí, sí. Nada más bajar la rampa de entrada topamos con un atasco. No hubo más remedio que parar. Clara se despertó presa de viva inquietud. «¿Ya estamos aquí?». Me tentó responderle que aquí es el sitio donde las personas están por fuerza desde su nacimiento; pero me contuve por consideración a su estado de ánimo, que en aquellos instantes tal vez no fuera el más idóneo para aguantar cuchufletas. «¿Por qué no me has despertado? ¿Has comprobado el número del cuentakilómetros para calcular la longitud del túnel?». «No sabía que debiera hacerlo». Le sobrevino una especie de ansiedad, como si el éxito de la excursión, incluso el de su proyecto literario, dependiera exclusivamente de aquel detalle. Deduje de la energía con que se revolvió en el asiento que ya no le dolía la cabeza o le dolía poco. Lo corroboraban sus muecas vivaces y sus ojos enfadados. La pena que había sentido por ella desde primera hora de la mañana se esfumó no bien la oí atribuirme, mediante ciertos eufemismos no demasiado sagaces, falta de decisión y lentitud de reflejos. Le repliqué con el orgullo herido: «¿Para qué tengo que mirar el cuentakilómetros si había un letrero a la entrada donde ponía lo que mide el túnel? ¿O es mi obligación desconfiar de las señales de carretera?». En medio de su gesto alelado asomó una sonrisa llena de culpa. «¿Y qué ponía?». Estábamos atrapados en una larga fila de coches quietos. Le dije: «Lo que ponía es uno de tantos secretos que me llevaré a la tumba». Se le dulcificó la voz: «Vamos, ratón. No seas malo». «Ponía 3,1 kilómetros». La vi anotar la cifra en el cuaderno abierto sobre sus muslos. «Y si es mentira, ¿qué? Los críticos descubrirán el error y se burlarán de ti». No dijo nada, pero detrás de la anotación, entre paréntesis, escribió la palabra «asegurarme».

Avanzábamos un trecho corto. Parábamos. Transcurría un minuto. Transcurría otro. Volvíamos a avanzar. Nueve, diez metros. Clara tomaba notas en silencio. Para distraerme me dediqué a contemplar su mano blanca, de dedos delgados y tiernos que sostenían el bolígrafo con delicadeza. Nunca he enfurecido a mi mujer hasta el punto de que ella tuviera que sacudirme una bofetada. Si no fuera por el riesgo de sentar un precedente probaría a exasperarla, eligiendo para ello un día en que el experimento no interfiriese de manera demasiado negativa en su trabajo. O en su salud, porque Clara tiende de suyo a somatizar los problemas, las inquietudes, las pesadillas, y a convertirlos en algún tipo de dolor. Pero imaginemos que, debido a una serie de circunstancias favorables, pierde los nervios justo cuando una de mis mejillas acaba de tomar, a poca distancia de su mano, un asombroso parecido con el parche de un tambor. Obtenida la bofetada, me apresuraría a desenojar a Clara. Con dicho fin le mostraría un papel donde yo hubiese redactado previamente una declaración acerca del sentido de mi propósito, rematada, claro está, con una solicitud de disculpas, una frase de agradecimiento y una fórmula de despedida lo más amorosa posible. En previsión de que ella hiciera trizas el papel, yo llevaría una o dos copias en el bolsillo. Otro procedimiento no se me ocurría para conocer el daño que es capaz de inferir una mano tan suave, tan menuda; una mano hecha para cortar rosas en el jardín o corregir cuadernos de colegiales. Se me figuraba que se le rompería igual que una pieza fina de cristal, en trozos innumerables, si la empleaba para arrearme un golpe con todas sus fuerzas. No habría dicho lo mismo de niño sobre la mano descomunal de mi padre, con aquellos pulpejos callosos que tenía y aquel cuajarón negro que se le puso debajo de una uña a raíz de un accidente laboral. Mi padre cascaba nueces apretándolas entre los dedos. ¡Y qué dedos! Gruesos, aporretados, pilosos. Por suerte no era un hombre propenso a la violencia. Nunca me pegó. Yo creo que no lo hacía por temor a matarme. O a que le riñera mi madre por haber salpicado con mis jugos corporales la pared.

Cada vez que Clara apartaba la mano del cuaderno, como tiene la letra grande y nítida, me resultaba fácil distinguir desde mi asiento cuanto escribía: «paredes de azulejo, lámparas amarillas, flechas luminosas en el techo». Comprobé que la radio funcionaba dentro del túnel. Llamé a Clara la atención sobre dicho detalle. Lo anotó. Le dije que, a pesar de llevar las ventanillas cerradas, por alguna rendija entraba tufo a humo en el coche. También lo anotó. No le dije que sentía unas ganas crecientes de orinar por si también lo anotaba. «Sospecho que no paras de tomar notas porque en el fondo desconfías de ti misma». Respondió sin concederme el honor de su mirada: «Te aburres, ¿verdad? Y como tu cerebro no es capaz de proporcionarte reflexiones entretenidas, intentas matar el aburrimiento metiéndote conmigo. Este atasco, que seguramente te saca de quicio, a mí me viene de maravilla. Me da un tema y me permite observar a mis anchas el interior del túnel. Porque si pasamos por aquí a gran velocidad, ¿cómo quieres que me fije en nada? Yo ni desconfío ni dejo de desconfiar en mí. Simplemente mi trabajo me obliga a reunir cientos de datos. Puede que algunos no me hagan falta. O puede que sí, nunca se sabe. Puede que los necesite urgentemente en el momento menos pensado, dentro de un mes, a lo mejor dentro de un año. Y por eso me viene bien guardarlos escritos en un cuaderno. Yo creo que ni siquiera hay que ser escritor para entender una cosa tan elemental». «Ya me doy cuenta de que se te ha pasado el dolor de cabeza». «No, ni mucho menos. El dolor continúa. Si no me lo hubieras recordado, a lo mejor lo habría podido olvidar durante un rato. Te estoy muy agradecida, ¿sabes?».

