SÁBADO, 6 DE MARZO 7.50 p. m.
—Esta habitación es fabulosa —dijo Janet mientras abría los grandes postigos de madera tropical.
Sean se acercó a ella.
—Parece como si estuviéramos suspendidos sobre la playa —dijo Estaban en la tercera planta. La playa estaba iluminada hasta el borde mismo del agua.
Los dos estaban intentando dejar atrás, de algún modo, la preocupante experiencia de la playa. Al principio Janet había deseado regresar a Miami. Pero Sean la convenció para que se quedara. Le dijo que, con independencia de la posible explicación del episodio, por lo menos era agua pasada, y que habiendo hecho todo el recorrido en coche hasta Naples, por lo menos tenían que disfrutarlo un poco.
—Preparémonos —dijo Sean—. Malcolm Betencourt nos es pera dentro de cuarenta minutos.
Mientras Janet se duchaba, Sean se sentó e intentó comunicar una vez más con Brian. Le frustró encontrarse de nuevo con el contestador automático. Dejó un tercer mensaje y dijo a su hermano que no hiciera caso del anterior número de teléfono. Le dio el número de Edgewater Beach y el número de la habitación, añadiendo que saldría para cenar pero que le llamara más tarde a la hora que fuera. Dijo que los dos debían hablar y que eso tenía una enorme importancia.
Sean llamó luego a casa de los Betencourt para comunicar les que se retrasarían unos minutos. El señor Betencourt le aseguró que no había problema y le agradeció la llamada.
Sean, sentado en el borde de la cama mientras Janet estaba todavía en la ducha, sacó la pistola que había recogido en la playa. Abrió el cilindro y sacudió algo de arena que se había introducido en él. Era una antigua arma especial para detectives, Smith and Wesson, calibre 38. Quedaban cuatro cartuchos. Sean movió con preocupación la cabeza al pensar lo poco que había faltado para que le dieran. También pensó en la ironía de que le hubiese salvado una persona que había despertado sus antipatías desde el primer momento.
Sean cerró de golpe el cilindro del revólver y guardó el arma debajo de su camisa. Había tenido demasiados roces inexplicables con la desgracia en las últimas veinticuatro horas para desaprovechar esta oportunidad de armarse. Intuía que estaba pasando algo raro y como cualquier buen diagnosticador médico estaba intentando relacionar todos los síntomas con una sola enfermedad. Pensó intuitivamente que debía guardar el arma por si acaso. Se estaba estremeciendo todavía en su interior al recordar la sensación de desamparo que había sentido antes de que se disparara la pistola.
Sean fue a ducharse cuando Janet salió de la ducha. Janet estaba quejándose todavía porque no habían denunciado al hombre de la pistola y continuó diciéndolo mientras se maquillaba. Pero Sean se mantuvo inflexible y añadió que, en su opinión, Robert Harris era perfectamente capaz de resolver la situación.
—¿No pareceremos sospechosos si tenemos que explicar más tarde por qué no fuimos a la policía? —insistió Janet.
—Probablemente —aceptó Sean—. Pero este es un problema más que Brian deberá resolver. Dejemos de hablar de esto durante un momento e intentemos disfrutar un poco.
—Otra pregunta —dijo Janet—. Aquel hombre dijo que yo me estaba entrometiendo en algo, ¿a qué podía estar refiriéndose?
Sean levantó las manos exasperado.
—Es evidente que aquel individuo estaba chalado. Probablemente estaba hundido en algún episodio psicótico de paranoia aguda. ¿Cómo puedes imaginarte que yo sepa en qué estaba pensando?
—Bueno, bueno —dijo Janet—. Cálmate. ¿Llamaste de nuevo a Brian?
Sean asintió.
—Ese vago no ha llegado todavía a casa —dijo—. Pero le dejé el número de teléfono de aquí. Probablemente llamará mientras estemos cenando.
Cuando estaban a punto de salir, Sean llamó al empleado del aparcamiento para que le llevara el coche a la entrada. Antes de dejar la habitación, Sean se puso la Smith and Wesson en el bolsillo sin que Janet lo viera.
Durante el trayecto hacia el sur por el Gulf Shore Boulevard, Janet se calmó. Incluso comenzó a hacer de nuevo comentarios sobre lo que veían y a apreciar los árboles en flor.
Observó que no había basuras ni pintadas en las paredes, ni rastro de personas sin hogar. Parecía como si los problemas de las ciudades de los Estados Unidos hubieran quedado muy lejos de Naples, Florida.
Mientras Janet intentaba que Sean mirara un árbol en flor especialmente bonito, se dio cuenta de que Sean invertía un tiempo excesivo en mirar por el retrovisor.
—¿Qué estás buscando? —le preguntó.
—A Robert Harris —dijo Sean.
Janet miró hacia atrás y luego miró a Sean.
—¿Lo has visto? —preguntó alarmada.
Sean movió negativamente la cabeza.
—No —dijo—. No he visto a Harris, pero creo que un coche nos está siguiendo.
—¡Dios mío! —dijo Janet.
Desde luego, aquel fin de semana no era en absoluto lo que ella había imaginado.
De repente Sean hizo un viraje completo en medio de la carretera. Janet tuvo que agarrarse al salpicadero para sostenerse. En un abrir y cerrar de ojos se encontraron yendo hacia el norte y en la dirección de donde venían.
—Es el segundo coche —dijo Sean—. Fíjate bien, a ver si adivinas de qué tipo de coche se trata y si puedes ver al conductor.
Había dos coches que se acercaban a gran velocidad hacia ellos con los faros abriéndose camino en la oscuridad. Cuando el primer coche hubo pasado, Sean aminoró la marcha y luego pasó también el segundo coche.
—Es una limusina —dijo Janet sorprendida.
—Bueno, supongo que tengo paranoia —dijo Sean algo arrepentido—. Desde luego ese no es el tipo de coche que Robert Harris podría estar conduciendo.
Sean dio repentinamente otro viraje completo y se encontraron de nuevo en dirección sur.
—¿Te importaría avisarme un poco antes de repetir una de estas maniobras? —se quejó Janet.
Después volvió a sentarse bien en el asiento.
—Perdona —dijo Sean.
Mientras se dirigían hacia el sur después de haber dejado atrás el casco antiguo de la ciudad, observaron que las casas eran cada vez mayores y más impresionantes. Dentro de Port Royal eran incluso más lujosas y cuando enfilaron el camino de entrada de Malcolm Betencourt, bordeado con antorchas encendidas, quedaron atónitos. Aparcaron en una zona designada «aparcamiento para visitantes», situada por lo menos a treinta metros de la puerta.
