VIERNES, 5 DE MARZO 6.30 a. m.
Mientras Janet conducía por la General Douglas MacArthur Causeway hacia el Centro Forbes, intentó distraerse admirando el impresionante panorama de la Biscayne Bay. Incluso intentó imaginarse que estaba haciendo un crucero con Sean en uno de los blancos y deslumbrantes yates de crucero amarrados en el puerto de Dodge Island. Pero no lo consiguió. Su mente volvía continuamente a los acontecimientos de la noche anterior.
Después de su enfrentamiento con aquel hombre en su baño, no estaba dispuesta a pasar la noche en el 207. Ni siquiera el apartamento de Sean le parecía un lugar seguro.
Decidió, en lugar de ello, trasladarse al apartamento de Miami Beach que había alquilado. No quiso ir sola y propuso a Sean que la acompañara. Le alivió mucho que él aceptara y que incluso le propusiera dormir en el sofá. Pero una vez allí, los buenos propósitos de Janet se fueron a pique. Durmieron juntos aplicando lo que Sean llamaba «método platónico». No hicieron el amor pero Janet tuvo que admitir que a su lado se sentía bien.
Estaba tan preocupada por la irrupción del intruso en su apartamento como por su escapada con Sean. El episodio de la oficina de administración la noche anterior la preocupaba mucho No podía dejar de pensar en lo que hubiese sucedido si les hubiesen atrapado. Además, comenzaba a preguntarse qué tipo de hombre era Sean. Era una persona lista e ingeniosa, sin lugar a dudas. Pero después de las revelaciones sobre sus experiencias pasadas de robo, Janet se preguntaba cuál era su noción auténtica de la moral.
En conjunto, Janet se sentía profundamente afectada, y por si fuera poco le esperaba un día en el que debía obtener, con engaños, una muestra de una medicina que estaba muy controlada. Si no lo conseguía, existía la posibilidad de que Sean hiciera las maletas y se fuera de Miami. Mientras se acercaba al hospital, empezó a pensar nostálgicamente en el próximo domingo, el primer día que tendría libre. El hecho de que estuviera pensando ya en un día de asueto al empezar su segundo día de trabajo, era una buena indicación de su estado de tensión.
La atmósfera bulliciosa de la planta resultó ser una bendición para la mente preocupada de Janet. Al cabo de unos minutos de su llegada, la tumultuosa vida del hospital la había absorbido. El parte de enfermería fue un pronóstico de la labor que se le avecinaba al turno de día. Todas las enfermeras sabían que dispondrían de muy poco tiempo libre entre pruebas de diagnóstico, tratamientos y protocolos complicados de medicación. Lo más preocupante era que Helen Cabot no había mejorado durante la noche, al contrario de lo que esperaban los médicos. De hecho, la enfermera del turno de noche que se ocupaba de ella pensaba que incluso había perdido terreno, porque hacia las cuatro de la madrugada había tenido un pequeño ataque. Janet escuchó atentamente esta parte del informe porque se le había asignado que cuidara de Helen Cabot durante el día.
En cuanto a las medicinas controladas, Janet había ideado un plan. Conocía el tipo de frasco utilizado y procuró obtener frascos semejantes pero vacíos. Lo único que necesitaba ahora era poder estar un rato a solas con el medicamento.
Cuando hubieron finalizado los partes, Janet se puso a trabajar. La primera tarea era conectarle el equipo de infusión a Gloria D’Amataglio. Era el último día de medicación intravenosa en el presente ciclo de quimioterapia de Gloria. Janet estaba muy solicitada para poner inyecciones intravenosas, puesto que había demostrado que dominaba el método. Durante el parte, se ofreció a conectarle el equipo de infusión a Gloria porque habían tenido ya algunos problemas con ella. La enfermera que debía ocuparse de Gloria durante el día había aceptado encantada. Janet, armada con todos los instrumentos necesarios, entró en la habitación de Gloria. Esta estaba sentada en la cama, apoyada sobre un montón de almohadones y era evidente que se sentía mejor que el día anterior. Mientras charlaban nostálgicamente sobre la belleza del estanque del campus de Wellesley y lo romántico que era en las fiestas de los fines de semana Janet comenzó a introducirle la aguja.
—Apenas me he enterado —dijo Gloria con admiración.
—Me alegro mucho —contestó Janet.
Mientras Janet salía de la habitación de Gloria sintió que se le encogía el estómago al pensar en su siguiente tarea: hacerse con el fármaco controlado. Tuvo que esquivar varias camillas y luego ejecutó una especie de danza para no chocar con el empleado de la limpieza y su balde.
Cuando Janet llegó al puesto de enfermeras, sacó la ficha de Helen Cabot y leyó la hoja de pedidos. La hoja indicaba que Helen debía recibir MB300C y MB303C a partir de las ocho de la mañana. Janet primero sacó la botella del equipo de infusión y las jeringas; luego los frascos vacíos que había guardado. Finalmente, se dirigió a Marjorie y le pidió la medicina de Helen.
—Un segundo, por favor —dijo Marjorie.
Se fue corriendo por el pasillo hasta los ascensores para entregar un formulario rellenado de rayos X a un asistente que llevaba un paciente a la sección de radiología.
—Ese individuo se olvida siempre del pedido —comentó Tim moviendo la cabeza.
Marjorie regresó con paso vivo al puesto de enfermeras.
Mientras daba la vuelta al mostrador, se estaba quitando ya la llave del cuello que abría el armario especial de los fármacos.
—¡Qué día! —dijo a Janet—. Y pensar que sólo acaba de empezar.
Era evidente que le preocupaba la gran explosión de actividad con que se iniciaba cada día el trabajo en las plantas. Abrió la pequeña pero sólida nevera, metió la mano dentro y sacó los dos frascos con la medicina de Helen, consultó las indicaciones que estaban también guardadas en la nevera y dijo a Janet que debía tomar 2 centímetros cúbicos del frasco más grande y medio centímetro cúbico del más pequeño. Señaló a Janet el lugar donde debía poner su inicial después de administrar el medicamento y el lugar donde Marjorie pondría su inicial cuando Janet hubiese acabado.
—Marjorie, el doctor Larsen al teléfono —dijo Tim interrumpiéndola.
Janet, con los frascos de fluido transparente en la mano se retiró al cuarto de farmacia. Primero abrió el agua caliente en la pileta. Después de comprobar que nadie miraba puso los dos frascos de MB bajo el agua caliente. Cuando las etiquetas engomadas comenzaron a desprenderse, Janet las arrancó y las pegó sobre los frascos vacíos. Guardó luego los frascos que se habían quedado sin etiqueta en un cajón de la farmacia, detrás de un surtido de tazas de plástico de dosificación, lapiceros, blocs y cintas elásticas.
