Aún de noche, la sentí buscar a tientas sus prendas esparcidas por el suelo y salir a oscuras de la habitación. Pensé: «Estará soñando que tiene que ir al colegio; pero en cuanto encienda una lámpara comprenderá su error y volverá a la cama». Segundos después atravesó la pared el gorgoteo inconfundible de su orina, que también en casa suele ser el primer sonido matinal que llega a mis oídos. No hay duda de que seguí durmiendo, pues la siguiente vez que despegué los párpados, sobresaltado por unas fuertes sacudidas, la luz aún débil del amanecer hacía ya visibles las rendijas de la persiana. Clara me hablaba en susurros, como temerosa de despertarme, a pesar de que era eso justamente lo que pretendía.
Dejé que continuara con los meneos más allá del tiempo necesario para acabar con el reposo de un ser vivo. Lo hice pensando en resistir tanto como fuera posible dentro de aquella cama confortable; también, lo reconozco, porque me causa un gusto especial que ella me agarre, me apriete y me sacuda en actitud suplicante. Teniendo en cuenta que es mujer de suyo reacia a prodigarse en tales ejercicios, ¿no sería estúpido por mi parte desaprovechar las raras ocasiones en que asoma a sus labios, como si fuera salivilla, una punta de sumisión? Además, oí entre sus confusos bisbiseos la palabra «catástrofe», anunciadora de engorros, lo que me afianzó en la voluntad de seguir haciéndome el dormido. No estoy seguro, pero me parece que, impelida por su excitación nerviosa, me arreó un cachete. En ese instante me incorporé, contagiado de su alarma.
Su ordenador portátil, por lo visto, no funcionaba. «¡Qué mala suerte», le dije, «que se te haya roto el día en que pensabas estrenarlo!». Lo había adquirido el jueves anterior con parte de los adelantos que le había proporcionado la editorial. En realidad, un compañero del colegio, experto según ella en materia de informática, lo había comprado en su nombre. Vino a casa a ponérselo a punto y a darle consejos sobre la manera de usarlo. Desde la cocina, yo lo oía hablar con parsimonia, como quien se dirige a un alumno de cuya inteligencia se desconfía. Y es que Clara, con ser tan lista para muchas cosas, no se las apaña con la técnica. El sábado por la noche, a escondidas, yo probé el aparato y no tuve problemas. Me extrañaba que se hubiese estropeado solo. Le pregunté a Clara, sin ánimo de burla, si se había acordado de enchufarlo. Mi inocente pregunta acabó de exasperarla. Fuera de sí, tiró con tal fuerza de la manga de mi pijama que me desgarró la costura del hombro. Aún no habían dado las seis de la mañana.
Clara tenía colocado el ordenador sobre un bufete de la habitación contigua. En la pantalla podía verse un jeroglífico de datos sobre fondo negro. Pulsé, poniendo cara de saber lo que hacía, una tecla al azar con la esperanza de que ocurriera alguna cosa. No habría sido la primera vez que lograba, en el ordenador de casa, acceder de igual manera al administrador de programas después de haber cometido un fallo o de que hubiera surgido un problema que paralizase de repente el inicio de todas las aplicaciones. Probé suerte con la tecla intro, en vista de que la anterior no había obrado efecto, y enseguida con tres o cuatro más sin que nada se moviera en aquella noche impenetrable de la pantalla. Clara, impaciente, me preguntó si estaba interpretando una sonata.
En su opinión, un virus informático había destruido el aparato. Traté de explicarle que eso era imposible, puesto que el ordenador, por expreso deseo suyo y contra las recomendaciones de su compañero del colegio, carecía de conexión con Internet. «Nada de destrucción», le respondí. «¿O es que tú ves que sale humo por alguna parte?». Insinué que tal vez ella había ejecutado una orden indebida. Para que no se sulfurase me apresuré a añadir que naturalmente sin darse cuenta. Se sulfuró: «¿Me estás echando la culpa de la avería? ¿Crees que no sé manejar un ordenador?». Intenté salir de Windows por el procedimiento habitual de urgencia, pero el sistema no reaccionaba; entonces reseteé el ordenador, y allá apareció otra vez la ventana de aviso. «No te creas», me dijo, «que esto es tan fácil de arreglar como una cañería». Por poco no le repliqué que me trajera por favor un martillo y un escoplo. En el último momento me mordí la lengua pensando que estaba demasiado alterada para aguantar bromas.
