8

SÁBADO, 6 DE MARZO 3.20 p. m.

Hacia las tres y veinte de la tarde, Janet se estaba quedando dormida mientras se comunicaban los últimos pormenores del parte. Cuando Sean la despertó aquella mañana se sintió agota da, pero después de una ducha y del café, se había recuperado bastante. Había necesitado más café por la mañana y luego había vuelto a tomar café a primera hora de la tarde. Se había sentido bien hasta que se sentó para redactar su parte. Cuando se quedaba quieta, la fatiga la dominaba y, para turbación suya, dio unas cuantas cabezadas sobre la mesa. Marjorie tuvo que darle un codazo en las costillas.

—Veo que estás en estado de duermevela —dijo Marjorie.

Janet se limitó a sonreír. Aunque hubiese podido contarle a Marjorie todo lo que había hecho en la tarde y la noche anteriores, dudaba que Marjorie la hubiese creído. De hecho, ni ella misma se lo creía.

Cuando hubieron acabado el parte, Janet recogió sus cosas y pasó por el puente al edificio de investigación. Sean estaba sentado en el vestíbulo leyendo una revista. Cuando la vio, le sonrió. Janet se alegró al observar que su humor había mejorado desde su encuentro en la cafetería.

—¿Estás lista para la excursión? —dijo Sean poniéndose en pie.

—Estoy lista —dijo Janet—, aunque me gustaría quitarme el uniforme y ducharme.

—Quitarte el uniforme será fácil —dijo Sean—. Hay un lavabo para señoras aquí mismo en el vestíbulo, donde puedes cambiarte. La ducha tendrá que esperar. Pero vale la pena sacrificarse para evitar los atascos. Nuestra ruta pasa al lado mismo del aeropuerto y estoy seguro de que por las tardes hay mucho tráfico.

—Lo de la ducha era broma —dijo Janet—. Pero voy a cambiarme.

—Aprovecha mi hospitalidad, entonces —dijo Sean mientras señalaba la puerta del baño para mujeres.

Tom Widdicomb había metido la mano en el bolsillo de sus pantalones agarrando el revólver, la típica arma del sábado por la noche, con empuñadura de madreperla. Estaba a un lado de la entrada del hospital esperando a que Janet Reardon saliera del edificio. Pensaba que quizá podría disparar contra ella cuando se metiera en su coche. Se veía en la imaginación acercársele por detrás exactamente cuando se sentara al volante. Le dispararía un tiro en el cogote y continuaría andando.

La detonación seguramente ni se notaría entre el desorden y la confusión de las personas, los coches y el ruido de los motores arrancando.

El problema era que Janet no había aparecido. Tom había visto otros rostros conocidos, entre ellos enfermeras de la cuarta planta, por lo tanto no era probable que se hubiera retrasado con el parte.

Tom miró el reloj. Eran las tres y treinta y siete y el éxodo masivo del turno de día se había reducido ya a unas pocas personas. La mayoría se había ido ya y Tom empezó a sentirse perdido y frenético. Tenía que encontrarla como fuera; él antes había procurado comprobar que Janet trabajaba, pero ¿dónde estaba ahora?

Tom se enderezó después de haber estado apoyado en la pared, dio la vuelta al edificio del hospital y se encaminó hacia el de investigación. Desde allí podía ver el puente que unía las dos estructuras. Se preguntó si la enfermera había cruzado el puente y había salido por la puerta del edificio de investigación. Estaba a medio camino entre los dos edificios, cuando se detuvo al ver una larga limusina negra. Supuso que en la sección ambulatoria estaban tratando a alguna celebridad. Ya había sucedido en otras ocasiones.

Tom exploró el aparcamiento describiendo un gran arco e intentó nerviosamente pensar en lo que debía hacer ahora.

Debería averiguar qué coche llevaba Janet, para saber si se había escabullido o no. En caso afirmativo, todo se complicaba mucho. Sabía que al día siguiente Janet libraba y si no lograba descubrir dónde vivía; le resultaría inaccesible durante el resto del fin de semana. Y eso no le gustaba en absoluto. La idea de regresar a una casa silenciosa, sin tener ninguna información precisa, le desagradaba mucho. Alice no le había hablado en toda la noche.

Tom estaba pensando qué haría cuando vio el 4×4 negro que había seguido el día antes. Empezó a caminar hacia él para observarlo más de cerca cuando de repente vio a la enfermera.

Acababa de salir del edificio de investigación.

Tom tuvo una sensación de alivio al verla, pero le inquietaba comprobar que no iba sola. La acompañaba el mismo hombre que estaba con ella la tarde anterior. Tom les observó mientras se acercaban al 4×4. Ella llevaba una bolsa de viaje.

Tom se disponía a regresar corriendo a su coche, cuando vio que no se metían en el Isuzu. Lo único que hicieron fue sacar otra maleta y una bolsa para trajes.

Tom comprendió que disparar contra Janet en el aparcamiento era totalmente absurdo, porque el turno de día ya se había ido. Además, iba acompañada y tendría que matar a los dos para no dejar testigos.

Tom se dirigió hacia su coche sin perder de vista a la pareja.

Cuando llegó a su Escort, Janet y Sean estaban ya al lado de un Pontiac rojo alquilado. Tom entró en su coche y lo puso en marcha mientras observaba que metían el equipaje en el maletero del Pontiac.

Robert Harris había estado vigilando todos los movimientos que había hecho Tom Widdicomb. Había visto a Sean y a Janet antes de que los viera Tom, y cuando Tom no hizo nada se sintió algo decepcionado pensando que toda su frágil construcción teórica estaba equivocada. Pero luego Tom había descubierto a la pareja y había regresado a su Escort. Al verlo, Harris puso en marcha su coche y salió del aparcamiento esperando que Tom siguiera a Janet y confiando en que así fuera. En la esquina de la calle 12 aparcó a un lado de la carretera. Si no se equivocaba, Tom saldría pronto y las sospechas de Harris quedarían confirmadas.

En aquel momento, Sean y Janet salieron del aparcamiento y se dirigieron hacia el norte para cruzar el río Miami. Luego, tal como había esperado Harris, apareció Tom y tomó la misma dirección. Sólo una limusina negra separaba a Tom de su posible presa.

«Esto cada vez es más interesante», se dijo Harris mientras ponía en marcha el coche para seguirlos. Detrás de él se oyó el clamor de una bocina y Harris pisó a fondo los frenos. Un gran Mercedes verde le pasó rozando.

—¡Maldito! —masculló Harris.

No quería perder de vista a Tom Widdicomb y tuvo que apretar a fondo el acelerador para alcanzarlo. Estaba decidido a seguir a aquel hombre para ver si hacía algún gesto de amenaza claro contra Janet Reardon. En tal caso, Harris lo arrestaría.

Harris estaba contento hasta que Tom dobló hacia el oeste en lugar de entrar en la autopista 836 Este-Oeste. Cuando pasaron delante del aeropuerto internacional de Miami y luego entraron en la autopista de Florida en dirección al sur, Harris comprendió que el viaje iba a ser mucho más largo de lo que había imaginado.

—Esto no me gusta —dijo Sterling cuando salieron de la autopista de Florida y entraron en la carretera 41—. ¿Qué está haciendo esta gente? Lo mejor hubiera sido volver a casa o que se mezclase con la multitud.

