7

SÁBADO, 6 DE MARZO 4.45 a. m.

Sean abrió los ojos y parpadeó unos instantes hasta quedar totalmente despierto. Estaba impaciente por volver al labora torio y descubrir más cosas sobre la cura misteriosa del meduloblastoma. Lo poco que había podido hacer la noche anterior había servido únicamente para aumentar su curiosidad. Era muy temprano, pero Sean saltó de la cama, se duchó y se vistió.

Cuando estuvo listo para ir al laboratorio, volvió de puntillas al dormitorio, que estaba a oscuras, y dio unos golpecitos suaves a Janet. Sabía que Janet quería dormir todo lo posible hasta el último momento, pero necesitaba decirle algo. Janet se dio la vuelta y preguntó con voz soñolienta:

—¿Hay que levantarse?

—No —susurró Sean—. Me voy al laboratorio. Tú puedes seguir durmiendo durante unos minutos. Pero quería recordarte que metieras algunas cosas en la maleta para nuestro viaje a Naples. Me gustaría partir esta tarde cuando salgas del trabajo.

—No sé por qué pero me imagino que tienes otros motivos para hacerlo —dijo Janet restregándose los ojos—. ¿Por qué precisamente a Naples?

—Te lo diré cuando estemos allí —dijo Sean—. Si salimos directamente desde el Forbes, podemos evitar los atascos de Miami. No lleves mucho equipaje. Lo único que vas a necesitar es algo para cenar esta noche, un bañador y unos vaqueros.

—Y otra cosa —añadió Sean, inclinándose sobre ella.

Janet le miró a los ojos.

—Necesito que consigas un poco del medicamento de Louis Martin esta mañana —dijo.

Janet se sentó en la cama.

—¡Muy bien! —dijo sarcásticamente—. ¿Y cómo crees que voy a hacerlo? Ya te conté lo difícil que fue conseguir las muestras de Helen.

—¡Cálmate! —dijo Sean—. Te pido sólo que lo pruebes. Podría ser importante. Dijiste que quizá todos los medicamentos venían de un único lote. Quisiera demostrar que esto es imposible. No necesito una gran cantidad, solamente un poco del frasco grande. Me bastarían incluso unos pocos centímetros cúbicos.

—Controlan los medicamentos más estrictamente que si fueran un narcótico —se quejó Janet.

—¿Y si la diluyes con un poco de solución salina? —propuso Sean—. Ya sabes, la vieja historia de poner agua en las botellas de licor de los padres. No se van a enterar del cambio de concentración.

Janet ponderó durante unos instantes la propuesta.

—¿Crees que podría perjudicar al paciente?

—No veo cómo —dijo Sean—. Lo más probable es que hayan previsto un gran margen de seguridad para el medicamento.

—Muy bien, lo intentaré —dijo Janet con poco entusiasmo.

Le desagradaba mucho actuar con Marjorie con engaños y estratagemas.

—Eso es todo lo que puedo pedir —dijo Sean mientras le daba un beso en la frente.

—Ahora ya no podré volver a dormir —se quejó ella mientras Sean se dirigía a la puerta.

—Este fin de semana dormiremos todo lo que queramos —le prometió.

Cuando Sean salió del edificio para dirigirse a su 4×4, el cielo empezaba a iluminarse ligerísimamente por el este. En el oeste las estrellas centelleaban como si fuera todavía media noche.

Salió del apartamento preocupado ya con el trabajo que le esperaba en el laboratorio y no se fijó en su entorno. Tampoco ahora se dio cuenta de que el Mercedes color verde oscuro le estaba siguiendo también por entre el tráfico poco intenso, varios coches por detrás del suyo.

Dentro del Mercedes, Wayne Edwards estaba marcando en el teléfono del coche el número de Sterling Rombauer en el Grand Bay Hotel de Coconut Grove.

Sterling, medio dormido, descolgó el teléfono al tercer toque.

—Salió de la madriguera y va hacia el oeste —dijo Wayne—. Probablemente hacia el Forbes.

—Muy bien —dijo Sterling—. Síguele. Me encontraré con tigo. Hace media hora me informaron de que el reactor de Sushita se estaba dirigiendo hacia el sur en aquel mismo momento.

—Parece que ha llegado la hora de actuar —dijo Wayne.

—Eso creo —dijo Sterling.

Anne Murphy se sentía de nuevo muy deprimida. Charles había vuelto a casa pero se había quedado sólo una noche.

Ahora se había ido y el apartamento parecía muy vacío. Era un placer estar con él, una persona tan tranquila y tan próxima a Dios. Anne estaba todavía en la cama preguntándose si debía levantarse, cuando sonó el timbre de la puerta de abajo.

