Prólogo

LUNES, 4 DE ENERO 7.05 H

Helen Cabot fue despertándose lentamente a medida que la luz del alba emergía de las tinieblas invernales que cubrían Boston, Massachusetts. Dedos de luz pálida y anémica atravesaban la oscuridad del dormitorio de la tercera planta de la casa de sus padres en Louisburg Square. Al principio permaneció un rato sin abrir los ojos, saboreando el placer de estar bajo el edredón de plumón de su cama adoselada. Se sentía en paz y, afortunadamente, ignoraba los terribles procesos moleculares que se estaban desarrollando en lo hondo de su cerebro. Las vacaciones de Navidad no habían sido las más alegres de su existencia. Helen, que no quería perderse ninguna de sus clases en Princeton, donde se había matriculado en el penúltimo curso, había pedido que la operaran entre Navidad y Año Nuevo. Los doctores le habían prometido que la extirpación del tejido endométrico de grosor anormal que le recubría el útero haría desaparecer los calambres dolorosos y violentos que le impedían hacer algo cada vez que tenía la regla. También le habían dicho que la intervención sería rutinaria, pero no lo fue.

Helen volvió la cabeza y miró la suave luz matinal que se filtraba por las cortinas de encajes. Nada le advertía sobre su inminente destino. De hecho, se sentía mejor que días atrás. La intervención se había desarrollado sin problemas, aunque padeció una leve incomodidad postoperatoria. El tercer día tuvo insoportables dolores de cabeza, acompañados de fiebre, vértigo y, lo más preocupante, trastornos del habla. Gracias a Dios los síntomas habían desaparecido con la misma rapidez con que se habían presentado, pero sus padres habían insistido en que acudiera a la cita concertada con el neurólogo del Hospital General de Massachusetts.

Helen volvió a dormirse. Le llegaba, apenas perceptible, el tecleo del ordenador de su padre, que trabajaba en la habitación contigua a su dormitorio. Volvió a abrir los ojos, miró el reloj y vio que eran las siete en punto. Era alucinante cómo trabajaba su padre. Fundador y presidente del consejo de una de las empresas de informática más poderosas del mundo, hubiese podido permitirse descansar en sus laureles. Pero no lo hacía. No podía parar y la familia había alcanzado una riqueza y una influencia asombrosas.

Por desgracia, la seguridad de que disfrutaba Helen gracias a sus circunstancias familiares no incluía el hecho de que la naturaleza no respeta los bienes ni los poderes temporales.

La naturaleza actúa siguiendo su propio programa. Los hechos que se estaban produciendo en el cerebro de Helen, y de los que ella no era consciente, estaban siendo dictados por las moléculas de ADN que formaban sus genes. Y, aquel día a primeros de enero, cuatro genes en varias de las neuronas de su cerebro estaban empezando a producir determinadas proteínas codificadas. Estas neuronas no se habían dividido desde la infancia de Helen, lo cual era normal. Sin embargo, ahora aquellos cuatro genes y las proteínas que producían obligarían a las neuronas a dividirse de nuevo y a continuar dividiéndose después. Un cáncer especialmente maligno iba a destrozar la vida de Helen. A sus veintiún años, Helen Cabot padecía una enfermedad mortal, y ni siquiera lo sabía.

4 DE ENERO 10.45 H

Howard Pace salió, con un ligero chirrido, del interior de la nueva máquina de exploración por resonancia magnetonuclear (RMN) del Hospital Clínico de Sant Louis. En toda su vida había estado tan aterrorizado. Los hospitales y los médicos siempre le habían producido un vago malestar, pero ahora, enfermo, sus temores se habían convertido en algo abrumador.

Howard, a sus cuarenta y siete años, había gozado de perfecta salud hasta aquel terrible día de mediados de octubre cuando chocó con la red en las semifinales del torneo anual de tenis del club campestre Belvedere. Había oído un ligero chasquido y había caído al suelo ignominiosamente mientras la pelota devuelta por su contrincante pasaba silbando sobre su cabeza.

Se había roto el ligamento cruciforme anterior de la rodilla derecha. Esto fue sólo el principio. Curar la rodilla había sido fácil, a pesar de unos problemas poco importantes que los médicos atribuyeron a los efectos de la anestesia general, y Howard había vuelto a trabajar al cabo de unos días. Era decisivo volver cuanto antes al trabajo; dirigir una de las mayores empresas del país dedicadas a la fabricación de aviones no era fácil en una época en que se habían reducido mucho los presupuestos de defensa.

Howard, cuya cabeza estaba todavía estabilizada con un aparato en forma de tornillo de banco para que la R M N pudiera explorarla, no notó la presencia del técnico, hasta que este le habló:

—¿Se encuentra bien? —le preguntó mientras le soltaba la cabeza.