—Si doblan hacia el oeste en el próximo cruce está claro que se dirigen hacia los Everglades —dijo Wayne, que iba conduciendo—. O bien hacen esto o quieren cruzar todo Florida. La carretera 41 atraviesa los Everglades desde Miami hasta la Costa del Golfo.

—¿Qué hay en la Costa del Golfo? —preguntó Sterling.

—Según mi libro, no hay mucho —dijo Wayne—. Buenas playas y buen clima. Pero nada extraordinario. Naples es la primera ciudad auténtica. También hay un par de islas como Marco y Sanibel. En general es una región llena de condominios con muchos jubilados. Muy discretos, pero de un nivel alto. Un condominio puede costar millones en Naples.

—Parece que giran hacia el oeste —dijo Sterling con la vista clavada en la limusina que les precedía. Estaban siguiendo a Tanaka, no a Sean, suponiendo que Tanaka no perdería de vista a Sean.

—¿Qué hay entre aquí y Naples? —preguntó Sterling.

—No hay mucho —dijo Wayne—. Sólo caimanes, juncias y pantanos de cipreses.

—Me estoy poniendo muy nervioso —dijo Sterling—. Están haciendo exactamente lo que Tanaka desea. Esperemos que no se detengan en alguna zona de descanso aislada.

Sterling echó un vistazo a la derecha y se dio cuenta de algo que antes había visto sin percatarse. Al lado de ellos, en un sedán azul, vio un rostro conocido. Era Robert Harris, el jefe de seguridad del Forbes. Le habían presentado a aquella persona el día anterior.

Sterling señaló Harris a Wayne y le contó quien era.

—Esto lo complica mucho —dijo—. ¿Por qué el señor Harris está siguiendo a Sean Murphy? Lo más probable es que su presencia haga esta situación mucho más difícil de lo necesario.

—¿Estará enterado de la existencia de Tanaka? —preguntó Wayne.

—Me imagino que no —dijo Sterling—. No creo que el doctor Mason sea tan tonto.

—Quizá se ha enamorado de la chica —dijo Wayne—. Quizá está siguiendo a Reardon y no a Murphy.

Sterling suspiró.

—Me desconcierta lo rápidamente que puede echarse a perder una operación. Hace un minuto confiaba en que podríamos controlar el curso de los acontecimientos porque teníamos la ventaja de la información. Por desgracia, ya no es así. Estoy empezando a tener la desagradable sensación de que el azar se convertirá en un factor importante. De pronto han surgido demasiadas variables.

Brian no había facturado ninguna maleta. Se había llevado simplemente una bolsa y su portafolio. Cuando bajó del avión, pasó directamente por el mostrador de Hertz. Después de un corto trayecto en la lanzadera de Hertz, encontró su coche de alquiler en el aparcamiento. Un Lincoln Town Car de color crema.

Brian, provisto con un buen plano de las calles de Miami, tomó primero la dirección sur hacia la residencia Forbes.

Había llamado varias veces al número de Sean desde el aeropuerto en Boston, pero nadie había contestado. Preocupado por ello, había llamado a Kevin desde el avión, pero Kevin le aseguró que la policía no había localizado todavía a Sean.

En la residencia Forbes, Brian llamó a la puerta de Sean sin obtener respuesta. Con la esperanza de que Sean regresara pronto, dejó una nota informándole que había llegado y que se alojaría en el Colonnade Hotel. Brian apuntó el número de teléfono del hotel. Cuando estaba deslizando la nota por debajo de la puerta de Sean, se abrió la puerta del otro lado del pasillo.

—¿Está buscando a Sean Murphy? —le preguntó un joven descamisado en tejanos.

—Sí —dijo Brian.

Entonces se presentó como hermano de Sean.

Gary Engels se presentó también.

—Sean estuvo aquí hacia las dos y media de la tarde. Le conté que la policía había pasado preguntando por él. O sea que no se quedó mucho rato.

—¿Dijo adónde iba? —preguntó Brian.

—No —dijo Gary—. Pero cuando se fue se llevó una maleta y una bolsa de trajes.

Brian dio las gracias a Gary y volvió a su coche de alquiler.

La noticia de que Sean se había ido con equipaje no era muy prometedora. Brian confió en que su hermano no fuera tan tonto como para poner pies en polvorosa. Por desgracia, con Sean todo era posible.

Brian se dirigió al Centro Forbes contra el Cáncer. La centralita de teléfonos estaba cerrada pero pensó que el edificio estaría abierto y así fue. Entró en el vestíbulo.

—Desearía encontrar a Sean Murphy —dijo al guardia—. Me llamo Brian Murphy, soy el hermano de Sean, de Boston.

—No está aquí —dijo el guardia con un marcado acento hispano. Consultó la libreta que tenía delante—. Salió a las dos y veinte. Regresó a las tres y cinco, pero se fue de nuevo a las tres cincuenta.

—¿Sabe si de alguna manera puedo hablar con él? —pregunto Brian.

El guardia consultó otra libreta.

—Se aloja en la residencia Forbes. ¿Desea la dirección?

Brian dijo al guardia que ya la tenía y le dio las gracias. Salió al exterior y se metió en el coche sin saber qué hacer. Pensó que no había sido muy lógico acudir a Miami sin haber hablado primero con Sean y se preguntó dónde podía estar su hermano.

Decidió volver al hotel. Puso el coche en marcha y tuvo que dar media vuelta para salir del aparcamiento. Mientras giraba localizó un Isuzu negro que se parecía sospechosamente al de Sean. Se acercó al coche y vio que las placas eran de Massachusetts. Brian puso la palanca del cambio automático en «estacionados» y salió para echar un vistazo al 4×4. Desde luego, era el de Sean. El interior estaba lleno de envoltorios de bocadillos y vasos vacíos de porexpán.

Era extraño que Sean hubiera dejado su coche aparcado en el hospital. Brian volvió al edificio, habló al guardia del coche aparcado y preguntó si podía hacerse cargo de él. El guardia se limitó a encogerse de hombros.

—¿Podría ponerme en contacto de algún modo con el director del centro antes del lunes? —preguntó Brian.

El guardia movió negativamente la cabeza.

—Me gustaría dejar mi nombre y el número de teléfono del hotel —dijo Brian—. ¿Podría usted llamar a su supervisor y pedirle que entregue el número al director del centro?

El guardia asintió con cara amable e incluso sacó un bolígrafo y un papel para que Brian escribiera. Brian redactó rápidamente la nota y la entregó luego al guardia junto con un billete de cinco dólares. La cara del guardia se iluminó con una gran sonrisa.

Brian volvió a su coche, se fue al hotel y pidió una habitación. Una vez en ella, lo primero que hizo fue llamar a Kevin para darle su número. Kevin volvió a asegurarle que no se había producido el arresto.

Brian llamó luego a Anne para tranquilizarla, comunicándole que había llegado bien a Miami. Le comunicó que todavía no había hablado con Sean pero que esperaba hacerlo pronto.

Le dio su número del hotel antes de colgar.

Después de hablar con su madre, Brian se quitó los zapatos y abrió la maleta. Si tenía que quedarse encallado en una habitación de hotel, por lo menos trabajaría un poco.

