7

Hasta agosto Clara no pudo terminar el capítulo sobre Bremen que figura al comienzo de su libro. A uno lo complacen la naturalidad y ligereza con que fluyen sus renglones bajo los ojos, como si hubieran sido escritos sin esfuerzo. La verdad es que le costaron lágrimas, sudor, noches mal dormidas y puede que otros pesares de los que, por haberla mortificado en la intimidad, no tengo conocimiento. Me coloco en su sitio y pienso que yo nunca intentaría cambiar un puesto seguro de funcionario de la enseñanza por un oficio que comporta tanta ansiedad y sufrimiento y frustración; que roba la calma y, si se mira bien, la libertad, y que conduce de ordinario a recompensas de poca monta. Quizá no entiendo los afanes de Clara porque, según ella dice, no soy artista. «Pero me gusta el arte», le digo. «Pero no te gusta sacrificarte, ratoncito», me retruca, «y sin sacrificio ni ambición no es posible crear una obra artística valiosa». Hasta la fecha no le he contado que yo también escribo, aunque no soy escritor en el sentido en que ella concibe la tarea de escribir. Ni gozo ni sufro cuando en mis ratos libres converso conmigo por escrito, a veces, como en este instante, mientras se cuecen las legumbres sobre el fuego de la cocina. Redacto a mi aire recuerdos de nuestro viaje; pero cuando quiero me detengo y cuando quiero prosigo, sin que jamás me atosiguen la angustia o las responsabilidades, libre de críticos y lectores, de plazos y reglas, como no sea las que respeto sin darme cuenta o por capricho. Que me perdone la literatura si me río de ella.

Muy malos ratos pasó Clara la primera semana por ser entonces cuando menos la satisfacían los resultados de las incontables horas de ajetreo delante del ordenador. «Creía tener talento», la oí decir durante uno de sus habituales accesos de pesimismo matinal, «pero ya veo que no». Me consta que en el transcurso de quince días borró dos versiones enteras del capítulo dedicado a Bremen. Más de treinta páginas desechadas precedieron al texto definitivo. De ellas eliminó veintitantas una mañana, movida de un arrebato histérico, y el resto tras sugerirle yo una noche, por levantarle el ánimo, que introdujera un personaje de compañía junto a la protagonista de su libro. El recurso permitiría en mi opinión que la viajera conversase, cambiara impresiones y dispusiera en todo momento de un punto de vista complementario del suyo, lo que contribuiría a hacer el relato más entretenido. ¿Acaso ella no viajaba acompañada por mí? Sentada en el borde de la cama, se volvió a mirarme como si fuera aquella la primera vez que me veía desde nuestra salida del pueblo. «Ya se nota que no tienes experiencia de escritor. ¿Crees que puedo resolver unas dificultades añadiendo otras nuevas? O sea que, según tú, el método para levantar una piedra pesada es colocar otra encima. Me pregunto para qué te pongo al corriente de mis problemas». No hablamos más; pero a la mañana siguiente, inducida, según sospecho, por la desesperación, llevó a la práctica mi consejo y le fue tan bien que durante el desayuno me echó en cara que no le hubiera propuesto antes la idea. Tras lo cual me instó a que en el futuro procurase mantenerme informado de los progresos de su libro por si se daba el caso de que yo le pudiera aportar alguna ayuda. «Bueno, es que como no tengo experiencia de escritor», le dije, «quizá no sean fiables mis consejos». «Si son fiables o no, ratoncito, déjamelo decidir a mí. Basta con que te limites a declarar de vez en cuando tu parecer». Esto convenido, siguieron noches más reposadas para los dos, en algunas de las cuales no faltó ocasión de arrimar un poco los cuerpos antes de apagar la luz.

Clara había prometido invitarme a cenar el día en que acabase el capítulo de Bremen. Pensaba ella de esta forma celebrar aquel primer logro de su trabajo y agradecerme los muchos servicios que yo le había prestado. La cena sería también un acto simbólico de despedida de la ciudad, a la que ya habíamos por así escribir exprimido sus jugos literarios. Después de esperar un rato conseguimos dos asientos en el extremo de una mesa larga de madera, compartida por una clientela ruidosa, en el piso bajo del Schüttinger. Aprovechamos la cena para entablar deliberaciones sobre la siguiente etapa del viaje. No había lugares a los que debiésemos acudir por compromiso con la editorial. Nuestro plan preveía que decidiéramos el trayecto sobre la marcha, de acuerdo con las conveniencias y requerimientos del libro, lo que en la práctica equivalía a no tener un plan.

La primera idea que se nos ocurrió mientras cenábamos en el Schüttinger y yo disfrutaba la cerveza de sabor amargo que se elabora en la propia casa, fue trasladarnos en el curso de esa misma semana a Hamburgo, haciendo una parada intermedia que diera pie a alguna descripción o episodio campestre, pues Clara, entiendo yo que con buen juicio, quería evitar a toda costa que su relato del viaje se redujese a un paseo por los centros urbanos alemanes de mayor relevancia, cada vez más uniformizados por los usos comerciales de la época. La elección de Hamburgo nos parecía razonable por cuanto la ciudad está cerca de Bremen. No dedicarle al menos un capítulo del libro implicaba que la impresión personal de la autora sobre el norte de Alemania quedase incompleta. Clara adujo estas razones con una falta evidente de entusiasmo que yo interpreté como un ruego velado para que la disuadiera de llevar a cabo el propósito. «A Hamburgo vamos a ir de todas formas», dije con el convencimiento de pronunciar las palabras que ella deseaba oír. «Ahora bien, si quieres que te sea sincero, me parece imprudente meternos en una nueva aventura mientras persista la ola de calor. En fin, tú sabrás si con estas temperaturas te causa ilusión hacer limpieza en el piso de tía Hildegard, cargar el coche, echarte a la carretera, buscar habitación en un hotel económico de Hamburgo y andar a pleno sol por calles que apenas conocemos. ¿Son esos los sacrificios que hay que asumir para crear una obra valiosa?». «Esos y muchos más, ratón, solo que en este caso no encuentro justificado el sufrimiento. ¿Qué propones?».

