Nada más entrar en el recibidor, aún no cerrada la puerta a nuestra espalda, tía Hildegard se echó a llorar amargamente. A mí ni siquiera me dio tiempo de saludarla. Clara, que la estaba abrazando, y yo nos miramos desconcertados, sin comprender el motivo de aquella congoja repentina. Me parecía raro que a la tía le causara disgusto nuestra presencia, puesto que nos esperaba, e incluso Clara había tenido el detalle de llamarla dos veces por la mañana, una para decirle que ya íbamos de camino y otra para anunciarle la hora aproximada de nuestra llegada. A raíz de la primera conversación, por ciertas quejas acerca de no sé qué fruta que le habían vendido, decidimos ahorrarle la molestia de cocinar para nosotros. Estuvimos haciendo tiempo en un área de descanso de la autopista, donde, a resguardo de la lluvia bajo el alero de unos servicios públicos, comimos los bocadillos y los melocotones ya lavados y troceados que traíamos de casa. Más tarde, con el mismo propósito y con mejor tiempo, dimos un paseo por los aledaños del puerto de Cuxhaven y, a eso de las dos o dos y media de la tarde, nos presentamos en su piso. Aún abrazada a la tía, Clara me hizo señas con disimulo para que no sacase el regalo de la bolsa, como si hubiera necesidad de advertirme que no era aquel el momento oportuno de darle una maceta de floristería (en realidad la habíamos comprado en una gasolinera, a la entrada de la ciudad), con su envoltorio de celofán, su lazo amarillo y unos adornos cursis de loza, a una anciana que lloraba como una niña abofeteada y a la que los sollozos le tenían totalmente aflautada y descompuesta el habla.
Al cabo de un rato comenzó a expresarse de manera comprensible. Logramos entonces averiguar que su rapto lacrimoso era debido a que su hermano, el padre de Clara, hacía largo tiempo que no la llamaba por teléfono, a pesar de que él sabía que por marzo último había sido operada de una catarata en el ojo derecho y que con el izquierdo apenas alcanzaba a distinguir luces y sombras borrosas. Recientemente tía Hildegard le había preguntado al oculista si cabía la posibilidad de que ella contrajese la ceguera. Este, al parecer, le llenó los oídos de palabras de su jerga médica que la dejaron harto preocupada, aun cuando ella no las entendió. Y como el oculista no le hubiese respondido claramente, la tía sospechaba que pronto tendría que salir a la calle con bastón blanco y gafas negras. Movida de aquella convicción, días atrás había estado ojeando el catálogo de una empresa de artículos ortopédicos. Lo que no quería era un perro que la guiase. Nunca había admitido animales en casa ni pensaba admitirlos en el futuro, aunque se quedase ciega. La razón principal, según entendí, es que lo llenan todo de pelos. Lo sabía por una conocida de Cuxhaven. Se llevaba bien con ella; pero había dejado de visitarla por el asco que le daba sentarse en los sillones cubiertos de pelos de su perro. Los había incluso encima de la mesa donde su amiga colocaba las tazas y cucharillas del té. El perro, además, era de esos antipáticos que ladran cuando alguien llama al timbre y a los que a menudo les sale un hilo de baba por la boca. Así pues, ella no quería perros a su lado y celebró, en consecuencia, que no hubiéramos llevado a Goethe. Dicho lo cual, volvió al tema de su hermano. Consideraba que él debía haber mostrado en los últimos meses un mayor interés por su estado de salud, que no dudó en calificar de desastroso, del mismo modo que cuando a él lo operaron en Wilhelmshaven del pie ella fue a visitarlo sin demora en el hospital, a pesar de que por entonces no la dejaban dormir los problemas que le estaba ocasionando uno de sus inquilinos. Mi suegro se conoce que le había prometido llamarla con cierta frecuencia durante la última conversación telefónica mantenida entre ambos; pero desde entonces habían transcurrido varios meses o tal vez varias semanas. No estoy seguro porque tampoco presté atención.
Clara conocía desde su infancia la naturaleza quejumbrosa de tía Hildegard, la rara, como solía motejarla en vida su propia madre. La tía y mi suegro son los últimos supervivientes de una familia que perdió la mitad de sus miembros durante la guerra. El abuelo de Clara murió en una calle de Wilhelmshaven en el transcurso de un bombardeo. A la abuela, que corría hacia el búnker detrás de él cuando se produjo la explosión, una esquirla le segó la mano izquierda. Vivió con una prótesis disimulada dentro de un guante hasta morir con casi noventa años en un asilo. En cuanto a los hermanos mayores, los mellizos, fueron destinados al frente ruso y nunca regresaron. De uno se sabe que cayó en combate cerca de Bobruisk. Al otro lo dieron por desaparecido y como tal figura su nombre, junto con el de su hermano y otros caídos de la zona, en una lápida conmemorativa que hay en el cementerio de su ciudad natal. Tía Hildegard supone que, como desde niños iban a todas partes juntos, morirían uno al lado del otro.
