5

Clara no conseguía sentirse a gusto en el piso de tía Hildegard. Se quejaba de que subía mucha humedad del río. Por esta razón le costaba respirar, sobre todo al anochecer, cuando manteníamos la ventana abierta para aliviarnos del calor acumulado en el piso durante el día. Yo le argumentaba que, de haberme hallado en su lugar, habría preferido el aire viciado y la sudadera en la cama a la disnea. No había modo de persuadirla. Todas las tardes, a la misma hora, insistía en que ventilásemos la habitación, ya que de lo contrario le resultaba imposible conciliar el sueño por la noche. Eso era justamente lo que le sucedía tras haber dejado entrar el aire fresco junto con los mosquitos ávidos y zumbadores que venían a abrevar en nuestras carnes. Así y todo, yo me guardaba de discutir con ella por no hacerle aún más penoso el sufrimiento.

Al caer la tarde, el relente traía hasta nosotros un olor espeso, como de aguas legamosas y estadizas. Pienso, aunque no estoy seguro de ello, que por ser época de estiaje y porque quizá lleguen hasta Bremen los efectos de la bajamar, partes habitualmente anegadas en las orillas del Wéser quedaban al descubierto y en ellas se pudrían los organismos incapaces de subsistir fuera del agua, lo que provocaba aquel tufo que hacía pasar a Clara tan malos ratos. Nada más sentirlo, corría al cuarto de baño en busca del espray de salbutamol. A veces los síntomas se le presentaban por la mañana, de donde vine a sospechar que el río cercano no era la única causa de sus dificultades respiratorias.

A la tercera o cuarta noche en que me desvelaron sus ahogos (para que luego me eche en cara mis ronquidos), le mencioné la posibilidad de que la vieja alfombra del pasillo y las esteras colocadas a los lados de la cama, infestadas tal vez de esos bichos microscópicos cuyo nombre no me viene ahora a la memoria, le produjeran los accesos diarios de asma. «Pues claro que sí, cómo no se me había ocurrido antes», dijo como tomada de repente por un arrebato de lucidez, y sin dudarlo un segundo me pidió entre estertores que llevase aquellos trastos mugrientos al sótano. Consideré oportuno recordarle: a) que el ascensor estaba fuera de servicio por trabajos de mantenimiento, y b) que eran las tres y veinte de la madrugada, una hora, a mi modesto entender, no del todo adecuada para trasiegos de material pesado en una casa de vecinos. «¿Los llevas, sí o no?». No me imagino una ocasión más propicia para poner fin a un matrimonio. En lugar de eso, me eché un albornoz amarillo de tía Hildegard por encima del pijama. Me sentía demasiado cansado para pensar, no digamos para hacer frente con garantías de victoria a un ultimátum conyugal. Me pareció que el espejo del ropero se reía de mi facha. Al primer amago de protesta, Clara me atajó: «¿Quién te va a ver a estas horas? Si te das prisa, dentro de cinco minutos estarás de nuevo en la cama».

Sin otro estímulo que el de cumplir esa esperanza, enrollé la alfombra y la esteras, y las bajé al sótano en dos veces. Cuando volví de la segunda, convencido de haber acabado la tarea, Clara me hizo saber que también le parecía urgente retirar de la vivienda los sillones de la sala, que eran dos piezas grandes y feas, tapizadas en terciopelo, así como los visillos y las cortinas. «¿El ropero también?», le pregunté. Dijo que su salud dependía de la eliminación de cuantos nidos de polvo, bichos y moho hubiera en el piso. Incluso respiraba mejor desde que no tenía las esteras a su lado. Y cada vez que me sentía volver del sótano, me llamaba ratón con voz melosa y me daba las gracias desde la cama. Rendido de fatiga y empapado de sudor, yo me decía para mí si no habría sido más inteligente provocar el divorcio.

