La primera etapa de nuestro viaje, por estar dedicada a una visita familiar, tampoco se menciona en el libro de Clara. Ella lo tenía así dispuesto desde antes incluso de ponernos en camino. En vista, pues, de que no pensaba relatar las peripecias del primer día, le propuse de víspera que para ahorramos complicaciones tomásemos la autopista que lleva por Oldemburgo hasta Bremen y, una vez en las afueras de Bremen, entráramos en la 27 que lleva directamente hasta Cuxhaven, donde vive tía Hildegard. Mapa en mano, esta ruta suponía por entonces un rodeo considerable, ya que aún no estaba terminado el túnel que pasa por debajo del río Wéser. Ahora bien, si tenemos en cuenta, como le dije a Clara, que el río carece de puentes entre Bremen y su desembocadura, en la práctica la ruta que yo proponía era la más rápida y más cómoda. Ella se encogió de hombros. Que yo era el conductor fue todo lo que dijo. Conque a la mañana siguiente, cuando hubo terminado aquella ceremonia bufa en el patio de su colegio, salimos del casco urbano de Wilhelmshaven en dirección a la autopista. El trayecto hasta Oldemburgo es uno de los menos transitados que yo conozco. No digamos a hora temprana y en época vacacional. Había tan poco tráfico que en algunos tramos no veíamos ningún vehículo ni por delante ni por detrás del nuestro. El cielo seguía cubierto; el asfalto, mojado, pero no llovía. Clara llevaba un cuaderno de notas sobre las musleras de sus pantalones, un bolígrafo en la mano y la mirada fija en el paisaje, acechando la ocasión de tomar algún apunte. Dijo que, aunque no pensaba escribir sobre aquella zona de Alemania, quería mantenerse ojo avizor por si le era dado captar escenas que le pudieran ser útiles para su libro. Ya se encargaría más adelante de situarlas donde mejor le conviniese. Definió su actitud mediante una de sus típicas sentencias: «Soy una esponja ávida de empaparse de realidad». A veces lee frases como esa en algún libro; pero a fuerza de repetirlas olvida que no son suyas.
La autopista vacía le hizo dudar sobre lo adecuado de la ruta que habíamos elegido. Las autopistas se le antojaban apenas diferentes las unas de las otras. Recorrer una equivalía a recorrerlas todas, sin más cambio que el de los nombres en las señales de destino. Al inconveniente de la falta de novedad se unía, a su juicio, el de los árboles y muros de insonorización que ocultan el paisaje a la vista de los viajeros. ¿O es que alguien pretendía que ella escribiera un libro sobre arcenes? «También puedes dedicar unos pasajes a las áreas de descanso», le dije. Me lanzó desde el asiento contiguo una mirada lúgubre. Que por favor la tomara en serio. Que comprendiera que del éxito de su libro dependía que ella lograra librarse de trabajar hasta la jubilación en el colegio. Necesitaba a toda costa aventuras, vivencias, emociones. Yendo por autopistas, se lamentó, ¿cómo íbamos a toparnos con cosas interesantes y pintorescas, propias de un lugar y no de todos? Le recordé que traíamos acuerdo de llegar a Cuxhaven de la manera menos complicada posible. Me dio la razón y se calló; pero, como la conozco, barrunté que había trasladado nuestro diálogo a sus pensamientos, donde con toda probabilidad estaría atribuyéndome argumentos fácilmente rebatibles, condenados a una derrota dialéctica sin paliativos. No tardó en convencerse de que la discusión había conducido al triunfo de su punto de vista. Y la consecuencia de todo ello fue que, llegando al poco rato a la altura de Varel, me pidió en un tono no exactamente imperioso, pero lo bastante seco como para darme a entender que no era el momento oportuno de llevarle la contraria, que saliéramos cuanto antes de la autopista. Esperó a que la hubiera complacido para justificar su decisión. Había visto en el borde de la carretera un pájaro muerto. No supo especificar qué clase de pájaro. «Uno pequeño», dijo, separando el índice y el pulgar a fin de señalar un tamaño aproximado, con lo cual dio por terminada la explicación. Le rogué que me ayudara a establecer una correspondencia más o menos lógica entre un pájaro caído en el suelo y su deseo de viajar hasta Cuxhaven por carreteras federales y pasar el río Weser en un transbordador, lo que habría de costamos tiempo y dinero. «Ratoncito», respondió, «te agradecería que no apartaras la mirada de la carretera mientras hablas». Repetí el ruego sin volver la cabeza a pesar de que estábamos parados delante de un semáforo en rojo, en la calle principal de Varel. «Si tanto interés tienes», dijo, «en llegar demasiado pronto a casa de tía Hildegard, da la vuelta y vuelve a la autopista». Se había encendido la luz verde del semáforo. El movimiento de vehículos en una misma dirección nos arrastró como a un palo flotante en la corriente de un río, sin posibilidad de resistirnos a su empuje. Le respondí a Clara que me daba igual ir por una ruta o por otra. Al fin y al cabo era su viaje, su libro, su proyecto; ella decidía el camino y las paradas. Para entonces ya habíamos salido de Varel y circulábamos por la carretera que bordea la ensenada del Jadebusen.