Durante nuestro paseo por los alrededores del puerto, mientras esperábamos la hora de presentarnos en el piso de la tía, Clara me dio instrucciones para que a nuestra llegada no tratara de hacerme el simpático preguntándole qué tal se encontraba. «Si se lo preguntas», me advirtió, «pensará que te interesan de verdad sus tribulaciones. Entonces se hará de noche y aún no habrá terminado de contarnos lo mucho que sufre, lo sola que se siente y lo poco que desea vivir, a pesar de que en el fondo le va bien y nada en dinero. Conque, ratón, cuando entremos en su casa limítate a decir buenas tardes y, si quieres, le das un beso. Ya hablaré yo por los dos». Sugerí que quizá sería mejor adelantarse a sus quejas con otras nuestras acerca del mal tiempo, del estado de las carreteras o de cualquier cosa real o inventada. Yo podía, por ejemplo, alegar que me dolía la cabeza; Clara, que se había torcido un pie al apearse del coche. Alternándonos a un ritmo ágil en las lamentaciones, conseguiríamos tal vez neutralizar la quejumbre de tía Hildegard o por lo menos restarle intensidad y duración. Clara me lanzó una mirada severa. «¿Sabes?», me dijo, «a veces pienso que eres malo».
En plena escena de lágrimas, me las ingenié para encontrar por mi cuenta la llave de la verja, que colgaba entre otras muchas, con su etiqueta correspondiente, en una fila de ganchos clavados a un listón de la pared. Bajé a la calle con intención de meter el coche en el patio interior de la casa, donde la tía, como cada vecino del edificio, posee un rectángulo de aparcamiento. Durante los diez minutos de mi ausencia, Clara acertó a consolar a la vieja, de forma que cuando regresé al piso las encontré a las dos departiendo animadamente en la cocina. Antes me quité los zapatos y los coloqué junto a los de Clara sobre una estera que hay a ese efecto en un rincón del recibidor. En casa de tía Hildegard, también en la de la señora Kalthoff, es costumbre que los visitantes se descalcen a la entrada, al modo de las mezquitas, y anden luego de un lado para otro en calcetines salvo que se hayan traído sus propias zapatillas. Sobre la mesa de la cocina, cubierta con un gastado mantel de hule, se veían unos cuantos frascos de distintos tamaños, apoyados todos sobre la tapa, cuestión esta al parecer importante para la conservación de su contenido. Supe que hasta poco antes de llegar nosotros la tía había estado cocinando mermelada de grosellas. Por el entusiasmo que ponía en sus explicaciones, deduje que Clara había recurrido al truco de fingir interés por el tema, con lo cual había dado a la tía ocasión de olvidar su despecho y explayarse a gusto sobre la que sin duda constituye la pasión más grande de su vida: las recetas y habilidades de cocina.
Sin ser notado de ninguna de las dos pasé a la sala. Hay allí un ventanal con vistas a una dársena donde las embarcaciones atracadas forman de ordinario un tupido bosque de mástiles. Esto del bosque de mástiles en realidad lo he tomado de un texto breve de Clara que se publicó hace unos años en la revista de su colegio. Cuando la ayudé a pasarlo a limpio con el ordenador le recomendé que suprimiera aquella metáfora. Como ella, a su vez, la había encontrado en la novela de una escritora alemana por la que siente aprecio, se negó ofendida a retirarla, no sin antes preguntarme quién era yo para darle instrucciones sobre la manera de escribir. ¿Acaso me consideraba un especialista? ¿Había publicado algún libro? Un poco por puntillo me tentó recordarle la reseña que le dedicaron al primero de los suyos en el Frankfurter Allgemeine Zeitung; pero me mordí la lengua por no hacerle más daño que si le diese con un martillo en la cabeza. Sigo creyendo que la metáfora de los mástiles es una cursilería sin paliativos, solo que, a diferencia de Clara, yo me la puedo permitir. A fin de cuentas, estas redacciones mías que escribo en los ratos de ocio para que no se me oxide el idioma materno, ¿quién las va a leer? Los críticos de los periódicos, a los que Clara teme como si fueran escorpiones, desde luego que no.
Más allá de la dársena, los barcos de carga y algún que otro de pasajeros se cruzan en sentidos contrarios por la desembocadura del Elba, tan ancha frente a Cuxhaven que uno no sabe bien si es río o es mar la extensión plomiza que se abre ante sus ojos. Los mapas no aclaran la cuestión y a mí, la verdad, no me tienta acercarme a la orilla para sacar conclusiones a partir del sabor del agua. Casi todo el tiempo los barcos pasan espaciados; a veces, sin embargo, se ve venir una fila lenta, pesada, de tres o cuatro que, luego de un buen rato, acaba borrándose en las brumas del fondo. Por lo general, los pequeños adelantan a los grandes, aunque no siempre. Boyas provistas de señales luminosas rojas y verdes les marcan el camino. En ocasiones parece que dos de esas moles de acero van a chocar de frente; pero en el último momento se advierte que siguen rumbos paralelos. Unos barcos navegan Elba adentro en dirección a los muelles de Hamburgo; otros salen a mar abierto para llevar los más variados cargamentos hasta quién sabe qué confines del planeta. Tía Hildegard tendrá sus rarezas; pero tiene también un ventanal por el que bien vale la pena que la visitemos de vez en cuando.