Anne se puso su bata de cuadros y se dirigió a la cocina. No esperaba a nadie, pero tampoco había esperado a los dos visitantes que se habían interesado por Sean. Recordó la promesa que había hecho de no hablar con nadie sobre él ni sobre Oncogen.

—¿Quién es? —preguntó Anne apretando el botón del interfono.

—La policía de Boston —respondió una voz.

Un estremecimiento recorrió la columna vertebral de Anne mientras apretaba el botón para abrir la puerta. Aquella visita significaba que Sean había vuelto a las andadas, estaba segura de ello. Después de cepillarse rápidamente el pelo, se acercó a la puerta. Había un hombre y una mujer vestidos con los uniformes de la policía de Boston. Anne no los había visto nunca.

—Siento molestarla, señora —dijo la mujer policía mientras enseñaba su tarjeta de identificación—. Mi nombre es Hallihan y mi compañero se llama Mercer, de la policía.

Anne sujetaba las solapas de la bata para que no se abriera.

La policía había llamado a esa puerta varias veces cuando Sean era adolescente. Aquella visita le traía malos recuerdos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Anne.

—¿Es usted Anne Murphy, la madre de Sean Murphy? —preguntó la mujer.

Anne asintió con la cabeza.

—Nos ha enviado la policía de Miami —dijo el oficial Mercer—. ¿Sabe usted dónde está actualmente su hijo Sean Murphy?

—Está en el Centro Forbes contra el Cáncer, en Miami —dijo Anne—. ¿Qué ha sucedido?

—Eso no lo sabemos —dijo Hallihan.

—¿Tiene algún problema? —preguntó Anne temiendo ya la respuesta.

—De hecho, carecemos de información —dijo Hallihan—. ¿Tiene usted su dirección aquí?

Anne se fue a la mesa del teléfono en la sala de estar, copió la dirección de su hijo en la residencia Forbes y la entregó a la policía.

—Gracias, señora —dijo Hallihan—. Agradecemos su colaboración.

Anne cerró la puerta y se apoyó contra ella. Sabía en lo hondo de su corazón que ya había sucedido lo que tanto temía: Miami había ejercido su mala influencia sobre su hijo. Sean se había metido de nuevo en problemas.

Cuando hubo recuperado un poco la compostura, Anne llamó a Brian a su casa.

—Sean se ha metido de nuevo en problemas —dijo de golpe cuando Brian contestó. Las lágrimas le brotaban de los ojos al mismo tiempo que las palabras.

—Mamá, por favor, tranquilízate —dijo Brian.

—Tienes que hacer algo —dijo Anne entre sollozos.

Brian consiguió que su madre se calmara lo suficiente para contarle lo que había sucedido y lo que la policía había preguntado.

—Probablemente sea una infracción de tráfico —dijo Brian—. Sean pasó con el coche sobre el césped de alguna casa o algo parecido.

—Creo que es algo peor —dijo Anne con voz sofocada—. Lo sé. Lo presiento. Este chico me matará.

—¿Qué te parece si voy a verte? —dijo Brian—. Antes voy a hacer algunas llamadas y comprobaciones. Estoy seguro de que no tiene importancia.

—Así lo espero —dijo Anne mientras se sonaba.

Mientras Anne esperaba que Brian llegara desde Marlborough Street, se vistió y empezó a arreglarse el pelo. Brian vivía al otro lado del río Charles en Back Bay, y puesto que era sábado y no había tráfico llegó en media hora. Cuando llamó para comunicarle que salía, Anne se estaba poniendo las últimas horquillas.

—Antes de salir de mi apartamento, llamé a un abogado colega mío de Miami, un tal Kevin Porter —dijo Brian a su madre—. Trabaja para una empresa con la que tenemos tratos en la zona de Miami. Le conté lo sucedido y me dijo que tenía contacto con la policía y que podría averiguar lo que estaba pasando.

—Sé que ha sido algo malo —dijo Anne.

—¡No tienes ni idea! —dijo Brian—. Por favor, no te preocupes más. Recuerda que la última vez acabaste en el hospital.

La llamada de Kevin Porter sonó unos minutos después de llegar Brian.

—Temo que las noticias no sean muy buenas —dijo Kevin—. El propietario de una tienda de licores anotó la matrícula de tu hermano cuando salía del escenario de un robo.

Brian suspiró y miró a su madre, sentada en el borde mismo de una silla de respaldo vertical con las manos apretadas sobre el regazo. Brian se indignó con Sean. ¿No pensaba nunca en los efectos que sus escapadas tenían en su pobre madre?