—Esto ya se parece más a lo que yo esperaba encontrar en el sur de Florida —dijo Sean.

Habían dejado finalmente la civilización atrás. La autopista de cuatro carriles, bordeada continuamente por centros comerciales y condominios, se había convertido en una carretera de dos carriles que cortaba los Everglades.

—¡Qué paisaje tan bonito! —dijo Janet—. Parece casi prehistórico. No me extrañaría que de uno de estos estanques se levantara de pronto un brontosauro —añadió, echándose a reír.

Estaban pasando por entre océanos de juncias entreveradas con montecillos de pinos, palmeras y cipreses. En todas partes había aves exóticas. Algunas eran blancas como fantasmas, otras de color azul iridiscente. En la distancia se acumulaban enormes nubes cumuliformes que parecían más blancas que nunca sobre el intenso azul del cielo.

El viaje estaba calmando mucho a Janet. Le encantaba haber podido dejar Miami y a los pacientes. Sean conducía y ella se había quitado los zapatos y había plantado los pies descalzos sobre el salpicadero. Iba vestida con sus tejanos más cómodos y una camisa sencilla de algodón blanco. En el trabajo llevaba el pelo recogido, pero cuando salieron del aparcamiento del Forbes se lo había soltado. Los cristales de las ventanas estaban bajados y el viento hacía ondular su cabellera.

El único problema era el sol. La dirección era exactamente hacia el oeste y la luz del sol entraba brillante por el parabrisas sin perdonar nada. Tanto Sean como Janet llevaban puestas sus gafas de sol y habían bajado las viseras del coche para proteger se de los rayos directos del sol.

—Creo que empiezo a comprender el atractivo de Florida —dijo Janet, a pesar del sol.

—Ahora los inviernos en Boston parecen todavía más duros —dijo Sean.

—¿Por qué no hemos ido en tu Isuzu? —preguntó Janet.

—Tengo un pequeño problema con el coche —dijo Sean.

—¿Qué clase de problema? —preguntó Janet.

—La policía quiere hablar con su propietario.

Janet quitó los pies del salpicadero.

—Creo que no me gusta lo que estoy oyendo —dijo—. ¿Qué pasa con la policía?

—La policía se presentó en la residencia Forbes —dijo Sean—. Gary Engels habló con ellos. Creo que alguien anotó el número de mi matrícula cuando se disparó la alarma en la funeraria.

—¡Dios mío! —exclamó Janet—. Entonces la policía nos está buscando.

—Cuidado —dijo Sean—. Me están buscando a mí.

—¿Y qué? —dijo Janet—. Si alguien vio las placas de la matrícula también nos vio a los dos.

Janet cerró los ojos. Esta era precisamente la pesadilla que más temía.

—Lo único que tienen es un número —dijo Sean—. Con esto no se demuestra nada.

—Pero pueden sacar las huellas dactilares —dijo Janet.

Sean la miró un momento con un moderado desdén.

—Más seriedad, por favor —dijo—. No te imagines que van a enviar un equipo de investigadores especialistas y espolvorear el lugar sólo porque hay una ventana rota y a un cadáver le falta el cerebro.

—¿Cómo lo sabes? —replicó Janet—. No eres un especialista en cuestiones jurídicas. Creo que deberíamos entregarnos a la policía y explicarlo todo.

Sean soltó una risa desdeñosa.

—¡Por favor! No nos vamos a entregar. No seas ridícula.

Recuerda que me están buscando a mí. Quieren hablar conmigo. Si sucede lo peor yo cargo con todo. Pero no creas que va a llegar a tanto. Hice una llamada a Brian. El conoce a gente en Miami y va a arreglarlo todo.

—¿Hablaste con Brian? —preguntó Janet.

—No, todavía no —admitió Sean—. Pero le dejé un mensaje en el contestador. Cuando lleguemos al hotel llamaré de nuevo y dejaré el número del hotel si todavía no está en casa. Por cierto, ¿trajiste tu tarjeta de crédito?

—Claro que la traje —dijo Janet.

—Demos gracias al cielo por tu fondo fiduciario —dijo Sean. Alargó el brazo y dio una suave palmadita a la rodilla de Janet—. Reservé habitación en el Ritz Carlton porque el Quality Inn estaba completo.

Janet miró por su ventanilla preguntándose qué estaba haciendo con su vida. No le importaba lo de la tarjeta de crédito. Pagar de vez en cuando la factura no era malo. Sean era una persona generosa con su dinero cuando lo tenía. Y a ella le sobraba. Lo que le preocupaba era que la policía quisiera arrestarlos. Sean se portaba como un caballero asumiendo toda la culpa, pero Janet sabía que ella no podía aceptarlo suponiendo que le creyeran, lo que probablemente no iba a suceder. Quien vio la matrícula también la vio a ella.

Al parecer enamorarse de Sean sólo le había causado problemas, primero emocionales, y ahora posiblemente profesionales. No estaba segura de cómo iba a reaccionar el Centro Forbes cuando supiera que tenía entre su personal a una enfermera acusada Dios sabe de qué en relación con un escalo en una funeraria. No había muchos jefes de personal que pudiesen considerar este tipo de antecedentes como una recomendación.

Janet estaba a punto de sufrir un ataque de nervios, pero a su lado estaba Sean tan tranquilo y gallito como siempre. Incluso parecía disfrutar con la historia. Janet no podía entender que Sean estuviera tan frío y sosegado sabiendo que la policía de Miami lo estaba buscando. Se preguntó si alguna vez llegaría a entenderlo bien.

—Cuéntame la historia de Naples, Florida —dijo Janet, para cambiar de tema—. Me dijiste que me lo explicarías cuando estuviéramos en camino.

—Muy sencillo —dijo Sean—. Uno de los treinta y tres pacientes vive en Naples. Su nombre es Malcolm Betencourt.

—¿Uno de los pacientes de meduloblastoma en remisión? —preguntó Janet.

—Sí —dijo Sean—. Una de las primeras personas tratadas. Ha estado en remisión durante casi dos años.

—¿Y qué planes tienes?

—Llamarle.

—¿Para decirle qué?

—No sé exactamente —dijo Sean—. Tendré que improvisar.

Creo que sería interesante tener alguna idea sobre el tratamiento que el Forbes administra desde el punto de vista del paciente. Quiero saber qué le contaron. Tuvieron que decirle algo, por lo menos para que firmara los formularios de consentimiento.

—¿Por qué te imaginas que va a aceptar hablar contigo? —preguntó Janet.

—¿Crees que podría resistir mi encanto irlandés? —preguntó Sean.

—Lo digo en serio —replicó Janet—. A la gente no le gusta hablar sobre enfermedades.

—Quizá sobre enfermedades no —admitió Sean—. Pero recuperarse de una enfermedad que normalmente es mortal es algo muy distinto. Quedarías sorprendida. A la gente le gusta hablar sobre estas cosas y sobre el médico de fama mundial que consiguió salvarles. ¿Te has fijado en que a la gente le gusta pensar que su médico tiene fama mundial aunque tenga su consulta en lugares como Malden o Revere?

—Creo que tienes demasiada desfachatez —dijo Janet.