—Esto se parece más a un chateau francés trasplantado —dijo Janet—. Es enorme. ¿A qué se dedica este hombre?
—Me dijo que dirige una sociedad de negocios hospitalarios —respondió Sean.
Salió del coche, dio la vuelta t abrió la puerta de Janet.
—No sabía que podía ganarse tanto dinero con la medicina comercial —comentó Janet.
Los Betencourt resultaron unos anfitriones muy amables.
Dieron la bienvenida a Sean y Janet como si fueran viejos amigos. Incluso les riñeron bromeando por haber aparcado en una zona reservada a los del «oficio».
Provistos con copas del mejor champán con unas gotas de casis como complemento iniciaron un gran tour por aquella casa de dos mil metros cuadrados. También se dieron un paseo por los jardines, que contenían dos piscinas, una de las cuales formaba una cascada sobre la otra, y vieron un velero de madera de teca de cuarenta metros amarrado a un muelle de considerables dimensiones.
—Algunas personas dirán que esta casa es quizá algo grande —dijo Malcolm cuando se hubieron sentado—, pero Harriet y yo estamos acostumbrados a disponer de mucho espacio. De hecho, nuestra casa de Connecticut es algo mayor.
—Además, continuamente tenemos invitados —dijo Harriet.
Luego hizo sonar una campanita y apareció un criado con el primer plato. Otro criado les sirvió vino blanco seco.
—¿O sea que estás estudiando en el Forbes? —dijo Malcolm a Sean—. Tienes mucha suerte. Es un lugar excelente. Supongo que has hablado con el doctor Mason.
—Con el doctor Mason y con la doctora Levy —dijo Sean.
—Están consiguiendo resultados maravillosos —dijo Malcolm—. Claro que no hace falta que lo diga. Como ya sabes, yo soy una prueba viva de ello.
—Estoy seguro de que está agradecido —dijo Sean—. Pero…
—Agradecido es poco —le interrumpió Malcolm—. Me han dado una segunda oportunidad de vivir, y les estoy más que agradecido.
—Hemos donado cinco millones de nuestra fundación —dijo Harriet—. Los estadounidenses tenemos que depositar nuestros recursos en las instituciones que consiguen resultados, en lugar de seguir la política de favoritismo del Congreso.
—Harriet tiene ideas muy claras sobre el tema de la investigación —explicó Malcolm.
—Creo que tiene razón —admitió Sean—. Pero, señor Betencourt, yo soy un doctorando de medicina y lo que me interesa es su experiencia como paciente. Me gustaría oírla de su propia boca. ¿Qué concepto se formó del tratamiento que le dieron?
Estoy seguro de que se interesó por él, sobre todo teniendo en cuenta su ocupación.
—¿Te refieres a la calidad del tratamiento o al tratamiento en sí?
—Al tratamiento en sí —dijo Sean.
—Soy un hombre de negocios, no un médico —dijo Malcolm—. Pero me considero un lego informado. Cuando ingresé en el Forbes iniciaron inmediatamente la inmunoterapia con un anticuerpo. El primer día tomaron una biopsia del tumor y luego extrajeron glóbulos blancos de la sangre. Incubaron los glóbulos blancos con el tumor para sensibilizarlos y convertir los en «células matadoras». Finalmente inyectaron en mi torrente sanguíneo mis propios glóbulos blancos sensibilizados.
Tengo entendido que el anticuerpo recubrió las células cancerosas y luego llegaron las células matadoras y se las comieron.
Malcolm se encogió de hombros y miró a Harriet por si deseaba añadir algo.
—Así fue —dijo ella, asintiendo—. Los glóbulos se dirigieron hacia los tumores y los liquidaron.
—Al principio mis síntomas empeoraron algo —dijo Malcolm—. Pero luego conseguí mejorar progresivamente. Seguimos los progresos en el RMN. Los tumores se fundieron sin más, y hoy me siento fenomenal. —Se golpeó el pecho con el puño para hacer hincapié en lo dicho.
—¿Y ahora está siguiendo un tratamiento ambulatorio? —preguntó Sean.
—Así es —dijo Malcolm—. De momento, debo volver allí cada seis meses, pero el doctor Mason está convencido de que estoy curado, por lo tanto espero que alarguen el período a un año. Cada vez que voy allí me administran una dosis de anticuerpo para estar sobre seguro.
—¿Y no tiene más síntomas? —preguntó Sean.
—Nada —dijo Malcolm—. Estoy perfectamente en forma.
Quitaron los primeros platos. Llegó el plato principal junto con un vino tinto suave. Sean se sentía muy tranquilo, a pesar del episodio de la playa. Miró un instante a Janet, que mantenía una conversación aparte con Harriet; resultó que tenían en común amigos de familia. Janet sonrió a Sean cuando vio que la miraba. Era evidente que también ella se lo estaba pasando bien.
Malcolm probó con satisfacción su vino.
—No está mal, para un Napa del 86 —dijo. Dejó la copa en la mesa y miró a Sean—. No solamente no tengo síntomas del tumor cerebral, sino que me siento muy bien. Mejor de lo que me sentí durante años. Desde luego, quizá estoy comparando mi estado con el del año que pasé antes de la inmunoterapia, que fue infernal. No podían haberme pasado más cosas. Primero tuve una operación de rodilla, que no fue muy divertida.
Luego una encefalitis y luego el tumor cerebral. Durante este año me he sentido perfectamente. Ni siquiera me he resfriado.
—¿Tuvo encefalitis? —preguntó Sean con el tenedor suspendido ante la boca.
—Sí —dijo Malcolm—. Fui una rareza médica. Alguien podía haberse doctorado sólo con mi caso. Tuve dolores de cabeza, fiebre y en general no me sentía muy bien y… —Malcolm se inclinó sobre la mesa y se cubrió la boca con la mano—. Cuando hacía pipí me escocía el pito. —Luego miró hacia las mujeres para asegurarse de que no le habían oído.
—¿Cómo supo que era encefalitis? —preguntó Sean.
Depositó el tenedor en el plato sin haberlo tocado.
—Bueno, lo peor fueron los dolores de cabeza —dijo Malcolm—. Visité a mi internista local, quien me envió al Columbia Presbyterian. Allí están acostumbrados a ver las cosas más extrañas, enfermedades de todo tipo, exóticas y tropicales. Me visité con todas aquellas eminencias en enfermedades infecciosas. Fueron ellos quienes supusieron que tenía encefalitis y luego lo demostraron con un método nuevo llamado polimerasa no sé qué.
—Reacción en cadena de la polimerasa —dijo Sean como si hablara en trance—. ¿Qué clase de encefalitis era?