—Es una historia extraña —continuó Kevin—. Parece que mutilaron un cadáver y, ¿estás preparado…?

—Quiero saberlo todo —dijo Brian.

—Alguien robó el cerebro del cadáver —dijo Kevin—. Y ese cadáver no era un cuerpo abandonado. La fallecida era una mujer joven, cuyo padre es un hombre de negocios muy importante en Beantown.

—¿Aquí en Boston?

—Exactamente. Aquí todo el mundo está preocupado por sus relaciones —dijo Kevin—. Están presionando a la policía para que haga algo. El fiscal del Estado ha confeccionado una lista de cargos de una milla de longitud. El forense que examinó el cadáver dijo que probablemente abrieron el cráneo con una sierra metálica.

—¿Y vieron el 4×4 de Sean saliendo del lugar? —preguntó Brian. Estaba ya pensando en una posible defensa.

—Eso me temo —dijo Kevin—. Además uno de los forenses dijo que tu hermano y una enfermera estuvieron en la oficina del forense unas horas antes preguntando por este mismo cadáver. Al parecer querían tomar muestras. Supongo que las consiguieron. Es evidente que la policía está buscando a tu hermano y a la enfermera para interrogarlos y probablemente arrestarlos.

—Gracias, Kevin —dijo Brian—. Dime dónde vas a estar hoy porque puedo necesitarte. Sobre todo si arrestan a Sean.

—Estaré aquí todo el fin de semana —dijo Kevin—. Comunicaré a la central de policía que me llamen si detienen a tu hermano.

Brian depositó lentamente el auricular y miró a su madre.

Sabía que su madre no estaba preparada para la noticia, sobre todo porque pensaba que Sean estaba perdido en Sodoma y Gomorra.

—¿Tienes a mano los números de teléfono de Sean? —preguntó, intentando controlar la voz para que no mostrara preocupación.

Anne se los entregó sin abrir la boca.

Brian llamó primero a la residencia. Dejó que el timbre sonara doce veces antes de colgar. Luego intentó llamar al edificio de investigación del Centro Forbes contra el Cáncer.

Por desgracia sólo le contestó una cinta diciendo que la centra lita estaba abierta de lunes a viernes, de ocho a cinco.

Con gesto decidido volvió a coger el teléfono y llamó a Delta Airlines para que le reservaran plaza en el vuelo a Miami de mediodía. Estaban pasando cosas extrañas y pensó que lo mejor era llegar al lugar de los hechos lo más pronto posible.

—Tenía razón yo, ¿no es cierto, Brian? —dijo Anne—. Es algo grave.

—Estoy seguro de que todo es un simple malentendido —dijo Brian—. Por eso he decidido irme hasta allí y aclararlo todo.

—No sé en qué me equivoqué —dijo Anne.

—Mamá —la atajó Brian—. Tú no tienes ninguna culpa.

El estómago de Hiroshi Gyuhama ya le estaba molestando.

Tenía los nervios de punta. Desde que Sean le había asustado en la escalera, había perdido las ganas de continuar es piándole. Pero esa mañana no tenía más opciones. Le vigiló en cuanto vio que llegaba su 4×4 al aparcamiento a horas tan extrañas de la mañana. Cuando vio que estaba trabajando febrilmente en su laboratorio, Hiroshi volvió a su oficina.

Hiroshi estaba doblemente preocupado porque Tanaka Yamaguchi había llegado a la ciudad. Hiroshi se había reunido con él en el aeropuerto dos días antes y le había llevado al Doral Country Club, donde tenía previsto esperar, jugando al golf, a que llegara la decisión de Sushita.

La decisión llegó en la noche del viernes. El consejo de administración de Sushita, después de examinar el memorando de Tanaka, había decidido que Sean Murphy suponía un riesgo para la inversión en el Forbes. Sushita quería que se le enviara inmediatamente a Tokio donde se le haría entrar en «razón».

Hiroshi no se sentía en absoluto cómodo con Tanaka. Actuaba con una extraordinaria precaución porque conocía las relaciones de Tanaka con la yakuza. Y Tanaka manifestaba con indicios sutiles que no sentía ningún respeto por Hiroshi. Se inclinaba cuando se encontraban, pero nunca muy profundamente ni durante mucho tiempo. La conversación que mantuvieron de camino hacia el hotel había sido del todo superficial.

Tanaka no mencionó para nada a Sean Murphy. Y cuando llegaron al hotel, Tanaka lo había ignorado, y lo peor fue que no le invitó a jugar al golf.