Estábamos seguros de que la vida confortable que llevábamos en Bremen no la íbamos a encontrar en ninguna otra parte. Le habíamos tomado gusto a la ciudad, sacábamos provecho de su oferta de espectáculos, visitábamos (Clara más que yo) sus museos. Un domingo hicimos esa excursión en barco hasta Bremerhaven sobre la que Clara cuenta maravillas en su libro. Los fines de semana nos acercábamos a los rastros, ya fuera el de los sábados frente a nuestro piso, en la otra orilla del río, o el de los domingos en una explanada que hay detrás de la estación. Paseábamos por delante de los puestos de antiguallas y cachivaches, animados no tanto por el deseo de hacer compras (aunque de vez en cuando nos encapricháramos con alguna baratija) como por recrearnos en la contemplación de las curiosas mercancías y gozar de la atmósfera peculiar que se respira de costumbre en esos sitios. A partir de la segunda semana de estancia en Bremen, superada aquella crisis de baja estima del principio, Clara entró en una fase de fertilidad literaria. Por esos días su trabajo progresaba a buen ritmo y ella podía concederse algunos ratos de expansión que a veces aprovechábamos para ir a bañarnos en la piscina que está al lado del campo de fútbol. Allí se acostumbró a escribir a mano mientras bebía refrescos y se soleaba encima de la toalla; también revisaba textos recientes o estudiaba anotaciones y las ordenaba en esquemas llenos de flechas y números, siempre ajena al bullicio de los bañistas, a las carreras de los críos importunos y a la visita de alguna que otra avispa, de manera que con frecuencia, sin dejar de solazarse, despachaba una gran parte de la tarea prevista para la mañana siguiente. En aquellos días apacibles, ella había logrado compaginar dos actividades que pesaban por igual en su balanza de intereses: escribir y broncearse. Se lo recordé en el Schüttinger a modo de remate de aquella no breve lista de felicidades enumeradas por mí con intención de que le empezara a doler la idea de tener que despedirse de ellas. Entonces levantó su vaso de agua mineral e hizo un ademán de brindis para darme a entender, sin necesidad de palabras, que estaba de acuerdo conmigo.

A propuesta mía decidimos terminar el mes de agosto en Bremen, tanto por las razones que he mencionado como por la que al final resultó la más determinante de todas, y es que vivir instalados en el piso de tía Hildegard nos dispensaba de pagar alojamiento. No había la menor duda de que en cuanto saliésemos de Bremen nuestros gastos aumentarían de manera considerable, y aunque disponíamos de fondos suficientes, teníamos formado propósito de no descuidar las cuentas en previsión de contratiempos costosos y porque, como yo le dije a Clara, quizá existiera el futuro después de nuestro viaje. A todo asentía ella, complacida del plato de pasta con verdura que había comido de cena. Sin embargo, al salir del Schüttinger por la puerta que da a la Böttcherstrasse, ya de noche, la acometieron nuevas dudas. Por nada del mundo podía permitirse un descanso en su trabajo. Ni hablar de vacaciones. «Recuerda que tengo un plazo de entrega, ratón, y que me gustaría avanzar lo más posible de aquí al invierno para estar luego tranquila».

Pensábamos recogernos después de la cena; pero nada más salir a la Böttcherstrasse me atrajeron las luces de la Ständige Vertretung, que es una especie de taberna temática con las paredes cuajadas de retratos de políticos y gente señalada, y le aseguré a Clara que con el estímulo de una cerveza Kölsch se me ocurriría una estrategia beneficiosa para su libro que, al mismo tiempo, nos librase de meternos en grandes incomodidades y dispendios. Por supuesto que yo llevaba la estrategia en la cabeza, de donde aún no la había sacado creyendo que Clara la había deducido por su cuenta. Así y todo, esperé a la segunda Kölsch para exponérsela, y que conste que no solicité la consumición ni por señas ni de palabra, sino que por no tapar la boca del vaso vacío con el posavasos me la sirvieron, según costumbre que hay en esa taberna y en otras que con el mismo nombre hay repartidas por distintas ciudades del país. Pero a lo que iba. «Que hayas terminado de escribir sobre Bremen», dije, «no significa que tengamos que abandonar el piso gratuito. Hagamos de él nuestro cuartel general mientras sacas provecho literario del norte de Alemania. El plan es muy simple. Salimos de excursión de acuerdo con el itinerario elegido por la viajera de tu libro y su acompañante, tú exploras una zona determinada que esté a una distancia razonable, tomas notas y fotografías, volvemos a Bremen y escribes. ¿Que terminas un capítulo? Pues nada, salimos de nuevo a la carretera, cubres la siguiente etapa y al final a dormir otra vez en el piso de tu tía». «¡Ah!», exclamó engolosinada con la idea, «como Goethe cuando subió al Vesubio». «Exacto. Goethe subió al Vesubio y tú subes conmigo a una tapia o a un montón de estiércol, porque en el paisaje planchado de por aquí no me parece que exista una altura mayor. Y ahora no me digas que no merezco la tercera Kölsch».