Me apartó de aquella contemplación placentera la voz de la tía en el pasillo. Oí que pronunciaba mi nombre en medio de una ráfaga de palabras con tono de pregunta y, a continuación, la respuesta categórica de Clara: «Nada de alcohol. Aún tiene que conducir». «¿Y café?». «No te molestes, tía. Ya hemos tomado por el camino». Mentira. A nuestra llegada a Cuxhaven, como soplaba viento fresco propuse que nos sentáramos dentro de alguna cafetería de la zona peatonal. Clara, sin embargo, con el doble argumento de que convenía moderar los gastos y de que tenía por seguro que tía Hildegard nos obsequiaría como de costumbre con tarta o bizcocho, prefirió que diéramos un paseo. Ya las dos en la sala, tía Hildegard, se conoce que compadecida de mí por estar al margen de sus pláticas gastronómicas, me sugirió amablemente que encendiera el televisor. Los lunes, a primera hora de la tarde, no hay, que yo sepa, ningún programa que a mí me pueda interesar. Así y todo, siempre queda la posibilidad de conectar con alguna cadena deportiva, por lo que no me pareció mal la idea de la vieja. Clara la truncó adelantándose a responder: «Tía, no hemos venido a ver la tele, sino a verte a ti». Rechazados uno tras otro cada uno de sus ofrecimientos (si bien no por mí, que a gusto los habría aceptado todos), se conoce que a la tía la incomodaba no poder agasajarme o, cuando menos, procurarme alguna clase de entretenimiento mientras ella y Clara proseguían sus conversaciones. Seguramente por este último motivo se le ocurrió invitarme a echar un vistazo a las fotos de familia, olvidando al parecer que ya me las había mostrado en visitas anteriores. Nada me apetecía menos que volver a pasar los ojos por las páginas amarillentas de aquel álbum. De manera que antes que la tía tuviera tiempo de sacarlo de la vitrina, intenté encontrar las palabras adecuadas para librarme de la tediosa distracción. A punto de abrir la boca, topé por azar con la mirada de Clara, que había tomado asiento en uno de los sillones del tresillo. Sus ojos severos no dejaban lugar a dudas. Aquella era justamente la hora de las fotografías.
Me senté en el sofá, desde donde dirigí una mirada fugaz a las nubes encuadradas por el ventanal, como para despedirme en silencio de ellas. Enseguida tuve el álbum de tapas verdes delante de mí, abierto sobre una mesa baja, con tablero de vidrio, que ocupaba el centro de la sala; enseguida las fotos desvaídas de los mellizos, cabos los dos en un batallón de pioneros, con gorra de plato, uniforme e insignias, y a tía Hildegard, sentada a mi costado, contándome, como si lo hiciera por primera vez, las consabidas historias familiares. Las páginas iniciales del álbum no contenían una sola foto que no mostrase a los mellizos en las distintas etapas de su corta vida, separados o en grupo, pero siempre uno al lado del otro. Mellizos en ropa infantil, mellizos trajeados para la ceremonia de la Confirmación, mellizos con atuendo deportivo, mellizos con uniforme militar. En todas las imágenes, ya de niños, ya de jóvenes, se les veía un aspecto saludable, el pelo muy corto, la orejas de soplillo. No hay duda de que después de tantos años continúan ocupando un lugar preeminente en la memoria de tía Hildegard. También Clara piensa que la tía conserva intacto el fervor admirativo que profesaba a sus dos hermanos mayores cuando estos vivían, perceptible en la vibración de su voz, en la gravedad de sus gestos y en otros detalles cada vez que los nombra. Todo lo contrario de mi suegro, que, como tenía seis años cuando los mellizos partieron para el frente, no es capaz de recordarlos sino a través de los testimonios que le transmitieron su madre y su hermana. También a él lo he oído decir en alguna ocasión que los mellizos estarán enterrados juntos porque eran inseparables.
Tía Hildegard, al igual que en mi visita anterior, tras referirse al monumento conmemorativo de «los caídos con honor por la patria querida», en cuya lista de nombres tallados en la piedra figuran (cómo no, uno al lado del otro) el de sus hermanos, me preguntó si mis padres y abuelos habían sufrido también el azote de la guerra. Decidí ofrecerle una explicación escueta acerca del último conflicto bélico acaecido en mi país, espigando un par de datos de mis recuerdos escolares. Sabía por experiencia que no merecía la pena entrar en pormenores. Rara vez he logrado decirle tres frases seguidas a la vieja. O no me entiende, o no me escucha, o es medio sorda, o yo no pronuncio las palabras de su idioma con la claridad requerida por los oídos de una anciana. Sea como fuere, no se lo tomo a mal; me callo y punto. Empecé a hablar en términos generales de aquella época que por fortuna no me tocó vivir. Apenas había abierto la boca cuando ella, sin darse por enterada del comienzo de mi relato, pasó una página del álbum y, a la vista de las siguientes fotografías, me interrumpió para contarme una anécdota intrascendente relativa a su padre. Fue entonces cuando me fijé en que Clara estaba ojeando plácidamente un ejemplar de esas revistas con la programación semanal de televisión que la tía suele tener abiertas sobre la mesa de la sala. Me pareció injusto que me dejase soportar a mí solo los cuentos y chismes de su tía. Mediante ciertos ruidos bucales logré atraer discretamente su atención, de forma que no bien hubo revirado la cara hacia mí, la traspasé con la mirada. Entendió el mensaje a la primera. Restituida la revista a su lugar, acudió en mi socorro proponiéndole a la tía que me permitiese ver las fotos por mi cuenta mientras ellas volvían a la cocina a rellenar, según tenían previsto, no sé qué complicados impresos del seguro de enfermedad. En el momento de levantarse del sofá, la tía se ofreció a darme cualquier tipo de explicación relacionada con las fotografías. «No dudes en venir a la cocina a preguntarme», dijo. Detrás de ella, en los labios de Clara asomaba una sonrisa maliciosa. Tuvo la desfachatez de sugerir que yo anotase las posibles preguntas en una hoja de papel. Su tía, que no captó la burla, le replicó con gravedad que aquello no era necesario. Tan pronto como salieron las dos de la sala, me acerqué con pasos sigilosos al mueble bar; pero un chirrido de las bisagras me delató. Al punto oí a Clara rugir mi nombre desde la cocina. «¿Qué ocurre?», preguntó la tía, alarmada. Clara bisbiseó unas palabras seguramente tranquilizadoras que no pude entender. No hubo más remedio que regresar al ventanal, al bosque de mástiles, a las gaviotas, a los barcos cargueros.