A este punto, yo ya me había percatado de que una indicación contenida en la jerigonza informática que cubría la pantalla remitía al dispositivo de DVD. Al instante comprendí la causa del bloqueo. El problema era pequeño; pero ¿cómo subsanarlo sin ponerme en una situación comprometedora delante de Clara? Convenía alejarla a toda costa de mi lado. Por desgracia carezco de autoridad para imponerle cometidos que la obliguen a apartarse de mi vista. No me quedó más remedio que herirla en su orgullo a fin de hacerle ingrata mi compañía. Y así, volviendo la cara hacia ella, le dije: «Es probable que tengas que escribir tu libro a mano, como los escritores de los viejos tiempos. Quizá no logres terminarlo en el plazo convenido; pero al menos te saldrá una prosa artesanal». Se marchó con ojos húmedos a la cocina, a prepararse, según dijo, una infusión mientras estudiaba la posibilidad de volver a casa y renunciar a su proyecto. Bajó al coche en busca del té y la miel, ya que en el piso de tía Hildegard no había despensa y nosotros no habíamos tenido tiempo ni ganas de descargar los bultos a nuestra llegada a Bremen por la noche. Durante los pocos minutos que estuvo fuera se le cambiaron el ánimo y las ideas, de forma que nada más entrar en la casa dijo desde el vestíbulo, en un tono recio de despecho: «En cuanto abran las tiendas me compraré otro ordenador».
Un rato antes, no bien me supe a solas, extraje el DVD de mi colección secreta que había estado mirando a horas indispuestas el sábado anterior. La ventana de aviso desapareció al momento. A su vuelta de la calle, Clara me encontró jugando al buscaminas. Me despachó de la silla cuando estaba yo a punto de batir mi mejor marca de entonces en el nivel intermedio. Alegó que quería escribir sin demora la primera página de su libro. Le dije: «De nada, guapa», en señal de que aceptaba el agradecimiento que no me había mostrado, y acto seguido me volví a la cama.
Pasé dos horas de plácida duermevela, con la cabeza hundida en la parte de la almohada donde Clara había dejado su olor. A mí el olor corporal de Clara me gusta mucho. Estoy convencido de que lo reconocería con los ojos tapados si me dieran a olfatear una fila de cien o doscientas mujeres. Una vez soñé con ese juego. Alguien me colocaba delante de cada una de ellas; yo acercaba la nariz a sus cabellos, a su garganta, y decía: «Esta no es. Esta, tampoco», y así hasta que por fin mis membranas olfativas percibieron aquel olor que me era tan familiar. Dije entonces, sonriente: «Esta es», y llevado de mi certidumbre me abracé a ella. Alguien me quitó la venda de los ojos, y encontré entre mis brazos a una desconocida, y a Clara allí junto con el gesto hosco, como diciendo: «Ya hablaremos después en casa».
Por la época en que compartí piso con Clara en Gotinga, no creo que el olor de su cuerpo ejerciera sobre mí una atracción especial, por cuanto no se trata de un olor que robe los sentidos o que despoje a uno de su arbitrio y sensatez, si es posible que tal cosa ocurra fuera de la poesía cursi. Para expresarlo con otras palabras, no es el suyo un olor que haga superfluo ni necesario el uso del perfume. Yo lo tengo por una emanación agridulce, templada, suavemente carnal (y podría estarme un año entero hurgando en un baúl de adjetivos sin dar con uno exacto). Este envoltorio invisible de su cuerpo dista lo mismo de la fragancia que del hedor, sin caer enteramente bajo el dominio de ninguno de ambos extremos. Debido a su moderada intensidad, solo se capta desde cerca, por lo que quiero conjeturar que nadie lo capta sino yo.