Todos estos desaires eran penosos y muy claros para Hiroshi; su significado era evidente. Hiroshi marcó el número del Hotel Doral Country Club y pidió hablar con el señor Yamaguchi. Transfirieron la llamada al club porque el señor Tanaka tenía previsto hacer unos agujeros dentro de veinte minutos.

Tanaka se puso al teléfono. Respondió con especial brusquedad cuando oyó la voz de Hiroshi. Este, expresándose en japonés, pasó directamente al grano.

—El señor Sean Murphy está aquí en el centro de investigaciones —dijo Hiroshi.

—Gracias —dijo Tanaka—. El avión está en camino. Todo está controlado. Llegaré al Forbes esta tarde.

Sean había comenzado la mañana con mucho optimismo.

Después de haber identificado con tanta facilidad la inmunoglobulina y las tres citoquinas, había esperado realizar también progresos rápidos para determinar exactamente con qué tipo de antígeno reaccionaba la inmunoglobulina. Esta reaccionaba intensamente con la suspensión de células tumorales, por lo tanto dedujo que el antígeno estaba basado en la membrana.

Dicho de otro modo, el antígeno tenía que estar en la superficie de las células cancerosas.

Para comprobar esta hipótesis y también para confirmar que el antígeno era por lo menos en parte un péptido, había tratado células intactas del tumor de Helen con tripsina. Cuando intentó comprobar si estas células digeridas reaccionaban con la inmunoglobulina, descubrió rápidamente que no.

A partir de aquel momento, todo habían sido problemas para Sean. No pudo caracterizar el antígeno basado en la membrana. Tuvo la idea de probar un sinnúmero de antígenos conocidos por si reaccionaban con la porción de la inmunoglobulina incógnita que se unía con el antígeno. Ningún antígeno reaccionó. Tomó literalmente centenares de líneas celulares criadas en cultivo tisular y se pasó horas llenando las pequeñas probetas, pero no obtuvo ninguna reacción. Le interesaban sobre todo las líneas celulares que derivaban de tejidos neurales. Luego lo intentó con células normales y células transformadas o neoplásicas. Intentó digerir todas las células con detergentes en concentraciones crecientes, primero para abrir las membranas de las células y dejar al descubierto los antígenos citoplasmáticos, luego para abrir las membranas de los núcleos a fin de dejar expuestos los antígenos nucleares. Tampoco obtuvo ninguna reacción. No hubo ni un solo episodio de inmunofluorescencia en ninguno de los centenares de diminutas probetas.

Sean no acababa de entender que fuera tan difícil encontrar un antígeno que reaccionara con la inmunoglobulina misteriosa. Hasta el momento no había conseguido ninguna reacción parcial. Cuando estaba perdiendo ya la paciencia, sonó el timbre del teléfono. Se dirigió a un supletorio de la pared para responder. Era Janet.

—¿Cómo van las cosas, Einstein? —le preguntó ella alegremente.

—Horrible —dijo Sean—. No me sale nada.

—Lo siento mucho —dijo Janet—. Pero tengo algo que quizá te alegrará el día.

—¿Qué? —preguntó Sean.

En aquel momento no podía imaginar nada excepto el antígeno que estaba buscando. Pero era evidente que Janet no podía ofrecerle una cosa así.

—Tengo una muestra del medicamento de Louis Martin del frasco grande —dijo Janet—. Puse en práctica tu idea.

—Qué bien —dijo Sean sin mucho entusiasmo.

—¿Qué te pasa? —dijo Janet—. Pensé que te gustaría saberlo.

—Sí, sí me gusta —dijo él—. Pero también estoy decepcionado con lo que tengo entre manos. No sé qué hacer.

—Tenemos que vernos para que te dé la jeringa —dijo Janet—. Quizá necesitas unos momentos de descanso.

Se reunieron como de costumbre en el restaurante. Sean aprovechó la pausa para comer. Como en otras ocasione Janet le pasó la jeringa bajo la mesa. Él se la metió en el bolsillo.

—Traje la bolsa para el fin de semana, como me pediste —dijo Janet confiando en que eso animaría un poco a Sean. Sean se limitó a asentir con la cabeza mientras masticaba su bocadillo.

—Parece que ahora el viaje ya no te interesa como esta mañana —comentó Janet.

—Estoy preocupado —dijo Sean—. No hubiese imaginado nunca que no podría encontrar un antígeno capaz de reaccionar con la misteriosa inmunoglobulina.

—Tampoco mi día ha sido muy maravilloso —dijo Janet—. Gloria no ha mejorado. Al contrario, está peor. Cuando la veo me entristezco. No sé lo que piensas tú, pero yo desde luego tengo muchas ganas de irme. Creo que nos conviene a los dos.