Me había calzado, por consejo suyo, unas sandalias con suela de goma a fin de hacer el menor ruido posible al desplazarme por las escaleras. Caminaba temeroso de que algún vecino de sueño ligero, alarmado por aquellas reiteradas idas y venidas, comunicase a la policía la presencia de un malhechor en la casa. Se me figuraba que si el comunicante tenía afición a los detalles, añadiría susurrando al teléfono que se trataba de un ladrón de enseres cochambrosos, lo que bien podría dar lugar al envío de una dotación de vehículos policiales mayor de lo habitual, dada la singularidad del caso. Me imaginaba retratado con albornoz y sandalias en la primera plana de la Bild Zeitung, acompañada mi fotografía de los grandes y exagerados titulares de costumbre:

POBRE ALEMANIA

NI SIQUIERA TU MUGRE ESTÁ SEGURA

De poco me valió extremar el cuidado. Noto los dedos indecisos cuando me dispongo a redactar aquel recuerdo, y aunque no escribo para que me lean y por eso escribo como me da la gana, sin preocuparme de contentar a nadie, oigo no obstante una voz interior que me recomienda, me suplica, me manda que deje fuera de estos entretenimientos rememorativos el bochornoso episodio. Al fin, como estoy libre de lectores, me desobedeceré, aunque nada más sea por crearme la ilusión de que me saco una espina de la memoria.

Ocurrió más o menos de la siguiente manera. Ya casi eran las cuatro de la madrugada, que solo para desprender de sus sujeciones los visillos y cortinas necesité más de veinte minutos, a los cuales deben añadirse los que me llevó colocar con orden y sigilo los trastos en el sótano. Lo cierto es que yendo cargado con el segundo de los sillones, di un paso en falso al final del tramo que desembocaba en el descansillo del primer piso. El armatoste apretado contra el pecho me impedía ver dónde ponía los pies. Se conoce que distraído con aquella fantasía de mi apresamiento, perdí la cuenta de los escalones y, con la cuenta, perdí también el equilibrio. El consiguiente tambaleo me puso a dos dedos de caer de bruces con la carga. Un violento tirón de hombros hacia atrás me permitió enderezar el cuerpo; pero con tan mala fortuna que el sillón salió impulsado hacia delante y, como era pesado y no tenía asideros, al tratar de sujetarlo en el aire se venció a un lado, de tal modo que su respaldo, din don, golpeó de lleno el pulsador de un timbre.

Al pronto me pasó por la cabeza la idea de refugiarme a toda prisa en nuestro piso. Comprendí, sin embargo, que la empresa entrañaba dificultades irresolubles ya que jamás he sido instruido en la técnica de huir con un sillón a cuestas, mientras que marcharme de allí sin el sillón equivalía a dejar en el descansillo mi tarjeta de visita. De hecho, mi deseo mayor en aquel instante no era tanto desaparecer del sitio como afrontar con otro atuendo la escena que se avecinaba. Lamentablemente no había tiempo para subir a cambiarme de ropa, puesto que ya se oía ruido de pisadas al otro lado de la puerta. Alguien se acercaba gruñendo. «¿Qué hago? ¿Qué le digo? Si me sale con una escopeta no tengo salvación. Del susto que se pegará cuando encuentre a estas horas, delante de la puerta de su casa, a un tipo con sandalias, el albornoz amarillo de una vieja y un sillón vetusto y sucio en los brazos, es improbable que no se ponga a disparar como un loco».

Pedí perdón no bien me percaté de que la puerta comenzaba a abrirse lentamente. No me olvidé de pronunciar en tono afable el nombre del vecino, que podía leerse sobre una chapa clavada junto al timbre. Supongo que eso comunica a la conversación un aire de familiaridad, idóneo para calmar los ánimos. Surgió ante mí un pijama azul oscuro, cruzado de una franja anaranjada a la altura del pecho. La prenda remataba por abajo en dos pantuflas de cuero gris bastante cuarteado, y por arriba en la cabeza de un anciano de ojos turbios, nariz gruesa, mejillas hundidas y canas en abundancia. El señor Kranz traía un gesto hosco que cambió a perplejo nada más verme. Nunca antes nos habíamos encontrado, por lo que me pareció un deber de buena educación presentarme, si bien, para que no le inspirase recelo mi apellido, me limité a decir que era el actual inquilino del tercer piso. Se me hace a mí que con idéntica expresión en la mirada se habría asomado él al interior de un terrario. Aunque me figuraba que, con aquellas pintas mías, nada de lo que le dijese le habría de resultar verosímil, opté por el viejo truco de contarle la verdad, repitiendo cada dos por tres: «No sabe usted cuánto lo siento, Herr Kranz». Barrunto que no se retiró muy convencido. A Clara preferí ocultarle el incidente cuando, a mi llegada al piso, me preguntó por qué había tardado tanto. En su bendita ignorancia insinuó la conveniencia de bajar al sótano las sábanas y mantas que tía Hildegard guardaba en los armarios. Decidí meterme en la cama antes de contestarle. Ya en postura de dormir, le dije que me acababa de hacer un daño horrible en un dedo y que por esa noche ya bastaba de trajín.