—Dijeron que era una E S L —dijo Malcolm—. Es decir encefalitis de St. Louis. Todos se sorprendieron mucho, porque no era precisamente la estación. Pero yo había hecho un par de viajes. En todo caso la encefalitis no fue muy grave y después de descansar y guardar cama me sentí bien. Luego, dos meses después, ¡pataplam!, mi primer tumor cerebral. Pensé que se había acabado todo. Lo mismo pensaron mis médicos en el norte. Primero pensaron que se había difundido desde otro lugar, el colon o la próstata. Pero cuando vieron que estos órganos estaban perfectamente, decidieron realizar una biopsia. Lo demás, como es lógico, pertenece a la historia.
Malcolm tomó un poco más de comida, la masticó y la tragó. Bebió un poco de vino. Luego miró de nuevo a Sean.
Sean no se había movido. Parecía petrificado. Malcolm se inclinó sobre la mesa y le miró a los ojos.
—¿Cómo te encuentras, muchacho? —preguntó.
Sean parpadeó como si estuviera saliendo de un trance.
—Estoy bien —dijo tartamudeando.
Pidió perdón rápidamente por poner aquella cara y dijo que la historia de Malcolm le había asombrado. Dio muchísimas gracias a Malcolm por haber querido compartir su historia con él.
—El placer fue mío —dijo Malcolm—. Si puedo ayudar a formar a unos cuantos doctorandos como tú, pensaré que estoy devolviendo parte del interés de la deuda que tengo pendiente con la profesión médica. Si no fuera por su mentor, el doctor Mason, y su colega la doctora Levy, yo no estaría aquí hoy en día.
Malcolm dirigió luego su atención a las mujeres y mientras todos, excepto Sean, tomaban la cena, la conversación pasó a Naples y a la decisión que tomaron los Betencourt de construir su casa en el lugar.
—¿Qué os parece si tomamos los postres en la terraza, sobre la piscina? —propuso Harriet cuando hubieron retirado los platos.
—Lo siento, pero tendremos que prescindir de los postres —dijo Sean, abriendo la boca después de haber mantenido un largo silencio—. Janet y yo hemos estado trabajando durísimamente. Lo siento, pero creo que tenemos que volver al hotel antes de que nos durmamos de pie. ¿No es cierto, Janet?
Janet asintió y sonrió sin mucha naturalidad. No era una sonrisa motivada por una alegre aceptación. Era un intento de ocultar su mortificación.
Al cabo de cinco minutos se estaban despidiendo en el gran vestíbulo de los Betencourt mientras Malcolm repetía a Sean que le llamara directamente si quería hacerle más preguntas.
Le dio el teléfono de su línea directa privada. Cuando se cerró la puerta tras de ellos y empezaron a caminar por el amplio camino de entrada, Janet dijo furiosa:
—Fue una manera muy poco educada de finalizar la velada.
Ellos eran muy amables y tú, en cambio, decides irte prácticamente a mitad de la cena.
—La cena había terminado —le recordó Sean—. Harriet estaba hablando de los postres. Además, no podía estar sentado con ellos ni un minuto más. Malcolm me abrió los ojos sobre varias cosas extraordinarias. No sé si estabas escuchando cuando describió su enfermedad.
—Estaba hablando con Harriet —dijo Janet con irritación—. Dijo que tuvo una operación, encefalitis, y luego el tumor cerebral, todo en un período de unos cuantos meses.
—¿Y esto qué sentido tiene para ti? —preguntó Janet.
—Me hizo recordar que tanto Helen Cabot como Louis Martin tenían la misma historia —dijo Sean—. Lo sé porque redacté sus fichas e hice las pruebas físicas.
—¿Crees que estas enfermedades están relacionadas de algún modo? —preguntó Janet.
Su tono se había dulcificado.
—Creo que observé una secuencia y unos episodios semejantes en algunas de las fichas que copiamos —dijo Sean—. No estoy seguro porque no era esto lo que buscaba, pero aunque sólo fueran tres casos, la posibilidad de una coincidencia es muy pequeña.
—¿A qué te refieres? —preguntó Janet.
—No lo sé seguro —dijo Sean—. Pero estoy convencido de que quiero ir a Cayo Hueso. El Centro Forbes tiene allí un laboratorio de diagnóstico separado, donde se envían las biopsias. Este es uno de los trucos favoritos de los hospitales: tener laboratorios casi independientes para sacar los máximos beneficios de los trabajos que deben enviar a un laboratorio de diagnóstico, de este modo se saltan la prohibición de hacer los diagnósticos en casa.
—Tengo el próximo fin de semana libre, sábado y domingo —dijo Janet—. No me importaría visitar Cayo Hueso.
—No quiero esperar —dijo Sean—. Quiero ir ahora mismo.
Creo que hemos encontrado la pista de algo interesante.
También estaba pensando que la policía le estaba buscando y que, si no podía ponerse en contacto con Brian, esperar una semana quizá era un lujo excesivo.
Janet se detuvo de repente y miró su reloj. Eran las diez pasadas.
—¿Hablas de ir esta misma noche? —preguntó con incredulidad.
—Veamos primero si queda muy lejos. Luego podremos decidir.
Janet comenzó a caminar de nuevo y pasó al lado de Sean, quien se había detenido cuando ella lo hizo.
—Sean, cada vez te estás volviendo más incomprensible y más chalado —dijo—. Llamas a la gente en el último momento, ellos te invitan amablemente a cenar, luego los dejas plantados en medio de la cena porque de repente se te ocurre ir a Cayo Hueso. No puedo más. Pero debo decirte algo: Esta señora se niega esta noche a ir a Cayo Hueso. Estoy…
Janet no finalizó su furioso monólogo. Al dar la vuelta al Pontiac, que estaba oculto parcialmente por un gran baniano, chocó prácticamente con un personaje de traje oscuro, camisa blanca y corbata oscura. Su rostro y su pelo estaban sumidos en las tinieblas.
Janet contuvo la respiración. Todavía estaba nerviosa por el episodio de la playa, y encontrarse con otro hombre que salía de las sombras, la asustó terriblemente. Sean iba hacia ella cuando lo detuvo una figura oscura parecida que estaba junto a su lado del coche.
A pesar de la poca luz, Sean comprendió que el hombre que tenía delante era asiático. En un santiamén una tercera persona se había situado detrás de él. Durante un momento nadie habló. Sean giró la cabeza y miró a la casa para estimar el tiempo que tardaría en llegar corriendo a la puerta delantera.
También pensó en lo que haría cuando llegara a la puerta. Por desgracia, dependería mucho de la rapidez con que Malcolm Betencourt pudiera abrir.