Al día siguiente, después de comer, emprendimos la primera de aquellas salidas con retorno que despertaban en Clara remordimientos de conciencia, pues no se correspondían con el camino lineal seguido por los protagonistas de su libro. Sin tiempo de sacar el automóvil del garaje subterráneo, empezó a dirigirse reproches. Por las calles de Bremen, rumbo a la autopista, entablamos una conversación que no recuerdo, claro está, literalmente, pero que vino a ser más o menos así: «¿Te ha dado de repente un ataque de realismo o qué?». Dije esto con el buen propósito de forzarla a sonreír, tarea no siempre fácil. «Peor aún», se defendió, «tengo la sensación de estar cometiendo un fraude con mis lectores». «No te preocupes. Los lectores pagan para que les mientan. Y cuanto más hábil y más bella la mentira, más la aprecian. El único que conoce el secreto de tu libro soy yo, conque puedes estar tranquila porque de momento no abrigo intenciones de denunciarte a la policía». «Muy gracioso. ¡Cuidado con ese ciclista!». «Yo creo que la sensación de fraude te viene porque escribes en primera persona. Tú misma te ilusionas con tus propios trucos. Por eso olvidas que no eres la viajera de tu libro, aunque hagas el mismo viaje». «No sé, ratón, no sé. Ya te dije que quiero escribir una obra sincera. Por supuesto que inventaré episodios y detalles; pero los sentimientos han de ser míos por completo». «Sí, como cuando relataste el ascenso gozoso a la torre de St. Petri. Extraña manera de practicar la sinceridad». «No es lo mismo». «Fruto natural de la imaginación llamaste a esa experiencia nunca por ti conocida. Creo que me están entrando ganas de denunciarte». «Tú subiste en mi nombre a la torre y lo que desde allá arriba viste lo vi yo después en las fotos. Conque no me sierres los nervios y mejor concéntrate en el tráfico, que hoy no me he levantado con ganas de sufrir un accidente».

Al rato enfilamos la autopista, de la que enseguida nos apartamos para tomar la carretera federal que lleva a Worpswede, destino de la excursión. Lo habíamos escogido por la mañana sobre el mapa por estar a poco más de veinte kilómetros de Bremen, ya dentro de Baja Sajonia, y por su antigua reputación de colonia de artistas, con sus salas de exposiciones, tiendas y cafés, de todo lo cual acaso podría obtenerse provecho literario. No nos dirigimos al lugar directamente, sino después de dar un rodeo por carreteras secundarias a fin de que la señora escritora, sentada a mi costado con su cuaderno de notas, se fuera formando una impresión visual del paisaje de la región. «Aquí se podría construir un aeropuerto en tres días con solo asfaltar el campo». «Ratón, te agradecería que me dispensaras de tus comentarios». «Supongo que de vez en cuando pondrás algo chistoso en tu libro, ¿no? ¡Pobre del escritor que no haga sonreír a los lectores!». «Ratón». «¿Qué?». «Me distraes». Y eso que no hacíamos sino atravesar un tremedal uniforme, anterior al invento de las montañas, salpicado de bosquecillos de abedules, prados con vacas y granjas sueltas, aunque pocas con el tradicional tejado de cañizo, ya que, según le contó más tarde a Clara un lugareño, los propietarios se han pasado a la teja para evitar las altas tasas del seguro contra incendios. Cruzamos varios puentes, no sé si sobre ríos o canales. En uno de ellos detuve el automóvil por orden de la señora escritora, que se encandiló con un cuadro de barcas, agua rizada por el viento y juncos en la orilla. Lo mismo hube de hacer unos pocos kilómetros más adelante, al lado de una casa de entramado próxima a la carretera, delante de cuya entrada se veía, como de adorno, una pila de bloques de turba. Clara se apeó y, llena de entusiasmo, me trajo uno para que lo viera de cerca. «¿Te das cuenta, ratoncito? Turba auténtica. A esto le voy a dedicar mañana por la mañana un pasaje». Quien haya leído su libro sabrá que cumplió la amenaza.

Ya una vez, hacía cosa de cinco o seis años, Clara había estado de excursión con sus alumnos en Wórpswede. Guardaba un recuerdo impreciso del lugar; pero, refrescado con ayuda de un panel indicador que hay a la entrada del pueblo, fue suficiente para que los dos nos pudiéramos orientar sin dificultad. Habíamos dejado el coche allí cerca, a un lado de la carretera de acceso, y luego subimos andando por una pequeña cuesta hasta la calle donde se concentraban las principales atracciones. El nombre de la calle podría averiguarlo; pero no quiero descuidar las legumbres. Serían como las cuatro de la tarde cuando llegamos. En alguna iglesia, fuera del alcance de nuestra vista, repicaba una campana, detalle al parecer romántico que Clara se apresuró a anotar en su cuaderno. Hacía calor y el viento, que soplaba con bastante fuerza, provocaba un runrún continuo de ramas estremecidas. Abundaban los árboles añosos entre las casas de poca altura, diseminadas por la ladera de una colina que desmentía la idea de un país planchado. En el cielo se avistaban unos cuantos nubarrones de mala catadura, aunque sueltos y aún lejanos. La calle se veía transitada por grupos de gente con gafas de sol, gorras de colores agarradas con una mano para que no se volaran y los hombres, algunos de ellos, con el uniforme de excursionista alemán entrado en años: pantalón corto, calcetines de tonos claros y sandalias.