Después de echar otra ojeada precavida hacia el puesto de enfermeras, Janet levantó los dos frascos vacíos por encima de la cabeza y dejó que cayeran encima de las baldosas. Ambos frascos se redujeron a diminutos fragmentos. Después de verter un poco de agua en los fragmentos de cristal, Janet dio media vuelta y salió del cuarto de farmacia.
Marjorie estaba todavía hablando por teléfono y Janet tuvo que esperar a que colgara. Cuando lo hizo, Janet le puso la mano sobre el brazo.
—He tenido un accidente —dijo.
Intentó decirlo con una voz disgustada, lo que no era difícil con el nerviosismo que tenía.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Marjorie con ojos dilatados.
—Se me han caído los dos frascos —dijo Janet—. Me resbala ron de la mano y se rompieron en el suelo.
—Bueno, bueno —dijo Marjorie tranquilizándose y tranquilizando a Janet—. No nos pongamos nerviosas. Siempre hay accidentes, especialmente cuando tenemos mucho trabajo y mucha prisa. Enséñame dónde.
Janet la condujo al cuarto de farmacia y señaló los restos de los dos frascos. Marjorie se agachó y con el índice y el pulgar quitó delicadamente los trozos de vidrio pegados a la etiqueta.
—Lo siento muchísimo —dijo Janet.
—No pasa nada —dijo Marjorie. Se puso de pie y se encogió de hombros—. Ya te he dicho que siempre hay accidentes.
Llamaremos a la señora Richmond.
Janet siguió a Marjorie hasta el puesto de enfermeras desde donde Marjorie llamó a la directora de enfermería. Después de explicar lo que había pasado, tuvo que sacar las indicaciones del refrigerador de medicinas. Janet pudo ver los frascos de los otros pacientes cuando lo hizo.
—Había seis centímetros cúbicos en el frasco grande y cuatro centímetros cúbicos en el pequeño —dijo Marjorie por teléfono. Escuchó durante un momento, dijo que sí varias veces y luego colgó—. Resuelto —dijo Marjorie. Hizo una anotación en las indicaciones y luego pasó el bolígrafo a Janet—. Pon tus iniciales aquí, donde he escrito que se ha perdido —dijo.
Janet anotó sus iniciales.
—Ahora ve a la oficina de la señora Richmond en el edificio de investigaciones, séptima planta —dijo Marjorie—. Llévate estas etiquetas. —Puso los fragmentos de vidrio con las etiquetas pegadas en un sobre y lo entregó a Janet—. Te dará varios frascos nuevos, ¿de acuerdo?
Janet asintió con la cabeza y se excusó de nuevo.
—No ha sido nada —dijo Marjorie tranquilizándola—. Le podía haber pasado a cualquiera.
Luego pidió a Tim que llamara por el busca a Tom Widdicomb para que limpiara el cuarto de la farmacia.
Janet, con el corazón desbocado y notando que estaba sonrojada, se fue hacia los ascensores con la mayor tranquilidad que pudo. Su truco había dado resultado, pero no estaba muy satisfecha. Pensaba que estaba explotando la confianza y simpatía de Marjorie. También le preocupaba la posibilidad de que alguien pudiera dar con los frascos sin etiqueta en el cajón. Le hubiera gustado sacarlos de allí, pero pensaba que no podía arriesgarse hasta más tarde, cuando pudiera entregarlos directamente a Sean.
A pesar de su preocupación por los fármacos de Helen cuando Janet pasó delante de la puerta de Gloria se dio cuenta de que estaba cerrada. Ella acababa de conectarle el equipo de infusión, y esto la desconcertó. La puerta de Gloria siempre estaba entornada, excepto cuando hubo el incidente el día que Marjorie las presentó. Gloria había incluso comentado que le gustaba tenerla abierta para poder estar en contacto con la vida de la planta.
Janet, indecisa, se detuvo y miró la puerta sin saber exactamente qué hacer. Se había retrasado ya en su trabajo y por lo tanto debía ir lo más pronto posible al despacho de la señora Richmond. Sin embargo, la puerta de Gloria la preocupaba.
Janet pensó que quizá Gloria no se sentía bien. Se acercó a la puerta y llamó. Cuando nadie respondió, llamó de nuevo. Al no recibir respuesta, Janet empujó, abrió la puerta y miró al interior. Gloria estaba tumbada sobre la cama. Una de las piernas colgaba de un lado del colchón. No parecía una postura muy natural en una persona dormida.
—¿Gloria? —dijo Janet.
Gloria no respondió.
Janet sujetó la puerta con el tope de goma y se acercó a la cama. A un lado había un balde con una fregona, pero Janet no se dio cuenta porque cuando se acercó vio sobresaltada que el rostro de Gloria tenía el intenso color azulado de la cianosis.
—¡Código: habitación 409! —gritó Janet a la telefonista después de levantar rápidamente el auricular del teléfono.
Dejó al lado de la cama el sobre con los trozos de cristal.
Janet echó hacia atrás la cabeza de Gloria y, después de asegurarse de que no tenía obstrucciones en la boca, comenzó una reanimación boca a boca. Janet cerró apretando con la mano derecha los orificios de la nariz de Gloria e infló varias veces con fuerza los pulmones de la paciente. Al ver la facilidad con que lo hacía supuso que no había obstrucciones.
Con la mano izquierda le buscó el pulso. Lo encontró, pero era un pulso débil.
Janet sopló varias veces mientras empezaron a llegar más personas. Marjorie fue la primera, pero pronto llegaron otras.
Cuando una de las otras enfermeras relevó a Janet en su trabajo de reanimación, había por lo menos diez personas en la habitación intentando ayudar. Janet quedó impresionada ante aquella respuesta rápida: incluso el hombre de la limpieza estaba allí dentro.
Gloria recuperó rápidamente el color, lo que alivió a todo el mundo. En un período de tres minutos llegaron varios médicos, incluido un anestesista de la segunda planta. Por aquel entonces habían instalado un monitor que mostraba latidos lentos, pero normales. El anestesista insertó diestramente un tubo endotraqueal y utilizó un ambubalón para insuflar los pulmones de Gloria. Esto era más eficiente que el boca a boca y el color de Gloria mejoró todavía más.
Pero había otros síntomas negativos. Cuando el anestesista proyectó una pequeña linterna en los ojos de Gloria, comprobó alarmado que sus pupilas muy dilatadas no reaccionaron.
Cuando otro médico intentó comprobar sus reflejos, no obtuvo ningún resultado.