Quizá cuando estemos lejos del laboratorio se te ocurrirá alguna idea.

—Estaría muy bien —dijo Sean sin mucho interés.

—Mi turno acabará hacia las tres y media —dijo Janet—. ¿Dónde nos encontramos?

—Ven al edificio de investigación —dijo Sean—. Nos encontraremos abajo, en el vestíbulo. Si salimos por mi lado no tendremos los atascos del cambio de turno en el hospital.

—Estaré allí sin falta —dijo Janet alegremente.

Sterling se inclinó hacia delante y dio un golpecito a Wayne.

Este, que había estado durmiendo en el asiento trasero, se incorporó rápidamente.

—Esto parece interesante —dijo Sterling. A través del para brisas señaló la figura alargada y negra de un Lincoln Tower Car que estaba aparcando al lado de la acera entre el edificio del hospital y el de investigación. Cuando el coche se hubo detenido, un japonés salió por la puerta trasera y se quedó mirando los dos edificios—. se es Tanaka Yamaguchi —dijo Sterling—. ¿Podrías tratar de ver con tus prismáticos cuántas personas hay en la limusina?

—Es difícil distinguirlo con los cristales ahumados —dijo Wayne, mientras miraba con un pequeño par de prismáticos—. Hay una segunda persona sentada en el asiento trasero. Un momento Se está abriendo también la puerta delantera. Veo dos personas más. En total son cuatro.

—Es lo que yo esperaba —dijo Sterling—. Supongo que todos son japoneses.

—¡Bingo! —dijo Wayne.

—Me extraña que hayan venido todos al Forbes —dijo Sterling—. El sistema preferido por Tanaka es secuestrar a las personas en un lugar aislado para que no haya testigos.

—Probablemente van a seguirlo —comentó Wayne—. Y esperarán el lugar adecuado.

—Supongo que así es —dijo Sterling. Vio que de la limusina salía una segunda persona. Era una persona alta comparada con Tanaka—. Préstame un momento los prismáticos.

Wayne le pasó los prismáticos por encima del asiento.

Sterling enfocó los oculares y estudió a los dos orientales. No reconocía a la segunda persona.

—¿Por qué no nos acercamos a ellos y nos presentamos? —propuso Wayne—. Podemos decirles que se trata de una operación arriesgada. Quizá renunciarían a su plan.

—Con esto sólo conseguiríamos ponerlos en estado de alerta —dijo Sterling—. Es mejor así. Si anunciamos nuestra presencia demasiado pronto, sólo conseguiremos que actúen de modo más clandestino. Tenemos que cogerlos con las manos en la masa para tener algo con qué negociar.

—Me parece que estamos jugando al ratón y al gato —comentó Wayne.

—Es exactamente así —dijo Sterling.

Robert Harris había estado sentado en su coche unas cuantas puertas más abajo de la casa de Tom Widdicomb, en Palmetto Lane, Hialeah, desde primeras horas de la mañana. Aunque Harris estaba allí desde hacía cuatro horas, no había visto ningún signo de vida excepto que todas las luces se habían apagado. En una ocasión pensó que había visto moverse las cortinas como en la noche anterior, pero no podía estar seguro.

Supuso que en aquella situación de aburrimiento, la vista le estaba jugando alguna mala pasada.

Harris había estado a punto en varias ocasiones de dejarlo todo. Estaba dedicando demasiadas horas de su tiempo valioso a una persona sospechosa únicamente porque había cambiado de carrera, porque tenía todas las luces encendidas y porque no quería contestar al timbre de la puerta. Sin embargo, la idea de que la agresión a las dos enfermeras estuviera relacionada con los episodios de las pacientes de cáncer tenía a Harris obsesionado. Al no disponer de más ideas o indicios, decidió quedarse donde estaba.

Eran ya más de las dos de la tarde, cuando Harris, que estaba a punto de abandonar la vigilancia por hambre y otras necesidades físicas, vio por primera vez a Tom Widdicomb. La puerta del garaje se levantó y allí estaba el personaje, parpadeando a la luz brillante del sol.

El aspecto físico de Tom era exactamente lo que cabía esperar. Su estatura era mediana y su constitución normal.

Tenía el pelo castaño. Llevaba la ropa ligeramente arrugada.

La camisa y los pantalones estaban sin planchar. Llevaba una manga de la camisa arremangada hasta medio brazo y la otra le llegaba al puño, pero estaba desabrochada. Calzaba zapatillas ligeras de deporte, ya viejas. Había en el garaje dos coches, y Harris dirigió su atención a estos.