La señora escritora se fue directa a los escaparates. «Pensaba que habíamos venido a trabajar». «¿Y qué crees que estoy haciendo, ratoncito? Lo primero de todo tengo que llenarme de la atmósfera de Wórpswede, experimentar la sensación de estar aquí, mirar, oler, tocar…». «Y comprar». La seguí hasta una galería estrecha que se adentraba en un edificio bajo con paredes de ladrillo. En su interior, a uno y otro lado, se alineaban tiendas de antigüedades, de recuerdos y objetos de artesanía, y otras más al fondo que no vi porque me quedé esperando en la calle mientras Clara desfilaba con calmosa curiosidad por delante de los escaparates y escribía de vez en cuando una nota en su cuaderno. De entre las numerosas personas que entraban y salían me llamó la atención una pareja de cierta edad. El hombre sostenía en sus brazos un conejo tallado en un cilindro de madera, como de unos cuarenta centímetros de largo, recubierto de una capa de barniz. Lo llevaba con no menos cuidado que si se tratara de un bebé, la cabeza picuda reposada sobre su hombro, lo que no dejaba de causar un efecto cómico. Ella, la boca entreabierta, mostró al pasar junto a mí unos dientes saltones, a juego con la talla. Clara se metió en una de las tiendas, y como transcurrieran los minutos y no volviese, por mover las piernas decidí andar un poco por la acera adelante sin intención de alejarme demasiado. El sol se ocultó de pronto tras el borde de una nube y durante unos instantes cayó sobre el pueblo una sombra de malos augurios. La casualidad me llevó hasta una tienda cercana de chocolate, que acaso se me anunció, sin que yo me diera cuenta, por el aroma. Una mesa que justo me llegaba a las rodillas ocupaba el centro del recinto. Fijé una mirada lamedora en las tabletas de chocolate artesanal repartidas por clases encima de ella, todas envueltas en papel celofán que las hacía doblemente apetitosas. Las había con almendras, con avellanas, con uvas pasas, y de distintos colores: verde, rosa, anaranjado, blanco, además del habitual y del oscuro cuyo sabor a un tiempo amargo y dulce es el que prefiero. Y lo cierto es que ya estaba decidido a dar trabajo al paladar cuando vi que, en la acera de enfrente, Clara tendía la mirada a todas partes, buscándome.

La acompañé por la calle adelante hasta un puesto de información, donde se proveyó de prospectos y de datos varios, y donde mantuvo una larga plática con una empleada de más o menos su edad que la puso al corriente de los lugares más interesantes de Worpswede. Clara se sintió por lo visto obligada a explicar que el motivo de su visita al pueblo no era exactamente turístico, sino que proyectaba escribir un libro, y ofreció algunos detalles sobre sus planes literarios y sobre su editor; con lo cual la empleada extremó de inmediato su solicitud y, por supuesto, su curiosidad, y comenzó a entreverar halagos y preguntas. Como cuando habla en público, a Clara se le achinaron los ojos, se le llenó de dientes blancos la sonrisa, se le puso la voz aguda y levemente nasal. De ese modo citó los títulos de sus obras publicadas hasta la fecha por si su interlocutora, que la escuchaba al borde del embeleso, los conocía. Percatándome de que ninguna de las dos mostraba inclinación a encontrar un término al diálogo, opté por salir a la calle a tomar el aire. Para entonces había en el cielo más nubes que claros. El calor seguía apretando, aunque quizá un poco menos que antes, cuando aún lucía el sol. Vi como a sesenta metros de distancia al tipo del conejo de madera y a la mujer de los dientes saltones franquear la puerta de una cafetería. Me alejé una docena de pasos hacia el lado donde la calle comenzaba a descender. Junto a la acera crecían unos brotes de acebo. Me tentó apoderarme de uno para nuestro jardín. Incluso hice una tentativa con el debido disimulo y comprobé que no había problema para arrancar aquellas plantas tiernas de cuajo; pero desistí pensando en los inconvenientes de cargar durante nuestro viaje por Alemania con una maceta.

Transcurrido un rato largo, Clara me llamó desde la entrada del puesto de información. «Ratoncito», me dijo cuando llegué a su lado, «tengo un encargo para ti, pero mejor metámonos en algún sitio donde no moleste el viento». Entramos en una sala de exposiciones que estaba allí cerca, siempre en la misma calle cuyo nombre no recuerdo. La cuestión era que en aquel lugar había una muestra de fotografías sobre el accidente nuclear de Chernóbil, y Clara, siguiendo las recomendaciones de la empleada de la información, no quería perdérsela por nada del mundo. Deseaba, además, echar un vistazo a la colección de cuadros de no sé qué museo, así como visitar la casa de uno de aquellos artistas que se estableció en Worpswede a finales del siglo XIX. «Necesito por lo menos hora y media o dos horas, y luego, si te parece bien, nos juntamos en el coche. Hasta entonces tú podrías hacerme un favor en el cementerio». «Ah, pues qué buena idea, porque precisamente estaba yo pensando en regalarte un par de tibias el día de tu cumpleaños». Me replicó que el chiste era muy bueno, mucho más gracioso que la mayoría de los míos, pero que comprendiese que no tenía tiempo de troncharse de risa hasta que no hubiese acabado sus tareas. Puso en mi mano un croquis del cementerio de Worpswede que había dibujado para ella la empleada de la información. «Tú entras por aquí», hablaba con prisa, con entusiasmo, con una pasión que solo es capaz de producirle el trabajo. «Esto es la iglesia. La bordeas por la izquierda. Sigues el camino que marca la flecha y en este punto está la tumba de Paula Modersohn-Becker». «¿Y cómo desentierro el esqueleto? ¿Con las manos?». «Tú vas y sacas una docena de fotografías desde distintos ángulos. Me interesan las lápidas, los adornos si los hay y una estatua que tú no conoces, pero es bastante famosa. En fin, para qué te voy a explicar. Ve y fotografía la tumba». «¿Eso es todo?». «En cinco minutos habrás terminado, ratoncito. Después puedes hacer lo que quieras hasta la hora de encontrarnos. Si a las siete no he llegado al coche, espérame, que ya iré». «Me va a quedar tiempo de sobra para profanar tres o cuatro sepulturas». «Bien, bien. Profana cuanto quieras; pero por favor no te olvides de las fotografías».

Se quedó en la sala de exposiciones. Yo salí a la calle, y lo primero que hice, claro está, fue encaminarme a la tienda de chocolate, donde me coloqué delante de un mostrador cuajado de bombones de las clases más variadas. Pagué tres euros y pico por ocho piezas que elegí sufriendo las punzadas de la duda, pues sabía que cada elección comportaba la renuncia a otras sabrosas felicidades. El chocolatero me asesoraba según yo le iba preguntando. Se advertía en su amabilidad el hábito de tratar con clientes indecisos. Donde yo fijaba la mirada fijaba él, detrás del mostrador, la suya, listo a coger con sus pinzas metálicas el bombón por mí elegido, que después depositaba con cuidado en una pequeña bolsa de celofán.