Al cabo de veinte minutos, Gloria empezó a respirar con esfuerzo. Minutos después estaba respirando sola. También recuperó los reflejos, pero de un modo que no pronosticaba nada bueno. Los brazos y las piernas se extendían, mientras las manos y los pies se flexionaban.
—¡Vaya! —dijo el anestesista—. Parecen indicios de rigidez descerebrada. Mal síntoma.
No era eso lo que Janet quería oír. El anestesista movió negativamente la cabeza.
—El cerebro ha estado demasiado tiempo sin oxígeno.
—Es extraño —dijo uno de los otros médicos. Inclinó la botella del equipo de infusión para ver lo que había dentro—. No sabía que el fallo respiratorio pudiera ser una complicación de este tratamiento.
—La quimioterapia puede tener efectos inesperados —dijo el anestesista—. Pudo haber empezado como un incidente vascular cerebral. Creo que deberíamos avisar a Randolph.
Janet, después de rescatar su sobre salió con pasos inciertos de la habitación. Sabía que escenas como aquella eran propias de su trabajo, pero conocer la dura realidad no la hacía más fácil de soportar.
Marjorie salió de la habitación de Gloria, vio a Janet y se le acercó. Dijo, mientras movía la cabeza con tristeza:
—No hemos tenido mucha suerte con estas pacientes de cáncer de pecho avanzado. Creo que las autoridades pertinentes deberían empezar a plantearse cambios en el protocolo de tratamiento.
Janet asintió pero sin decir nada.
—Ser la primera cuando sucede algo siempre es duro —dijo Marjorie—. Hiciste todo lo que pudiste.
Janet asintió de nuevo:
—Gracias.
—Ahora vete a buscar la medicina de Helen Cabot antes de que pasen más cosas —dijo Marjorie mientras le daba un golpecito fraternal en la espalda.
Janet asintió. Bajó por las escaleras hasta la segunda planta y luego cruzó hacia el edificio de investigación. Tomó el ascensor hasta la séptima planta y, después de preguntar por la señora Richmond, entró directamente en su despacho.
La directora de enfermeras la estaba esperando y alargó la mano para recibir el sobre. Lo abrió y vertió su contenido sobre la carpeta que tenía encima de la mesa. Con el índice estuvo dando vueltas a los trozos de vidrio hasta que pudo leer las etiquetas.
Janet estaba en pie delante de la señora Richmond y su silencio le hizo temer que, de algún modo, la mujer supiera exactamente lo que Janet había hecho. Janet empezó a sudar.
—¿Tuvo algún problema? —preguntó finalmente la señora Richmond con su voz extrañamente suave.
—¿Cómo? —preguntó Janet.
—Cuando rompió los frascos —dijo la señora Richmond—, ¿se cortó con el cristal?
—No —dijo Janet, tranquilizada—. Se me cayeron al suelo.
No me corté.
—Bueno, no es la primera vez ni será seguramente la última —dijo la señora Richmond—. Me alegro de que no se hiciera daño.
La señora Richmond, con una agilidad sorprendente para su tamaño, se levantó de detrás de la mesa y se fue a un armario que llegaba del suelo al techo y que ocultaba una gran nevera cerrada con llave. Abrió con una llave la puerta de la nevera y sacó dos frascos semejantes a los que Janet había roto. La nevera estaba casi llena de esos frascos.
La señora Richmond volvió a su mesa. Buscó en un cajón y sacó dos etiquetas impresas idénticas a las que tenía sobre la mesa con los fragmentos de vidrio. Pasó la lengua por el dorso de las etiquetas y comenzó a pegar la que correspondía a cada frasco. Antes de acabar sonó el teléfono.
La señora Richmond respondió y continuó trabajando mientras sostenía el auricular con un hombro levantado. Casi inmediatamente, la llamada absorbió toda su atención.
—¿Qué? —gritó. Su voz suave se volvió irritable. Su rostro enrojeció—. ¿Dónde? —preguntó la señora Richmond—. Esto es casi peor. ¡Maldita sea!
La señora Richmond colgó el teléfono con brusquedad y estuvo un momento mirando hacia delante sin parpadear, luego se sobresaltó al notar la presencia de Janet, se puso en pie y le entregó los frascos.
—Tengo que irme —dijo con prisa—. Tenga cuidado con esa medicina.
Janet asintió y cuando se disponía a responder, la señora Richmond salía ya por la puerta.
Janet se detuvo un momento en el umbral de la oficina de la señora Richmond y vio cómo se alejaba rápidamente. Miró por encima del hombro y estudió el armario que ocultaba la nevera cerrada con llave. Había algo en toda aquella historia que no le gustaba, pero no sabía exactamente qué. Estaban pasando demasiadas cosas.
A Randolph Mason le maravillaba Sterling Rombauer. Tenía una cierta idea sobre la fortuna personal de Sterling y su legendaria clarividencia comercial, pero no entendía qué estaba motivando a aquel hombre. Recorrer el país siguiendo órdenes de otras personas no era el tipo de vida que hubiese escogido Mason si hubiese dispuesto de los bienes de Sterling.
Sin embargo, Mason agradecía que Sterling hubiera escogido aquella profesión. Cada vez que contrataba a aquel hombre conseguía resultados.
—No creo que deba preocuparse por nada hasta que el avión de Sushita se presente en Miami —estaba diciendo Sterling—. Estuvo esperando a Tanaka en Boston y tenía planeado bajar a Miami, pero luego se fue a Nueva York y después a Washington sin él. Tanaka tuvo que llegar hasta aquí en un vuelo regular.
—¿Y usted puede saber cuándo llegará el avión? —preguntó el doctor Mason.
Sterling asintió con la cabeza.
El interfono del doctor Mason sonó.
—Siento molestarle, doctor Mason —dijo Patty, su secretaria—. Pero me dijo que le avisara si llegaba la señora Richmond. Se dirige hacia aquí y parece enfurecida.
El doctor Mason tragó saliva. Sólo había una cosa que pudiera hacer estallar a Margaret. Se disculpó con Sterling y salió de su despacho para interceptar a la directora de enfermeras. Dio con ella cerca de la mesa de Patty y se la llevó a un lado.
—Otra vez lo mismo —dijo la señora Richmond con brusquedad—. Otra paciente de cáncer de pecho con un paro respiratorio cianótico. ¡Tenemos que hacer algo, Randolph!
—¿Otro fallecimiento? —preguntó el doctor Mason.
—Todavía no ha muerto la paciente —dijo la señora Richmond—. Pero es casi peor. Especialmente si los medios de comunicación se enteran. La paciente está en un estado vegetativo con evidente lesión cerebral.
—¡Dios mío! —exclamó el doctor Mason—. Tienes razón; podría ser peor si la familia empezara a hacer preguntas.