Al cabo de un rato tomé asiento en uno de los sillones. Enfrente, el televisor apagado; más arriba, colgada a media altura, en la pared, una foto antigua con marco de plata que muestra de cuerpo entero al abuelo Hubert, el que murió bajo las bombas, y a la abuela, todavía jóvenes. Él, con cara de réquiem, no menos serio que si en vez de un fotógrafo hubiera tenido delante un pelotón de fusilamiento, la cabeza entre dos cucharas, que es como se denomina popularmente en Alemania a la desmesura de las orejas; ella, en posesión de ambas manos, con un vestido negro abotonado hasta el gaznate. Mirando la potente y angulosa mandíbula del abuelo, me quedé traspuesto con los brazos cruzados y la barbilla pegada al pecho. No me había querido acomodar en el sofá para que no se interpretase que mi modorra guardaba relación con el álbum de fotos, aún abierto encima de la mesa. Apenas cerrados los párpados, entré en una taberna a saborear, en compañía de antiguos amigos a los que no veo desde hace largos años, una jarra de cerveza de medio litro, con su corona de espuma que me dejaba debajo de la nariz un bigote blanco al término de cada trago. Era por entonces mi sueño más reiterativo. Todavía viene de vez en cuando a mis fantasías de durmiente y, aunque consiste en una escena alegre, me pone bastante triste. Lo estaba soñando de nuevo aquella tarde, mientras daba una cabezada en el sillón, cuando me arrearon unas cuantas sacudidas a fin de despertarme. Salí de la taberna a todo correr o la taberna salió de mí, ya no me acuerdo. Ni siquiera pude decir adiós a los amigos. Fuera estaba Clara haciendo gestos apremiantes. Que si le podía hacer un favor a la tía. Que si la pobre mujer estaba desesperada porque acababa de llamarla el fontanero para decirle que no tenía tiempo de ir a desatascar un lavabo en una de sus casas de Duhnen. Que si al día siguiente por la mañana llegarían los inquilinos, clientes de toda la vida, a pasar sus vacaciones anuales junto al mar. Tía Hildegard apareció entretanto en el vano de la puerta, donde se quedó silenciosa e inmóvil como la figura de un cuadro. La expresión de su semblante era el vivo retrato de la Virgen María en las clásicas escenas del descendimiento. He visto versiones similares en la sala de espera del dentista. Clara me había sacado bruscamente de la siesta; yo no sabía qué decir; necesitaba unos instantes para ordenar los pensamientos. En mi confusión, me pasé deprisa la mano por los labios tratando de eliminar las huellas de mi sueño reciente. Clara me acuciaba con la mirada para arrancarme la única respuesta que estaba dispuesta a admitir. Años atrás, en Gotinga, donde compartimos piso, yo había desatascado en efecto un fregadero por el procedimiento de introducir la varilla de un paraguas a través del orificio del desagüe y dar estocadas al buen tuntún hasta que conseguí remover la pasta nauseabunda que obstruía el conducto. A continuación giré cuanto daba de sí la llave del grifo para que el chorro impetuoso se encargase de culminar con éxito la tarea, como así ocurrió después de quince o veinte intentos. Ni Clara ni su compañera del piso me vieron chapucear con la varilla. Y como yo no sintiese necesidad ninguna de revelarles el método empleado, gané entre ellas fama, no del todo inmerecida, de hombre habilidoso.
Un pequeño carraspeo que emití con la idea de preparar la boca seca para la producción de lenguaje le bastó a Clara como respuesta. Volviéndose hacia tía Hildegard, le dijo que no se preocupase, que dentro de cinco minutos salíamos para Duhnen. A la tía le desapareció en un abrir y cerrar de ojos la mueca de Virgen dolorosa. «Entonces», preguntó para mayor seguridad, «¿voy a cambiarme de ropa?». En cuanto estuvimos solos, le hice ver a Clara que: a) no soy fontanero, b) no dispongo de herramientas, c) me da asco tocar inmundicias de gente extraña, y d) calculando por lo bajo, había en mi opinión un noventa y siete por ciento de posibilidades de fracaso. Clara se echó sobre mí con un ímpetu, una pegajosidad lúbrica, una avidez corporal, que yo no le recordaba ni en sus días más lozanos. Rodeándome el cuello con sus brazos menos avezados a la pasión amorosa que al acarreo diario de cuadernos escolares, me llenó la cara de unos picotazos que luego vi que eran besos. También me besaba en los labios, especialmente cada vez que yo intentaba despegarlos para replicar. «Inténtalo por lo menos», dijo al fin de su acometida, torciendo la boca en un mohín meloso de hembra que sabe de antemano que va a salirse con la suya. «En Gotinga, en el piso de la Obere-Maschstrasse, ¿te acuerdas?, arreglaste el fregadero. ¿Qué te impide hacer lo mismo ahora?». Y añadió como profesora versada en la técnica de motivar a alumnos remolones: «La tía nos invita esta noche a cenar en un restaurante donde sirven un pescado estupendo y a ti te gusta mucho el pescado, ¿no? Me imagino que se mostrará generosa con nosotros, así que pon algo de tu parte para que esté contenta».