De la tienda subí al cementerio a paso rápido para no dar tiempo a que el calor me derritiera el chocolate. Pasada la verja de la entrada, me encontré en un lugar recoleto, sembrado de lápidas sencillas, sin la ostentación de panteones y armatostes mortuorios que se estila en mi país. Un lugar donde la jardinería y los símbolos fúnebres se conjugaban con sobriedad, formando un paisaje propicio para el paseo, la mirada tranquila y tal vez la meditación a quien guste de ella, libre de los mármoles macabros que en otras partes encogen el corazón del visitante a cada paso. El camino principal llevaba después de breve trecho hasta una iglesia con paredes de ladrillo, que bordeé conforme a las indicaciones del croquis. No vi en el cementerio más personas que una mujer en actitud de recogimiento delante de una tumba un poco apartada. La mujer apretaba entre los tobillos una regadera como queriendo evitar que el viento se la arrebatase. Volcada en el suelo, a su costado, se veía una bicicleta. No recuerdo la hora exacta; pero calculo que sería entre las cinco y las cinco y media. Para entonces las sombras amenazadoras que se cernían sobre el pueblo parecían haber adelantado el atardecer. El cielo se había revestido de un gris oscuro en el que ya no era posible distinguir los contornos de las nubes, mientras que por la parte inferior, sobre las copas de los árboles, ardía una orla luminosa de un vivo color rosado. Sonó el rumor de un trueno distante cuando yo pasaba cerca de una fosa con pinta de haber sido remozada recientemente. Dos tablones cruzaban la abertura. Todo a su alrededor, sujeta a los extremos de cuatro barras, se extendía una cinta roja y blanca de plástico para que ningún espabilado, supongo, intentara llegarse a la otra vida sin cubrir los gastos de la funeraria. Los ladrillos y el mortero de las paredes mostraban la limpieza de lo nuevo. Una capa de cemento cubría el fondo. «No está mal», pensé. Y al punto, como si me hubiera partido en dos personas, respondí: «Está pero que muy bien».

La tumba de Paula Modersohn-Becker se encontraba junto al seto que circunda el cementerio, tan escondida entre la vegetación que no la descubrí sino cuando la tuve delante. Varias lastras sin pulir, repartidas por la tierra, precedían a un muro de escasa altura, hecho de ladrillos en los que no poco se notaba la corrosión de los años. Adosada al descolorido paramento, se veía la lápida dedicada a la pintora, apenas legible por causa de la mugre y el liquen que la cubrían. El muro servía de soporte a una estatua de piedra gris que representaba a una mujer joven recostada sobre una losa, con un bebé cabezón sentado en su regazo. En aquellos momentos yo no sabía casi nada de Paula Modersohn-Becker, aún menos de las otras personas con cuyos restos mortales comparte sepultura. Una tarde de julio había visitado el museo a ella consagrado en la Böttcherstrasse de Bremen. Entré con la misma fuerza de voluntad con que entraría un ateo en un oficio religioso. Poco antes de poner los pies dentro del edificio, le propuse a Clara esperarla en la Ständige Vertretung, que está a dos pasos, leyendo el periódico mientras ella contemplaba los cuadros a su antojo. Me necesitaba a su lado, dijo, con el fin de contrastar sus opiniones con las mías. A lo cual repliqué que sentía la garganta demasiado seca para opinar. Clara insistió en que la acompañase; incluso prometió con voz mimosa invitarme a una Kölsch a la salida, ratoncito. Por no romper la costumbre, claudiqué. La visita al museo me dejó un recuerdo vago de paisajes con abedules y retratos de mujeres y niñas en estilo ingenuo. El calor y la sed, unidos a una afición más bien moderada por la pintura de Paula Modersohn-Becker, me impidieron prestar la atención que acaso su arte merezca. Fue a raíz de nuestra salida a Worpswede cuando Clara leyó su biografía. Durante tres o cuatro días, en el curso de sucesivos desayunos y veladas, me puso al corriente de los sucesos que se le figuraban más sobresalientes en la corta existencia de la pintora, así como del sentido de algunos detalles visibles en las fotografías que me mandó sacar en el cementerio, no sé, la verdad sea dicha, con qué propósito, puesto que no las usó para su libro.

De los costados del muro hasta el sendero arenoso por donde se accedía a la tumba se alargaban sendas hileras de plantas que debido a su forma y espesura formaban como dos paredes, de rododendros en un lado y de carrizos en el otro. Entre ellas y el muro quedaba un cuadrado protegido del viento, con las lastras antes mencionadas y una lápida que, según supe al poco tiempo, correspondía a la hija de Paula Modersohn-Becker. El espacio estaba despejado sin otra salvedad que una maceta con dalias marchitas. Antes de entrar en aquel cobijo tomé desde el sendero una fotografía de conjunto, a la que me pareció conveniente agregar dos o tres de los alrededores de la tumba. Hacía rato que me acuciaba la vejiga. Como no viese testigos ni un lugar apropiado a mi necesidad, acudí en socorro de las dalias, si bien sospecho que demasiado tarde para restituirles la perdida lozanía.