—Las hará, desde luego —dijo la señora Richmond—. Debo recordarte de nuevo que esto podría arruinar todo lo que hemos estado creando.
—No es preciso que me lo digas —dijo el doctor Mason.
—Bueno. ¿Qué vas a hacer?
—No sé qué otra cosa puedo hacer —admitió el doctor Mason—. Enviemos a Harris.
El doctor Mason pidió a Patty que llamara inmediatamente a Robert Harris y que le avisara por el intercomunicador cuando Harris llegara.
—Tengo a Sterling Rombauer en mi despacho —dijo a la señora Richmond—. Quizá te interesaría saber lo que ha descubierto sobre nuestro doctorando externo.
—¡Aquel mocoso! —dijo la señora Richmond—. Cuando le pillé en el hospital estudiando a hurtadillas el historial médico de Helen Cabot, me vinieron ganas de estrangularle.
—Tranquilízate y ven a escuchar —dijo el doctor Mason.
La señora Richmond se dejó llevar de mala gana por el doctor Mason hasta su despacho. Sterling se puso en pie. La señora Richmond le dijo que no era preciso que se pusiera en pie por ella. El doctor Mason hizo sentar a todo el mundo, luego pidió a Sterling que pusiera en antecedentes a la señora Richmond.
—Sean Murphy es un individuo interesante y complicado —dijo Sterling mientras cruzaba tranquilamente las piernas—. Ha vivido, en cierto modo, una doble vida, ya que cambió drásticamente cuando entró en la Facultad de Medicina de Harvard, sin por ello abandonar sus raíces de obrero irlandés.
Y ha tenido éxito. Actualmente él y un grupo de amigos están a punto de fundar una empresa con el nombre previsto de Oncogen. Su objetivo será comercializar agentes de diagnósticos y agentes terapéuticos basados en la tecnología de los oncogenes.
—Entonces está claro lo que deberíamos hacer nosotros —dijo la señora Richmond—. Sobre todo teniendo en cuenta su intolerable descaro.
—Deja acabar a Sterling —dijo el doctor Mason.
—Es una persona extraordinariamente brillante en cuestiones de biotecnología —dijo Sterling—. Puede decirse que tiene auténticas dotes. Su único fallo, como ya pueden suponer, radica en la esfera social. Tiene poco respeto por la autoridad y consigue irritar a muchas personas. Hay que reconocer, sin embargo, que ya ha participado en la fundación de una empresa rentable, que Genentech compró. Y no ha tenido muchas dificultades en conseguir fondos para su segunda empresa.
—Veo que cada vez nos puede dar más problemas —dijo la señora Richmond.
—Pero no como piensa —dijo Sterling—. El problema es que Industrias Sushita saben aproximadamente lo mismo que yo.
Desde el punto de vista profesional, creo que considerarán que Sean Murphy es una amenaza para sus inversiones en el Forbes. Cuando lleguen a esta conclusión, actuarán. No estoy convencido de que un traslado a Tokio, y lo que esencialmente será una oferta de compra, dé resultado con el señor Murphy.
Sin embargo, creo que si continúa en el centro los japoneses se plantearán la posibilidad de no renovar la subvención.
—Todavía no entiendo por qué no lo devolvemos a Boston —dijo la señora Richmond—. Así se acabaría todo. ¿Por qué nos arriesgamos a comprometer nuestra relación con Sushita?
Sterling miró al doctor Mason.
El doctor Mason carraspeó.
—La verdad —dijo—, no quiero actuar con precipitación. El chico trabaja bien en lo que sabe. Esta mañana le visité en el laboratorio. Tiene ya toda una generación de ratones que aceptan la glucoproteína. Además me enseñó algunos cristales prometedores que ha conseguido hacer crecer. Asegura que en una semana tendrá cosas mejores. Nadie consiguió llegar hasta aquí. Mi problema es que estoy entre la espada y la pared. Una amenaza mayor para los fondos de Sushita es que todavía no les hemos entregado ni un solo producto patentable. Están esperando que les demos algo.
—En otras palabras, ¿crees que necesitamos al chico, a pesar de todos los riesgos? —preguntó la señora Richmond.
—Creo que no dije exactamente esto —contestó el doctor Mason.
—En todo caso, ¿por qué no llamas a Sushita y se lo explicas a ellos? —propuso la señora Richmond.
—No creo que sea aconsejable —dijo Sterling—. Los japoneses prefieren la comunicación indirecta para evitar todo enfrenta miento. No entenderían un enfoque tan directo. Este sistema, en lugar de aliviar, causaría más ansiedad.
—Además, ya aludí a toda esta historia cuando hablé con Hiroshi —dijo el doctor Mason—. Y, a pesar de ello, decidieron investigar por cuenta propia al señor Murphy.
—Los hombres de negocios japoneses tienen un gran problema de incertidumbre —añadió Sterling.
—En definitiva, ¿qué opina usted sobre el muchacho? ¿Es un espía? ¿Está aquí por eso?
—No —dijo Sterling—. No en un sentido tradicional. Es evidente que está interesado en los resultados del centro con el meduloblastoma, pero desde un punto de vista académico, no comercial.
—Se expresó con mucha sinceridad sobre su interés en trabajar con el meduloblastoma —dijo el doctor Mason—. En nuestra primera entrevista quedó bastante decepcionado cuando le informé de que no se le permitiría trabajar en el proyecto. Creo que si hubiese sido una especie de espía, hubiera disimulado más. Remover el asunto no es la mejor manera de pasar desapercibido.
—Estoy de acuerdo —dijo Sterling—. Es un hombre joven motivado aún por el idealismo y el altruismo. Todavía no le ha envenenado el nuevo mercantilismo de la ciencia en general y de la investigación médica en especial.
—Sin embargo, fundó su propia compañía —dijo la señora Richmond—. Esto me parece bastante comercial.
—Pero de hecho, él y sus socios estaban vendiendo los productos a precio de coste —dijo Sterling—. El motivo económico no intervino hasta que otros se interesaron por la compañía y la compraron.
—En tal caso, ¿qué solución existe? —preguntó la señora Richmond.
—Sterling controlará la situación —dijo el doctor Mason—. Nos informará cada día. Protegerá al señor Murphy del japonés mientras él sea una ayuda para nosotros. Si Sterling llega a la conclusión de que está haciendo de espía, nos lo comunicará.
Entonces lo enviaremos a Boston.
—Es usted un canguro bastante caro —dijo la señora Richmond.
Sterling sonrió y asintió con la cabeza.
—Miami en marzo es un lugar muy agradable —dijo—. Especialmente en el Grand Bay Hotel.
La estática del interfono del doctor Mason precedió la voz de Patty.
—El señor Harris ha llegado.