No estaba demasiado convencida de que Malcolm Betencourt respondiera bien a la llamada de Sean, pero también sabía que no podía hacer nada para impedir que Sean lo intentara. Además, si olvidaba la historia de la policía de Miami, la idea de pasar un fin de semana lejos del hospital era deliciosa, aunque Sean tuviera otros motivos en mente. Imaginó, incluso, que ella y Sean podrían al final disponer de un momento para hablar sobre su futuro. Al fin y al cabo, aparte de Malcolm Betencourt, tendría a Sean en exclusiva.

—¿Qué resultados conseguiste con el medicamento de Louis Martin? —preguntó Janet.

Pensó que convenía mantener la conversación animada hasta que fuera la hora de la cena. Estaba imaginando ya una cena a la luz de las velas en una terraza sobre el mar. Entonces podrían hablar sobre compromisos y amor.

Sean lanzó a Janet una mirada de frustración.

—Me interrumpió la encantadora jefa de investigación —dijo—. Me leyó el reglamento antidisturbios y me ordenó que me dedicara sólo a la estúpida glucoproteína del Forbes. Me cogió realmente desprevenido; no supe qué decirle. No se me ocurrió nada inteligente.

—Lo siento —dijo Janet.

—Bueno, esto tenía que suceder más tarde o más temprano —dijo Sean—. Pero tampoco estaba haciendo nada interesante antes de que se presentara la arpía. No logré que el medicamento de Helen reaccionara con ningún antígeno, celular, vírico o bacteriano. Pero quizá tenías razón al pensar que el medicamento procedía de un mismo lote. Apliqué una muestra del medicamento de Louis al tumor de Helen y reaccionó en las mismas diluciones con tanta intensidad como el de ella.

—Es decir, que utilizan el mismo medicamento —dijo Janet—. ¿Te parece esto raro? Cuando tratan a gente con un antibiótico, les dan a todos el mismo medicamento. Poner etiquetas al medicamento de cada paciente es probablemente una cuestión de control y nada más.

—Pero la inmunoterapia contra el cáncer no puede compararse con un tratamiento con antibióticos —dijo Sean—. Te dije ya que los cánceres son antihigiénicamente distintos, incluso el mismo tipo de cáncer.

—Yo creía que uno de los axiomas del razonamiento científico era admitir las excepciones —dijo Janet—. Si se descubre que una hipótesis tiene una excepción, es preciso reconsiderar la hipótesis original.

—Sí… —dijo Sean, dudando finalmente.

Lo que decía Janet tenía sentido. Lo cierto era que el Forbes estaba consiguiendo remisiones del cien por cien, al parecer con una medicación que no estaba individualizada. Sean había visto este éxito documentado en treinta y tres casos, por lo tanto tenía que haber algún error cuando él insistía en la especificidad inmunológica de las células cancerígenas.

—Debes admitir que esto es un argumento —insistió Janet.

—Bueno —dijo Sean—. Pero sigo pensando que hay algo raro en todo esto, algo que se me escapa.

—Claro —dijo Janet—. No sabes con qué antígeno reacciona la inmunoglobulina. Te falta esto. Cuando lo descubras quizá se explique todo lo demás. Veamos cómo estimula tu creatividad un fin de semana tranquilo. Quizá cuando llegue el lunes se te habrá ocurrido algo que te permitirá superar esta barrera.

Sean y Janet, después de pasar por el corazón mismo de los Everglades, comenzaron a ver signos de civilización. Primero un lugar o dos de veraneo, luego la carretera se amplió a cuatro carriles. Rápidamente las juncias cedieron el terreno a centros comerciales, gasolineras combinadas con supermercados y campos de golf en miniatura, tan feos como los del lado de Miami.

—Me habían dicho que Naples era un lugar de ricos —comentó Janet—. Esto no parece muy elegante.

—Dejemos el veredicto en suspenso hasta que lleguemos al Golfo —dijo Sean.

La carretera dobló de repente hacia el norte y continuó la poco atractiva profusión de anuncios descontrolados y centros comerciales.

—¿Cómo pueden sobrevivir tantos centros comerciales? —preguntó Janet.

—Este es uno de los misterios de la cultura estadounidense —dijo Sean.

Janet tomó el mapa y fue guiando. Avisó a Sean con suficiente tiempo antes de que doblaran a la izquierda para dirigir se hacia el agua.

—Esto empieza a ser algo más prometedor —comentó Sean más animado.

Después de un kilómetro aproximadamente de panoramas paisajísticos, apareció encima de los mangles, a la izquierda de la carretera, la silueta mediterránea del Ritz Carlton. La profusión de plantas tropicales exuberantes y de flores exóticas era apabullante.

—¡Por fin hemos llegado! —dijo Sean mientras se detenía debajo de la puerta cochera.

Un hombre con uniforme azul y sombrero de copa negro abrió las puertas del coche.

—¡Bienvenidos al Ritz Carlton! —dijo el caballero de la librea.

Atravesaron por unas puertas de cristal de tamaño exagerado y penetraron en un mundo confuso de mármol rosa pulido, caras alfombras orientales y candelabros de cristal. Estaban sirviendo un elegante té en el dosel debajo de los grandes arcos de las ventanas. A un lado había un piano de cola con pianista de frac.

Sean tomó a Janet por los hombros mientras avanzaban haciendo eses hacia la recepción.

—Creo que este lugar me gustará —le dijo.

Tom Widdicomb había experimentado una gama completa de emociones durante aquella persecución de dos horas. Al principio, cuando Janet y Sean habían salido de la ciudad hacia los Everglades, no había sabido qué pensar. Luego decidió que las cosas iban bien. Si estaban emprendiendo unas pequeñas vacaciones, estarían tranquilos y no iban a sospechar nada. En la ciudad las personas actuaban, de modo natural, con más suspicacia y cuidado. Pero cuando una hora se convirtió en dos y Tom fue echando ojeadas a su indicador de gasolina, comenzó a enfadarse. Aquella mujer le había causado ya muchos problemas y empezaba a desear que se detuvieran a un lado de la carretera. Entonces podría acercarse, pegarles unos tiros y acabar de una vez.

Cuando entró en el recinto del Ritz Carlton, Tom se preguntó si le quedaba una gota de gasolina. El indicador estaba a cero desde hacía ocho kilómetros.

Tom evitó la entrada principal, siguió conduciendo y aparcó en un gran solar al lado de las pistas de tenis. Salió del coche y subió corriendo por la pista de entrada, pero aflojó el paso cuando vio el coche rojo aparcado delante mismo de la puerta.

Tom puso la mano en la empuñadura de la pistola que tenía en el bolsillo, rodeó el coche y se confundió con un grupo de turistas que entraban en el hotel. Temió que alguien intentara detenerle, pero no fue así. Exploró nerviosamente el lujoso vestíbulo y vio a Janet y Sean en el mostrador de la recepción.

Tom, envalentonado por su irritación, se acercó directamente al mostrador y se puso al lado de Sean. Janet estaba al otro lado del hombre. Estar tan cerca de ellos le provocó un estremecimiento que descendió por su columna vertebral.

—No nos quedan habitaciones para no fumadores con vistas al mar —dijo la recepcionista a Sean.

Era una mujer bajita, con ojos grandes, pelo dorado y el tipo de bronceado que escandaliza a un dermatólogo.

Sean miró a Janet y arqueó las cejas.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—Podríamos ver si la habitación para fumadores no es muy mala —propuso ella.