A Clara la visión del pájaro la había colmado de inquietud. No por el pájaro en sí ni por la circunstancia de que estuviera muerto, sino porque a su entender el destino se había valido del pobre animal para enviarnos una advertencia. No me aguanté las ganas de apartar un momento la mirada de la carretera para averiguar, por el gesto de su cara, si decía en serio aquellas palabras que sonaban a brujería. Ella debió de columbrar mi propósito y sonrió. Creyendo entonces que su sonrisa encerraba una invitación a las bromas, le sugerí que incluyera en algún capítulo de su futuro libro la teoría de que últimamente el destino parece expresarse mediante pájaros muertos. Clara, tan aguda de costumbre, no captó la ironía; antes al contrario, encontró atinada mi sugerencia y se apresuró a tomar nota de ella en su cuaderno. Por llevarle el aire le pregunté en qué consistía la advertencia que nos había enviado el destino. En su opinión, lo del pájaro demostraba que viajábamos por la misma ruta que la muerte, quizá con solo unos minutos de diferencia. «Y como conduces, para mi gusto, demasiado deprisa, reconocerás que corríamos el peligro de alcanzarla». Se conoce que adivinó mis pensamientos, pues acto seguido añadió que no era cuestión de estar o no equivocada ni de jugar a las supersticiones, sino que, con aquel mal presentimiento que le había sobrevenido al ver el pájaro, a ella le causaba mucha desazón seguir viajando por la autopista. Me instó a responder qué habría hecho yo en su lugar. Le dije lo que sin duda estaba deseando que dijese. De premio me arreó un tirón cariñoso en la oreja, el segundo de la jornada. Con el rabillo del ojo la vi repanchigarse satisfecha en su asiento.
A nuestra izquierda se extendían las aguas tranquilas de la ensenada, teñidas del mismo gris del cielo. La bruma matinal borraba sus márgenes más lejanas, de forma que el ancho entrante del mar, sin horizonte, sin orillas, sin embarcaciones a la vista, semejaba un derramamiento de nubes sobre la tierra. Más cerca se vislumbraba una fila de aerogeneradores con las aspas quietas por la falta de viento. Un poeta habría podido sacar provecho lírico de aquel paisaje tenebroso, siempre que omitiera el detalle prosaico de las máquinas eólicas. A mí me interesaba el asfalto de la carretera, pues abrigaba el convencimiento de que no tardaríamos en encontrar otro animal atropellado. Sonreía para mis adentros imaginándome los socorridos razonamientos de la señora escritora. Al enfilar una de tantas rectas vi, como a unos cien metros por delante de nosotros, en el carril del sentido contrario, un cuervo que estaba desayunando a picotazos una pequeña piltrafa. ¡Victoria! Me embargó una sensación de aleluya y, por mejor disfrutar del trance, reduje la velocidad. Poco antes de llegar al lugar, el cuervo levantó el vuelo. Estuve tentado de parar junto a la plasta sanguinolenta; pero, viendo en el espejo retrovisor que un coche nos seguía a corta distancia, opté por no cometer una imprudencia. Clara escribía en su cuaderno. «¿Has visto?», le pregunté. «¿Qué?». «El erizo aplastado. Para mí que la muerte también ha salido de la autopista y nos lleva unos pocos minutos de ventaja. Por eso he decidido conducir ahora más despacio. ¿Qué hacemos?». A Clara, esa vez, no le pasó inadvertido el tonillo burlón de mis palabras. Con ojos enfurecidos me reprochó que le reavivase los malos presentimientos justo cuando acababa de recobrar la tranquilidad. ¿Acaso no le había prometido, en los días previos a nuestra partida, eximirla de problemas, trabajos y preocupaciones durante el viaje? ¿Tenía yo algún interés especial en ponerla nerviosa? ¿Así es como pensaba ayudarla? Por un momento me pareció que el volante aumentaba de tamaño entre mis manos y que yo debía estirar el cuello para no perder de vista la carretera. Mi cuerpo encogía como consecuencia de la combinación de queja, reproche y rapapolvo que Clara me estaba largando. Disgustado conmigo mismo, le pedí disculpas. A ella se le alegró el semblante. Con sonrisa de triunfo dijo que, después de todo, el erizo yacía en el carril contrario. ¡Así que lo había visto! La muerte no viajaba en nuestra dirección, luego no había motivo para preocuparse. Aquel argumento se me figuraba irrebatible. La felicité, dándole a entender que reconocía mi derrota. Bastantes kilómetros más adelante, ya al otro lado del Wéser, antes de entrar de nuevo en la autopista de Cuxhaven, atravesábamos un pueblo pequeño, cuyo nombre no he retenido en la memoria, cuando vimos un gato despanzurrado en medio de la calzada. Me tuve que morder la lengua para que no se me escapara la chirigota que me cosquilleaba en el gaznate. Clara me advirtió: «Mejor no digas nada».