Antes de montarnos en el coche bajamos al sótano en busca de herramientas. Clara prefirió quedarse en el portal porque temía que la atmósfera mohosa le afectase los pulmones. «¿Y qué pasa con los míos?», le objeté en voz baja. Me pasó una mano por la cabeza como si yo fuera Goethe. «Hala, venga, no hagas esperar a la tía». En el sótano, junto a la entrada, había un cuarto espacioso con varias lavadoras y tendederos plegables, y enfrente otro más pequeño destinado a bicicletas. Luego venía un pasillo de paredes blancas con puertas a los lados. Tía Hildegard, que me precedía, se detuvo, al doblar un recodo, delante de unos cuantos añicos de botella esparcidos por el suelo, sobre una mancha oscura de humedad. Meneó la cabeza en señal reprobatoria. «El señor Stucke», me susurró al oído como si sus palabras entrañasen una acusación demasiado grave para ser proferida en un tono normal de voz. Simulé un poco de enfado solidario para que no se notase que el asunto me resultaba indiferente. Ella debió de juzgar por la expresión de mi cara que yo era un interlocutor digno de mayores confidencias. Y así, acercando otra vez sus dientes postizos a mi oreja, añadió con el mismo aire de secreto: «Alcohólico». Tras lo cual, por que no siguiera adelante con el cuchicheo, me apresuré a confirmarle que había captado lo esencial de la cuestión y sentía hacia el señor Stucke, a quien yo no conocía de nada, idéntico rechazo que ella.
Cada vecino posee un recinto propio en el sótano. Yo acompañé a la tía hasta el suyo. Una vez dentro, lo primero que hice fue tender la vista a todas partes por si se hallaba en la balumba de cachivaches un paraguas viejo. Vi que me tenía que conformar con un desatascador convencional y con una caja metálica que la tía había sacado de una de las baldas adosadas a la pared. En su interior se apretaba una provisión abundante de herramientas, las más de ellas roñosas, aunque útiles. Me preguntó si también necesitaba clavos. ¿Clavos para desatascar una cañería? Me volví a mirarla, receloso de que estuviera gastándome una broma. A simple vista advertí que hablaba en serio. Insinué que un paraguas inservible me vendría bien. Como de costumbre, no me entendió. Hube de repetir la solicitud. Ella dedujo que yo quería el paraguas para resguardarme de la lluvia. Puesto que no me podía prestar sino el único que tenía, que era pequeño y, por descontado, de señora, me ofreció a cambio un impermeable con capucha que de todos modos, dijo, me habría de quedar estrecho. ¿Para qué darle explicaciones que no iba a comprender? Cargué con la caja polvorienta, moteada de roña, y salimos a la calle.
Serían las cinco de la tarde cuando llegamos a Duhnen, que es un barrio de Cuxhaven habilitado para balneario, con hoteles, pensiones y casas de alquiler, además de tiendas de recuerdos y puestos de pescado frito a lo largo de la calle principal. El barrio toca con el mar, pero el mar no se ve debido a un dique paralelo a la costa que lo tapa por completo. Es una medida de precaución contra las mareas del siglo que se producen en el mar del Norte cada no sé cuántos años. El dique, cubierto de hierba, hay que subirlo por las distintas escaleras y rampas construidas al efecto si se quiere acceder a la playa. Esta se prolonga varios kilómetros mar adentro cuando baja la marea. Una vez que Clara y yo pasamos una temporada en Duhnen, aprovechando que a tía Hildegard le quedaba libre una casa, fuimos en barco hasta la isla de Neuwerk; allí esperamos la siguiente bajamar y entonces nos dimos por capricho, o por necedad, según se mire, la matada de recorrer andando los doce o trece kilómetros que hay hasta la playa, hundiendo los pies en una arena blanda, pegajosa y negruzca que a mí me recordaba lo que no hace falta que se nombre. En cuanto al dique, no es el mayor obstáculo para alcanzar la playa, sino el pago de un portazgo, a menos que uno se haya inscrito previamente en la oficina de registro del lugar, lo cual también cuesta dinero. Nada de todo esto le pareció a Clara merecedor de unas líneas en su libro. Yo, en su lugar, lo habría contado; pero, en fin, ella es la escritora.
Tía Hildegard posee cuatro casas en Duhnen que le dan sus buenas rentas. Heredó las dos primeras de un marido bastante mayor que ella al que se le paró el corazón al año y medio de la boda. Clara sostiene que el pobre hombre no debía de tener fuerza ni aguante para vivir debajo de un mismo techo con tía Hildegard. Se habían conocido en Bremen por los tiempos del milagro económico alemán, en los astilleros Bremer Vulkan donde ella estaba empleada en las oficinas y él era director de no sé qué departamento. Viuda y sin descendencia, la tía se encontró de la noche a la mañana con el riñón bien cubierto y se mudó a Cuxhaven. El puesto de oficinista ya lo había abandonado antes de contraer matrimonio. Mujer ahorrativa, con sus puntas de tacaña, empleó los beneficios que obtenía por el alquiler de las dos casas en comprarse una tercera y más tarde una cuarta, y de esa fuente de ingresos ha estado viviendo holgadamente hasta la fecha. No viaja (jamás en su vida ha estado en Berlín y solo una vez, con los compañeros de trabajo, en el extranjero), se nutre de lo más barato del supermercado (aunque luego se queja de la baja calidad de los productos) y viste prendas de saldo que combina, pese a todo, con cierto estilo. En cambio, no escatima generosidad con su sobrina, quizá porque ve en ella a una hija o porque, como dice Clara, la simpatía que me profesa a mí la vuelve dadivosa. Una vez hasta la felicitó en mi presencia por haberse casado conmigo.