Un gran Cadillac convertible muy antiguo de color verde lima y un Ford Escort de color gris. Tom puso en marcha el Ford con alguna dificultad. Cuando el motor empezó a dar vueltas, salió del tubo de escape una nube de humo negro, como si no se hubiera utilizado el coche desde hacía mucho tiempo. Tom sacó el coche del garaje, cerró la puerta manualmente y luego volvió a subir al Escort. Cuando salió a la calzada de la calle, Harris dejó que se alejara un poco antes de seguirlo.

Harris no tenía ningún plan preconcebido. Cuando vio a Tom al abrirse la puerta del garaje, pensó por un momento en bajarse de su coche y hablar un poco con aquel hombre. Pero se contuvo y ahora le estaba siguiendo sin ningún motivo concreto. Pero pronto entendió hacia dónde se dirigía Tom, y Harris se fue interesando cada vez más. Tom iba directo hacia el Centro Forbes contra el Cáncer.

Cuando Tom entró en el aparcamiento, Harris le siguió pero giró en dirección opuesta para que no se fijara en él. Harris frenó rápidamente, abrió la portezuela y se quedó de pie en el estribo mientras seguía con la mirada el coche de Tom, que daba una vuelta por el aparcamiento y finalmente se detenía cerca de la entrada del hospital.

Harris se volvió a meter en el coche y se acercó algo más al otro vehículo hasta encontrar una plaza libre a unos quince metros del Escort. Se le ocurrió la posibilidad de que Tom Widdicomb estuviera acechando a la segunda enfermera ataca da, Janet Reardon. Si la suposición era correcta, quizá había sido él quien la había atacado y en caso afirmativo quizá era también el asesino de las pacientes de cáncer de pecho.

Harris movió la cabeza poco convencido. Todo eran conjeturas, había demasiados «si» y el resultado global era muy diferente de su manera de pensar y actuar. A él le gustaban los hechos y no las hipótesis vagas. Pero de momento era lo único de que disponía y Tom Widdicomb estaba actuando de modo extraño. Se quedaba en casa con todas las luces abiertas; se escondía la mayor parte del día; ahora estaba vagando por el aparcamiento del hospital en su día libre y además se suponía que estaba en casa enfermo. Aunque desde un punto de vista racional todo aquello sonara muy ridículo, era suficiente para que Harris estuviera sentado en su coche, lamentando no haber tenido la previsión de traerse unos bocadillos y una limonada.

Cuando Sean volvió de la cita con Janet, cambió la dirección de sus investigaciones. En lugar de intentar caracterizar la especificidad antigénica del medicamento de Helen Cabot, decidió determinar exactamente en qué difería el medicamento de Louis Martin del de ella. Una electroforesis rápida de los dos medicamentos demostró que tenían aproximadamente el mismo peso molecular, tal como había supuesto. Una prueba Elisa igualmente rápida con la inmunoglobulina IgGl antihumana confirmó que era la misma clase de inmunoglobulina que la de Helen. Eso también era de esperar.

Pero luego descubrió lo inesperado. Realizó una prueba de fluorescencia con anticuerpos utilizando el medicamento de Louis Martin sobre el tumor de Helen y obtuvo una reacción tan positiva como la que le había dado el medicamento de Helen. Janet creía que los medicamentos procedían de una misma fuente, pero Sean no creía que pudieran ser las mismas.

Sus conocimientos sobre la especificidad antigénica de los cánceres y sus anticuerpos le hacían suponer que el hecho era muy improbable. Sin embargo, tenía que admitir ahora que el medicamento de Louis reaccionaba con el tumor de Helen.

Hubiese deseado incluso disponer de la biopsia de Louis para poder probarla con el medicamento de Helen y confirmar este descubrimiento sorprendente.

Sean, sentado en el banco de laboratorio, se preguntó qué podía hacer a continuación. Podía someter el medicamento de Louis Martin a la misma batería de antígenos que había aplicado al medicamento de Helen, pero probablemente no serviría de nada. Decidió, en cambio, caracterizar las zonas de unión antigénica de las dos inmunoglobulinas. Entonces podría comparar directamente sus secuencias de aminoácidos. La primera fase de este procedimiento consistió en digerir cada una de las inmunoglobulinas con una enzima llamada papaína a fin de separar los fragmentos que estaban relacionados con la unión de antígenos. Cuando Sean hubo conseguido estos segmentos, los separó y luego «desarrolló» las moléculas. Introduciría finalmente estos compuestos en un analizador automatizado de péptidos que llevaría a cabo la tarea complicada de obtener las secuencias de aminoácidos. La máquina estaba en la sexta planta.