Hacia la mitad del túnel, los coches parados delante del nuestro aceleraron. La carretera de doble carril quedó de pronto despejada. Ni se había producido un accidente, como yo supuse en un primer momento, ni había obras, un vehículo averiado que entorpeciese el paso, una rueda tirada en la calzada, el típico ciclista suicida… Nada. Recuerdo haber leído hace años en el periódico que los célebres atascos dentro del túnel bajo el Elba constituyen una de las atracciones más misteriosas de Hamburgo. Seducen a curiosos impenitentes que los frecuentan en cuanto las emisoras de radio anuncian que se ha formado uno. Todavía siguen sin averiguar cómo se producen. Al parecer no faltan quienes, una vez alcanzado el final, vuelven por el lado contrario para reincorporarse a la caravana de coches. Dichos atascos rebaten el axioma que niega la existencia de efectos sin causa. Yo al menos no vi que nada ni nadie motivara el que hubimos de soportar nosotros. Más de veinte minutos tardamos en recorrer los poco más de tres kilómetros bajo tierra. Y nuestros problemas de la jornada no habían hecho sino empezar.

En cuanto llegamos a cielo abierto, me percaté de que no podíamos acceder a la primera salida de la autopista, que era el punto inicial de una ruta urbana que yo llevaba grabada en la memoria. Nos lo impedía la mediana. Tomé la segunda salida y fuimos a parar a una calle de doble sentido, más bien estrecha pero con mucho tráfico. Dudé entre dos soluciones indistintas: pedirle a Clara que me guiase o extraviarme por mi cuenta. No bromeo. Incluso cuando goza de salud, sus indicaciones o llegan tarde o son imprecisas, contradictorias, vacilantes, de una utilidad escasa a menos que el objetivo consista en llegar por ventura a cualquier sitio que no sea el acordado. Calculé que con la lentitud impuesta por el dolor de cabeza, unida a la suya natural en estos casos, le costaría su buen minuto y medio encontrar las gafas de lectura, desplegar correctamente el complicado plano de Falk, tender la mirada a todas partes en busca de un letrero con el nombre de una calle que luego sería incapaz de ubicar en el plano, todo ello mientras conduzco sin rumbo por una ciudad desconocida, con el consabido pelma, cabrón, gilipollas, que me sigue de cerca y no para de soltarme bocinazos. Casi me subí a una acera para dejarlo pasar. Desde el interior de un Porsche con matrícula de Hamburgo, un tipo trajeado como un presidente me mostró el dedo medio. No le respondí con idéntico gesto por que no viera mi reloj de pulsera, de menor tamaño, brillo y calidad que el suyo. A cambio, le tiré una andanada de insultos que, si he de ser sincero, no me procuró la íntima satisfacción a que aspiraba, ya que el idioma alemán, en comparación con el mío, es de poca potencia injuriosa. Por lo común, en alemán, para ofender a un semejante debemos vincularlo con la suciedad: con el agujero del culo preferentemente, también con la mierda, con un saco repleto de inmundicias… En mi país, tales afrentas no creo que conserven ninguna vigencia fuera de las guarderías infantiles. No me pasó inadvertido un detalle. Los insultos que me tomé la molestia de dirigir al tipo del Porsche me obligaron a mover los labios de la misma manera como los había movido él para transmitirme no sé qué mensaje que, claro está, de coche a coche no pude entender. «¿Con quién hablas?», me preguntó Clara desde su dolor y amodorramiento, la cabeza medio derribada sobre un hombro. «Me da la impresión de que la gente de esta ciudad es bastante comunicativa», le respondí sin deseos de entrar en mayores explicaciones.