La casa del lavabo estropeado es una que está en una callejuela paralela a la principal de Duhnen, poco antes de llegar a la piscina cubierta. Me apeé delante de la entrada, avergonzado de cargar con una caja oxidada de herramientas y un desatascador La tía me condujo hasta el cuarto de baño donde me esperaba la faena. Tras abrir el grifo a fin de que yo viera que el agua entraba muy despacio en el desagüe, volvió al coche y se fue con Clara de tiendas y a tomar una copa de helado en Cuxhaven. Me quedé a solas frente al lavabo, sintiéndome como un recluta al que le hubieran ordenado desactivar una mina. ¿Cuánta gente se habría lavado las manos infectas en aquel armatoste? ¿Cuántos escupitajos con pasta de dientes se habrían estrellado contra la superficie de esmalte deslucido? ¿Qué secreciones hediondas y putrefactas acechaban dentro de la cañería el momento de salpicarme los brazos, la ropa, quizá la cara? Deposité la caja de herramientas sobre la tapa del inodoro. El desatascador, me di cuenta enseguida, no servía, puesto que la cazoleta de goma, al ser demasiado ancha, no se podía ajustar herméticamente al fondo curvo del lavabo. Así pues, mi primera acción consistió en cerciorarme de si había un mueble bar en la casa. No hallé ninguno. En la cocina, la nevera estaba desconectada y vacía. Había cafetera, pero no café. Al menos el televisor funcionaba. Pensé que si despachaba pronto la tarea, me quedaría tiempo para mirar algún programa. Con ese único estímulo me puse manos a la obra. De vuelta al cuarto de baño, pisé una lepisma. Otra se me escapó por una grieta del zócalo. En casa las aplasto con papel higiénico para no arrastrar la suciedad en las suelas de las zapatillas; pero allí qué más me daba.
En primer lugar, retirado el tapón metálico, que era de esos sueltos que suben y bajan mediante una palanca colocada detrás del grifo, introduje por el orificio del desagüe el cable de la antena del televisor. Entró bien, tan bien que durante dos o tres segundos me vi a mí mismo como un renovador, incluso como un revolucionario de la fontanería. El truco, sin embargo, falló. No se podía hacer fuerza con el cable ya que a la menor presión se doblaba. Lo restituí a su sitio luego de haberlo limpiado en la cortina de la sala. Mi siguiente esperanza la deposité en un palo que arranqué de un arbusto del jardín. Logré hundir la punta sin dificultad hasta el fondo del sifón. El palo, por desgracia, no era lo bastante flexible para dar la curva allá abajo, y otro, este de un rosal, que cogí poco después, tampoco. No hubo más remedio que recurrir al método tradicional de las herramientas. Conté por lo menos siete llaves en el revoltijo de chatarra. Ninguna se adecuaba a las tuercas de ajuste. La llave inglesa tenía el tornillo bloqueado. Tratando de moverlo, se me levantó la piel del pulgar. Una andanada de tacos en lengua materna tampoco resolvió el problema. Como última solución, probé con unos alicates de pico de loro cuyas pinzas se podían regular de forma que se adaptaran al tamaño de las tuercas. Con ambas manos traté de desenroscar la primera de ellas. La tuerca no giró ni un milímetro; pero toda la cañería, con sus partes acopladas, se desvió hacia un costado emitiendo un crujido anunciador del desastre que ocurriría a poco que yo prosiguiese con el empeño. Decidí entonces atacar la tuerca posterior del sifón, que, en efecto, cedió al cabo de unas cuantas tentativas. Ahora era posible separar ligeramente las dos partes del tubo, lo que me permitió entrever la longaniza negra y pilosa que se alargaba en su interior, impidiendo el paso normal del agua. Al punto me hirió en la nariz una vaharada repulsiva. ¿Qué hacer? Introduje por la rendija la punta de un destornillador; pero el vástago, demasiado grueso, no la dejaba penetrar. Agarré otro y pasó lo mismo. Tuve entonces la buena ocurrencia de emplear un cuchillo. Encontré uno apropiado en un cajón de la cocina. Supongo que todavía habrá inquilinos que unten con él de mantequilla sus tostadas. El filo delgado seccionó la longaniza con facilidad. Por un instante me sentí más cirujano que fontanero. Gracias al corte pude separar obra de dos dedos los extremos de ambos tubos, de manera que conseguí vaciar de porquería el que entraba en la pared, sirviéndome para ello de una cucharilla con la que juzgo probable que a estas horas un pediatra de Essen o la dueña de una perfumería de Stuttgart estén vertiendo azúcar en una taza. Del sifón, en cambio, no fue posible extraer gran cosa. Me dediqué a punzar con el destornillador la longaniza pestilente hasta reblandecerla; empalmé a continuación las partes separadas, sin apretar demasiado por si convenía más tarde soltar la tuerca de nuevo, y abrí el grifo al máximo. El agua, al principio, se estancó; pero de pronto, aleluya, sonó un potente borborigmo en las entrañas de la cañería y el lavabo se vació a gran velocidad. Cerca de dos horas estuve repanchigado en el sofá de la sala disfrutando de la televisión, hasta que un ruido de motor delató la llegada de las dos mujeres. Me apresuré a volver al cuarto de baño, donde aún tenía las herramientas desparramadas por el suelo, a excepción de la cucharilla y el cuchillo. Arrodillado junto al lavabo, esperé a las dos mujeres. Les di a entender que acababa de terminar la faena. «¿Hasta ahora has estado trabajando?». Adopté un gesto de dignidad herida como protesta silenciosa por una pregunta tan superflua. De paso enseñé el pulgar despellejado en prueba de la dureza del trabajo. Sin decir una palabra, serio, grave, giré la llave del grifo. Parecía que el agua tuviese prisa por desaparecer de nuestra vista. La vieja no cabía en sí de agradecimiento. Clara estaba petrificada de admiración.
