Después de la cena fuimos a dejar a Goethe en casa de la señora Kalthoff. Apenas había parado de llover desde la mañana, lo que por la tarde me libró de regar el jardín. Dispuse en consecuencia de más tiempo para ocuparme de las maletas. Demoramos la cena hasta que tuvimos el equipaje listo, el coche preparado y la casa recogida. A las nueve, lo único que nos quedaba por hacer era llevar el perro a su alojamiento de los próximos meses. De acuerdo con el deseo de Clara, atravesamos el pueblo por las calles lindantes con el campo por donde solemos sacar a Goethe de paseo, de manera que el animal no descubriera demasiado pronto que tramábamos prescindir de su compañía. Aun así, se conoce que tuvo un barrunto, pues a pesar de su naturaleza juguetona se pegó a nuestras piernas y no se apartó de nuestro lado durante todo el trayecto, andando en silencio con la orejas gachas, el rabo encogido y una expresión como de huérfano inconsolable en la mirada. Clara se puso a disertar bajo el paraguas sobre las dotes adivinatorias de los perros. Creo que hablaba para sí en la esperanza de que sus propias palabras le procurasen un efecto balsámico contra el remordimiento de conciencia. A mí más bien se me figura que Goethe se acordaba de las veces anteriores en que lo habíamos confiado al cuidado de la señora Kalthoff, ya fuera porque no lo podíamos llevar con nosotros de vacaciones, ya porque Clara había sido invitada a algún ciclo de lecturas en diversas librerías y universidades del país, y yo, como de costumbre, la había acompañado. No abrigábamos la menor duda de que la señora Kalthoff cuidaba a Goethe con mimo. Puede incluso que lo cuidara mejor que nosotros. No se me ocurre, por tanto, ninguna explicación para la tristeza de nuestro perro; tristeza que se repite cuando, de vuelta de cualquiera de nuestros viajes, vamos en su busca con una chuchería de regalo y, en lugar de alegrarse, da claras muestras de que le duele separarse de la señora Kalthoff. Quizá vayan descaminadas mis suposiciones, pues no soy experto en almas caninas como, por lo demás, tampoco en las humanas, si es que hay de verdad tal víscera invisible.
A nuestra llegada a la casa, la señora Kalthoff, que vive cerca del famoso molino, se inclinó para acariciarle la cabeza a Goethe mientras le dedicaba unas palabras afectuosas. Goethe le lamió las manos profiriendo gemidos de agradecimiento, como si en sus ojos de perro atribulado la señora Kalthoff fuera el verdugo que acabara de perdonarle la vida. Clara y yo nos marchamos a los pocos minutos. Goethe ya estaba saboreando para entonces, bajo la mesa del salón, la rodaja de mortadela con que lo había obsequiado su anfitriona. Se mantuvo impasible al vernos salir. Creo que en el último segundo nos lanzó una mirada de refilón, como deseándonos un viaje con lluvias y contratiempos. En el recibidor, a punto de irnos, Clara entregó a la señora Kalthoff la llave de casa, la del buzón y la del cobertizo del jardín. Le pidió que regara las plantas una vez por semana y con mayor frecuencia las del invernadero menos los cactos; que vaciara regularmente el buzón y dejara por las noches alguna lámpara encendida a fin de engañar a los ladrones. Clara y la señora Kalthoff se despidieron a la usanza de las gentes del lugar, dándose la mano con una falta de efusión en la que ni aguzando la vista llegaría uno a vislumbrar la estrecha amistad que las dos se profesan desde hace unos cuantos años.