—Por favor —dijo el hombre que estaba delante de Sean en perfecto inglés—. El señor Yamaguchi agradecería mucho que usted y su compañera tuvieran unas palabras con él.
Sean miró a cada uno de los tres hombres. Todos ellos tenían un aura de confianza y tranquilidad totales y eso puso nervioso a Sean. Sean podía sentir el peso de la pistola de Tom en el bolsillo de la chaqueta, pero no se atrevió a sacarla. No tenía ninguna experiencia con armas de fuego y era imposible que pudiera disparar contra aquellas personas. Y no le gustaba imaginar lo que podían hacer ellos a cambio.
—Sería lamentable que hubiera problemas —dijo la misma persona—. Por favor, el señor Yamaguchi está esperando en un coche aparcado en la calle.
—Sean —le llamó Janet por encima del coche con una voz temblorosa—. ¿Quiénes son?
—Lo ignoro —respondió Sean. Luego preguntó al hombre que tenía delante—. ¿Puede darme una indicación de quién es el señor Yamaguchi y de por qué tiene tanto interés en hablar con nosotros?
—Por favor —repitió el hombre—. El propio señor Yamaguchi se lo contará. Por favor, el coche está sólo a unos pasos de aquí.
—Bueno, si lo pide con tanta amabilidad —dijo Sean—. Desde luego, claro que quiero saludar al señor Yamaguchi.
Sean se giró y comenzó a dar la vuelta al coche. El hombre que estaba detrás de él le dejó pasar. Sean puso un brazo sobre el hombro de Janet y los dos empezaron a andar hacia la calle.
El japonés más alto, que se había puesto delante de Sean, abrió la marcha. Los otros dos les siguieron en silencio.
La limusina estaba aparcada debajo de una hilera de árboles y era tan oscura que apenas pudieron verla hasta que estuvieron a unos metros. El hombre más alto abrió la puerta trasera y con un gesto pidió a Sean y a Janet que entraran.
—¿No podría salir el señor Yamaguchi? —dijo Sean.
Se preguntó si era la misma limusina que parecía seguirlos cuando iban a casa de los Betencourt. Supuso que sí.
—Por favor —dijo el japonés más alto—. Dentro estarán mucho más cómodos.
Sean hizo un gesto a Janet para que entrara y luego la siguió.
Casi inmediatamente se abrió la otra puerta de atrás, y uno de los japoneses callados se sentó al lado mismo de Janet. Otro hombre siguió inmediatamente a Sean. El más alto entró delante, se puso al volante y arrancó el coche.
—¿Qué pasa ahora, Sean? —preguntó Janet.
Su sorpresa inicial se estaba convirtiendo en alarma.
—¿Señor Yamaguchi? —preguntó Sean.
Enfrente de él podía ver apenas la figura de un hombre sentado en uno de los asientos al lado de una consola con un pequeño televisor.
—Muchas gracias por haber venido —dijo Tanaka haciendo una ligera inclinación. El acento era apenas perceptible—. Le pido disculpas por estos asientos poco cómodos, pero el recorrido será corto.
El coche se puso en marcha de golpe. Janet cogió la mano de Sean.
—Ustedes son muy corteses —dijo Sean—. Y se lo agradezco.
Pero también me gustaría tener idea de lo que está pasando aquí y de hacia a dónde vamos.
—Le han invitado a tomarse unas vacaciones —dijo Tanaka.
Su blanca dentadura brilló en la oscuridad. Cuando pasaron bajo una farola, Sean pudo ver por primera vez el rostro de aquel hombre. Era un rostro tranquilo pero decidido. No había en él signo alguno de emoción.
—Su viaje es por cortesía de Industrias Sushita —continuó diciendo Tanaka—. Puedo asegurarle que le tratarán muy bien.
Las Industrias Sushita no se tomarían tantas molestias si no tuvieran un gran respeto por usted. Lamento que deba hacerse de este modo furtivo y bárbaro, pero tengo mis órdenes.
También lamento que su compañera esté complicada en este asunto, pero sus anfitriones la tratarán con igual respeto. Su presencia en este momento es una ventaja porque estoy seguro que usted no deseará que le suceda nada malo. Por lo tanto, señor Murphy, por favor, no intente nada heroico. Mis colegas son profesionales.
Janet empezó a quejarse, pero Sean le apretó la mano para que callara.
—¿Y adónde vamos? —preguntó Sean.
—A Tokio —dijo Tanaka como si no estuviera respondiendo.
En el interior se hizo un silencio tenso mientras el coche continuó su marcha hacia el nordeste. Sean pasó revista a las opciones que tenía. No tenía muchas. La amenaza de violencia contra Janet era algo a tener en cuenta. Y la pistola en el bolsillo no le tranquilizaba en absoluto.
Tanaka no les había engañado sobre el viaje. En menos de veinte minutos llegaron a la zona de aviación general del aeropuerto de Naples. Era ya muy entrada la noche del sábado y los signos de vida eran mínimos: sólo unas cuantas luces en el edificio principal. Sean intentó pensar en cómo alertar a alguien, pero el espectro de que Janet saliera perjudicada lo con tuvo. Desde luego no deseaba que se lo llevaran por la fuerza al Japón, pero no podía imaginar un medio factible para impedirlo.
La limusina pasó una entrada en la valla de malla metálica y enfiló la pista. Pasó de largo ante la parte trasera del edificio de aviación general y luego se dirigió a un gran reactor privado que estaba claramente preparado para despegar en cualquier momento. Tenía los motores en marcha, las luces contra colisiones y de navegación estaban destellando. Tenía la puerta abierta y la escalera retráctil estaba bajada.
La limusina se detuvo a unos veinte metros del avión.
Pidieron correctamente a Sean y a Janet que salieran del coche y recorrieran la corta distancia que les separaba de los peldaños. Sean y Janet se taparon los oídos con las manos para protegerse del rugido del reactor y se dirigieron de mala gana hacia el avión como les habían ordenado. Sean consideró de nuevo las posibilidades con que contaba. Ninguna parecía prometedora. Miró a los ojos a Janet. Parecía aturdida. Ambos se detuvieron al pie de la escalera.
—Por favor —gritó Tanaka por encima del ruido de los motores, mientras gesticulaba para que Sean y Janet subieran las escaleras.
Sean y Janet se miraron de nuevo. Sean asintió con la cabeza indicando a Janet que subiera y luego la siguió. Tuvieron que agacharse para pasar la entrada, pero una vez dentro pudieron incorporarse. A la izquierda estaba la cabina del piloto con la puerta cerrada.