El doctor Mason dio las gracias a Sterling indicando que había finalizado la entrevista. Mientras le acompañaba a la puerta de su despacho, tuvo que admitir que la señora Richmond estaba en lo cierto cuando dijo que Sterling era un canguro caro. Pero, a pesar de ello, estaba convencido de que la inversión era buena y, gracias a Howard Pace, fácilmente disponible.
Harris estaba de pie al lado de la mesa de Patty y el doctor Mason lo presentó a Sterling por cortesía. Mientras lo hacía no pudo evitar darse cuenta de que cada uno de ellos era la antítesis del otro.
El doctor Mason, después de mandar a Harris entrar en su despacho, dio las gracias a Sterling por todo lo que había hecho y le rogó que le mantuviera informado. Sterling le aseguró que así lo haría y se fue. El doctor volvió entonces a su despacho para enfrentarse con la crisis actual.
Cerró la puerta y vio que Harris estaba prácticamente en posición de firmes en el centro del despacho; tenía el sombrero de cuero con visera y orla de oro sujeto bajo el brazo izquierdo.
—Descanse —dijo el doctor Mason, mientras daba la vuelta a su mesa y se sentaba.
—Sí, señor —dijo Harris con gravedad marcial, aunque siguió sin moverse.
—¡Por favor, siéntese ya! —dijo el doctor Mason cuando vio que Harris continuaba de pie.
Harris tomó asiento sin quitarse el sombrero de debajo del brazo.
—Supongo que se ha enterado de que ha fallecido otra paciente de cáncer de pecho —dijo el doctor Mason—. Al menos está prácticamente muerta.
—Sí, señor —dijo Harris nerviosamente.
El doctor Mason miró con cierta irritación a su jefe de seguridad. Por un lado apreciaba el profesionalismo de Robert Harris; por otra parte le molestaba aquella comedia militarista.
No era lo más adecuado para una institución médica. Pero no se había quejado, porque hasta que empezaron aquellos fallecimientos de pacientes afectados de cáncer de pecho, la seguridad no había sido nunca un problema.
—Como le explicamos ya en otra ocasión —dijo el doctor Mason—, creemos que el autor es algún demente extraviado.
La situación está resultando intolerable. Hay que intervenir.
Le pedí que le diera la prioridad máxima. ¿Ha podido descubrir algo?
—Le aseguro que he centrado toda mi atención en este problema —dijo Harris—. Siguiendo sus indicaciones, he realizado un estudio profundo de los antecedentes de la mayor parte del personal cualificado. He comprobado las referencias llamando a centenares de instituciones. Hasta el momento no ha aparecido ninguna anomalía. Voy a ampliar ahora las comprobaciones a otros elementos del personal que tienen acceso a los pacientes. Intentamos vigilar a algunas de las pacientes de cáncer de pecho. Pero su número es muy alto y no podemos vigilarlas a todas. Quizá deberíamos considerar la posibilidad de instalar cámaras de seguridad en todas las habitaciones.
No mencionó su sospecha de que existía una posible relación entre estos casos y la muerte de una enfermera y el intento de agresión a otra. Al fin y al cabo, se trataba sólo de una intuición.
—Quizá lo que deberíamos hacer es instalar cámaras de seguridad en las habitaciones de todas las pacientes de cáncer —dijo la señora Richmond.
—Costaría dinero —dijo Harris—. No es únicamente el costo de las cámaras y de la instalación, sino también el personal adicional que necesitaríamos para vigilar los monitores.
—La cuestión del dinero pasará a segundo plano —dijo la señora Richmond—. Si este problema continúa y la prensa se entera, podemos quedarnos sin institución.
—Lo estudiaré —dijo Harris.
—Si necesita más ayuda, comuníquenoslo —dijo el doctor Mason—. Debemos impedir que se repita.
—Lo entiendo, señor —dijo Harris.
Pero él no quería ayuda. Quería hacerlo por sí mismo En aquel momento el problema se había convertido en una cuestión de honor. Ningún jodido psicópata iba a pasarle la mano por la cara.
—¿Y qué puede decirme de la agresión de anoche en la residencia? —preguntó la señora Richmond—. Sabe que me cuesta mucho contratar a personal de enfermería. No podemos permitirnos que las ataquen en el alojamiento provisional que les ofrecemos.
—Esta ha sido la primera vez que hemos tenido un problema de seguridad en la residencia —dijo Harris.
—Quizá deberíamos poner guardias durante la noche —dijo la señora Richmond.
—Voy a realizar con mucho gusto un análisis de los costos —dijo Harris.
—Creo que la cuestión de las pacientes es más importante —dijo Mason—. De momento, no disperse sus esfuerzos.
—Sí, señor —dijo Harris.
El doctor Mason miró a la señora Richmond.
—¿Algo más?
La señora Richmond movió negativamente la cabeza.
El doctor Mason dirigió la mirada de nuevo a Harris.
—Contamos con usted —dijo.
—Sí, señor —dijo Harris mientras se ponía en pie. Empezó a saludar por reflejo, pero se reprimió a tiempo.
—¡Es impresionante! —dijo Sean en voz alta.
Estaba sentado solo en el despacho acristalado situado en el centro de su gran laboratorio. Estaba frente a una mesa metálica vacía y tenía esparcidas delante de él las copias de los treinta y tres historiales médicos. Había escogido el despacho por si de repente se presentaba alguien. En tal caso, dispondría de tiempo suficiente para tirar todas las copias a uno de los cajones de archivador vacíos. Luego sacaría el estante con el protocolo que había preparado para inmunizar a los ratones con la glucoproteína del Forbes.
Lo que Sean consideraba tan impresionante eran las estadísticas relativas a los casos de meduloblastoma. El Centro Forbes contra el Cáncer había conseguido, desde luego, la remisión del cien por cien de los casos en los últimos dos años, lo que contrastaba radicalmente con la tasa de mortalidad del cien por cien constatada en los ocho años anteriores. Los estudios de seguimiento con RMN demostraban que incluso los tumo res grandes desaparecían completamente después de un tratamiento con éxito. Por lo que Sean sabía, estos resultados eran totalmente inauditos en un tratamiento de cáncer excepto en los cánceres in situ, es decir, neoplasias muy pequeñas y localizadas que podían extraerse completamente o eliminarse con otros métodos.
Por primera vez desde su llegada, Sean había disfrutado de una mañana razonable. Nadie le había molestado. No había visto a Hiroshi ni a ninguno de los demás investigadores.