Mientras volvíamos a casa atajando por la carretera principal que parte al pueblo en dos mitades, Clara detuvo su mirada en unos desgarrones azules que se divisaban a lo lejos, entre las nubes paradas sobre el horizonte. Al punto los interpretó como señales inequívocas de la llegada del buen tiempo. Fundaba su predicción en el conocimiento que dijo tener de los fenómenos atmosféricos de la región, y, como queriendo despejar cualquier sombra de escepticismo por mi parte, añadió levantando el dedo índice que lo que le decía el conocimiento lo corroboraba su instinto de mujer. Le pregunté si no le parecía demasiada casualidad que el final del periodo de lluvias que se prolongaba desde mediados de julio coincidiera con el inicio de nuestro viaje. A lo que respondió que notaba dentro del cuerpo una viva sensación como que en el momento de ponernos en marcha, a primera hora de la mañana siguiente, luciría un sol maravilloso. Repetidamente se había imaginado la escena de la partida en sus sueños. «El calor», la oí decir ensimismada, sorda al chisporroteo de la lluvia en su paraguas. Y prosiguió, ignorante de los negros nubarrones que pendían sobre nuestras cabezas, con su descripción imaginaria: la mañana despejada, los rayos del sol que la obligarían a ponerse sus gafas oscuras dentro del coche, el paisaje revestido de una intensa claridad. Afirmó que cuando un sueño se repite es porque intenta transmitirnos con urgencia algún mensaje, de ahí que ella siempre haya tomado esa clase de sueños por verdades que pueden tocarse con la mano. En apoyo de su tesis adujo varios ejemplos de premoniciones habidas mientras dormía, las cuales luego se cumplieron en su vida, como el haberme conocido. No le quise replicar porque juzgué que en aquellos momentos estaba ella con muy pocas ganas de que le replicase.
Tengo entendido que soy roncador. Ni lo afirmo ni lo niego puesto que carezco de la facultad de escucharme cuando estoy dormido. Clara es quien se encarga de ponerme casi todos los días al corriente de esta particularidad fisiológica de mi persona. A veces se desacuesta de mal temple por culpa de mis serenatas respiratorias. Yo le digo que si fueran evitables secundaría la idea de que me llevase a juicio. Otra solución consistiría en dormir en habitaciones separadas, pero no quiere. Dice que sola en la cama se siente desprotegida. Hasta donde me ha sido posible indagar, se trata de una aprensión que ella arrastra desde la infancia. Yo me acuerdo de que el roncar se practicaba mucho en mi familia. A mi padre, que en paz descanse, siendo yo niño lo oíamos serrar el aire por las noches a través de las paredes. Mi madre no tenía la misma potencia; pero a su modo sabía hacerle el contrapunto al marido, con el resultado de que jamás hubo, que yo recuerde, por la cuestión del dormir discordia entre ellos. El problema no radica, pues, como piensa Clara, en que uno ronque, sino en que el otro no lo haga. Porque si los dos roncaran ninguno habría de esperar desvelado el amanecer con las cejas hoscas, la boca llena de reproche y los ojos irritados por la insuficiencia de reposo, sino que habría dormido y descansado la pareja en paz ruidosa, pero en paz al fin. Estas reflexiones con que me entretengo a menudo prefiero no comunicárselas a Clara en espera de que los años la conviertan también a ella en roncadora y entonces las pueda apreciar y comprender.
Pero a lo que iba. El día previsto para el comienzo de nuestro viaje, por la mañana temprano, sonó el despertador. Busqué en la penumbra la suave, la caliente, la carnosa mejilla de Clara para besarla. Ella se dejó querer. Tan evidente condescendencia suscitó en mí una entre duda y confianza de que se hubiese despertado con cierta disposición sensual favorable a mis intereses, pero no. Aquella mansedumbre y dejadez de los miembros no eran señales de lo que yo en un primer momento había presumido, sino que estaban directamente impuestas por el cansancio. Clara me susurró al oído, en tono débil pero manifiestamente acusatorio, que yo había roncado; en concreto, que había roncado más que de costumbre. La culpa punzante avivó mis deseos de resarcirla. En tales circunstancias, el cumplimiento de una tarea doméstica como sucedáneo de castigo suele ser lo más adecuado. Sirve tanto para mostrar contrición como buena voluntad. Nunca falla. Clara descubrió hace tiempo esta característica no sé si psicológica o moral mía, y por eso, a veces, si la ofendo de obra o de palabra, en lugar de enzarzarse en una disputa conmigo, ahorra tiempo, molestias y enfados indicándome la manera más eficaz de que nos congraciemos. «Ratoncito», dice, «pela una docena de patatas». Si por alguna razón no me asigna una tarea, entonces yo la elijo por mi cuenta, no importa cuál, ya que el efecto es siempre el mismo.