Sean se dirigió a la recepcionista.

—¿En qué planta está la habitación con vistas al mar? —preguntó.

—En la quinta planta —dijo la recepcionista—. Habitación 501. Es una buena habitación.

—Bueno —dijo Sean—. La probaremos.

Tom se apartó del mostrador de la recepción murmurando silenciosamente «habitación 501», mientras se dirigía a los ascensores. Vio a un hombre fornido con traje de negocios y un pequeño auricular en el oído. Tom le evitó. En todo momento tenía la mano en el bolsillo apretando la empuñadura de la pistola.

Robert Harris estaba de pie al lado del piano, consumido por la indecisión. Como a Tom, las primeras etapas de la persecución le habían animado. La persecución evidente de Janet por Tom parecía confirmar su naciente teoría. Pero cuando la procesión abandonó Miami empezó a sentirse irritado, especialmente porque también él pensaba que iba a quedarse de un momento a otro sin gasolina. Además, se estaba muriendo de hambre.

Había comido por última vez a primeras horas de la mañana.

Ahora, después de haber recorrido todo el trayecto por los Everglades hasta llegar al Ritz Carlton de Naples, empezaba a tener dudas sobre lo que aquel viaje demostraba exactamente.

Desde luego no era un delito tomar el coche hasta Naples, y Tom podía replicar que no había estado siguiendo a nadie.

Era triste, pero Harris tenía que aceptar que de momento no había podido llegar a ninguna conclusión segura. La relación entre Tom Widdicomb y la agresión a Janet Reardon o las muertes de las pacientes de cáncer de pecho era, por no decir más, muy débil, y estaba constituida solamente por hipótesis y conjeturas.

Harris sabía que debía esperar a que Tom hiciera un movimiento claramente agresivo contra Janet, y en eso confiaba. Al fin y al cabo, el aparente interés de Tom por la enfermera podía atribuirse a alguna obsesión demente. La mujer no estaba mal. De hecho era razonablemente atractiva y sexy; el propio Harris podía apreciarlo. Harris se sentía claramente fuera de lugar con sus pantalones cortos y su camiseta y se separó del piano cuando Tom Widdicomb desapareció por el pasillo detrás de la recepción. Harris se puso en marcha rápidamente y pasó junto a Janet y Sean, que estaban todavía ocupados inscribiéndose en el hotel.

Harris pudo ver a Tom, que iba delante de él, doblar una esquina y desaparecer. Y él mismo iba a acelerar cuando sintió que una mano le agarraba el brazo. Dio media vuelta y se encontró cara a cara con un hombre de aspecto robusto con un auricular en el oído derecho. Iba vestido con un traje oscuro, probablemente para pasar desapercibido entre los huéspedes.

No era un huésped. Era el agente de seguridad del hotel.

—Perdón —dijo el agente—. ¿Puedo servirle en algo?

Harris dirigió una rápida mirada hacia el lugar por donde Tom había desaparecido, luego miró al agente que le tenía agarrado todavía del brazo. Sabía que tenía que inventarse algo rápidamente…

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó, incómodo, Wayne.

Estaba encorvado dificultosamente sobre el volante. El Mercedes verde estaba aparcado al lado de la acera en la entrada principal del Ritz Carlton. Delante de ellos estaba la limusina aparcada a un lado de la puerta del garaje. Nadie había salido de la limusina, aunque el portero con librea había hablado con el chofer y este le había entregado un billete, probablemente con muchos ceros.

—Realmente no sé qué hacer —dijo Sterling—. Mi intuición me ordena quedarme con Tanaka, pero me preocupa que el señor Harris haya entrado en el hotel. No tengo ni idea de lo que pretende hacer.

—¡Vaya, vaya! —dejó escapar Wayne—. Tenemos nuevas complicaciones.

Vieron cómo, delante de ellos, se abría la puerta delantera al otro lado del conductor de la limusina. Salió un joven japonés inmaculadamente vestido. Puso un teléfono portátil encima del coche, se arregló la corbata de tono oscuro y se abrochó la chaqueta. Luego recogió el teléfono y entró en el hotel.

—¿Crees que quizá vayan a matar a Sean Murphy? —preguntó Wayne—. Este jovenzuelo me parece un profesional.

—Me sorprendería muchísimo —dijo Sterling—. Los japoneses no actúan así. Sin embargo, hay que tener en cuenta que Tanaka no es un típico japonés, especialmente por sus relaciones con la yakuza. Y la biotecnología se ha convertido en un bocado muy apetecible. Creo que cada vez tengo menos con fianza en mi capacidad de adivinar sus intenciones. Quizá convendría que siguieras al japonés. En cualquier circunstancia procura que no haga daño al señor Murphy.

Wayne, aliviado porque podía salir del coche, se metió en el hotel sin perder ni un instante.

Cuando Wayne hubo entrado en el hotel, Sterling volvió a fijar la vista en la limusina. Intentó imaginar qué estaba pensando Tanaka, qué estaba planeando en aquel momento.

Sumido en estas meditaciones, recordó de repente el reactor de Sushita.

Sterling tomó el teléfono del coche y llamó a su contacto en la A F A. El contacto le pidió que esperara mientras tecleaba la pregunta en el ordenador. Al cabo de unos instantes, se puso de nuevo.

—Su pájaro se ha escapado del gallinero.

—¿Cuándo? —preguntó Sterling.

No era eso lo que esperaba. Si el avión había partido, quizá Wayne tenía razón. Tanaka tal vez ya no pensaba llevarse a Sean al Japón si no tenía a su disposición el reactor de Sushita.

—Partió hace poco —dijo el contacto.

—¿Vuelve a la costa este? —preguntó Sterling.

—No —dijo el contacto—. Se dirige hacia Naples, Florida.

¿Le dice esto algo a usted?

—Desde luego que sí —dijo Sterling con alivio.

—Desde allí irá a México —dijo el contacto—. Entonces habrá salido de nuestra jurisdicción.

—Agradezco mucho su ayuda —dijo Sterling.

Sterling colgó el teléfono, satisfecho por haber llamado.

Ahora estaba seguro de que no iban a matar a Sean Murphy.

En cambio, le iban a ofrecer un viaje gratis a través del Pacífico.

—No notó el olor de los cigarrillos aquí dentro —dijo Janet, mientras husmeaba por la espaciosa habitación. Luego abrió las puertas de vidrio correderas y salió a la terraza—. ¡Sean, ven aquí! —llamó—. ¡Es fantástico!

Sean estaba sentado en el borde de la cama leyendo las instrucciones para hacer una llamada a gran distancia. Se levantó y se fue con Janet a la terraza.

El panorama era espectacular. Una playa en forma de cimitarra describía en dirección al norte un arco gigantesco que se fundía en la distancia con la isla de Sanibel. Debajo mismo de la terraza había la exuberante vegetación de un manglar. Hacia el sur, la playa trazaba una línea recta y acababa desapareciendo detrás de una línea de edificios altos con condominios. El sol estaba descendiendo hacia poniente bajo una cortina de nubes rojas. El Golfo estaba en calma y tenía un color verde profundo. Unos cuantos practicantes de surf punteaban la superficie y sus velas eran manchas brillantes de colores.

—Bajemos a la playa a nadar un poco —dijo Janet con los ojos encendidos por el entusiasmo.