Antes, todavía en las proximidades de la ensenada, a Clara le había sobrevenido uno de sus accesos de pesimismo matinal. Clara, por las mañanas, practica el abatimiento como otros echan unas carreras tonificantes por el parque o hacen sus ejercicios gimnásticos de cada día. El paso de un convoy del ejército la desanimó. Acabábamos de dejar atrás el puente sobre el Jade, que es un río de poca monta. Llegamos después a la confluencia con una carretera secundaria. Varios militares que se habían apeado de un todoterreno cortaron el tráfico justo delante de nosotros para dar preferencia a una larga hilera de camiones. En algunos remolques se apretaban soldados con uniforme y casco de combate. Llevaban las caras embadurnadas de negro, como si los hubieran reclutado mientras bregaban en el interior de una mina. Al cabo de un trecho de no más de doscientos o trescientos metros, el convoy dobló hacia una carretera de rango menor que empezaba a mano derecha. No bien lo hubimos perdido de vista, sorprendí a Clara meneando la cabeza en actitud reprobatoria. Intuí cavilaciones, disgustos, problemas. Para evitar que nada de ello se derramase fuera de la cazuela de sus pensamientos y me salpicara, me abstuve de preguntar qué le ocurría. La estrategia, útil en otras ocasiones, no impidió que ella rompiera de pronto a quejarse de la época desfavorable para la creación literaria que, según dijo, le había tocado vivir. En su opinión, la nuestra era una época desprovista de grandeza. Una época de gordos y perezosos. Una época de jijí-jajá. De poco le valía a un escritor de nuestros días estar dotado de talento. Y soltó, en apoyo de su amargura, una de sus sentencias habituales: «Con harina de calidad ínfima, ¿quién puede cocer buen pan?». Aprendí a continuación que la harina con que los escritores amasan sus obras resulta de moler la realidad y el momento histórico en que están inmersos. Clara calificó los suyos de tediosos, triviales, anodinos, insulsos, grises. «Ah sí, sobre todo grises», dijo con un aleteo de manos destinado tal vez a resaltar la gravedad del asunto. En cuanto la vi exaltarse, bajé la mirada hacia el indicador del nivel de gasolina, dispuesto a imaginar que lo que la aguja señalaba en aquellos momentos era mi propia provisión de paciencia. Temí que el depósito, casi repleto, no me alcanzase para soportar el monólogo exterior que se avecinaba o que, por mejor decir, ya se había desatado con la reciente granizada de adjetivos. «En Alemania», continuó la señora escritora con estas o parecidas palabras, «asistimos a la tiranía de lo gris. ¿Crees que alguien protesta o se rebela? Nadie. Alemania es un país gris. Los alemanes son gente gris. Su cultura actual es gris; su política, gris, que es el color de la ceniza, del polvo, de lo consumido. Mires a donde mires, todo lo hallarás gris en este país porque todo está gastado, viejo y consumido. Fíjate en el campo. ¡Maldita sea, pero si parece que lo han hecho con apisonadoras! Ni una montaña con su cumbre nevada, símbolo de yo qué sé. No lo puedo saber porque desde pequeña me he visto obligada a viajar lejos cada vez que quería llenarme los ojos de altura, de grandeza, de cosas interesantes. Fíjate en el paisaje, ratón. Todo plano y aburrido como sus habitantes». Cada vez que pronunciaba la palabra gris, Clara le daba una sacudida de arriba abajo a la cabeza, a imitación de los caballos. Acerqué los ojos al parabrisas para mirar un instante las nubes. Vi que Clara tenía razón. «Tienes razón», le dije para levantarle el ánimo por el procedimiento a menudo infalible de respaldar sus opiniones. El cielo, el asfalto, los flecos de niebla que