Con dicho propósito me levanté y me vestí aquel día. Clara permaneció en la cama. Estuve atento a la llegada del panadero ambulante mientras preparaba la mesa de la cocina para el desayuno. El panadero viene con su furgoneta desde Schortens. Hay panadería y tienda de comestibles en el pueblo; pero abren más tarde y nos quedan un poco lejos de casa. El panadero de Schortens anunció su presencia mediante los toques de un timbre que tiene instalado en su vehículo. El timbre emite un sonido discreto, de manera que quien quiera pan lo oiga y quien quiera seguir durmiendo, no. Yo quería unos panecillos y salí a la calle. Ya había amanecido. Caía un aguacero de espanto, envuelto en un rumor de agua rota al estrellarse contra el suelo. Al pie de las escaleras de la entrada se había formado un charco de grandes dimensiones. Imposible cruzarlo de un salto. Hube de volver para cambiarme las sandalias caseras por otro calzado. Fue entonces cuando, desde el dormitorio, me llegó la voz soñolienta de Clara preguntando qué tiempo hacía. Antes de responderle, alcé la vista al cielo encapotado. En otras circunstancias acaso me hubiese permitido un chiste sobre su teoría de los sueños premonitorios; pero aquel viaje que estábamos a punto de emprender era por demás importante para ella y me tomó de pronto una sacudida de lástima. Flotaba a ras del césped una neblina que en algunos lugares del jardín se confundía con las sombras de los arbustos, y aun se alargaba hasta las primeras ramas de nuestros dos manzanos. El aire olía a tierra húmeda y a musgo. Las plantas se veían ligeramente inclinadas, como abatidas y melancólicas por el peso de tanta lluvia. No soplaba, por fortuna, el viento, y ese era el único consuelo que yo podía aportarle a Clara. Con idea de retrasar tanto como fuera posible su disgusto, fingí no haber oído la pregunta. Anduve una veintena de pasos bajo la lluvia para que ella no me sintiera desde la cama abrir el paraguas. El panadero correspondió a mi saludo con una broma acerca del tiempo. Yo miraba las nubes como estudiando las posibilidades de que en cuestión de dos o tres minutos se produjese un milagro.
El milagro no se produjo. Sonaban truenos y llovía de manera torrencial cuando nos pusimos en camino poco después de las siete de la mañana. Era un lunes de julio. Yo ocupé asiento junto al volante conforme al acuerdo que teníamos hecho para que me encargara todos los días de la conducción a fin de que ella pudiese mientras tanto tomar notas para su libro. Los limpiaparabrisas parecían repetir en son de protesta, con su rápido vaivén: no, no, no… Pienso ahora como pensé entonces que los limpiaparabrisas expresaban con exactitud lo que tanto Clara como yo sentíamos en aquel preciso instante: no a los nubarrones, no al diluvio que estaba cayendo, no a los charcos en el asfalto, no y no. ¿Para qué interferir con comentarios superfluos en la certera elocuencia de los limpiaparabrisas? Íbamos, por consiguiente, los dos callados. Y ya teníamos a la vista los primeros edificios de Wilhelmshaven cuando se le ocurrió a Clara preguntar de manos a boca si antes de salir de casa me había acordado de apagar la cocina eléctrica. A lo cual no supe responder con total y absoluta seguridad, aunque yo pensaba que sí, que la debía de haber apagado, porque conociéndome como me conozco, le dije, no me podía imaginar que hubiese cometido la imprudencia de dejarla encendida. Me preguntó con el entrecejo fruncido qué tanto por cierto de seguridad abrigaba al respecto. ¿Cómo medir tal cosa? Insistió: «¿Cien, ochenta, sesenta por ciento?». Calculé por calcular que entre un ochenta y cinco y un noventa por cierto. Comprendí al instante