El interior del avión era sencillo pero elegante, recubierto de caoba de tinte oscuro y cuero bronceado. La alfombra era de color verde oscuro. Los asientos consistían en una serie de butacas reclinables que podían girar para mirar en cualquier dirección y que estaban tapizados. En la parte trasera del avión había una pequeña cocina y la puerta de un lavabo. En un estante de la cocina había una botella abierta de vodka y unas rodajas de limón. Sean y Janet se detuvieron cerca de la puerta sin saber exactamente dónde ir. Una de las butacas cercanas estaba ocupada por un hombre de aspecto europeo vestido con un traje de negocios. Igual que el japonés, tenía un aura de tranquila confianza. Sus rasgos eran angulosos y regulares; tenía el pelo algo rizado. En la mano derecha sostenía una copa. Sean y Janet pudieron oír el tintineo de los cubitos contra el cristal cuando se la llevó a los labios.
Tanaka, que había subido detrás mismo de Sean y Janet, vio al blanco segundos después que ellos. Pareció sobresaltarse.
El japonés más alto chocó contra Tanaka, que se había detenido demasiado repentinamente. El choque hizo brotar de Tanaka una serie rápida de irritados sonidos japoneses.
El japonés más alto comenzó a contestar, pero le interrumpió el blanco.
—Debo advertirles —dijo en inglés— que hablo perfectamente japonés. Mi nombre es Sterling Rombauer.
Dejó la copa en un hueco del brazo de la butaca previsto para este fin. Se incorporó, sacó una tarjeta de visita y la alargó a Tanaka mientras se inclinaba con deferencia.
Tanaka hizo también una reverencia al mismo tiempo que Sterling mientras tomaba la tarjeta y, a pesar de la sorpresa evidente que sentía por la presencia de Sterling, examinó la tarjeta con cuidado y se inclinó de nuevo. Luego habló rápidamente en japonés al compañero que tenía detrás.
—Creo que yo puedo responder mejor a esto —dijo Sterling tranquilamente mientras se sentaba de nuevo y levantaba la copa—. El piloto, el copiloto y los ayudantes de vuelo no están en la cabina, están descansando en el lavabo.
Sterling hizo un gesto por encima del hombro.
Tanaka habló de nuevo irritadamente con su cohorte en japonés.
—Le ruego que me disculpe por interrumpirle de nuevo —dijo Sterling—. Pero lo que usted le está pidiendo a su socio que haga no es muy razonable. Si examina cuidadosamente la situación, comprenderá que no sería muy lógico que estuviera aquí solo. Y desde luego, si usted mira por estribor verá un vehículo ocupado por un cómplice que tiene en este momento en la mano un teléfono portátil programado para comunicarse rápidamente con la policía. En este país, el secuestro es un delito; de hecho, es un crimen.
Tanaka miró de nuevo la tarjeta de visita de Sterling como si le hubiera pasado por alto algo en el primer examen.
—¿Qué desea? —preguntó en inglés.
—Creo que debemos hablar, señor Tanaka Yamaguchi —contestó Sterling. Hizo sonar los cubitos de su bebida y tomó un último trago—. En la actualidad represento los intereses del Centro Forbes contra el Cáncer. Su director no quiere poner en peligro la relación del Centro con Industrias Sushita, pero todo tiene sus límites. El director no quiere que se lleven ustedes al señor Murphy al Japón.
Tanaka calló.
—Señor Murphy —dijo Sterling ignorando de momento a Tanaka—, ¿le importaría que el señor Yamaguchi y yo nos quedáramos unos momentos a solas? Le propongo que usted y su compañera bajen del avión y se reúnan con mi socio en el coche. Espérenme allí, por favor. No tardaré mucho.
Tanaka no intentó dar contraorden a la propuesta de Sterling. Sean no necesitaba que se lo dijeran dos veces. Cogió la mano de Janet, ambos pasaron al lado de Tanaka y su acompañante, bajaron los pocos peldaños de la escalera y corrieron hacia el coche sin luces aparcado perpendicularmente al avión.
Cuando Sean llegó a la altura del Mercedes, pasó a la puerta trasera del lado de los pasajeros y la abrió. Hizo entrar a Janet y luego entró él. Antes de cerrar la puerta, Wayne Edwards les saludó con un cordial «Hola, chicos». Aunque había girado brevemente la cabeza hacia ellos cuando entraron, su atención se centró de nuevo en el avión, que podía ver claramente por el parabrisas.
—No quisiera que me consideraran poco acogedor —continuó diciendo—, pero quizá sería mejor que esperaran en la terminal.
—El señor Rombauer dijo que nos fuéramos con usted —replicó Sean.
—Sí, ya lo sé —dijo Wayne—. Este era el plan. Pero he estado pensando en ello. Si algo falla y el avión comienza a moverse, me voy a tirar contra las ruedas delanteras. Los asientos de detrás no tienen bolsas de aire.
—Entiendo —dijo Sean.
Salió del coche y tendió la mano a Janet. Los dos se dirigieron hacia el edificio de aviación general.
—Todo se pone cada vez más confuso —se quejó Janet—. Vivir contigo es como caminar sobre la cuerda floja. ¿Qué está pasando, Sean Murphy?
—Me gustaría saberlo —dijo Sean—. Quizá creen que sé más de lo que sé.
_ ¿Y qué puede significar esto?
Sean se encogió de hombros.
—Lo único que sé es que nos hemos librado por casualidad de un viaje no deseado al Japón —dijo Sean.
—¿Pero por qué al Japón? —preguntó Janet.
—No estoy muy seguro —dijo Sean—. Pero Hiroshi, el japonés del Forbes, me ha estado espiando desde que me presenté, y un japonés visitó recientemente a mi madre preguntando por mí. La única explicación que puedo imaginar es que me consideran, de algún modo, un riesgo para sus inversiones en el Forbes.
—Todo esto es una locura —dijo Janet—. ¿Quién era el hombre del avión que nos sacó de allí?
—No le había visto nunca —dijo Sean—. Es un elemento más del misterio. Dijo que estaba trabajando para el Forbes.
Al llegar al edificio de aviación general, descubrieron que la puerta estaba cerrada.
—¿Y ahora qué? —preguntó Janet.
—Por favor, tranquilízate —dijo Sean—. No nos vamos a quedar aquí.
Le tomó la mano, rodearon el edificio de hormigón de dos pisos y salieron del campo de aviación por la misma puerta por donde había entrado la limusina. Frente al edificio había un aparcamiento bastante grande. Sean empezó a tentar las puertas de cada uno de los coches.
—Por favor, no me digas nada. Voy a adivinarlo —dijo Janet—. Ahora, para completar la noche, vas a robar un coche.
—Tomarlo prestado es más exacto —dijo Sean.