Empezó el día inyectando a más ratones, lo que le había permitido sacar las copias de las fichas y llevarlas a su despacho. Luego había jugado un poco con el problema de la cristalización y había hecho crecer unos cuantos cristales que seguramente tendrían al doctor Mason contento durante una semana o más. Había llamado incluso al director para que bajara a ver algunos de los cristales. Sean sabía que el director había quedado impresionado, y confiaba en que probablemente ya no le molestarían, se había retirado al despacho para estudiar todos los historiales.
Primero leyó todas las fichas para tener una imagen general.
Luego las repasó comprobando los aspectos epidemiológicos.
Observó que los pacientes representaban una amplia gama de edades y razas. También el sexo variaba. Pero el grupo dominante estaba formado por hombres blancos de mediana edad, que no era el grupo típico afectado por el meduloblastoma.
Sean supuso que las estadísticas estaban sesgadas debido a razones económicas. El Forbes no era un hospital barato. La gente necesitaba disponer de un seguro médico adecuado o de considerables ahorros para poder seguir un tratamiento en el hospital. Observó también que los casos procedían de varias ciudades importantes de todo el país, siguiendo una distribución realmente nacional.
Pero luego, como para demostrarle que esas generalizaciones eran peligrosas, descubrió el caso de una pequeña ciudad del sudoeste de Florida: Naples. Sean había visto la ciudad en el mapa. Era la ciudad más meridional de la costa occidental de Florida, al norte mismo de los Everglades. El nombre del paciente era Malcolm Betencourt y estaban a punto de cumplirse los dos años desde el inicio del tratamiento. Anotó el número de teléfono y la dirección del hombre. Pensó que quizá podría hablar con él.
En cuanto a los tumores, observó que la mayoría eran multifocales y no lesiones simples, que era lo más corriente. Al ser multifocales, el médico del paciente había creído inicialmente, en la mayoría de los casos, que se trataba de un tumor metastático extendido al cerebro desde otros órganos, como los pulmones, los riñones o el colon. En todos estos casos, los médicos consultados habían expresado sorpresa al comprobar que las lesiones eran tumores cerebrales primarios, desarrolla dos a partir de elementos nerviosos primitivos. También observó que los tumores eran especialmente agresivos y de crecimiento rápido. Sin duda habrían conducido a un fallecimiento rápido si no se hubiera iniciado el tratamiento.
En cuanto al tratamiento, Sean observó que no variaba. La dosificación y el índice de administración de los fármacos codificados era el mismo en todos los pacientes, aunque se ajustaba según su peso. Todos los pacientes habían pasado por una semana aproximadamente de hospitalización y, una vez dados de alta, se sometían a un seguimiento en la clínica ambulatoria a intervalos de dos semanas, cuatro semanas, dos meses, seis meses y luego cada año. Trece de los treinta y tres pacientes habían llegado ya a la etapa de la visita anual. Las secuelas de la enfermedad eran mínimas y estaban relacionadas con déficit neurológicos benignos, como efectos secundarios de la expansión de las masas tumorales antes del tratamiento, y no al tratamiento en sí.
Sean también quedó impresionado al estudiar los mismos historiales médicos. Comprendió que estaba estudiando una cantidad tal de material que necesitaría probablemente una semana para digerirlo. Sean estaba profundamente con centrado en su trabajo y se sobresaltó cuando empezó a sonar el teléfono de su despacho. Era la primera vez que sonaba.
Levantó el auricular esperando que alguien se hubiera equivocado y comprobó, sorprendido, que era Janet.
—Tengo la medicina —dijo ella someramente.
—¡Maravilloso! —dijo Sean.
—¿Podemos vernos en el restaurante? —preguntó Janet.
—Claro que sí —dijo Sean. Captó que había algún problema, porque la voz de Janet sonaba algo tensa—. ¿Qué pasa?
—Todo lo posible —dijo Janet—. Te lo diré cuando te vea.
¿Puedes bajar ahora?
—Estaré allí dentro de cinco minutos —respondió Sean.
Después de ocultar todas las fichas, Sean bajó en ascensor y cruzó por el puente de peatones hacia el hospital. Supuso que la cámara lo estaba siguiendo y tuvo ganas de saludarla para que estuvieran enterados, pero resistió la tentación.
Cuando llegó al restaurante, Janet estaba ya allí sentada en una mesa con una taza de café delante. Su expresión no era de alegría.
Sean se sentó en una silla delante suyo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Una de mis pacientes está en coma —dijo Janet—. Había acabado de conectarle el equipo de infusión. Cuando la dejé estaba bien, y al minuto siguiente había dejado de respirar.
—Lo siento mucho —dijo Sean.
También él se había visto expuesto a menudo a los traumas emotivos de la vida hospitalaria. Podía comprender los sentimientos de Janet.
—Por lo menos conseguí la medicina —dijo Janet.
—¿Fue difícil? —preguntó Sean.
—Sobre todo en el aspecto emocional fue muy difícil —dijo Janet.
—¿Dónde está ahora?
—La tengo en el bolso —dijo Janet. Miró a su alrededor para comprobar que nadie les estaba vigilando—. Te pasaré los frascos por debajo de la mesa.
—No es preciso que lo hagas tan melodramático —dijo Sean—. Hacer algo a hurtadillas llama más la atención que actuar de modo normal y entregar tranquilamente los frascos.
—Por favor —dijo Janet. Empezó a buscar en el bolso.
Sean notó que su mano le tocaba la rodilla. Alargó la mano por debajo de la mesa y se depositaron en ella dos frascos. Por respeto a la sensibilidad de Janet, los metió en el bolsillo, uno a cada lado. Luego retiró la silla hacia atrás y se levantó.
—¡Sean! —se quejó Janet.
—¿Qué? —preguntó él.
—¿Por qué me dejas en evidencia? ¿No podrías esperar cinco minutos como si estuviéramos charlando?
Sean se sentó.
—Nadie nos está mirando —dijo—. ¿Cuándo vas a aprender?
—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó Janet.
Sean iba a decir algo, pero se lo guardó.
—¿Podríamos hablar sobre algo divertido para cambiar un poco? —dijo Janet—. Estoy completamente agotada.
—¿De qué quieres que hablemos?
—De nuestros planes para el próximo domingo —dijo Janet—. Necesito huir del hospital y de toda esta tensión. Quiero hacer algo que me calme y que sea divertido.
—Muy bien. Lo prometo —dijo Sean—. Mientras tanto tengo muchas ganas de volver al laboratorio con esta medicina. ¿Si me voy ahora no quedarás ya en evidencia?
—¡Vete! —le ordenó Janet—. No hay quien te aguante.
—Nos veremos en el apartamento de la playa —dijo; y se fue rápidamente antes de que Janet pudiera añadir que no estaba invitado. Luego se dio media vuelta y la saludó con la mano mientras salía del restaurante.