Detuve el coche en una gasolinera a fin de estudiar con calma el plano de Hamburgo. Clara aprovechó la parada para regar con su vómito un seto de bojes que se alargaba por delante de una pared. «Estoy fatal», dijo después que se hubo acomodado de nuevo en su asiento. Le propuse volver a Bremen. Suspiró. La fatigosa expulsión de una bocanada no me pareció respuesta suficiente, conque insistí: «Volvemos, ¿sí o no?». Me mandó, con una sacudida del pañuelo de papel que sostenía en la mano, que pusiera el motor en marcha. «Intenta llegar al centro y luego llévame a un sitio donde pueda tomar una pastilla de las fuertes. Es mi última esperanza. Si falla, volveremos a casa». El cielo estaba encapotado; pero a través de las nubes se podía distinguir el borroso círculo del sol. Yo me valí de aquel punto de referencia para conducir por calles que llevaban hacia el Este. Clara lloraba en silencio a mi costado. Al cabo de un rato avisté una señal que indicaba el camino hacia la estación central de ferrocarril. Se lo dije a Clara, deseoso de complacerla con una noticia positiva. «Vete despacio», respondió. «No quiero que me vea nadie con este aspecto». Siguiendo las señales llegamos a las cercanías de la estación. Vi una torre de aparcamiento adosada a los grandes almacenes Saturn de ordenadores y aparatos electrodomésticos, y allá me metí sin vacilar pues urgía que Clara tomase su medicamento. En busca de un hueco libre, tuve que subir seis pisos por una rampa en espiral.

Solos dentro del ascensor, Clara apoyó la frente en mi pecho. «¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo?», les preguntó en tono desolado a los botones de mi camisa. Aunque no es devota, se conoce que aún conserva, de las prácticas religiosas de su niñez, la tendencia a asociar el dolor con el castigo; de ahí que no se desdeñe de interpelar a Dios cuando la mortifica un sufrimiento. Apenado, le acaricié la nuca. «No te apartes de mí en todo el día», me susurró, «por si me desmayo». Al olor de sus cabellos se había añadido un ingrediente anómalo que rompía su encanto habitual, una tibieza como de almohada de enfermo, un vaho mórbido, invisible, originado en una lenta cocción bajo el cuero cabelludo, que acaso fuera el olor de la jaqueca. El ascensor tenía su parada inferior en la segunda planta de los grandes almacenes y luego, a través de estos, se alcanzaba la calle. Fuera nos esperaba otro día de bochorno. Estábamos tan resignados al calor que raras veces lo mencionábamos en nuestras conversaciones. Caminábamos despacio, yo con la mochila repleta de utensilios, los míos y los de Clara, y el incómodo plano de Falk en las manos; ella apoyándose en mi brazo, con la vista gacha, hasta que al llegar a la Mönckebergstrasse empezó a interesarse por los escaparates. De pronto dijo: «Espérame aquí», y soltándose de mi brazo, se metió en una tienda de té, de la que salió a los dos o tres minutos con un pequeño paquete. «Me lo merezco», dijo, y agarrada de nuevo a mi brazo, seguimos por la Mónckebergstrasse abajo hasta la plaza del Ayuntamiento.

Enseguida divisamos una farmacia en una bocacalle próxima. La farmacéutica, no bien hubo escuchado el motivo de nuestra visita, propuso a Clara que pasase a la rebotica a tumbarse en un sofá. Clara declinó el ofrecimiento. Le trajeron una silla. No tuvo fuerzas para rechazarla. Con un débil susurro agradeció el vaso de agua que había pedido para acompañar su pastilla de Formigran. Llevábamos la pequeña caja azul en un bolsillo de la mochila. Me costó alrededor de veinte segundos encontrarla y Clara soltó un suspiro de impaciencia. Me parecía inconcebible que no hubiera querido descansar un rato en el sofá. ¡Cuántas veces la habré oído afirmar que le conviene permanecer acostada a fin de que la medicina obre antes y mejor su efecto! Para mí que se sentía avergonzada pensando que abusaba de la hospitalidad de la farmacéutica al recibir sus atenciones sin luego dejar una ganancia en la caja del establecimiento, aunque fuese de poca cuantía. Ingerido el analgésico, compró una bolsa de caramelos contra la tos como podía haber comprado una muleta o un carrete de esparadrapo. Rehusó enfrentar mi mirada, de lo cual deduje que era consciente de su comportamiento absurdo. Un arranque de solidaridad me llevó a secundarla en la estrategia. Y así, en el momento de pagar los caramelos, fingí interesarme por una laca contra los hongos en las uñas de los pies, anunciada por un letrero que estaba encima del mostrador. La farmacéutica me proporcionó información detallada acerca del novedoso tratamiento. Al final me dio un prospecto en cuyas páginas interiores había unas imágenes de pies que quitaban el apetito. Ya en la calle, lo tiré sin demora a una papelera y acto seguido, por adelantarme a la previsible pregunta de Clara, declaré que yo no tenía hongos como ella tampoco tos. Creo que no me escuchaba. Había en sus ojos una fijeza turbia de persona que está pero no está, al par que una palidez extrema se extendía por todo su semblante. Balbució que deseaba sentarse en algún sitio a esperar que la pastilla de Formigran surtiese efecto. Me tuve que morder la lengua para no recordarle el sofá de la farmacia. La sujeté por un hombro y poco a poco, espantando con la punta del calzado las palomas que se interponían en el camino, atravesamos la plaza del Ayuntamiento hasta llegar a unos soportales encalados, al otro lado del canal, donde tomamos asiento en la terraza de un café. Lo que nos sucedió de allí en adelante hasta acabar el día lo dejo para mañana, pues ya noto la mano cansada de tanto escribir.