Encontró un Chevrolet Celebrity con las puertas sin cerrar.
Después de inclinarse y meter la mano debajo del salpicadero, se puso al volante.
—Entra —la llamó—. Va a ser fácil.
Janet dudó, pensando una vez más que la arrastraban a algo que de entrada no quería. La idea de meterse en un coche robado no era muy atractiva, sobre todo después de los problemas que habían tenido.
—¡Entra! —repitió Sean.
Janet abrió la puerta y obedeció.
Sean puso en marcha inmediatamente el coche, con gran consternación de Janet.
—Siempre un profesional —comentó desdeñosamente.
—La práctica lleva a la perfección —dijo Sean.
En el cruce de la entrada del aeropuerto con la carretera del condado, Sean dobló hacia la derecha. Continuaron durante un momento en silencio.
—¿Tengo permiso para preguntar hacia dónde vamos? —preguntó Janet.
—No estoy seguro —dijo Sean—. Me gustaría parar en algún lugar y preguntar por el camino de Cayo Hueso. Lo malo es que esta ciudad es muy tranquila, y sólo son las once de la noche de un sábado.
—¿Por qué no me llevas de nuevo a la casa de los Betencourt? —dijo Janet—. Cogeré mi coche de alquiler y volveré al hotel. Luego tú puedes marcharte a Cayo Hueso si tanto te in teresa.
—No creo que sea una buena idea —dijo Sean—. Los japoneses no se presentaron en casa de los Betencourt por casualidad.
Estaban en la limusina que despertó mis sospechas. Es evidente que nos siguieron desde el Edgewater Beach Hotel, lo que significa que deben de haber estado siguiéndonos desde el Ritz Carlton. Lo más probable es que nos hayan seguido desde el Forbes.
—Pero los otros también nos siguieron —dijo Janet.
—Sin duda cruzó los Everglades una auténtica caravana —continuó Sean—. Pero lo cierto es que no podemos volver ni al coche ni al hotel. Si lo hacemos nos arriesgamos a que continúen persiguiéndonos.
—Y supongo que no podemos ir a la policía —dijo Janet.
—Claro que no —dijo Sean secamente.
—¿Y nuestras cosas? —preguntó Janet.
—Llamaremos desde Miami y que nos las envíen —dijo Sean—. También llamaremos a los Betencourt informándoles sobre el coche. Hertz tendrá que hacerse cargo de él. Eso no es lo importante. Es más importante que ahora ya no nos sigue nadie.
Janet suspiró. Tenía sus dudas. Quería irse a la cama. Pero Sean estaba diciendo cosas razonables en una situación que no lo era. El episodio con el japonés la había asustado, la había asustado casi tanto como el episodio de la playa.
—Aquí hay gente —dijo Sean—. Voy a preguntar.
Delante de ellos vieron una hilera de coches aparcados cerca de un gran cartel luminoso que anunciaba el Oasis, un night club o discoteca. Sean se detuvo a un lado de la carretera. La cola que esperaba al empleado del aparcamiento se alargaba porque había una zona que estaba medio llena de botes con sus remolques. El Oasis compartía el aparcamiento con una marina de tierra firme.
Sean bajó del Celebrity y fue sorteando los coches aparcados hasta llegar a la entrada de la discoteca. Sonidos graves que hacían resonar la columna vertebral emanaban de la puerta abierta. Después de esperar en la tarima del empleado del aparcamiento, Sean acorraló a uno de los empleados y le preguntó por dónde se iba al muelle de la ciudad. El hombre acosado describió rápidamente el camino con grandes gestos.
Unos minutos después Sean estaba de nuevo en el coche.
Repitió a Janet lo que le habían dicho para que le ayudara.
—¿Por qué vamos al muelle? —preguntó Janet—. ¿O te pare ce una pregunta tonta?
—¡Por favor, no te enfades conmigo! —le suplicó Sean.
—¿Con quién puedo enfadarme? —dijo Janet—. Hasta ahora este fin de semana no se parece nada a lo que había imaginado.
—Reserva tu enfado para el chalado de la playa o para aquellos japoneses paranoicos —dijo Sean.
—¿Y qué me dices del muelle? —preguntó Janet de nuevo.
—Cayo Hueso está al sur mismo de Naples —dijo Sean—. Al menos eso es lo que recuerdo del mapa. Los Cayos describen una curva hacia poniente. Si tomamos una barca, probablemente llegaremos allí con más facilidad y también con más rapidez. Incluso podríamos dormir un poco. Además, no tendremos que ir en un coche prestado.
Janet no dijo nada. La idea de pasar toda la noche navegando era el final adecuado de un día tan loco.
Encontraron fácilmente los muelles de la ciudad al fondo de una calle sin salida con una gran asta de bandera a la entrada.
Pero los muelles fueron una decepción para Sean. Había esperado encontrar mucha más actividad, porque le habían dicho que la pesca deportiva era muy popular en la costa oeste de Florida. La única marina estaba cerrada a cal y canto. En un tablón de anuncios había unas cuantas ofertas de botes de alquiler para pescar y poca cosa más. Después de aparcar el coche se pasearon por el embarcadero. Los botes comerciales, de mayores dimensiones, estaban todos a oscuras.
Cuando hubieron regresado al coche, Janet se inclinó sobre la capota.
—¿Alguna idea brillante más, señor Einstein?
Sean estaba pensando. La idea de llegar a Cayo Hueso por mar continuaba atrayéndole. Desde luego era demasiado tarde para alquilar otro coche. Además, cuando llegaran allí estarían agotados. Cerca del muelle había un restaurante-bar llamado muy apropiadamente El Muelle.
Sean señaló hacia él.
—Vamos allá —dijo—. Necesito una cerveza. Y podemos preguntar al camarero si conoce a alguien que alquile botes.
El Muelle era un local rústico y provisional construido con planchas de madera tratadas a presión y provisto de mesas fabricadas con escotillas. No había ventanas, sólo unas aberturas que podían cerrarse con postigos. En lugar de cortinas, había una colección de redes de pescar, boyas y otros aparatos náuticos. Unos cuantos ventiladores giraban lentamente colgados del techo. A lo largo de una pared, había una barra de madera bruñida y oscura en forma de J.
Un pequeño grupo de personas estaba alrededor de la barra mirando un partido de baloncesto en un televisor situado en lo alto de una pared, a un lado de la entrada. No era exactamente como el Old Scully’s de Charlestown, pero Sean pensó que el lugar tenía un aspecto confortable. De hecho empezó a sentir una cierta nostalgia.