el error de haberme dejado arrastrar a una respuesta, pero ya era tarde. Clara determinó que volviéramos a casa de inmediato. Volvimos. Mejor volver entonces, pensé, que más tarde, cuando estuviéramos a muchos kilómetros del pueblo. Como yo suponía, encontramos la cocina eléctrica apagada. Así y todo, aquel inútil regreso cobró un sentido reconfortante para Clara. Y es que mientras comprobábamos una vez más si habíamos desconectado los aparatos y cerrado bien las ventanas y dejado todo en orden dentro de la casa, paró de llover. Fue este un motivo de alegría para Clara. por más que el cielo continuaba cubierto de nubes negras y era previsible que en cualquier momento se desatara un nuevo chaparrón. Sea como fuere, ya no hacía falta conducir con los limpiaparabrisas en funcionamiento. Nada más enfilar la carretera principal del pueblo, Clara se volvió hacia mí para decirme en un tono de serenidad satisfecha: «¿No te dije ayer que mis sueños nunca se equivocan? ¿No te dije que no llovería el día de nuestra partida?». Yo tendré defectos en abundancia, pero sé guardar la boca cuando conviene. Eso es lo que hice en lugar de cometer la impertinencia de recordarle a Clara su pronóstico de la víspera. La cerrazón del cielo nos impedía distinguir en la masa compacta de nubes un cerco de claridad que sirviese para situar el sol, aquel sol maravilloso que, según había dicho ella, la obligaría a viajar con gafas oscuras. En un punto había desde luego que darle a Clara la razón: no llovía. Y de este modo, callándome lo que pensaba, preferí alegrarme con ella de que nuestra aventura hubiese comenzado con tan buenos auspicios.
El libro de Clara no menciona nuestro paso por Wilhelmshaven. Esta y otras omisiones parecidas se deben a que ella se resistía a lastrar su obra con datos confidenciales. Más de una vez la oí afirmar que la verdad no es por sí sola un valor artístico. La verdad, para que resulte de provecho al arte, hay que llenarla aunque sea con mentiras. Hasta podía ocurrir, según decía, que una obra se malograse por no haber sabido el autor refrenar su franqueza. Me recordó, además, que el editor de quien había recibido el encargo de escribir el libro le había sugerido que hiciera una relación pormenorizada, pero amena, de sus impresiones personales; en modo alguno que destapara sus intimidades ni que atestase el libro de confesiones sin relevancia cultural, que para lo único que sirven es para aumentar innecesariamente el número de páginas. Por nada del mundo quería escribir sobre lugares y personas que conocía como a su propia cara en el espejo. No había salido ella de viaje para limitarse a referir menudencias personales. Hablando de la cuestión, me dijo un día: «¡Qué suerte la tuya! Como no te dedicas a la literatura, si te pusieras a escribir podrías hacerlo a tu antojo, sin sujetarte a normas ni gustos, sin doblegarte al criterio de personas ajenas a tu vida. Escribir es una forma de desnudarse. Lo que pasa es que, puestos a despojarse de envoltorios, muchos escritores no saben dónde acaba la ropa y empieza la piel. Entonces se lo quitan todo: la ropa, la piel, la carne. Exhiben sin ningún tipo de pudor sus órganos viscosos, sus huesos y sus nervios, y más no porque no hay. Eso es horrible y de mal gusto, ratón, y yo no lo pienso hacer. Tú, en cambio, sí podrías hacerlo. ¡Como nadie te conoce ni te mira…!». Se me ocurrió plantearle la posibilidad de que adoptara al escribir la actitud, no del que se desnuda a sí mismo, sino la del que desnuda a los demás. Se apresuró a anotar la frase en su cuaderno. Si le parecía bien, le pregunté. Me contestó que ese tipo de pensamientos suelen ser útiles para las entrevistas.