Hice a continuación propósito de atacar los bombones, temeroso de que el calor los derritiese. Al sacarlos de la mochila me agradó comprobar que, aunque blandos, seguían enteros. La mochila pude colgarla por una de sus correas en la mano de la mujer de piedra, inmóvil en el ademán de sujetar el borde de la camisa apartada del cuerpo. Nunca antes había visto yo tetas en un cementerio. Mirándolas de cerca introduje en la boca el primer bombón de la tarde, que era una concha blanca de caracol con motas marrones espolvoreadas sobre sus estrías. Lo escogí por ser el que estaba más arriba en la bolsa de celofán. Durante varios segundos lo mantuve pinzado entre los dientes, la lengua recogida a fin de demorar las sensaciones del gusto. Los incisivos entraron con suavidad en la cáscara que, por causa del calor, había perdido parte de su solidez quebradiza. La falta de crujido en el momento de morderla no me impidió percibir un resto último de su consistencia original. El bombón contenía media nuez bañada en crema de caramelo, de un dulzor bastante más profundo, denso y aromático que el de la envoltura de chocolate blanco. La lengua se aplicó a lavar la nuez, empujando lo blando hacia arriba para que se derritiese a la menor distancia posible del paladar, mientras el fruto seco era llevado no sé cómo, pues la boca no parece regirse de acuerdo con instrucciones del raciocinio, a zona de muelas. Consumido el chocolate, la media nuez intacta y limpia regresó a la pinza de los incisivos, que con rápidos mordiscos la redujeron a una mera papilla granujienta. La cual, profusamente insalivada, bajó en un amén al fondo de mi persona. Sobrevivieron cachos diminutos en los recovecos de la dentadura.

El segundo bombón, también con forma de concha, alternaba en su superficie brillante dos tonos marrones. Sobre el arco de sus estrías se reflejaba la luz cenicienta de la tarde, rota en visos que al menor movimiento se arrancaban a temblar con vida propia. Me habría entretenido un poco más en aquellas observaciones caprichosas en espera de que menguase dentro de la boca el sabor de la golosina precedente; pero noté que las yemas de mis dedos empezaban a hundirse en el chocolate y no hubo más remedio que apresurar el goce. Dejé que el bombón se deshiciera por sí solo encima de la lengua, sin la intervención destructiva de los dientes, y que el flujo viscoso extendiera su lento dulzor a todo lo largo de las papilas gustativas. Percibí en él un dejo menos azucarado y más confuso y dulciamargo que el del bombón primero, quizá por contener una cantidad mayor de cacao, además de una nota de no sé si canela o polvos de pinole, pero desde luego de licor, en el relleno de caramelo. Al fin quedó desnuda la media nuez, tímida y desamparada ante la doble fila de sus verdugos; cayó entre ellos sin resistirse y dudo, en vista de la rapidez con que fue ajusticiada, que tuviera tiempo de sentir dolor. Me habría venido bien un trago de agua para eliminar las migas tenaces; pero tuve que aguantarlas, con la boca llena de sed, durante algunos minutos.

Aproveché el lapso para tomar planos cortos de la estatua. De haber sido instalada en el año del fallecimiento de Paula Modersohn-Becker, pronto haría un siglo que el semblante de piedra permanecía levantado hacia el cielo, recibiendo en los ojos los rayos del sol, las gotas de la lluvia, la nieve del invierno, aquietadas las facciones en lo que yo interpreté erróneamente como una mueca de sensualidad. Y es que la expresión era desmayada y suspirante, yo ya me entiendo. Clara, que conocía el nombre del escultor, me sacó de mi engaño al día siguiente. Se trataba en realidad de una madre moribunda: un modo de recordar que la pintora había muerto, con poco más de treinta años, de sobreparto. Aquella decepcionante aclaración justificaba la presencia del crío sedente, cuya postura y desarrollo corporal a mí se me antojaban impropios de un recién nacido. El cincel del escultor le había puesto una esfera entre las manos. «No es una pelota, ratoncito. ¡Vaya dotes las tuyas de observador!». A este punto me enteré de que Paula Modersohn-Becker pintaba de costumbre figuras infantiles con naranjas, que la estatua había sido instalada casi doce años después de su muerte y que el escultor, andando el tiempo, abrazó el nazismo. No hay como estar casado con una profesora para adquirir ciencia sin esfuerzo, como no sea, claro está, el esfuerzo incesante que comporta de suyo el matrimonio.

Despachada la nueva tanda de fotografías, volví a mis bombones. Le tocó el turno a una trufa recubierta de coco rallado. Debido a esta circunstancia pude sostenerla entre los dedos sin pringarme. ¿De qué estaba compuesto su relleno? El chocolatero me había declarado los ingredientes de todos los bombones, la mitad de los cuales habían sido elegidos por mí precisamente por sus nombres sonoros, evocadores de delicias exóticas; pero mi memoria vacilaba, incapaz de asignar a cada uno sus ingredientes verdaderos. Una suave presión de la dentadura bastó para hender la pequeña bola que trascendía un aroma nunca antes percibido por mi olfato. No quise mirar el contenido por entretenerme en adivinarlo con la sola ayuda de la lengua. Una crema delicada desató en el interior de mi boca una ráfaga de dulzor intenso, cálido, de gollería un punto líquida a la manera como suelen serlo ciertas clases de miel. Sentí al tragarlo un agradable amargor que acrecentó mi sed. Siguió, ya con los truenos encima de Worpswede, un cuadrado de chocolate oscuro. En su plano superior empezaban a despegarse los trozos verdes de lo que parecía un pistacho desmenuzado. Dos rápidos lametones los mandaron a socorrer a las últimas virutas de coco, que, perdidas entre los dientes, no sabían orientarse en la dirección adecuada. Este cuarto bombón tenía un toque de acidez sobre un fondo apenas insinuado de canela y menta. Lo estuve volteando dentro de la boca de tal manera que en cada giro lo obligaba a pasar por debajo de la lengua. Lo notaba cada vez más pequeño, hasta que se fundió. Incluso transformado en líquido resultaba áspero en el paladar, con un regusto de especia fragante en su retirada. Mis glándulas salivares no daban abasto para restarle espesor. Semejaba un barro dulce con el que mal que bien me enjuagué la boca y la limpié de restos sólidos. Me causó tal efecto de sequedad que, para tragarlo, hube de levantar la cara hacia el roble que extendía sus ramas sobre la tumba.