Sean subió a la sexta planta y puso a punto los instrumentos automatizados. Había unos cuantos investigadores más que estaban trabajando allí aquel sábado por la mañana, pero Sean estaba demasiado absorto en su trabajo para distraerse hablando con nadie.

Cuando hubo preparado el analizador y lo tuvo listo, regresó a su laboratorio. Tenía más medicamento de Helen que de Louis y aprovechó el de la mujer para continuar buscando algo que reaccionara con la zona de unión del antígeno. Intentó imaginar qué tipo de antígeno de superficie podía estar sobre sus células tumorales y llegó a la conclusión de que probablemente era alguna especie de glucoproteína que formaba un punto de unión celular.

Fue entonces cuando recordó la glucoproteína del Forbes que había estado intentando cristalizar.

Tal como había hecho con muchos otros antígenos posibles, comprobó la reactividad de la glucoproteína del Forbes al medicamento de Helen utilizando para ello una prueba de inmunofluorescencia. Mientras estaba estudiando la placa para descubrir algún signo de reactividad, sin ningún resultado, se sobresaltó al oír una grave voz femenina.

—¿Qué está haciendo usted exactamente?

Sean se dio media vuelta y vio que la doctora Deborah Levy estaba de pie justo detrás de él. Sus ojos chispeaban con una intensidad feroz. Sean quedó completamente sobrecogido por la sorpresa. Ni siquiera había tomado la precaución de inventar una tapadera convincente para sus pruebas inmunológicas.

No había imaginado que pudiera interrumpirle nadie un sábado por la mañana, y menos la doctora Levy. Creía que ni siquiera estaba en la ciudad.

—He hecho una pregunta simple —dijo la doctora Levy—, y espero una respuesta.

Sean apartó su mirada de la doctora Levy y repasó con la vista el lío de reactivos esparcidos sobre el banco de laboratorio. La profusión de probetas de cultivo tisular y el desorden en general. Tartamudeó intentando inventar una explicación razonable. No se le ocurrió nada excepto el trabajo de cristalización que le habían encargado. Por desgracia, aquello no tenía nada que ver con la inmunología.

—Estoy haciendo crecer unos cristales —dijo Sean.

—¿Dónde están? —preguntó sin inmutarse la doctora Levy.

Su tono indicaba que no sería fácil convencerla.

Sean no respondió inmediatamente.

—Estoy esperando una respuesta —dijo la doctora Levy.

—No lo sé exactamente —dijo Sean.

Pensó que estaba quedando como un tonto.

—Le dije que en esta casa la disciplina era lo primero —continuó la doctora Levy—. Pero veo que usted no me está haciendo mucho caso.

—Desde luego que sí —se apresuró a replicar Sean—. Es lo que estoy haciendo.

—Roger Calvet dijo que usted ya no baja a inyectar a sus ratones —dijo la doctora Levy.

—Bueno, sí… —comenzó diciendo Sean.

—Y el señor Harris dijo que le atrapó en nuestra zona de contención máxima —le interrumpió la doctora Levy—. Claire Barington, según me contó, le comunicó a usted específicamente que aquella zona estaba prohibida.

—Yo estaba pensando… —empezó a decir Sean.

—Ya le dije de entrada que yo no había aprobado su venida a este centro —dijo la doctora Levy—. Su comportamiento hasta el momento no ha hecho más que confirmar mis reservas.

Quiero saber qué está haciendo con todo este equipo y estos reactivos caros. No se necesitan materiales inmunológicos para hacer crecer cristales.

—Estaba pasando el rato —dijo Sean dócilmente.

No quería admitir en absoluto que en realidad estaba trabajando con el meduloblastoma, especialmente porque se lo habían prohibido específicamente.

—¡Pasando el rato! —repitió la doctora Levy con desprecio—. ¿Dónde se imagina que está usted? ¿En su cuarto de jugar? —A pesar de su tez oscura, se ruborizó—. Nadie puede hacer aquí ningún trabajo sin presentarme una propuesta oficial. Yo soy la responsable de investigación. Usted debe trabajar en el proyecto de glucoproteína clonal y sólo en eso. ¿Se da por enterado?

Quiero que la próxima semana tengamos cristales defractables.

—Bien —dijo Sean mientras evitaba mirar a la mujer a la cara.

La doctora Levy se detuvo un momento más como esperando que sus palabras surtieran efecto. Sean se sintió como un niño a quien pillan con las manos en la masa. No tenía ni una excusa que aducir. Sus dotes habituales de réplica aguda le habían abandonado temporalmente. Al final la doctora Levy salió con paso majestuoso del laboratorio. Se hizo de nuevo el silencio.