Al día siguiente, por la tarde, me tropecé con el señor Kranz delante del portal. Él entraba y yo salía. Supuse en un primer momento que se desdeñaría de saludarme o bien me dirigiría unas gélidas palabras para darme cuenta de que venía de presentar una denuncia contra mí por perturbación del descanso privado, con la agravante de indumentaria indecorosa. También podía ocurrir que la indumentaria fuera la razón de la denuncia y el timbrazo a las tantas de la madrugada la circunstancia agravante. Me disponía a ofrecerle de nuevo mis disculpas tan pronto como me hiciera objeto de un reproche; pero en lugar de eso me preguntó de sopetón cuál era mi nacionalidad. A la boca me acudieron tres o cuatro nombres de países que para una mayoría de alemanes están fuera de toda sospecha. «Pero…», dije entre mí, «¿y si resulta que el viejo conoce el país que yo le nombre y continúa preguntándome y al fin da en descubrir que, aparte de vestirme de forma estrafalaria por las noches, soy un mentiroso?». Ni en la entonación de su voz ni en el gesto de su cara se atisbaban segundas intenciones, así que por ahorrar tiempo y molestias le dije la verdad. Noté una leve contracción de rechazo en su entrecejo. Intentó disimularla soltando una frase convencional en mi idioma materno, tan mal pronunciada, tan sosa y tan poco conforme con las normas de la gramática que estuve a punto de tomar allí mismo venganza cruel en la lengua alemana. Me supe contener. Incluso incurrí en la hipocresía de celebrar la corrección inexistente de su frase. Ya puestos a halagar al señor Kranz, le pregunté dónde había estudiado mi idioma. A lo cual respondió, como me suponía, que en realidad no lo hablaba, pero que había retenido media docena de palabras durante unas vacaciones pasadas hacía largos años en una localidad costera de mi país. No satisfecho con su reciente agresión lingüística, añadió mientras se contoneaba de un modo tan ridículo y tan obsceno que me costó varios segundos adivinar que imitaba los pasos de un baile: «Fiesta, fiesta, chicas, sí». Aguantando a duras penas las ganas de arrearle un pescozón, lo vi entrar en el portal con aquellos contoneos que no se podían mirar sin sentir lástima de la especie humana.

A mí me gustaba mucho el piso de tía Hildegard. Ella lo usaba pocas veces al año, por regla general cuando viajaba a Bremen a tratarse de alguno de sus achaques, pues a raíz de cierto disgusto que había tenido con un oculista de Cuxhaven no quería saber nada de los médicos de aquella ciudad, haciendo extensiva a todos la mala opinión que le merecía uno de ellos. Fuera de esas raras ocasiones, el piso permanecía vacío, lo que facilitaba su conservación, y como además había sido construido con los mejores materiales apenas una década atrás, en el momento de establecernos en él lo encontramos igual que nuevo, aun cuando la tía lo tenía convertido, con excepción de los baños y la cocina, en un depósito de muebles y adornos sobrantes de sus casas de alquiler. Temeroso de que por causa de sus dificultades respiratorias la señora escritora decidiera abandonarlo antes de lo que habíamos previsto, al principio de nuestra estancia en Bremen lo sometí a una limpieza rigurosa, de la que no se libraron los recovecos más escondidos. Yo mantenía a Clara al corriente de mis campañas victoriosas contra el polvo, exagerando a discreción los partes de guerra, pues sospechaba que en no poca medida sus ataques de asma procedían de su tendencia a somatizar miedos y obsesiones. Todos los días, a la hora de comer o por la noche en la cama, le hacía un recuento minucioso, aunque no siempre fiel a la verdad, de los lugares por donde había pasado la aspiradora y la bayeta húmeda, con lo cual y las tomas ocasionales de salbutamol, transcurridos unos cuantos días desde nuestra llegada, le mejoró el resuello y ella pudo consagrarse a su libro con normalidad.