Clara lo elimina duchándose cada mañana, tanto da si es día laborable como festivo. Hasta la fecha nunca me ha confesado que se entregue a un rito cotidiano de purificación, del que tal vez ni siquiera tenga conciencia; pero yo lo deduzco por ciertos indicios, entre los cuales el más llamativo es su manera de moverse cuando sale del cuarto de baño. Acostumbra secarse el pelo y vestirse en su habitación. Limpia y aún mojada, se le nota libre del pudor, no sé si auténtico o fingido, que a veces muestra cuando se dirige desnuda a la ducha. En esos momentos no permite que la toque porque, aparte de que es cosquillosa, la incomoda una viva sensación de suciedad. «Déjame, que tengo prisa», se defiende. Más tarde, ya lavada, tampoco se deja tocar, pues teme que la ensucie; de ahí que por las mañanas Clara practique el hábito de pertenecer al género de las personas intangibles. En ocasiones la veo secarse el pubis con el secador. No es que la espíe por el ojo de la cerradura. Ella misma me ha llamado a su lado para darme instrucciones sobre mis quehaceres de la jornada. Mientras me pide que compre esto o lo otro en el supermercado, o que lleve a Goethe al veterinario de Schortens, veo con cuánta naturalidad levanta un pie hasta el borde de la cama y se dispara, abierta de piernas, el chorro de viento caliente entre los muslos. Se dijera que mezclado con la espuma del gel y del champú se le ha ido el cuerpo por el desagüe de la ducha. Y como donde no hay cuerpo está de más la vergüenza, ella no tiene reparo en andar sin ropa por la casa, mientras se afana y desespera buscando el pendiente que no aparece, un calcetín desparejado o el sujetador que no está donde jura que lo puso. En tales circunstancias, olfatearla supone para mí una decepción, ya que, desprovisto de todo rastro natural, su cuerpo no huele distinto del aire de una droguería. Más quiero yo a Clara sudorosa y algo cochina que cuando va dejando tras de sí una estela de jabón perfumado.
A su vuelta del colegio, constato con satisfacción que trae pegado a la ropa su olor característico. Este va en aumento conforme transcurre la tarde y llega a su apogeo entre la cena y la mañana. Su cuerpo alcanza el grado de máxima presencia poco antes de dormir, pues es dentro de la cama donde está ella toda con su calor y sus efluvios; también con su apremio sensual, que lo tiene, aunque muchas veces lo disimule. Al acabar el día, el cuerpo constituye su tema principal de conversación. Es la hora en que, lanzándome una mirada lastimera, declara que le vendría bien un masaje; en que reitera su deseo jamás cumplido de practicar la natación o el aeróbic («pero ¿cuándo?, a ver, dime, ¿cuándo?»), y en que enumera, como si ensartara las invocaciones de una letanía, sus molestias físicas del momento: «Me duele todo este lado de la espalda, creo que me va a venir la regla, noto un problema con mi respiración». Cuantas más quejas, menores son mis posibilidades de consumar el fornicio. Recostada en la cabecera de la cama, se pone a leer el periódico con sus gafas que le dan aspecto de profesora ceñuda o corrige un par de cuadernos antes de apagar la lámpara. En espera de que me venza el sueño, yo me consuelo aspirando su olor en la oscuridad, como quien se aplica a catar con el olfato un vino generoso. Y es que tengo comprobado que esa sensación agradable y familiar en la nariz me facilita el descanso, hasta el punto de que si alguna vez, en plena noche, ella me desvela de un codazo, enfadada porque no la dejo dormir con mis ronquidos, y exige que me acueste en el sofá de la sala, no me aparto de su lado sin antes abrazarla y manosearla un poco por aquí y por allá con la idea de llevarme una provisión abundante de su olor a mi destierro.