Poco antes de las ocho ocupamos la mesa que tía Hildegard había reservado por teléfono. Fuimos andando al restaurante porque quedaba cerca de la casa y había escampado. A la tía le disgustó el emplazamiento de la mesa, apartada de los ventanales y próxima al pasillo por donde los camareros iban y venían. Me desentendí de sus lamentaciones para estudiar a fondo el menú. La certeza de que no me tocaba pagar excitaba mi gula. Clara trató de librarse de la conversación de la vieja por la vía de preguntarme si ya había encontrado alguna comida de mi gusto. El arco abrumado de sus cejas parecía suplicarme que me explayara en la respuesta. A mí se me hacía la boca agua leyendo la lista de gollerías; pero las reducidas dimensiones del estómago humano obligan a refrenarse. Me decidí por el plato número 79. Clara lo buscó en su carta. Como de costumbre, la tenía abierta por la página de sopas y verduras, la única que garantiza felicidad a su paladar, así que tuvo que pasar las hojas. Apenas hubo detenido el dedo en el número por mí indicado, la cara se le demudó al descubrir el precio. Antes que pudiera abrir la boca, me apresuré a mostrarle desde el lado frontero de la mesa la tirita que envolvía la yema de mi pulgar. La vi tragarse el comentario que le andaba escociendo en la punta de la lengua. A tía Hildegard, que se había quedado monologando sin saberlo, no le pasó inadvertido nuestro intercambio de miradas y se interesó por mi elección. En vano leí con voz potente: «Dorada a la brasa con salsa de setas, patatas cocidas al perejil y ensalada». Se volvió hacia Clara: «¿Qué ha dicho?». Clara repitió mis palabras. A Clara, que hablaba más bajo que yo, la entendía a la primera. La tía torció el gesto mientras acusaba a las doradas de contener muchas espinas. Aún más fuera de razón se le figuraba una cena con setas en verano. Pensando que sus objeciones se debiesen tal vez al precio del plato por mí elegido, le pregunté si le parecía caro. Estoy seguro de que me expresé de forma correcta y audible. Así y todo, ella volvió a solicitar los servicios de intérprete de su sobrina. «Pregunta si te parece caro». «¡Por el amor de Dios, no! Ruégale de mi parte que coma lo que quiera. Yo lo decía por las espinas y porque me da miedo que las setas no le dejen dormir por la noche».
Nos atendió un camarero joven, de rasgos mediterráneos, que me condujo a una repisa cercana a la entrada de la cocina sobre la cual se alineaban varias fuentes con hielo desmenuzado y distintas clases de pescado crudo. Me mostró la de las doradas a fin de que yo escogiera una. Demoré la elección más tiempo de lo necesario en la esperanza de que luego él persuadiera al cocinero a que se esforzase para complacer a un comensal exigente. De mi madre aprendí que los ojos del pescado delatan su calidad. Las siete u ocho doradas que había en la fuente me parecían iguales. Todas tenían los mismos ojos bobalicones, el mismo brillo plateado en la piel. Fingiendo firmeza apunté con el dedo a una, ni la mayor ni la más pequeña del montón, y dije: «Esta». El camarero se apresuró a trasladarla con pinzas a un plato. En tono confidencial le pregunté si era posible que me prepararan el pescado con ajo escondido en su interior. Insistí en la importancia de que ninguna de mis acompañantes notara la presencia de dicho ingrediente. El camarero adoptó el mismo aire de misterio para asegurarme que no habría ningún problema. Me entraron deseos de abrazarlo, pero me contuve. Bueno, me contuve hasta cierto punto, ya que en el momento de separarnos me permití darle en el hombro una palmada de compinches que él, como buen latino, aceptó con naturalidad.