Sean y Janet encontraron un lugar en la barra, de espaldas al televisor. Había dos camareros, uno alto, serio y con bigote, y otro fornido con una sonrisita inalterable en el rostro. Ambos iban vestidos de un modo informal, con camisetas de manga corta con dibujos y shorts oscuros. Llevaban anudados alrededor de la cintura delantales cortos.
El camarero más alto llegó inmediatamente y depositó dos posavasos circulares de cartón delante de Sean y de Janet con un movimiento ágil de muñeca.
—¿Qué tomarán? —preguntó.
—Veo que tienen fritada de conchas —dijo Sean mientras leía un gran menú pegado a la pared.
—Desde luego —dijo el camarero.
—Tráiganos una ración —dijo Sean—. Y yo quiero cerveza de barril ligera. —Sean miró a Janet.
—Lo mismo —dijo ella.
Pronto les pusieron unas jarras escarchadas de cerveza, y Sean y Janet tuvieron sólo un momento para comentar lo tranquilo que era el lugar antes de que llegara la fritada de conchas.
—¡Caramba! —comentó Sean—. ¡Qué rápido!
—La buena comida necesita su tiempo —dijo el camarero.
A pesar de todo lo que habían vivido aquella noche, tanto Sean como Janet soltaron una carcajada. El camarero, como cualquier buen comediante, ni siquiera sonrió.
Sean aprovechó el momento para preguntar sobre botes.
—¿Qué clase de bote le interesa? —preguntó el camarero.
Sean se encogió de hombros.
—No sé mucho sobre botes —admitió—. Queremos llegar esta noche a Cayo Hueso. ¿Cuánto tiempo necesitaríamos?
—Eso depende —dijo el camarero—. En línea recta son noventa millas. Con un bote de buen tamaño, se puede llegar allí en tres o cuatro horas.
—¿Tiene idea de si podremos encontrar a alguien que nos lleve? —preguntó Sean.
—Le costará dinero —dijo el camarero.
—¿Cuánto?
—Quinientos, seiscientos —dijo el camarero encogiéndose de hombros.
—¿Aceptan tarjetas de crédito? —preguntó Sean.
Janet empezó a quejarse, pero Sean le apretó la pierna por debajo de la barra.
—Te pagaré —susurró.
El camarero se fue a un rincón donde había un teléfono.
Sterling marcó EL número privado de Randolph Mason con un placer malicioso. Aunque le pagaban bien, no le gustaba estar trabajando a las dos de la madrugada. Pensó que también el doctor Mason se molestaría.
La voz del doctor Mason sonó débil y cargada de sueño, pero pareció encantado de oír a Sterling.
—He resuelto el enigma Tanaka-Sushita —anunció Sterling—. Incluso hemos recibido confirmación por fax desde Tokio. No van a secuestrar al señor Murphy. Puede quedarse en el Centro Forbes contra el Cáncer con la condición de que usted garantice personalmente que no entrará en contacto con secretos patentables.
—No puedo garantizar esto —dijo el doctor Mason—. Es demasiado tarde.
Sterling quedó demasiado sorprendido para decir nada.
—Han pasado más cosas —explicó el doctor Mason—. El hermano de Sean Murphy, Brian Murphy, se ha presentado en Miami preocupado por Sean. Al no poder localizarle, se puso en contacto conmigo. Me informó de que la policía de Miami está buscando a Sean por un escalo en una funeraria y robo no autorizado del cerebro de un cadáver.
—¿Tiene alguna relación este cerebro con el Centro Forbes contra el Cáncer? —preguntó Sterling.
—Mucha —dijo el doctor Mason—. La fallecida era paciente del Forbes. Era una de nuestras pacientes de meduloblastoma, y podría añadir que es la única fallecida en los últimos años. El problema es que nuestro protocolo de tratamiento todavía no está protegido con una patente.
—¿Significa esto que Sean Murphy podría estar en posesión de secretos patentables al tener este cerebro a su disposición?
—Exactamente —dijo el doctor Mason—. Como siempre, das en el clavo. He dado instrucciones ya a los agentes de seguridad del Forbes para que no dejen entrar al señor Murphy en nuestros laboratorios. Lo que ahora me interesa es que consigas entregarlo a la policía.
—Esto podría ser difícil —dijo Sterling—. El señor Murphy y la señorita Reardon han desaparecido. Te estoy llamando desde su hotel. Han dejado aquí sus pertenencias, pero no creo que tengan previsto regresar. Son más de las dos de la madrugada. Temo que no valoré lo suficiente su capacidad de residencia. Pensé que, después de rescatarlos del planeado secuestro, su situación de alivio les habría vuelto más pasivos. Ha sido precisamente lo contrario. Me imagino que se apoderaron de un automóvil y se fueron en él.
—Quiero que los encuentres —dijo el doctor Mason.
—Te agradezco la confianza que demuestras en mis capacidades —dijo Sterling—. Pero el carácter de la misión está cambiando. Creo que te interesaría contratar a un investigador privado normal, que cobrará unos emolumentos bastante inferiores a los míos.
—Quiero que continúes con ese trabajo —dijo el doctor Mason. Su voz tenía un tono de desesperación—. Quiero que Sean Murphy sea entregado a la policía lo más pronto posible.
De hecho, sabiendo lo que sé ahora, desearía que hubieses dejado que se lo llevaran los japoneses. Te pagaré lo acordado más una mitad. Pero hazlo.
—Eres muy generoso —dijo Sterling—. Pero, Randolph…
—Multiplica por dos el tiempo —dijo el doctor Mason—. Si busco a otra persona para que se ocupe de esto, el retraso sería excesivo. Quiero que Sean Murphy esté en manos de la policía ahora mismo.
—Muy bien —dijo Sterling de mala gana—. Continuaré con la misión. Pero debo advertirte que si la señorita Reardon no utiliza su tarjeta de crédito, no tengo medios de localizarle hasta que se presente de nuevo en Miami.
—¿La tarjeta de ella? —preguntó el doctor Mason.
—Así pagaron las facturas del hotel —dijo Sterling.
—No me has fallado nunca —dijo el doctor Mason.
—Haré lo que pueda —le prometió Sterling.
Cuando Sterling hubo colgado, dijo a Wayne que debía hacer otra llamada. Estaban en el vestíbulo del Edgewater Beach Hotel. Wayne estaba sentado cómodamente en un sofá con una revista en el regazo.
Sterling marcó el número de uno de sus muchos contactos bancarios en Boston. Cuando comprobó que su hombre se había despertado lo bastante para pensar con coherencia, Sterling le entregó los datos que había conseguido de Janet Reardon, incluido el hecho de que aquella noche había utilizado su tarjeta Visa en dos hoteles. Sterling le pidió que le llamara al número de su teléfono portátil si la tarjeta se utilizaba de nuevo.