Vivíamos en un barrio exquisito de Bremen, cerrado al tráfico. Un puente de uso exclusivo para peatones, entre las dos orillas del Wéser, permitía llegar andando en menos de cinco minutos al centro histórico de la ciudad. La zona estaba sometida a una severa vigilancia por medio de cámaras de filmación repartidas aquí y allá. Barreras levadizas regulaban el paso de los vehículos, lo mismo al entrar que al salir, y, salvo para cargas y descargas, no se podía aparcar en la calle. Cada vecino disponía de un espacio propio en el garaje subterráneo, donde a todas horas sonaba música; decían que con el fin de crear una atmósfera apacible. Un equipo de cuatro porteros se encargaba de que todo el mundo cumpliera las normas.

El barrio recibe el nombre de Teerhof por alusión a los calafates que antaño tuvieron sus talleres en esta estrecha lengua de tierra. Teerhof es en realidad el extremo de una isla fluvial comprendida entre el Wéser y un desvío de aguas mansas llamado Pequeño Wéser. A lo largo de sus bordes se alargan sendas filas de edificios con fachadas de ladrillo rojo, entre los cuales discurre una calle central, a manera de patio, a la que se abren todos los portales. La calle termina delante de un museo de arte contemporáneo. Yo nunca lo visité, pero Clara sí, en una ocasión, como sabrá todo aquel que haya leído su libro. Lo que quizá no sepan sus lectores es que ella volvió al piso irritada, aunque no puede negar que supo sacarle provecho literario a la visita. Al verla llegar con las cejas hoscas, le pregunté alarmado qué le pasaba. Sin despegar los labios se encerró a escribir, y al cabo de hora y media me mostró el fruto enjundioso de su irritación: tres páginas de texto apretado consagradas a negar el valor artístico de una sombrilla roja apoyada, sin abrir, en la pared. Al editor se conoce que le hizo gracia el pasaje y, en contra de lo que yo había pronosticado, no exigió su supresión.

Pero a lo que iba, y con este párrafo termino la tanda de recuerdos de hoy. Lo mejor que tenía el piso de tía Hildegard, y lo que me lo hace tan grato en la memoria, estaba fuera de él. Me refiero a las vistas que se abarcaban desde la ventana de la habitación que nos servía de dormitorio. Yo no me cansaba de admirar el panorama, sobre todo al amanecer, cuando el sol aún templado se levantaba por encima de las casas que bordean el paseo de Schlachte, al otro lado del río. Una línea de tejados truncos y picudos se recortaba contra los primeros resplandores de la mañana. Más allá, hacia el este, descollaban las dos agujas de la catedral, recubiertas de cardenillo. El edificio donde nos habíamos instalado se alzaba a escasos metros de la orilla izquierda del Weser. Desde la ventana, sin apenas esfuerzo, uno podía lanzar piedrecillas, o lo que tuviera a mano, al agua. Con frecuencia, acodado en el antepecho, yo mataba el tiempo mirando pasar, en uno u otro sentido de la corriente, las barcazas cargadas de arena, de troncos o de chatarra; los barcos para turistas, desde los que a menudo llegaban a mis oídos retazos de la voz del guía confundidos con el rumor del tráfico; en fin, las embarcaciones ligeras que de tanto en tanto cruzaban ante mi ventana con su estela blanca a popa y su timonel solitario o acompañado, que a veces, a la llamada de algún transeúnte desde el paseo, respondía haciendo un saludo con la mano. Por la orilla de enfrente se extendía, a trechos, un muelle al cual podía verse arrimada una flotilla. Destacaban entre las variopintas embarcaciones una réplica de nave hanseática que proyectaba su falsa sombra antigua de madera sobre las aguas turbias, y, no lejos de ella, en las proximidades de la pequeña iglesia de San Martín, una reproducción de la fragata del almirante Nelson convertida en restaurante. Verano, un río, un paseo con árboles, una ciudad próspera y pacífica: los días de nuestra estancia en Bremen empezaban para mí con el deleite de aquellas vistas preciosas. Asomado a la ventana, yo le agradecía a la vida de todo corazón aquel regalo que me hacía cada mañana y cada tarde por el hecho simple de haberme conducido ella misma (no siempre, todo hay que decirlo, por caminos agradables) hasta aquella ventana. Y allí pasaba largos ratos de codos sin pensar en nada, libre de deseos, de ambición y preocupaciones, entregado al disfrute del presente, que es una de mis actividades predilectas, mientras Clara se aperreaba en la habitación contigua tecleando durante horas con la persiana bajada.