Siguiendo sus instrucciones, llevé el coche hasta el colegio de Wilhelmshaven donde ella trabaja como profesora de inglés y alemán desde hace más de una década. A petición suya nos detuvimos delante de la entrada principal. Tanto por lo temprano de la hora como por ser época de vacaciones escolares, el lugar estaba desierto. Seis o siete cuervos andaban picoteando entre los charcos del patio. ¿Profesores transfigurados? No es el tipo de chirigota que haga reír a Clara, así que me guardé de revelársela. Además, a nuestra llegada ningún cuervo vino a saludarnos, sino que levantaron todos a un tiempo el vuelo, cosa que no habría sucedido si se hubiese tratado de una bandada de compañeros de claustro emplumados. Clara me mandó apagar el motor. Había bajado la ventanilla y se deleitaba en la contemplación de la fachada del colegio. Ya de pequeña quería ser profesora. Reconoce, no obstante, que de un tiempo a esta parte el trabajo le come la salud y los nervios. Es su manera de expresar que tiene mucho estrés. Alguna que otra vez me llama por teléfono a casa para que vaya a buscarla porque le duele la cabeza. Entonces saco la bicicleta del cobertizo, pedaleo a toda velocidad hasta Wilhelmshaven y volvemos en su coche. Por el camino se echa a llorar con la cabeza derribada sobre el respaldo del asiento. Si no fuera porque sé dónde ha pasado la mañana, pensaría que viene de sufrir penalidades bajo el poder de una banda de secuestradores desalmados. Al llegar a casa, se quita un zapato aquí, el otro allá, y se acuesta sin desvestirse. Yo le llevo la cartera al dormitorio. Algunos días pesa tanto que le pregunto si la ha llenado de piedras. «Peor que piedras», dice. Son cuadernos que ha de corregir en su tiempo libre.
Mientras miraba la fachada del colegio se le paró en la boca una sonrisa seráfica. Una expresión de esa naturaleza aflora raras veces a su semblante. Me costaba entender que una pieza de arquitectura funcional, con sus aburridas hileras de ventanales, con churretes de mugre en el revoque y toda la parte inferior cuajada de pintarrajos pudiera suscitar semejante placer y recogimiento en una persona de criterios estéticos tan exigentes como Clara. A decir verdad, tampoco me explicaba qué pintábamos los dos a las ocho menos veinte de la mañana de un día de vacaciones en medio de aquel patio de cemento. Pasados unos instantes, me atreví a entrometerme en su dicha. «Pss», le chisté antes de preguntarle en voz suave si por favor me podía aclarar el sentido de la escena que estábamos representando. Volvió hacia mí la mirada como diciendo: «Ah, tú también estás aquí. No te he sentido llegar». Recobró la sonrisa, interrumpida apenas un segundo, al tiempo que me arreaba un tirón bastante cariñoso en la oreja. Tengo estudiado ese gesto típico suyo; creo que viene a significar algo así como «tranquilo, muchacho, que algún día, cuando seas un hombre maduro, ya lo entenderás». Declaró que me había hecho llevarla a su colegio en cumplimiento de una vieja promesa mantenida hasta entonces en secreto. Meses atrás le habían concedido un año de excedencia laboral, durante el cual pensaba consagrarse por entero a su libro. Lo que yo ignoraba es que cuando recibió la confirmación escrita formó propósito de darse el gusto de experimentar ante la fachada del colegio, el día previsto para el comienzo de su viaje, la agradable sensación de no tener que dar clases durante un año. Se lo había prometido a sí misma muchas veces, y con aquella promesa parece ser que se animaba y se consolaba en los sinsabores diarios del colegio. Ella propende a la seriedad, de ahí que me resultara doblemente simpático aquel capricho. Imité como mejor pude su sonrisa y ella me recompensó con un beso, en los labios. No es de suyo expansiva, así que hay que saber valorar lo que da. Yo la notaba eufórica. De pronto sacudió de una manera extraña las manos. ¿Aleteaba en un intento torpe por convertirse en cuervo? Me preguntó con la cara radiante de satisfacción si me hacía una idea de lo que significaba para ella estar libre de corregir cuadernos y