Durante un minuto Sean se quedó mirando el lío que tenía enfrente. No sabía siquiera dónde había dejado su trabajo con los cristales. Tenía que estar en algún lugar pero no hizo ningún movimiento para encontrarlo. Se quedó simplemente moviendo la cabeza con aire desolado. Qué situación más ridícula. Todas las frustraciones se acumularon de nuevo.

Estaba ya harto de aquel lugar. No debía haber ido nunca, y nunca lo hubiera hecho si hubiera sabido las condiciones impuestas por el Centro Forbes. Tenía que haberse ido en señal de protesta tan pronto como se lo dijeron. Eso fue todo lo que pudo hacer para reprimirse y no tirar con la mano al suelo todos los utensilios de cristal, las probetas y los reactivos inmunológicos y hacerlos añicos.

Sean miró el reloj. Eran algo más de las dos de la tarde. «Al diablo con todo», pensó. Recogió todas las inmunoglobulinas incógnitas y las guardó en la parte trasera de la nevera junto con el cerebro de Helen Cabot y su muestra de fluido cerebroespinal.

Sean agarró su chaqueta tejana y se dirigió hacia los ascenso res dejando atrás el desorden que había creado.

Salió a la brillante y cálida luz del sol de Miami y sintió una gran sensación de alivio. Tiró la chaqueta en el asiento trasero de su 4×4 y se sentó detrás del volante. El motor se puso en marcha. Procuró quemar algo de caucho mientras salía del aparcamiento y se dirigía a gran velocidad al sur, hacia la residencia Forbes. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no vio la limusina que le estaba siguiendo y cuyo bastidor iba rozando con el suelo mientras intentaba no perder a Sean de vista. Ni tampoco vio el Mercedes color verde oscuro que seguía a la limusina.

Sean llegó corriendo al apartamento. Cerró la puerta del coche con un portazo suplementario y cerró con una patada la puerta de entrada de la residencia. No estaba para bromas.

Entró en su apartamento y oyó que se abría la puerta de enfrente. Era Gary Engels vestido con sus habituales tejanos y sin camisa.

—Buenos días —dijo Gary tranquilamente apoyado contra el dintel de su puerta—. Acabas de tener visita.

—¿Qué clase de visita? —preguntó Sean.

—La policía de Miami —dijo Gary—. Llegaron dos fornidos policías y empezaron a meter las narices por todas partes haciendo muchas preguntas sobre ti y tu coche.

—¿Cuando? —preguntó Sean.

—Hace unos minutos —dijo Gary—. Te los podrías haber encontrado en el aparcamiento.

—Gracias —dijo Sean.

Se metió en el apartamento y cerró la puerta irritado por aquel nuevo problema. Sólo había una explicación de la visita de la policía. Alguien había anotado el número de su matrícula cuando se disparó la alarma de las pompas fúnebres.

Si algo no quería ahora Sean era tener que enfrentarse con la policía. Agarró una pequeña maleta, la llenó con un neceser, ropa interior, un bañador y zapatos. En la maleta grande puso una camisa, corbata, pantalones y una chaqueta. En menos de tres minutos estaba bajando las escaleras.

Antes de salir del edificio, miró para descubrir si había algún coche de la policía, con distintivo o sin él. El único vehículo que parecía fuera de lugar era una limusina. Sean, pensando que los policías no irían a detenerle en una limusina, fue corriendo hacia su 4×4 y luego se dirigió de nuevo hacia el Centro Forbes contra el Cáncer. Por el camino se detuvo en una cabina telefónica.

La idea de que la policía le estaba buscando preocupaba a Sean de modo extraordinario. Le renovaba malos recuerdos de su juventud inquieta. Algunos momentos de su breve existencia de pequeño delincuente habían sido excitantes, pero sus encuentros con el sistema judicial habían sido aburridos y desalentadores. No quería volver a hundirse de nuevo en aquel pantano burocrático.

La primera persona a quien pensó llamar Sean al saber que la policía le buscaba era a su hermano Brian. Antes de hablar con ningún policía, quería hablar con el mejor abogado que conocía. Esperaba encontrar a su hermano en casa. Solía estar en casa las tardes del sábado. Pero en lugar de Brian, se puso el contestador automático de Brian con su absurdo mensaje y la música de fondo que se oye en los ascensores. A veces Sean se preguntaba cómo podían haberse criado los dos en la misma. Dejó un mensaje diciendo que era importante que hablaran, pero que no podía dejar el número. Dijo que llamaría más tarde. Lo intentaría de nuevo cuando llegara a Naples.

Sean regresó a su coche y se dirigió de nuevo a gran velocidad al Forbes. Quería estar sin falta en el lugar de la cita cuando Janet saliera del trabajo.