Pero a lo que iba. El despertador colocado sobre la cómoda marcaba las ocho menos cinco. Entraba tanta luz por las rendijas de la persiana que hasta los objetos abandonados en los rincones se perfilaban con nitidez. Un haz de rayos, en el que flotaban innumerables partículas de polvo, dibujaba en la pared frontera de la ventana y en una parte del suelo próxima al zócalo filas de motas luminosas. El día, como no tardé en comprobar, había amanecido despejado. Mejor así, pensé acordándome del mal tiempo de la víspera. Lejos estaba yo de sospechar que aquella temperatura agradable del exterior; el sol que ardía en la hora temprana con fuerza propia de latitudes meridionales, y el azul del cielo, sin mancha de nubes, eran los primeros indicios de la ola de calor que habríamos de padecer durante aquel verano, uno de los más sofocantes que yo he conocido desde que me establecí en Alemania.
De pronto se abrió la puerta. Clara se quedó mirándome desde el umbral con expresión melancólica. Se mordía el labio inferior a punto de echarse a llorar. Si como hay un aparato para medir la intensidad de los temblores de tierra, hubiera otro para medir el abatimiento de los seres humanos, habría jurado que en aquellos instantes Clara le habría comunicado al suyo unas sacudidas sobremanera violentas. Me incorporé con ostensible prontitud. Quería hacer evidente mi propósito de dedicarme de inmediato a cualquier tarea doméstica. Confiaba en que de esa forma no hubiese lugar al reproche de que mientras ella se dejaba las uñas trabajando en su libro, yo me entregaba de lleno a la pereza. No sé cuántas veces, antes y después de aceptar la oferta de su editorial, me había hecho prometerle que la ayudaría durante el viaje. Solo a condición de que yo le prestase mi apoyo estaba ella dispuesta a embarcarse en la aventura. «¿El ordenador otra vez?», le pregunté con sincera preocupación. Como si hubiera esperado de mí una señal para ponerse en movimiento, no bien hube dicho aquellas palabras se llegó en silencio a la cama, donde, tumbada a mi lado, a tiempo que decía con voz entrecortada: «No se me ha ocurrido ni una línea», se soltó a llorar con tales sollozos que me pareció que hasta los muebles de la habitación se conmovían.
Fueron inútiles mis esfuerzos por subirle el ánimo. Compadecido de su pena, traté de rodearle los hombros con un brazo. Clara se apresuró a hurtar el cuerpo como quien se aparta por instinto de un bicho peligroso. Apenas despegaba yo los labios para dirigirle unas frases de consuelo, a ella se le reavivaba la llorera. Tomaba entonces mi mano y, apretándomela con fuerza vibrante, transida de patetismo, me daba a entender que prefería mi silencio. Yo, claro está, cerraba la boca para no agravar su amargura, aun cuando hiriese mi amor propio la idea de que me hacía callar porque dudaba de mis buenas intenciones. De ahí que, de rato en rato, intentase nuevamente trabar conversación, sin que ella me permitiera seguir adelante en ningún caso. No hubo más remedio que esperar a que recobrara por su cuenta la serenidad. Y cuando así ocurrió, tras largos minutos de yacer el uno al lado del otro, ella deshecha en lágrimas, yo estudiando el polvo suspendido en los rayos de luz, se dedicó a quejarse con palabras no muy distintas de estas: «¡Qué imprudente, qué ciega fui al cargar con una tarea que está por encima de mi capacidad! ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Hoy ni siquiera puedo alegar que las obligaciones del colegio me roban tiempo. ¿He dormido mal? No. ¿Me duele la cabeza? Tampoco. ¿Qué pasa entonces? ¿Cómo es posible que después de dos horas no me haya salido una sola línea? ¡Ni una! Me siento destrozada. Vacía. Eso es: va-cí-a. ¿Quién me asegura que no me ha empezado una enfermedad cerebral? Tantas jaquecas y tantos medicamentos no pueden terminar bien. Se me han destruido tantas células nerviosas que mi cociente intelectual va cayendo en picado. ¿Tú has notado últimamente algo extraño en mí? ¡Aj, tú qué vas a notar si no tienes ojos más que para lo tuyo! Mejor no digas nada. No creo que sea este el mejor momento para contradecirme. Escribí Bajo las glicinas en nueve meses, ¿te acuerdas? Un domingo llegué a terminar seis páginas que luego apenas requirieron retoques. Hoy ni siquiera he redactado una frase en dos horas. ¿Te haces una idea de lo que eso supone para mí? A veces, por pura desesperación, he obligado a mis dedos a pulsar las teclas. Lo que aparecía en la pantalla era tan malo que lo tenía que borrar a toda prisa por el horror que me causaba mi propia vaciedad. Y no creas que exagero. Ya no llego ni al nivel de las redacciones de mis peores alumnos. Ha habido momentos en que se me figuraba que el editor, invisible, estaba a mi espalda haciendo gestos negativos con la cabeza. Estoy decidida a devolverle los adelantos. Y a tía Hildegard le devolveré el sobre que nos entregó ayer. Ya pasaremos el año como sea. Si hace falta, me pongo otra vez a traducir. Eso es. Pagaré un anunció en el Wilhelmshavener Zeitung ofreciéndome como traductora y tú quizá saques otros ingresos si vuelves a dar clases particulares. Lo que es por mí, podemos dejar todos nuestros bultos en el coche. Regresamos hoy mismo a casa. ¿Qué me dices?». No era su intención concederme la palabra, así que, sin esperar una respuesta mía, prosiguió: «¡Si hubieras visto con qué ilusión me he levantado! Madrugar y no tener que ir al colegio, sino trabajar en lo que más me gusta, créeme, eso es para mí el paraíso. Confieso que el problema con el ordenador me ha descentrado bastante. No busco disculpas. Hay un gran vacío dentro de mí, eso es todo. Quizá se me agotó el talento con el libro anterior. Tú bien sabes cómo me esforcé, escribiendo por las noches y durante los fines de semana. ¿Cuándo, si no? El colegio me tiene ocupada a todas horas y me chupa a diario hasta la última gota de energía. Después, la muerte de mi madre, que no se me va de la cabeza; mis problemas de salud… Son tantas cosas que tiran de mí hacia abajo. En fin, para qué seguir. No quiero que luego digas que no paro de quejarme. Pero te aseguro que desde hace tiempo pienso seriamente en la posibilidad de recurrir a los antidepresivos. Ahora mismo, da igual que mantenga los ojos abiertos o cerrados, veo la pantalla en blanco del ordenador. Es como un espejo en el que uno se mira y no se encuentra. Un espejo que no refleja nada. ¿Te haces una idea de lo horrible que es esa sensación para un escritor? De buena te libras por no escribir. Imagínate que quisieras escribir algo, que hasta tuvieras que hacerlo por obligación o por compromiso, y dieras vueltas a la cabeza, una hora, dos horas, y no te saliera nada…». «Me figuro que sería como estar estreñido», la interrumpí. Fue lo único que se me ocurrió para demostrarle que la escuchaba. Ella escudriñó cada una de mis facciones con mirada inquisitiva. Tuve la prudencia de no sonreír. «Ah», fingió sorpresa en un tono desapasionado, «¿me estás prestando atención? Gracias, ratoncito. Pensaba que te habías quedado dormido. Pues ahora que lo dices, a lo mejor debería ir a la farmacia en busca de un laxante. Aunque, si estudias fríamente el asunto, tarde o temprano llegarás a la conclusión de que el estreñimiento implica que algo no sale pero ya saldrá, bien que sea a costa de soportar ciertas penalidades. Por desgracia no estoy en esa situación. Lo mío es peor. Dentro de mí no hay nada, de modo que el laxante no me ayudaría. Me refiero a un laxante intelectual, a ver si nos entendemos. Tampoco han funcionado los otros trucos que he puesto en práctica. He bebido lo menos medio litro de té para que me suba la tensión arterial. Después he ido al coche a traer los