—Claro —dijo Sean—. Pero primero quiero llamar a Brian y al señor Betencourt.

—¡Buena suerte! —le dijo Janet por encima del hombro entrando en la habitación para cambiarse.

Mientras Janet estaba en el baño poniéndose el bañador, Sean marcó el número de Brian. Eran ya más de las seis y Sean esperaba con certeza encontrarle en casa. Le decepcionó oír de nuevo que se ponía en marcha el maldito contestador automático y que se repetía el mensaje de Brian. Después del tono, Sean dejó el número del Hotel Ritz y de su habitación y pidió a su hermano que, por favor, le llamara. Luego lo pensó mejor y añadió que era importante.

A continuación Sean marcó el número de Malcolm Betencourt. El señor Betencourt respondió personalmente al segundo toque.

Sean improvisó. Dijo que era un doctorando de medicina de Harvard que estaba haciendo un trabajo optativo en el Centro Forbes contra el Cáncer. Había estado revisando las fichas de pacientes que habían seguido el protocolo del meduloblastoma y cuya salud era buena. Después de haber examinado la ficha del señor Betencourt, agradecería la posibilidad de hablar con él en persona sobre su tratamiento, suponiendo que esto fuera posible.

—Llámame Malcolm, por favor —dijo el señor Betencourt—. ¿Desde dónde me llamas? ¿Desde Miami?

—Estoy en Naples —dijo Sean—. Mi amiga y yo acabamos de llegar.

—Fantástico. O sea que te tenemos en el barrio. Y dices que eres de Harvard. ¿Sólo de la facultad de medicina o también graduado?

Sean explicó que estaba inscrito en el programa de doctorado de la facultad de medicina, pero que también había estudiado la carrera en Harvard.

—Yo también fui a Harvard —dijo Malcolm—. Soy de la promoción de 1950. Supongo que esto te parecerá de otro siglo. ¿Practicaste algún deporte en la universidad?

Sean se quedó algo sorprendido por la dirección que iba tomando la conversación, pero decidió seguir la corriente.

Contó a Malcolm que había formado parte del equipo de hockey sobre hielo.

—Pues yo también estuve en el equipo —dijo Malcolm—. Pero lo que te interesa es mi paso por el Forbes y no los días gloriosos de mi juventud. ¿Cuánto tiempo estarás en Naples?

—Solamente el fin de semana.

—Espera un momento, joven —dijo Malcolm. Al cabo de un momento, volvió a ponerse—. ¿Qué te parece venir a cenar? —preguntó.

—Esto es muy amable por su parte —dijo Sean—. ¿Está seguro de que no estoy abusando?

—¡Qué va! Ya pedí permiso al jefe —dijo Malcolm alegremente—. Y a Harriet le gustará tener compañía juvenil. ¿Qué te parece a las ocho y media? Sin etiqueta.

—Perfecto —dijo Sean—. ¿Puede darme la dirección?

Malcolm comunicó a Sean que vivía en una calle llamada Galeon Drive en Port Royal, una zona lindante por el sur con el casco antiguo de Naples. Luego le dio la dirección completa que Sean se anotó.

Apenas había colgado el teléfono, cuando alguien llamó a la puerta. Sean, mientras se dirigía hacia la puerta, volvió a leer las instrucciones para llegar a casa de Malcolm. Abrió distraído la puerta sin preguntar quién era ni mirar por la mirilla de seguridad. Pero no se dio cuenta de que Janet había prendido la cadena. Cuando tiró de la puerta, esta se detuvo repentinamente dejando sólo una rendija de cinco centímetros.

A través de la rendija, Sean pudo notar al instante un brillo de metal en la mano de la persona que estaba en la puerta. No pudo interpretar el sentido de aquello. Estaba demasiado molesto por no haber conseguido abrir la puerta, y no pensó en otra cosa. Cuando hubo abierto la puerta adecuadamente, se excusó con el hombre que tenía ante sí.

El hombre, que llevaba el uniforme del hotel, sonrió y dijo que no importaba. Pedía excusas por molestarles, pero la dirección les enviaba frutas y una botella de champán de regalo como disculpa por no haber podido darles una habitación de no fumadores con vistas al mar.

Sean dio las gracias y le pasó una propina antes de acompañarlo a la puerta. Luego llamó a Janet. Sirvió dos copas.

Janet apareció en la puerta del baño con un bañador de color negro muy escotado por la espalda. Sean tuvo que tragar saliva.

—¡Estás fantástica!

—¿Te gusta? —preguntó Janet mientras entraba dando un par de piruetas en la habitación—. Me lo compré antes de salir de Boston.

—Mucho —dijo Sean.

Contempló de nuevo la figura de Janet, recordando que había sido su figura lo que le había atraído por primera vez cuando la vio bajar de aquel mostrador.

Sean le pasó la copa de champán y le contó que era un regalo de la dirección.

—Por nuestra escapada de fin de semana —dijo Janet, acercando su copa a la de Sean.

—¡Muy bien, muy bien! —dijo Sean chocando su copa con la de ella.

—Y por nuestras conversaciones de este fin de semana —añadió Janet, acercando de nuevo ambas copas.

Sean tocó por segunda vez la copa, pero en su rostro se formó un interrogante:

—¿Qué conversaciones?

—En algún momento de las siguientes veinticuatro horas quiero hablar contigo sobre nuestra relación —dijo Janet.

—¿En serio? —dijo Sean asustado.

—No pongas esta cara tan triste —dijo Janet—. Bebe y ponte el bañador. El sol se pondrá antes de que lleguemos abajo.

Los pantalones cortos de gimnasia de Sean, de nailon, tuvieron que servir también de bañador. No había podido encontrar el bañador cuando hizo las maletas en Boston. Pero esto no le preocupaba. No había previsto estar mucho tiempo en la playa. Y como máximo, pensaba que se pasearía por la arena y miraría a las chicas. No tenía previsto meterse en el agua. Después de haber bebido cada cual una copa de champán se pusieron los albornoces de toalla del hotel. Mientras bajaban en ascensor, Sean contó a Janet lo de la invitación de Malcolm Betencourt. Janet quedó sorprendida por la iniciativa y algo decepcionada. Había pensado que tendrían una cena romántica para ellos solos.

De camino hacia la playa pasaron al lado de la piscina del hotel, que era una variación libre de una hoja de trébol. Había media docena de personas en el agua, la mayoría niños. Después de cruzar por una pasarela sobre una lengua estrecha del manglar llegaron al Golfo de México.

Incluso en aquella hora, la playa era deslumbrante. La arena era blanca y estaba mezclada con restos aplastados y blanquea dos por el sol de miles de millones de crustáceos. Delante mismo del hotel, la playa estaba salpicada de tumbonas de madera de secoya y parasoles de lona azul. Hacia el norte había unos cuantos bañistas que se paseaban por la playa, pero hacia el sur la arena estaba desierta.

Escogieron la soledad y se dirigieron hacia el sur cruzando por la playa para entrar en el apogeo de las pequeñas olas que rompían sobre la arena. Sean esperaba que el agua fuera como la de Cape Cod en verano, pero tuvo una agradable sorpresa.

Era fresca, pero desde luego no estaba fría.