Alejándome por el laberinto de senderos, encontré tras breve búsqueda, al borde del camino principal, un grifo con cuya agua, ignoro si potable, supuse que los visitantes del cementerio llenarían de costumbre sus cubos y regaderas. Me lavé la boca, pero no bebí. Reducida la sed, paliado el ardor dulzarrón que me raspaba la garganta, suprimidos los gustos y regustos del chocolate, deliciosos cada uno por sí, pero empalagosos y pesados cuando se acumulan sin medida, regresé a la tumba de Paula Modersohn-Becker, a cuya estatua había yo dejado en custodia la mochila con mis pertenencias. La mujer de la bicicleta ya no estaba donde yo la había visto al llegar. No se hallaba en el cementerio más alma viva que la mía. Como no soy proclive a experimentar terror ante fenómenos atmosféricos de apariencia tenebrosa, aunque estos se desencadenen en la proximidad de los muertos, me daban un poco de lástima la furia inútil del ventarrón y todo aquel despilfarro de fogonazos y retumbos en el cielo.

Saqué unas cuantas fotografías más, las últimas: del muro de ladrillos, de las lastras esparcidas por el suelo, de las plantas, del alto seto que circundaba el cementerio a manera de tapia, de la lápida de Tille, la hija de la pintora, que vivió más de noventa años, y de otras dos que se veían juntas a un costado del muro, en un hueco angosto que se abría al final de la hilera de los rododendros. (Sobre estas quiero escribir unas líneas, pero antes debo retirar la olla del fuego). Sigo. Una, con la piedra desgastada, correspondía, según supe por Clara al día siguiente, a la primera esposa del marido de Paula Modersohn-Becker, que también fue pintor; la otra, de aspecto no tan antiguo, a la hija de ambos. Las lápidas estaban colocadas de tal modo que entre las dos formaban una especie de silla sin patas, tumbada la una en el suelo, erguida la otra justo detrás, en la posición oblicua de un respaldo reclinable. Y ahora seamos sinceros. Yo tenía las piernas fatigadas, faltaba hora y pico para reunirme con Clara, los embates del viento apenas se hacían notar en aquel rincón, los nubarrones se me figura a mí que estaban pasando de largo sin voluntad de descargar sus masas de agua violenta sobre el pueblo…, ¿qué persona con dos gramos de sensatez en la mollera no habría decidido como yo sentarse en la silla de piedra, con perdón de las difuntas, que mal se podían ofender, y entregarse en sosegado bienestar al disfrute de las cuatro piezas de chocolate que aún quedaban en la bolsa?

Así pues, guardada la cámara fotográfica en la mochila, acomodé las nalgas sobre el duro y fresco asiento, y a la sombra de aquel escondrijo acogedor introduje en la boca un pequeño cuadrado espolvoreado de una especie de harina verde azucarada, de la que acaso dependía el sabor a laurel que tenía el bombón. Roto el delgado recubrimiento, se expandió por mi boca un aroma intenso de relleno entre dulce y acibarado, en muy feliz armonía de condimentos, con un remate vegetal, seco, confitado, que de puro delicioso me puso al borde de un momento blam. Aquietado el tumulto de sabores, prevaleció en el paladar el de la esencia de laurel, como si hubiera permanecido escondido detrás de los otros al modo de un veneno traicionero que el comensal advierte cuando ya no hay salvación. Estuve dos o tres minutos abrazado a mis piernas, con la cara entre las rodillas, los ojos cerrados y la mente en blanco, absorto en el disfrute.

El siguiente bombón se llamaba «Venezuela con haba tonca». Fue uno de los primeros que elegí en la tienda de chocolate, cautivado por el nombre. Era de un tono claro, partido por tres bandas oscuras sobre una costra gruesa que aún se conservaba intacta a pesar de la tarde de bochorno. La roí con lentas, con calculadas dentelladas, para entrarle poco a poco en el gusto. Contenía una porción de chocolate negro, cremoso, de un dulzor elegante, nada agresivo, que la lengua húmeda podía desleír con leves roces, más de caricia que de ávida y vulgar chupada. Era un bombón de gran finura, sedoso en su empaque, casi un silencio de bombón, un bombón femenino, una miniatura de mujer hecha bombón en la boca, que entregó sus tules exquisitos y luego su cuerpo joven sin proferir un solo grito disonante, sin remilgos ni protestas, dejando en su retirada una estela vagarosa de perfume.

Me distrajo del goce un susurro que venía agrandándose por el aire. El viento se detuvo apenas un instante. Y de pronto las gotas de lluvia empezaron a levantar redondeles de arena en el sendero. Un primer pensamiento me sugirió correr a refugiarme en la iglesia. Pero ¿quién me aseguraba que no había de encontrar la puerta cerrada? Un súbito y blanco fulgor, en medio de una furiosa ráfaga de viento, encendió durante una fracción de segundo las lastras de la tumba. El estruendo fue de tal magnitud que me dejó anonadado. Llegué a pensar que la tierra se abría bajo mis pies, y por espacio de medio minuto se me puso como un pitido en los oídos. La lluvia, entretanto, arreció, desplomándose sobre el cementerio en masas de agua que se rompían con un rumor de líquido reventado. Me tapé la cabeza con la mochila y me encogí cuanto pude en mi asiento de piedra. Al rato de haberse desencadenado la tormenta, yo seguía seco, con la excepción de un hombro y de la punta de los zapatos. Las ramas del roble primero, la mata de rododendros después, actuaban como un filtro que restaba furor al agua y apenas permitía un goteo selectivo que se derramaba sin fuerza sobre mi mochila, al par que a mi costado el muro se encargaba de atajar las rachas oblicuas de aguacero.