se enredaban en las ramas de los árboles: por todos lados nos rodeaba la grisura. Nuestro coche también era gris. Clara lo había elegido de aquel color apenas dos meses atrás en contra de mi criterio, puesto que yo me incliné desde un principio por un modelo negro de la misma marca. Me resultaba más grato el reflejo de mi cara en la carrocería negra que en la gris. Así pues, no lográbamos llegar a un acuerdo. El vendedor empezó a mirarnos con ostensible cachaza, como deleitándose en el espectáculo matrimonial que le ofrecíamos. Clara recurrió al viejo truco de perder la paciencia. Me llevó, cogido del brazo, a un costado del local y, con palabras que le salían mordidas de la boca, me susurró muy cerca de la oreja: «Ratoncito, ¿no entiendes que el coche no lo queremos para ponerlo a disposición de una funeraria? Anda, sé bueno y deja de serrarme los nervios delante de ese señor». Conque elegimos el coche a su gusto. Me tentó recordárselo mientras, camino de Cuxhaven, lanzaba su diatriba contra la realidad gris de Alemania; pero al fin me pareció mejor callarme, lo uno por no correr el riesgo de que ella prolongara sus penas y lamentos hasta el atardecer; lo otro porque, si bien se mira, cabe tan poca alegría, felicidad y optimismo en el color negro como en el gris.
Llegamos entretanto a la zona de embarque junto al río Wéser. Nos tocó ser los primeros de la cola, ya que el transbordador acababa de ponerse en movimiento hacia la orilla opuesta, lo que nos obligó a esperar un largo rato. Llovía de nuevo con fuerza, así que permanecimos dentro del coche. Me picaba la curiosidad por saber si Clara había dicho lo de gordo y perezoso por mí. No me escuchó. Y es que posee la rara habilidad de filtrar los sonidos, de manera que ella misma decide lo que entra en sus orejas y lo que se queda fuera. Sorda a mi pregunta, siguió con su cantinela: «Acuérdate, ratón, de los soldados y los camiones que hemos visto. ¿De qué guerra venían? De ninguna. ¿A qué guerra iban? A ninguna. ¿Te das cuenta del reto al que me enfrento? Tengo que escribir un libro interesante sobre un país y una época insustanciales. Piensa en la diferencia que hay entre narrar hazañas y desgracias de una guerra mundial, con sus batallas, sus bombardeos y sus estragos que ya forman parte de la memoria de la humanidad, y describir, como me toca a mí, el paso de unos soldados en maniobras. Antes de redactar la primera línea ya sé que mi libro nace con una limitación enorme, y sé también que eso no va a cambiar por mucho que me esfuerce, y sé que voy a fracasar y que tendré que volver al maldito colegio, a corregir cuadernos y exámenes, y a sufrir dolores de cabeza cada dos por tres». Se oía el repiqueteo de la lluvia contra la chapa. Yo intentaba en vano vislumbrar, a través de las gotas innumerables que cubrían el parabrisas, la silueta del transbordador en algún lugar del ancho cauce. Ni siquiera distinguíamos el río. Le pregunté a Clara si deseaba por el bien de la literatura que estallase la guerra en Alemania. «¿Estás loco?», se indignó. Guardó silencio durante varios segundos. De pronto dijo con una mal contenida sonrisa: «Una guerra, no. Pero presenciar un par de accidentes durante el viaje no me vendría mal, ¿eh, ratón?». Advertí en su gesto apacible, en su frente otra vez limpia de arrugas y en el brillo de sus ojos claros que había dado por terminada la sesión matinal de desaliento. Poco después llamó por teléfono móvil a tía Hildegard para confirmarle que estábamos en camino. Habló a continuación con la señora Kalthoff, quien la tranquilizó asegurándole que Goethe dormía a pierna suelta en su sitio predilecto del salón.