Cogidos de la mano, continuaron paseando sobre la arena al borde del agua. El sol se estaba acercando al horizonte y proyectaba una estela brillante de luz dorada sobre la superficie del agua. Una bandada de pelícanos se deslizó silenciosamente sobre ellos. Se oyó el grito de un ave tropical procedente de las profundidades del gran manglar. Cuando hubieron pasado por delante de los condominios alineados delante de la playa y al sur del Ritz Carlton, las urbanizaciones dejaron paso a una hilera de pinos australianos mezclados con uveros y unas cuantas palmeras. El Golfo cambió su color de verde y se tornó plateado mientras el sol se hundía bajo el horizonte.

—¿Me quieres en serio? —preguntó de repente Janet.

Puesto que durante la cena no podría hablar seriamente con Sean, pensó que aquel era el mejor momento para poder iniciar por fin una conversación. Al fin y al cabo, ¿había algo más romántico que pasearse al anochecer por la playa?

—Claro que te quiero —dijo Sean.

—¿Por qué no me lo dices nunca?

—¿No lo digo? —preguntó Sean sorprendido.

—No, no lo haces.

—Bueno, pero lo pienso continuamente —dijo Sean.

—¿Crees que me quieres mucho?

—Sí, claro —dijo Sean.

—¿Me amas, Sean? —preguntó Janet.

Pasearon un rato en silencio mirando los pies que dejaban sus huellas en la arena.

—Sí —dijo Sean.

—¿Sí qué? —preguntó Janet.

—Lo que tú dijiste —contestó Sean.

Dirigió la vista hacia el lugar del horizonte donde el sol había desaparecido. Todavía persistía un brillo inflamado.

—Mírame, Sean —dijo Janet.

Sean la miró de mala gana a los ojos.

—¿Por qué no puedes decirme que me amas? —le preguntó.

—Te lo estoy diciendo —dijo Sean.

—No puedes pronunciar las palabras —replicó Janet—. ¿Por qué no?

—Soy irlandés —le respondió Sean tratando de bromear un poco—. Los irlandeses no saben expresar muy bien sus sentimientos.

—Bueno, por lo menos lo has admitido —dijo Janet—. Pero es importante saber si me quieres realmente o no. No vale la pena que hablemos de lo que deseo hablar si faltan los sentimientos básicos.

—Los sentimientos están —insistió Sean.

—Vale. De momento te voy a soltar del anzuelo —dijo Janet mientras le obligaba a detenerse—. Pero debo decir que para mí es un misterio que puedas ser tan expresivo sobre todas las demás cosas de la vida y que seas tan poco comunicativo cuando se trata de nosotros. Pero ya hablaremos de eso más tarde. ¿Qué te parece si nadamos un poco?

—¿De verdad quieres meterte en el agua? —preguntó Sean con escepticismo. El agua era muy oscura.

—¿Qué crees que significa nadar un poco? —preguntó ella.

—Ya entiendo —dijo Sean—. Pero lo que llevo no es exactamente un bañador.

Temía que cuando sus shorts se mojaran pareciera como si no llevara nada puesto.

Janet no podía creer que, después de hacer todo el camino para llegar hasta allí, tuviera escrúpulos para meterse en el agua por sus shorts.

—Si no te parecen bien, ¿por qué no te los quitas?

—¡Vaya por Dios! —contestó Sean burlándose—. La señorita Remilgos me está proponiendo que me bañe en pelotas. Bueno, no me importará si tú también lo haces.

Sean se quedó mirando desafiadoramente a Janet a la luz tenue del crepúsculo. Una parte de sí mismo disfrutaba poniendo en evidencia a Janet. Al fin y al cabo, ¿no había criticado su poca expresividad con los sentimientos? No estaba muy seguro de que ella recogiera el guante, pero en los últimos tiempos Janet le había estado sorprendiendo bastante, sobre todo desde que le había seguido hasta Florida.

—¿Quién empieza? —dijo Janet.

—Lo haremos a la vez —contestó él.

Después de dudar un momento, ambos se quitaron los albornoces de toalla, luego los bañadores y se adentraron saltando en el ligero oleaje. Mientras la tarde se iba convirtiendo en noche, estuvieron revolcándose en las aguas poco profundas y dejando que olas en miniatura hicieran cascadas sobre sus cuerpos desnudos. Después de la rigurosa reclusión invernal en Boston, aquello les parecía el súmmum del abandono, especialmente a Janet. Comprobó sorprendida que estaba disfrutando inmensamente.

Al cabo de quince minutos salieron del agua y corrieron a la playa a recoger su ropa riendo como adolescentes desbocados.

Janet empezó inmediatamente a ponerse el bañador pero Sean tenía otra idea. La cogió por la mano y tiró de ella hacia las sombras de los pinos australianos. Tendieron los albornoces sobre el lecho arenoso cubierto de agujas de pino, al borde de la playa, y se acostaron en un abrazo íntimo y alegre.

Pero no duró mucho.

Janet fue la primera en captar algo extraño. Levantó la cabeza y miró hacia la línea luminosa formada por la arena blanca de la playa.

—¿Oíste eso? —le preguntó.

—No sé —contestó Sean, sin siquiera escuchar.

—En serio —dijo Janet—, he oído algo.

Antes de que pudieran moverse, una figura salió de las sombras que envolvían el bosquecillo de pinos. La cara del forastero se confundía con las sombras. Lo único que pudieron ver claramente era la pistola con empuñadura nacarada.

—Si esto es una propiedad privada ya nos vamos —dijo Sean mientras se sentaba.

—¡Cierra el pico! —dijo Tom entre dientes.

No podía apartar los ojos del cuerpo desnudo de Janet.

Había pensado salir de las sombras y disparar inmediatamente contra los dos, pero ahora empezaba a dudar. No podía ver mucho en la penumbra, pero lo que veía le tenía hipnotizado.

Notaba que le costaba pensar.

Janet, al sentir sobre sí los ojos penetrantes de Tom, agarró el bañador y lo apretó contra su pecho. Pero Tom no quería perderse nada. Con la mano libre, arrancó el bañador y lo tiró a la arena.

—No debías haberte entrometido —dijo Tom secamente.

—¿De qué está hablando? —preguntó Janet sin poder apartar los ojos de la pistola.

—Alice me avisó de que las chicas como tú me tentarían —dijo Tom.

—¿Quién es Alice? —preguntó Sean mientras se ponía en pie. Quería que Tom dejara de hablar.

—¡Cierra el pico! —ladró Tom, apuntando la pistola hacia Sean. Decidió que había llegado el momento de acabar con aquel individuo. Alargó el brazo y fue apretando el dedo sobre el gatillo hasta que la pistola se disparó.

La bala salió desviada. En el momento exacto que Tom apretaba el gatillo, una segunda figura oscura surgió de las sombras, se abalanzó contra Tom y lo derribó unos metros más allá.

El impacto del forastero hizo saltar la pistola de las manos de Tom. La pistola cayó al suelo a unos centímetros de los pies de Sean. Este, con el ruido de la detonación resonando todavía en sus oídos, miró con perplejidad el arma. ¡Era increíble: alguien había disparado una pistola contra él!

—¡Coge la pistola! —consiguió decir Harris mientras se deba tía con Tom.