Al rato nos trajo la cena en un carrito. Los platos principales venían ocultos bajo unas tapaderas de campana que un compañero suyo le ayudó a levantar de modo que se produjese una sorpresa simultánea en los tres comensales. Apenas se hubieron alejado tras cumplir la formalidad de desearnos buen provecho, la tía lanzó una mirada crítica al montículo comestible que tenía delante. Con mueca compungida, meneando la cabeza en señal reprobatoria, se quejó de que le habían puesto una cantidad excesiva de alimento. Yo cerré los ojos de inmediato, no así los oídos, ya que por desgracia todavía no domino el arte de cerrarlos a voluntad, aunque hago progresos. Durante unos instantes mantuve el cuerpo inclinado sobre el plato, me olvidé del mundo y sus catástrofes, y haciendo caso omiso de las lamentaciones cargantes de la vieja, me di a gozar del vapor delicioso que subía de la dorada. Con disimulo le eché un vistazo al relleno. Allí estaba, mezclado con hojas de romero, el ingrediente prohibido. Sin embargo, faltó poco para que yo dejara traslucir en voz alta mi decepción. Y es que al contrario de lo que esperaba, al cocinero no se le había ocurrido picar el ajo, sino que había embutido media docena de dientes enteros dentro del pez. Al pronto me parecieron cálculos biliares. ¿Cómo trasegarlos a la boca sin que Clara, sentada a no más de un metro frente a mí, lo advirtiese? Con eso y todo, la impericia del cocinero a la hora de introducir aquella salvedad en el menú no quitaba para que la dorada tuviese una pinta estupenda. La piel estriada por la marcas de la parrilla se quebraba con un crujido de tostadura entre los dientes. Los pedazos de carne, que yo mojaba ora con gotas de limón, ora con aceite de la ensalada, se desprendían como por sí solos de la raspa, dóciles al leve empujón del cuchillo. Dentro de la boca, su consistencia blanda hacía superfluo el trabajo de la dentadura. Yo los apretaba con la lengua contra el paladar, estrujándolos sin prisa hasta que hubieran rendido la última partícula de su jugo sabroso. Una vez tragados, me enjuagaba con agua mineral, de modo que el siguiente bocado me aportase la misma novedad placentera que el primero. Reservé para el final la ensalada y las patatas cocidas, a las que confié la misión de paliar los efectos de un diente de ajo comido a escondidas. Los otros los oculté debajo de una rodaja de naranja salvo uno que, como abultaba poco, no tuve problema para cobijarlo dentro de la cabeza del pescado. Clara no consiguió terminar su verdura. En cuanto a tía Hildegard, apenas hubo comido un poco de su cena alegó que no le estaba sentando bien. Se hizo entonces traer una tisana de polenta, que tampoco le gustó; extendió la servilleta sobre su plato, como si tapara el rostro de un muerto, y se dedicó a darnos la lata con sus recetas de cocina. A la hora del postre, Clara se opuso a que yo las acompañara a ella y a su tía en la degustación de un aguardiente digestivo, dado que al terminar la tarde debíamos proseguir nuestro viaje. Me resarcí pidiendo tres bolas de helado regadas con jalea caliente de cerezas. Las bolas eran tan grandes que pensé que no las acabaría. Saciado ya con la primera, logré sin embargo palear las demás poco a poco dentro de la boca, dispuesto a enterrar para siempre con ellas el diente de ajo que yacía en el interior de mi estómago. Salí a la calle con la cara congestionada de placer.
A la anochecida nos despedimos de tía Hildegard en el recibidor de su casa. Tanto en el momento de abrazarla como media hora antes, durante el trayecto entre Duhnen y Cuxhaven, mostró vivo interés por saber si me había gustado la cena. En ambas ocasiones respondí que me había gustado mucho; en ambas, la vieja apartó de mí la cara para escuchar la repetición de mis palabras en labios de su sobrina. Me agradeció tres o cuatro veces el arreglo de la cañería, la última junto a la puerta de su casa, donde, para poner fin a la visita, le susurré un adiós protocolario con pocas esperanzas de que lo entendiera. Me sorprendió que lo captase sin la mediación de Clara. Salió al descansillo detrás de mí, que pensé por un momento, levemente aterrorizado, que se disponía a acompañarnos hasta Bremen. Cuando empecé a bajar las escaleras, volvió a preguntarme si me había gustado la cena. No me di por enterado, sino que continué alejándome hacia el portal sin volver la cabeza. Un piso más abajo, oí que preguntaba: «¿Qué ha dicho?». Y a Clara responder con la voz teñida de resignación: «Que le ha gustado mucho».
De pie junto a la verja, tía Hildegard nos hizo adiós con la mano. Nada más perderla de vista, Clara lanzó un suspiro. «Es buena», dijo, «pero ¡qué pesada!». Y añadió: «A ti te adora». Me permití una ironía: «Será por la calidez humana de nuestros diálogos». De ahí a poco entramos en la autopista. Estaba el cielo estrellado. En el aire se notaba un claro aumento de la temperatura. Apenas había tráfico. Clara iba enredando en sus bolsas. Me mostró una prenda de vestir que le había comprado su tía por la tarde. «No me la pienso poner», dijo. «A mí este tipo de ropa no me va, pero ¡ella ha insistido tanto y como era la que pagaba…!». Acordándome de un sobre blanco que, a la vuelta del restaurante, había pasado de las manos de la vieja a las de Clara, le pregunté cuánto dinero le había dado. «Bastante», respondió sonriente. Me obligó a adivinar. Empecé por los mil euros y fui subiendo de mil en mil hasta llegar a una cantidad más que suficiente para mantenernos sin estrecheces durante una larga temporada. Llegamos ya entrada la noche al piso que tía Hildegard nos había prestado en Bremen. Nos acostamos enseguida, ya que la señora escritora quería trabajar en su libro a la mañana siguiente. Apagada la luz, olió el ajo, así que esa noche dormimos espalda con espalda.