Mientras se apresuraba por el camino que conectaba los dos edificios, puso las manos en los bolsillos y tanteó los dos frascos. Tenía una prisa terrible por comenzar. Gracias a Janet, estaba experimentando algo de la emoción investigadora que había confiado tener cuando tomó la decisión de venir al Centro Forbes contra el Cáncer.
Robert Harris llevó la caja de cartón con las fichas de los empleados a su pequeño despacho sin ventanas y la depositó en el suelo cerca de su mesa. Se sentó, abrió la tapa de la caja y sacó la primera ficha.
Después de la conversación mantenida con el doctor Mason v la señora Richmond. Harris se había ido directamente a Personal. Con la ayuda de Henry Falworth, el jefe de personal, había compilado una lista del personal no especializado que tenía acceso a pacientes. La lista comprendía personal del servicio de comidas, que distribuía menús y anotaba los pedidos, y empleados que distribuían las comidas y recogían las bandejas. La lista comprendía también el personal de portería y de mantenimiento, que en ocasiones debía acudir a las habitaciones para realizar trabajos sueltos. Finalmente, la lista pasaba a la limpieza, las personas encargadas de limpiar las habitaciones, las salas y los vestíbulos del hospital.
En total, el número de nombres en la lista era abrumador.
Por desgracia, no tenía otro camino, aparte de la vigilancia por cámara, y sabía que esta operación sería demasiado costosa.
Averiguaría los precios y confeccionaría un presupuesto, pero sabía que el doctor Mason consideraría el costo inaceptable.
El plan de Harris consistía en examinar primero, con bastante rapidez, las cincuenta fichas para ver si algo le llamaba la atención, algo que pudiera parecer improbable o extraño. Si encontraba algo dudoso, formaría un grupo con estas fichas para investigarlas primero. Harris no era ni psicólogo ni médico, pero pensaba que una persona lo bastante desequilibrada para matar a pacientes tendría algo extraño en su historial.
La primera ficha era la de Ramón Concepción, un empleado del servicio de comidas. Concepción era un hombre de treinta y cinco años, de origen cubano, que había trabajado en el servicio de cocina de varios hoteles y restaurantes desde que tenía dieciséis años. Harris leyó su solicitud de empleo y repasó las referencias. Incluso echó una ojeada al apartado de cuida dos médicos. No había nada a destacar. Tiró la ficha al suelo.
Harris estudió una por una las fichas de su caja. No encontró nada notable hasta que llegó a Gary Wanamaker, otro empleado del servicio de comidas. En el apartado de experiencias, Gary había anotado cinco años de trabajo en la cocina de la prisión de Rikers Island en Nueva York. En la foto de la ficha, el hombre tenía pelo castaño. Harris dejó esta ficha en una punta de su mesa.
Cinco fichas después Harris sacó otra que le llamó la atención. Tom Widdicomb trabajaba en la limpieza. Lo que llamó la atención de Harris fue el hecho de que aquel hombre hubiera estudiado para técnico médico de urgencias. Había tenido una serie de empleos de limpieza después de sus estudios de técnico de urgencias, incluido un período en el Hospital General de Miami, pero la idea de que una persona que había estudiado urgencias médicas trabajara en la limpieza parecía extraña. Harris miró la foto de la ficha. El hombre tenía el pelo castaño. Harris puso la ficha de Widdicomb encima de la de Wanamaker.
Unas cuantas fichas después Harris encontró otra que despertó su curiosidad. Ralph Seaver trabajaba en la sección de mantenimiento. Aquel hombre había estado encarcelado en Indiana por violación. ¡Lo ponía exactamente así en la ficha!
Figuraba incluso en ella el teléfono del oficial que había estado encargado de controlar su libertad condicional en Indiana.
Harris movió preocupado la cabeza. No había esperado encontrar un material tan fértil. Las fichas del personal cualificado habían sido bastante aburridas comparadas con aquellas. Aparte de algunos problemas de abuso de estupefacientes y una acusación de malos tratos a menores, no había encontrado nada. Pero en aquel grupo, había estudiado sólo una cuarta parte de las fichas y ya había separado tres que merecían un estudio más detenido.
Janet, en lugar de sentarse para tomar el café en la pausa de media tarde, tomó el ascensor hasta la segunda planta y visitó la unidad de vigilancia intensiva. Las enfermeras que trabajaban allí le merecían mucho respeto. No entendía cómo conseguían resistir la tensión constante. Janet había intentado trabajar en la UVI después de graduarse. Consideró que el trabajo era estimulante desde el punto de vista intelectual, pero al cabo de unas semanas decidió que no estaba hecha para aquello. Había demasiada tensión, la comunicación con los pacientes era escasa. La mayoría de ellos no estaban en disposición de ofrecer ningún tipo de contacto. Muchos estaban in conscientes.
Janet se acercó a la cama de Gloria y la miró. Estaba aún en coma y no había mejorado, aunque ya respiraba sin asistencia mecánica. Sus pupilas ampliamente dilatadas no se habían con traído ni reaccionaban a la luz. Lo más preocupante era que su electroencefalograma indicaba muy poca actividad cerebral.
Una visitante estaba acariciando suavemente la frente de Gloria. Tenía unos treinta años y el color y los rasgos semejantes a los de Gloria. Cuando Janet levantó la cabeza, ambas se miraron.
—¿Es usted una de las enfermeras de Gloria? —preguntó la visitante. ~ Janet asintió. Podía ver que la mujer había estado llorando.
—Soy Marie —dijo—, la hermana mayor de Gloria.
—Siento mucho que haya sucedido esto —dijo Janet.
—Bueno —dijo Marie con un suspiro—. Quizá fue para bien.
De este modo ya no tendrá que sufrir más.
Janet asintió para contentar a Marie, si bien en su corazón opinaba de modo diferente. Gloria todavía tenía posibilidades de vencer el cáncer de pecho, sobre todo teniendo en cuenta su actitud positiva y optimista. Janet había visto a personas con una enfermedad en un estado más avanzado que conseguían remitir.
Janet, luchando para contener sus lágrimas, regresó a la cuarta planta. Allí se concentró de nuevo en su trabajo. Era la manera más fácil de evitar pensamientos que sólo le harían maldecir la injusticia de todo aquello. Por desgracia, el truco funcionó sólo en parte y continuó viendo la imagen del rostro de Gloria mientras le daba las gracias por haberle conectado el equipo de infusión. Pero de pronto el truco ya no fue suficiente. Se produjo una nueva tragedia que igualaba la de Gloria y que abrumó a Janet.