—Estoy bien —dijo Howard.

Pero mentía. El corazón le latía fuerte y estaba aterrorizado.

Tenía miedo de lo que la prueba pudiera revelar. Podía ver a un grupo de personas con bata blanca detrás de una cristalera estudiando una pantalla de rayos catódicos. Uno de ellos era su médico, Tom Folger. Todos señalaban algo, haciendo gestos, y lo más preocupante, moviendo la cabeza negativamente.

Los problemas habían empezado el día anterior. Howard se había despertado con dolor de cabeza, algo raro en él cuando no lo provocaba una resaca, lo que no era el caso. De hecho, no había tomado ni una copa desde Nochevieja. Después de tomar una aspirina y desayunar un poco, el dolor disminuyó.

Aquella misma mañana, y en plena reunión del consejo, vomitó sin previo aviso. Apareció tan violenta e inesperadamente sin siquiera sentir náuseas, que no le dio tiempo de volverse a un lado. Vio asombrado cómo su desayuno sin digerir se derramaba sobre la mesa de reuniones.

Howard, con la cabeza ahora libre, intentó sentarse. Pero el movimiento le provocó un nuevo y muy intenso dolor de cabeza. Se hundió de nuevo en la camilla de la RMN y cerró los ojos hasta que su médico le tocó suavemente el hombro.

Tom había sido el internista de la familia durante más de veinte años. Él y Tom se habían hecho buenos amigos a lo largo de los años y se conocían bien. A Howard no le gustó lo que vio en el rostro de Tom.

—Malas noticias, ¿no es cierto? —preguntó Howard.

—Siempre te he dicho la verdad, Howard…

—Pues no cambies ahora —murmuró Howard.

No quería oír el resto, pero tenía que hacerlo.

—Las perspectivas no son demasiado buenas —admitió Tom. Mantuvo la mano sobre el hombro de Howard—. Hay tumores múltiples. Tres para ser exactos. Al menos eso es lo que hemos visto.

—¡Dios mío! —gimió Howard—. Es una enfermedad mortal, ¿verdad?

—En este momento no deberíamos expresarnos así —dijo Tom.

—¡Mierda! —soltó Howard—. Acabas de decirme que siempre has sido sincero. Te he hecho una pregunta sencilla. Tengo derecho a saberlo.

—Si me obligas a contestar, te diré que sí, que podría ser mortal. Pero no estamos seguros. De momento tenemos mucho que hacer. Lo primero es descubrir de dónde proceden los tumores. El hecho de que sean múltiples indica que se han extendido desde otro lugar.

—En ese caso, adelante —dijo Howard—. Si hay alguna posibilidad, quiero luchar.

4 DE ENERO 10.45 H

Cuando Louis Martin se despertó en la sala de recuperación, tuvo la sensación de que le habían quemado la garganta con un soplete de acetileno. Había tenido en otras ocasiones dolor de garganta, pero nada parecido al dolor que sintió cuando intentó tragar después de la intervención. Para colmo, tenía la boca tan seca como el Sahara central La enfermera que había aparecido como un fantasma al lado de la cama le había explicado que esta molestia se debía al tubo endotraqueal que el anestesista había insertado antes de la intervención Le dio una toalla húmeda para chupar y el dolor disminuyó.

Cuando le condujeron en la camilla a su habitación, había empezado un dolor diferente, localizado en algún lugar entre las piernas y que irradiaba hacia la espalda. Louis sabía el origen de aquella molestia. Era el lugar de la intervención practicada para reducirle la próstata hipertrofiada. La maldita próstata que le obligaba a levantarse para orinar cuatro o cinco veces cada noche. Había concertado la intervención para el día después de Nochevieja. Esta era tradicionalmente una época de poca actividad en la gigantesca empresa informática del norte de Boston que Louis dirigía.

Cuando el dolor empezaba a dominarlo, otra enfermera le administró una dosis de Demerol en la botella del equipo de infusión intravenosa que llevaba todavía clavado en la mano izquierda. Un frasco de líquido colgaba de un tubo en forma de T que sobresalía de la cabecera de la cama.

El Demerol le sumió de nuevo en un sueño narcotizado. No sabía exactamente cuánto tiempo había transcurrido cuando notó la presencia de alguien a su cabecera. Necesitó todas sus energías para abrir los ojos; sentía que los párpados le pesaban como plomo. En la cabecera de su cama había una enfermera que estaba tocando el tubo de plástico que bajaba de la botella del equipo de infusión. Llevaba en la mano derecha una jeringuilla.

—¿Qué es eso? —murmuró Louis.

Su voz parecía la de un borracho. La enfermera le sonrió.

—Al parecer le han puesto ya muchas —dijo ella.