libros. A veces, leyendo un poco de aquí y un poco de allá, le vienen a uno las ideas». «Oye, ¿no tramarás cometer un plagio?». Se lo pregunté haciendo que me escandalizaba, llevado por el buen propósito de moverla a risa; pero la malicia, demasiado obvia al parecer, no la inmutó. «Simplemente», continuó, «le he echado un vistazo al Viaje a Italia. No puedo decir que la lectura de unos cuantos párrafos sueltos me haya servido de estímulo. En realidad, he notado que anulaba el efecto del té. Goethe me paraliza, frena mi actividad mental; en una palabra, me causa modorra. Siento una profunda compasión por los alumnos que lo tienen que leer a la fuerza en los colegios. Yo, a las personas que padecen insomnio, les recomendaría leer unas páginas de Goethe todas las noches en la cama, antes de apagar la luz. La parte positiva del experimento ha sido que ahora sé con exactitud lo que debo evitar. Toma nota, ratón, de que no pienso andar buscando minerales por las aceras de Bremen. Mi libro, si es que al final me animo a escribirlo, no empezará con un largo capítulo sobre el río, los árboles y las particularidades climáticas de la ciudad. Tampoco haré un catálogo exhaustivo de sus edificios emblemáticos ni de las obras de arte que haya en sus museos. ¿Para qué? ¿Para que después los críticos me tachen de sabihonda y aburrida? A ver, ratón, sé cariñoso conmigo. Sácame de la confusión en que estoy metida. ¿Qué harías tú en mi lugar?».
Su gesto mustio desató dentro de mí una ráfaga de lástima, y por que ella supiese que no me era indiferente su tristeza, alargué las manos como para arrancarle del cuerpo lo que fuera que se la producía. Clara entendió sin duda en su justo sentido mi propósito y entró dócilmente al abrazo. Se le veía más tranquila al final del largo desahogo. Estaba en la plenitud de su olor y ya la empecé a besuquear en el cuello y en la boca, y a decirle al oído ciertas galanterías que la complacen, y sin mayor dilación le desabroché la blusa, y ella, que en aquel instante ya tenía los ojos cerrados, abrió enseguida las piernas para recibirme, y más movimiento no hizo, sino que con la paciencia de un cadáver consintió en que yo consumara mi satisfacción, para lo cual me di alguna prisa dadas las circunstancias.
Mientras se me apaciguaban los latidos dentro del pecho, respondí a Clara que no me sorprendían su falta de ocurrencias ni el vacío que decía haber sentido en su interior a primera hora de la mañana. Todo aquello poco o nada tenía que ver a mi juicio con su talento literario, al que dediqué unos cuantos elogios de gran calibre. Sacando de pronto la cabeza de debajo de mi brazo, ella fingió no haber oído mis últimas palabras, vieja y cándida argucia enderezada a la repetición de los halagos. Le di el gusto. «No le encuentro», agregué, «utilidad al talento si su dueño no lo saca a pasear de vez en cuando». Me reprochó que le hablase con parábolas, a la manera de un predicador. «Nada de parábolas», le repliqué. «Llegamos ayer a Bremen. Ya era noche cerrada. Nos acostamos enseguida porque tú querías madrugar y porque estábamos cansados. Ni siquiera echaste un vistazo por la ventana. ¿Me quieres tú decir sobre qué impresiones de la ciudad pretendías escribir esta mañana? Si para tu relato del viaje no necesitas observar los lugares de tránsito, entonces ¿para qué hemos salido de casa?». Me dio la razón con un melindre de niña maltratada. Que por qué era tan malo y severo y bruto a veces con ella. Yo reanudé entretanto el examen del polvo suspendido en la luz. En esto, me di cuenta de que Clara se había quedado dormida con labios sonrientes y la cabeza apoyada sobre mi pecho. Se despertó de buen humor al cabo de media hora. Me pidió que hiciese la cama y ventilara la habitación mientras ella se duchaba, y que me fuera preparando porque nos íbamos a desayunar a la ciudad.