Fueron rodando hasta el tronco de un pino. Tom consiguió librarse un instante. Empezó a correr por la playa, pero sólo hizo unos veinte metros antes de que Harris le derribara de nuevo.

Sean y Janet superaron la sorpresa inicial y empezaron a reaccionar al mismo tiempo. Janet agarró los bañadores y los albornoces. Sean recogió la pistola. Vieron que Harris y Tom estaban rodando por la arena cerca del agua.

—¿Pero quién nos salvó? —preguntó Janet—. ¿No deberíamos ayudarle?

—No —dijo Sean—. Sé quién es. No necesita ninguna ayuda.

Vámonos ya.

Sean agarró la mano de Janet, que no estaba muy convencida, y ambos corrieron bajo el dosel de los pinos hasta la playa y luego hacia el norte en dirección al hotel. Janet quiso en varias ocasiones mirar por encima del hombro, pero Sean continuaba empujándola. Cuando estuvieron cerca del hotel, se detuvieron un momento para ponerse la ropa.

—¿Quién es el hombre que nos ha salvado? —preguntó Janet entre boqueadas.

—El jefe de seguridad del Forbes —dijo Sean, también agotado—. Se llama Robert Harris. No le pasará nada. Deberíamos preocuparnos más bien por el otro chalado.

—¿Quién era? —preguntó Janet.

—No tengo la menor idea —dijo Sean.

—¿Qué le diremos a la policía? —preguntó Janet.

—Nada —dijo Sean—. No iremos a la policía. Yo no puedo ir.

Me están buscando. Hasta que no hable con Brian no puedo.

Pasaron corriendo al lado de la piscina y entraron en el hotel.

—El hombre de la pistola tiene que estar relacionado también con el Forbes —dijo Janet—. De lo contrario, el jefe de seguridad no estaría aquí.

—Probablemente tienes razón —dijo Sean—. A no ser que Robert Harris me estuviera siguiendo, como la policía. Podría estar jugando a cazador de recompensas. Estoy seguro de que le encantaría librarse de mí.

—No me gusta nada todo esto —admitió Janet, mientras subían en el ascensor.

—A mí tampoco —dijo Sean—. Están pasando cosas raras y no tenemos ninguna pista.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Janet—. Sigo creyendo que deberíamos ir a la policía.

—Olvídate de eso, Janet. Lo primero que vamos a hacer es cambiar de hotel —dijo Sean—. No me gusta que Harris sepa dónde nos alojamos. Ya es bastante grave que sepa que estamos en Naples.

Cuando llegaron a la habitación, recogieron rápidamente sus cosas. Janet intentó convencer de nuevo a Sean para que fueran a la policía, pero él se negó rotundamente.

—Mi plan es el siguiente —dijo Sean—. Me voy a llevar el equipaje, bajaré hasta la piscina y luego saldré por las pistas de tenis. Tú sales por la puerta delantera, coges el coche, luego pasas y me recoges.

—¿Qué cosas estás diciendo? —preguntó Janet—. ¿Por qué tenemos que irnos furtivamente?

—Nos siguieron hasta aquí, por lo menos Harris —dijo Sean—. Quiero que todo el mundo piense que seguimos aloja dos en el hotel.

Janet decidió que sería más fácil obedecer a Sean. Era evidente que no estaba de humor para discutir. Además, quizá aquella actitud paranoide estaba justificada.

Sean salió primero con el equipaje.

Wayne Edwards se dirigió a paso rápido hacia el Mercedes y se acomodó en el asiento del acompañante. Sterling estaba sentado al volante.

Sterling podía ver delante suyo al joven japonés entrar en la limusina.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Sterling.

—No estoy seguro —dijo Wayne—. El japonés se limitó a sentarse en el vestíbulo y a leer revistas. Luego la chica apareció sola. Está bajo la puerta cochera esperando el coche.

Ni rastro de Sean Murphy. Creo que los de la limusina están tan desorientados como nosotros.

Un empleado del aparcamiento llegó conduciendo el Pontiac rojo. Lo dejó aparcado bajo la puerta cochera.

La limusina se puso en marcha, soltando por el tubo de escape una nubecilla negra.

Sterling puso en marcha el Mercedes. Comunicó a Wayne que el reactor de Sushita se dirigía hacia Naples.

—No hay duda de que algo va a pasar —comentó Wayne.

—Estoy seguro de que será esta noche —dijo Sterling—. Tenemos que estar preparados.

En aquel momento el Pontiac rojo se puso en marcha con Janet Reardon al volante. Detrás de él llegó la limusina.

Sterling hizo un viraje completo.

Al fondo del camino, el Pontiac giró a la derecha. La limusina lo siguió.

—Me huelo algo malo —dijo Wayne—. Hay algo aquí que no me gusta. Para salir a la carretera hay que doblar a la izquierda.

El camino de la derecha no tiene salida.

Sterling giró a la derecha siguiendo a los demás. Wayne estaba en lo cierto. El camino acababa allí. Pero antes de acabar había una entrada a un gran aparcamiento tapada parcialmente por el follaje. Sterling se detuvo.

—La limusina está allí —dijo Wayne, señalando a la derecha.

—Y allí está el Pontiac —dijo Sterling con un gesto hacia las pistas de tenis—. Y allí está el señor Murphy cargando su equipaje en el maletero. No es un sistema muy ortodoxo de despedirse.

—Supongo que se creen muy listos —dijo Wayne, moviendo tristemente la cabeza.

—Quizá esta maniobra está relacionada con el señor Robert Harris —propuso Sterling.

Esperaron a que el Pontiac rojo pasara por la salida. La limusina siguió luego. Después de esperar un rato, Sterling hizo lo propio.

—Atención al coche azul de Harris —avisó Sterling.

Wayne asintió:

—Estoy vigilando —le tranquilizó.

Siguieron en dirección sur durante seis o siete kilómetros y luego cortaron por el oeste hacia el Golfo. Al final acabaron en el Gulf Shore Boulevard.

—Esta zona está bastante más construida —dijo Wayne.

A ambos lados de la carretera había edificios de condominios con el césped bien cuidado y parterres llenos de flores.

Siguieron conduciendo durante un rato hasta que vieron el Pontiac rojo doblar hacia una rampa y subir a la entrada del primer piso del Edgewater Beach Hotel. La limusina salió de la carretera pero se quedó en la planta baja y dio la vuelta al edificio. Sterling salió de la carretera y aparcó en unas plazas en diagonal a la derecha de la rampa. Paró el motor. Desde lo alto de la rampa podían ver a Sean dando instrucciones para que sacaran el equipaje del Pontiac.

—Un pequeño y agradable hotel —dijo Wayne—. Menos ostentoso.

—Creo que la fachada te está engañando —dijo Sterling—. Uno de mis contactos en la banca me contó que un suizo encantador ha comprado este hotel y lo ha convertido en un lugar elegante al estilo europeo.

—¿Crees que Tanaka pondrá en marcha su plan desde aquí? —preguntó Wayne.

—Está esperando, supongo, que Sean y su compañera salgan pronto para poder acorralarlos en algún lugar solitario.

—Si yo estuviera con este bombón, creo que echaría el pestillo a la puerta y pediría que me subieran la cena.

Sterling cogió el teléfono del coche.

—Ya que hablamos de la compañera del señor Murphy, veamos qué han descubierto sobre ella mis contactos en Boston.