Louis parpadeó intentando enfocar la mirada en el rostro moreno de la mujer. La imagen de la enfermera se formaba desenfocada en sus ojos drogados, pero ella parecía haber captado perfectamente su estado.

—No necesito más analgésicos —consiguió decir Louis. Con gran esfuerzo se incorporó un poco, apoyándose en un codo.

—No es un analgésico —contestó la enfermera.

—¡Ah! —dijo Louis.

Mientras la enfermera terminaba de poner la inyección, Louis se percató lentamente de que todavía no sabía qué le estaban administrando.

—¿Qué clase de medicamento es? —preguntó Louis.

—Una cura milagrosa —dijo la enfermera, tapando rápidamente la jeringuilla.

Louis rio a pesar suyo. Iba a hacer otra pregunta, pero la enfermera satisfizo su curiosidad.

—Es un antibiótico —dijo. Apretó el hombro de Louis para tranquilizarlo—. Ahora cierre los ojos y descanse.

Louis se derrumbó en la cama. Rio por un instante. Le gustaban las personas que tenían sentido del humor. Repitió lentamente lo que la enfermera le había dicho: «curas milagrosas».

Bueno, no había duda de que los antibióticos eran curas milagrosas. Recordó que según le había dicho el doctor Handlin quizá le administrarían antibióticos como precaución después de la intervención. Y se preguntó vagamente cómo se vivía en un hospital antes del descubrimiento de los antibióticos. Se alegraba de que ya los hubieran inventado.

Cerró los ojos e intentó relajarse como le había aconsejado la enfermera. El dolor persistía, pero ya no le molestaba gracias al narcótico. Los narcóticos también eran medicamentos milagrosos, al igual que los agentes anestésicos. Louis era el primero en admitir que en cuestiones de dolor era un cobarde. No hubiese podido tolerar jamás una operación quirúrgica en las épocas en que no había «curas milagrosas».

Mientras Louis se iba hundiendo en el sueño se preguntó qué tipo de medicamento traería el futuro. Decidió preguntar le al doctor Handlin su opinión al respecto.

4 DE ENERO 14.53 H

Norma Kaylor miraba las gotas que caían en la cámara «millipore» que colgaba debajo de la botella del equipo de infusión. La solución pasaba por un catéter de calibre grande y entraba en su brazo izquierdo. El medicamento que le estaban administrando provocaba en ella sensaciones opuestas. Confiaba en que los poderosos agentes quimioterápicos curarían su cáncer de pecho, el cual, según le habían contado, se había extendido al hígado y los pulmones. Aunque también sabía que los medicamentos eran venenos celulares que podían causar desastres en el cuerpo, además de atacar los tumores. El doctor Clarence le había advertido sobre tantos efectos secundarios terribles que ella había hecho un esfuerzo consciente para dejar de oír su voz. Había oído demasiadas cosas. Firmó el formulario de consentimiento con un sentimiento de apagada indiferencia.

Norma volvió la cabeza y miró por la ventana el cielo intensamente azul de Miami, lleno con las enormes burbujas blancas de los cúmulos. Desde que le habían diagnosticado el cáncer había procurado no preguntarse nunca: ¿por qué precisamente yo? Cuando se tocó por primera vez el bulto, confió en que desaparecería por sí solo, como habían hecho tantos otros en el pasado. Pero cuando hubieron pasado varios meses y en la piel que cubría el bulto se formó repentinamente un hoyuelo, tomó la decisión, a pesar suyo, de acudir a un médico.

Se enteró así de que sus temores estaban justificados: el bulto era maligno. De este modo, había sufrido una mastectomía radical antes de cumplir los treinta y tres años. Los médicos empezaron la quimioterapia cuando todavía no se había recuperado plenamente de la intervención.

Decidió acabar con aquellos pensamientos de lástima y alargó el brazo para coger una novela. En aquel momento se abrió la puerta de su habitación privada. Ella ni siquiera levantó la mirada. El personal del Centro Forbes contra el Cáncer estaba constantemente entrando y saliendo para ajustarle el equipo de infusión e inyectarle los medicamentos. Se había acostumbrado ya a las continuas entradas y salidas, que apenas interrumpían su lectura.

Hasta que no cerraron la puerta de la habitación, no se dio cuenta de que le habían dado un nuevo medicamento. Tuvo un efecto sin precedentes: su cuerpo perdió repentinamente todas sus fuerzas. Incluso el libro que estaba leyendo cayó de sus manos. Pero lo más aterrador era el efecto que tenía en su respiración. Parecía como si algo la estuviera ahogando. Intentó, en su agonía, tomar aire pero cada vez le fue más difícil y pronto quedó totalmente paralizada, a excepción de los ojos.

La imagen de su puerta abriéndose silenciosamente fue la última cosa que vio.