Sterling se sentó junto a Wayne y le informó que continuaban con la misión, pero que el objetivo había cambiado. Le contó lo que había explicado el doctor Mason y que su misión consistía ahora en entregar a Murphy a la policía. Sterling preguntó a Wayne si tenía alguna sugerencia que hacer.
—Sólo una —dijo Wayne—. Pidamos un par de habitaciones y cerremos un poco los ojos.
Janet sentía que el estómago le daba tumbos. Era como si el bistec a la pimienta verde que había cenado en casa de los Betencourt hubiese invertido su avance por el conducto digestivo. Estaba echada sobre una litera en la proa de un bote de catorce metros que les llevaba a Cayo Hueso. Sean estaba profundamente dormido en la litera que había al otro lado de la estrecha cabina. En la penumbra su rostro parecía muy tranquilo. Janet se puso furiosa al ver que su compañero podía estar tan tranquilo en tales circunstancias. Aquello multiplicaba todavía más su malestar.
A pesar de la calma aparente que el Golfo había presentado durante el paseo que dieron al anochecer, ahora parecía tan violento como un océano desencadenado. Estaban viajando en dirección sur y las olas golpeaban el bote a cuarenta y cinco grados. El bote se movía alternadamente, saltando hacia la derecha de modo que era imposible no marearse, para caer luego y chocar con un estremecimiento a la izquierda. A todo eso, el rugido constante y profundo de los motores diésel no cesaba.
No habían podido zarpar hasta las dos cuarenta y cinco de la madrugada. Al principio habían avanzado en aguas tranquilas entre centenares de islas cubiertas de mangles y visibles a la luz de la luna. Janet, que estaba muy agotada, se había ido a dormir, pero la despertó el repentino golpeteo del bote contra las olas y el aullido del viento que se había desencadenado repentinamente. No se había enterado de que Sean había bajado a la cabina, sin embargo cuando se despertó lo tenía al otro lado, durmiendo tranquilamente.
Janet pasó los pies por el borde de la litera y se sujetó mientras el bote caía pesadamente en el seno de otra ola. Se sostuvo con ambas manos y empezó a caminar hacia la popa y a subir al salón principal. Sabía que si no le daba un poco de aire se marearía. Bajo cubierta el ligero olor del diésel estaba agravando su creciente náusea.
Janet, como si en ello le fuera la vida, consiguió llegar a la popa del bote carenante, donde había dos butacas giratorias montadas en la cubierta para practicar la pesca oceánica. Janet temió que estas butacas estuvieran demasiado expuestas y se echo sobre unos cojines que cubrían un banco al lado de babor.
El lado de estribor estaba empapado de salpicaduras.
El viento y el aire fresco curaron milagrosamente el estómago de Janet, pero tampoco podía descansar, porque tenía que estar literalmente agarrada. Janet, dominada por el rugido de los motores y a merced de los golpes amplificados del mar por haberse situado en la popa, no podía entender qué encontraba la gente en los cruceros a motor. Delante de ella y en lo alto, bajo un dosel, estaba sentado Doug Gardner, la persona que había aceptado perder una noche de sueño para trasladarlos a Cayo Hueso, cobrando. Su silueta se recortaba sobre un conjunto iluminado de cuadrantes e indicadores. No tenía mucho que hacer puesto que había dejado el bote con el piloto automático.
Janet miró el dosel de estrellas y recordó que cuando era adolescente solía hacer lo mismo en las noches de verano. Se tumbaba a pensar en su futuro. Ahora lo estaba viviendo, pero de algo estaba segura: no era exactamente como lo había imaginado.
Quizá su madre tenía razón, pensó Janet de mala gana.
Quizá había sido una tontería bajar a Florida e intentar hablar con Sean. Janet sonrió con cierta tristeza. La única conversación que había conseguido mantener hasta el momento era lo poco que se habían dicho en la playa aquella noche, cuando Sean se había limitado a repetir sus propias expresiones de amor. No había sido muy satisfactorio.
Janet había llegado a Florida con la esperanza de asumir el control de su vida, pero cuanto más tiempo pasaba junto a Sean, menos control le parecía tener.
Sterling experimentó una sensación mayor de satisfacción al llamar al doctor Mason a las tres y media de la madrugada que cuando lo hizo a las dos. El médico necesitó cuatro toques para responder. El mismo Sterling acababa de despertarse al recibir una llamada de su contacto bancario en Boston.
—Conozco ya hacia dónde se dirige la escandalosa pareja —dijo Sterling—. Por suerte la señorita utilizó de nuevo su tarjeta de crédito por un importe bastante considerable. Pagó quinientos cincuenta dólares para que les trasladaran de Naples a Cayo Hueso.
—No son buenas noticias precisamente —dijo el doctor Mason.
—Pensé que te gustaría saber que estamos informados sobre su lugar de destino —dijo Sterling—. Creo que hemos tenido bastante buena suerte.
—El Forbes tiene unos laboratorios en Cayo Hueso —dijo el doctor Mason—. Se llaman Basic Diagnostics. Supongo que es allí adonde se dirige el señor Murphy.
—¿Por qué imaginas que quiere ir? —preguntó Sterling.
—Enviamos allí bastantes trabajos de laboratorio —dijo el doctor Mason—. Resulta económico con los actuales sistemas de pagos a terceros.
—¿Por qué te preocupa que el señor Murphy visite la instalación?
—Las biopsias de meduloblastomas se envían allí —dijo el doctor Mason—. No quiero que el señor Murphy se ponga en contacto con las técnicas que utilizamos para sensibilizar los linfocitos T de los pacientes.
¿Basic Diagnostics?
—¿Y el señor Murphy podría deducir estas técnicas con una única visita? —preguntó Sterling.
—Está muy enterado en cuestiones de biotecnología —dijo el doctor Mason—. No puedo correr este riesgo. Ve inmediatamente allí e impide que entre en este laboratorio. Haz que se entregue a la policía.
—Doctor Mason, son las tres y media de la madrugada —le recordó Sterling.
—Alquila un avión —dijo el doctor Mason—. Nosotros pagamos los gastos. El nombre del director es Kurt Wanamaker.
Voy a llamarle en cuanto cuelgue y le diré que te espere.
Cuando Sterling tuvo el número de teléfono del señor Wanamaker colgó. A pesar de todo el dinero que le estaban pagando, no le gustaba la idea de salir corriendo para Cayo Hueso en medio de la noche. Pensó que el doctor Mason estaba exagerando. Al fin y al cabo era domingo y era muy probable que ni siquiera estuviera abierto el laboratorio.
Sin embargo, Sterling saltó de la cama y se metió en el baño.