Decidí aguantar en aquel precario pero, por el momento, seguro cobijo, a imitación de los pájaros que se acogen a la fronda en situaciones similares. Y con el improvisado paraguas que me oprimía la cabeza, hurtando mal que bien el cuerpo a la lluvia, me las apañé para extraer con la pinza de dos dedos el séptimo bombón de la tarde, el de menor tamaño de cuantos había comprado. Recuerdo que, al elegirlo en la tienda, atrajo mi atención un polvo amarillo que cubría su dorso casi por completo. La mayor parte se acumulaba ahora en el fondo de la bolsa de celofán, junto con las migas de otros bombones. Metí la pequeña pieza de color claro en la boca. Cerré los ojos. La lluvia sonaba. Capté, en el intervalo entre dos truenos, el sabor aromático de la albahaca, que yo nunca había probado en combinación con el cacao. Por debajo, línea continua, el contrapunto del azúcar en cantidad tolerable. La corteza requería masticación, por sentirse correosa en la lengua al modo de las pastillas de café que a duras penas se dejan derretir con la mera intervención de la saliva. Le hallé al relleno un gusto agradable, pero indefinible, acaso porque el paladar, embotado en los inicios del hartazgo, no era capaz de enviarme señales más precisas. Sin dilación tragué la pequeña plasta que con cada mordisco se adhería a los dientes como si tratara de ponerse a salvo aferrada a ellos, y abrí la boca de par en par a un chorro fino de agua que caía de un extremo del rododendro. Con esa agua, después de enjuagarme la dentadura, formé un escupitajo suficientemente grueso para impulsarlo por encima de los carrizos y hacerle creer al difunto de al lado que llovía chocolate.

A continuación deposité encima de la lengua, con solemne ademán, el último bombón de la tarde, en uno de cuyos lados se veía estampada varias veces, con amarilla y elegante caligrafía, la palabra Vanille. Era una pieza de un suave color marrón, cerca de pajizo, salvo en la base, que tenía una consistencia ligeramente más sólida y un tono más oscuro; una golosina con forma de baldosín, sin relleno, no del todo dócil a los dientes, aunque bastante menos rebelde que la anterior. Mezclaba vainilla y bourbon, sabores en parte encubiertos al cabo de unos cuantos lametones por una nota dominante de moca, si bien después de las ocho degustaciones yo no podía estar seguro de nada. Su delicada y esponjosa blandura lo hacía más apto para ser chupado con delectación que para comido a bocados. No de otro modo me dediqué a paladearlo, imperturbable a la tormenta, encogido en mi refugio goteante con paciencia flemática y pies mojados. Poco a poco formé con él un charco dulce debajo de la lengua y allí lo dejé estar largo rato, en la confianza de que la delicia alcanzase por sí sola el punto idóneo para suscitar un momento blam. Pero llovía a cántaros, la sed me apuraba, la inscripción de la lápida se me debía de haber grabado en la carne del trasero a juzgar por el picor; en una palabra, no pudo ser. Lejos de sentirme decepcionado, dirigí una despedida respetuosa al bombón en el instante de engullirlo. De paso le encomendé que transmitiera recuerdos de mi parte a sus compañeros. A tono con su distinción y con su buena embocadura, emprendió una discreta retirada, dulce sin empalagar, sin resabios, sin migas molestas entre los dientes: el desenlace perfecto para una colación de chocolate artesanal en un cementerio de pueblo, experiencia que no dudaría en recomendar a mi mejor amigo.

Termino por hoy, ya que tengo que poner la mesa. Obra de tres cuartos de hora estuve sentado en un banco de la iglesia esperando a que escampara. No vi a nadie en ese tiempo. Dios, en su propia casa, como de costumbre, no se me apareció. Salí del cementerio con el cielo sembrado de claros azules. Los charcos del camino y una mediana mojadura que no me incordiaba en exceso, puesto que hacía calor, eran los únicos vestigios de la tormenta reciente. En un café anejo a una galería de arte, a poca distancia de donde tenía estacionado el coche, me regalé con un vaso de medio litro de cerveza de trigo, fresca y espumosa, que bebí en largos tragos con los párpados caídos de placer. Me tentó meterme entre pecho y espalda una segunda cerveza; pero me contuve porque tenía que conducir. De nuevo en la calle, quizá haya quedado entre los vecinos de Worpswede memoria de un eructo formidable. Faltaba poco para las siete. Tomé asiento en el coche. Encendí la radio, la apagué. La volví a encender, la volví a apagar. Una pareja de cierta edad se montó en el coche parado al lado del mío. Reconocí los dientes saltones. El conejo de madera no lo vi. A lo mejor la pareja se había arrepentido de la compra. Sucede a menudo. Vuelves a la tienda y te devuelven el dinero; de ese modo, uno puede, temporalmente, pasear gratis un objeto determinado por las calles de una localidad. A las ocho y veinticinco llegó Clara abrazada a unos cuantos libros, prospectos, sobres con postales. Sentada a mi lado, trató de esconder su mala conciencia con un beso más largo de lo habitual y me pidió disculpas por la tardanza. «¿Qué tardanza?», ironicé. «¿No habíamos quedado a las nueve?». Sin duda por desenojarme introdujo la mano en una bolsa de plástico que traía consigo, y diciendo: «Mira, ratón, lo que te he comprado. Para que veas que me acuerdo de ti», extrajo una tableta de chocolate con su envoltorio de celofán y me la tendió. ¿Cómo explicarle? ¿Cómo decirle? «Si encuentro un cementerio por el trayecto», fue todo lo que se me ocurrió, «me pararé a comerla». No entendió (ni podía) la broma. Después me mostró, entre otras cosas, orgullosa de su botín cultural, una historia biográfica de Paula Modersohn-Becker, publicada por la editorial Rowohlt dentro de su popular colección de monografías. Había una imagen de la pintora en la cubierta. No pude resistir un comentario: «¡Cielo santo, qué fea! No se parece nada a la mujer de la estatua». A Clara se le arrugó el entrecejo. Volvimos a Bremen sin dirigirnos la palabra.