exámenes; libre de preparar clases hasta las doce o la una de la noche para alumnos desganados; libre de aguantar la incompetencia del director, las malas pulgas del bedel, las intrigas de algunos compañeros; libre de reuniones tediosas y, por supuesto, inútiles, fuera de las horas lectivas; libre de encuentros con los padres de los alumnos, convencidos de que la solución a todos los problemas de la humanidad pasa por acortarles las vacaciones a los profesores; libre de llamadas telefónicas a horas intempestivas o durante los fines de semana, para contestar a preguntas del tipo: «¿Le importaría que mi hija no aprenda de memoria para el lunes el poema de Schiller o que aprenda solo la primera estrofa? Es que, sabe usted, la psicóloga que la atiende opina que, por la pubertad y esas cosas, el exceso de deberes está influyendo negativamente en su desarrollo»; libre de excursiones en las que los alumnos empiezan a emborracharse antes de subir al autobús que ha de llevarlos a su destino, mientras esperan a los dos o tres o cuatro o cinco que acuden con retraso a la cita; libre de que suene un teléfono móvil y luego otro en el transcurso de la clase; libre de las provocaciones de Christian, de las payasadas continuas de Jens, de las miradas hostiles de Lukas, buenos chicos en el fondo, pero que perdieron la orientación en la vida a raíz del divorcio de sus padres; libre, en fin, de los desplantes de Johanna, a la que, como es hija de la subdirectora, no se le puede regañar sino con tanto tacto y diplomacia que no parece sino que está recibiendo elogios por su mal comportamiento.
La letanía facilitó a Clara un primer vaciado de disgustos y frustraciones. A su término, los rasgos faciales se le habían alegrado de forma perceptible. Sus ojos parecían ahora más azules, más grandes, más serenos. De su cara se habían borrado las marcas del mal dormir, las arrugas de las preocupaciones, la tirantez de los enfados incesantes. En su lugar se extendía una dulzura, fruto del alivio, que la hacía a ella más joven y más hermosa. Esto último se lo dije. Obtuve a cambio un beso con párpados cerrados, abrazo y caricias en el cogote. Después le pregunté si no iba siendo hora de poner el motor en marcha. Respondió que le quería dar un remate apropiado a la ceremonia de despedida. Tenía, según dijo, fuertes deseos de hacerle un corte de mangas a la fachada del colegio. Un ramalazo de pudor la impelió a contarme la clase de acto perverso que se disponía a cometer. Su corte de mangas debía ser simbólico, pues consideraba que los otros, los normales, los que todo el mundo conoce, son propios de gente zafia. Reconoció, además, que temía comprometer su reputación si por casualidad la estaba observando en aquellos momentos una persona conocida desde alguna ventana. Se supone que no había nadie dentro del colegio. Sin embargo, nunca hay que fiarse. Su corte de mangas adoptaría la forma de unos versos de Heinrich Heine que se le antojaban pintiparados para la ocasión. Con dicho fin los traía aprendidos de memoria. Yo eché como al descuido una mirada a mi reloj de pulsera. Sé por experiencia que el truco obra en muchas personas, a veces sin que ellas se den cuenta, un efecto rápido que las induce a interrumpir o por lo menos abreviar sus explicaciones y discursos. Clara se arrancó a recitar en tono alegre los versos de Heine. Parece ser que le tomó cierta inseguridad con respecto a una palabra. Comenzó por segunda vez la recitación y volvió a detenerse en el mismo punto. Entonces sacó del bolso un ejemplar del Viaje al Harz, en la edición en formato pequeño de Reclam, que llevaba junto con el Viaje a Italia de Goethe y dos o tres libros más del mismo género por si le convenía buscar en ellos inspiración y citas para el suyo. Lo abrió por el principio y leyó con ademanes de parodia, aguantando la risa:
Lebet wohl, ihr glatten Säle!
Glatte Herren! Glatte Frauen!
Auf die Berge will ich steigen,
Lachend auf Euch niederschauen.
¡Que os vaya bien, aulas anodinas,
señores anodinos, anodinas señoras!
Quiero escalar las montañas
y miraros riendo desde arriba.