Un poco después de las dos, Janet puso una inyección intramuscular a un paciente cuya habitación estaba situada en el extremo más alejado del pasillo. Mientras regresaba al puesto de enfermeras, decidió entrar a ver a Helen Cabot. A primera hora de la mañana, y aproximadamente una hora después de que Janet hubiese añadido la medicación codificada en la botella del equipo de infusión de Helen y hubiese ajustado la proporción, Helen dijo que tenía dolor de cabeza.
Janet, preocupada por su estado, había llamado al doctor Mason y le había informado de la novedad. El doctor recomendó que trataran de modo leve el dolor de cabeza y pidió que le volvieran a llamar si se producía algún cambio o la situación empeoraba.
Después de administrarle un analgésico oral, el dolor de cabeza no desapareció pero tampoco empeoró. Sin embargo, Janet había visitado frecuentemente a Helen al principio y luego cada hora aproximadamente durante todo el día. La preocupación de Janet disminuyó al comprobar que el dolor de cabeza no cambiaba y que sus signos vitales y su nivel de conciencia se mantenían normales.
Ahora, casi a las 14.15 de la tarde, al entrar Janet en la habitación, vio alarmada que la cabeza de Helen colgaba hacia un lado y que había quedado fuera de la almohada. Se acercó a la cama y vio algo más preocupante: la respiración de Helen era irregular. Su ritmo aumentaba y disminuía siguiendo un esquema que indicaba una grave disfunción neurológica. Janet telefoneó al puesto de enfermeras y le dijo a Tim que tenía que hablar inmediatamente con Marjorie.
—Helen Cabot sufre un Chayne-Stoking —dijo Janet cuando se puso Marjorie, refiriéndose a la respiración de Helen.
—¡Oh, no! —exclamó Marjorie—. Voy a llamar al neurólogo y al doctor Mason.
Janet quitó la almohada y puso la cabeza de Helen en su sitio. Tomó entonces una pequeña linterna que siempre llevaba e iluminó las pupilas de Helen. No eran iguales, una estaba dilatada y no respondía a la luz. Janet se estremeció. Había leído algo al respecto. Supuso que la presión dentro del cráneo de Helen había subido tanto que una parte del cerebro se estaba herniando desde el compartimiento superior al inferior, lo cual podía poner en peligro su vida.
Janet levantó la mano y ajustó el equipo de infusión de Helen hasta el nivel de «mantenimiento abierto». De momento era lo único que podía hacer.
Pronto empezaron a llegar otras personas. Primero Marjorie y otras enfermeras. Luego entraron apresurados el neurólogo, el doctor Burt Atherton, y un anestesista, el doctor Carl Seibert. Los médicos empezaron a dar órdenes a gritos para intentar disminuir la presión en el cráneo de Helen. Luego llegó el doctor Mason, agotado por la carrera que había realizado desde el edificio de investigaciones.
Janet no había visto nunca al doctor Mason, aunque había hablado con él por teléfono. Estaba a cargo oficialmente del caso de Helen. Pero ante aquella crisis neurológica, dejó las decisiones en manos del doctor Atherton.
Por desgracia, ninguna de las medidas de emergencia dio resultado ~ el estado de Helen continuó empeorando. Se decidió practicar una intervención cerebral de urgencia. Con gran consternación de Janet, se hicieron los preparativos para trasladar a Helen al Hospital General de Miami.
—¿Por qué la trasladan? —preguntó Janet a Marjorie cuando dispuso de un momento.
—Somos un hospital especializado —explicó Marjorie—. No tenemos un servicio de neurocirugía.
Janet se escandalizó. La intervención de urgencia que necesitaba Helen debía realizarse sin pérdida de tiempo. No se necesitaba todo un servicio de neurocirugía, sino sólo un quirófano y alguien que supiera practicar un orificio en el cráneo. Las biopsias que se habían estado realizando demostraban que en el Forbes se disponía de medios para hacerlo.
Se realizaron los preparativos a un ritmo frenético, y dejaron a Helen lista para partir. La trasladaron de la cama a una camilla. Janet ayudó en el traslado moviendo primero los pies de Helen y luego corriendo a su lado y sosteniendo en lo alto la botella del equipo de infusión, mientras otros empujaban apresuradamente la camilla hacia el ascensor. En el ascensor, la situación de Helen empeoró. Su respiración, que era irregular cuando Janet entró en su habitación, se paró completamente. El rostro pálido de Helen comenzó rápidamente a volverse azul. Por segunda vez aquel día, Janet inició la reanimación boca a boca, mientras el anestesista gritaba pidiendo a alguien que le trajeran un tubo endotraqueal y un ambubalón. Cuando llegaron a la primera planta, el ascensor se detuvo, se abrieron las puertas y entró corriendo una de las enfermeras de la cuarta planta. Otra sujetó las puertas para que no se cerraran. Janet continuó con sus esfuerzos hasta que el doctor Seibert la hizo a un lado e introdujo hábilmente el tubo endotraqueal. Después de conectar el ambubalón empezó a insuflar los pulmones de Helen hasta cerca de su capacidad total. El color azulado en el rostro de Helen se transformó en un blanco de alabastro translúcido.
—Bueno, adelante —gritó el doctor Seibert.
El grupo apretado empujó rápidamente a Helen hacia la recepción de ambulancias. Allí plegaron las ruedas de la camilla y la introdujeron en el vehículo que estaba esperando. El doctor Seibert subió al vehículo con Helen para mantener su respiración. Alguien cerró las puertas de golpe y las aseguró.
La ambulancia, con su faro destellante y su sirena ensordecedora, salió a gran velocidad del aparcamiento y desapareció dando la vuelta al edificio.
Janet se volvió para mirar a Marjorie, que estaba al lado del doctor Mason. Le estaba consolando con la mano sobre su hombro.
—No me lo esperaba —dijo el doctor Mason con voz entre cortada—. Supongo que tenía que estar preparado. Tenía que suceder por fuerza. Hemos tenido tanta suerte con nuestros tratamientos de meduloblastoma… Cada éxito me hacía pensar que quizá podríamos evitar una tragedia como esta.
—Tienen la culpa los de Boston —dijo la señora Richmond. Había aparecido en escena poco antes de que la ambulancia se fuera—. Tenían que habernos hecho caso. La retuvieron demasiado tiempo.
—Teníamos que haberla ingresado en la UVI —dijo el doctor Mason—. Pero su estado era muy estable.
—Quizá en el Hospital General puedan salvarla —dijo Marjorie, intentando demostrar optimismo.
—Sería un milagro —dijo el doctor Atherton—. Está bastante claro que su uncus se ha herniado debajo del cáliz y está comprimiendo la médula oblongata.
Janet se reprimió y no le dijo que se guardara sus pensamientos. Le disgustaba profundamente que algunos médicos recurrieran a su jerga para ocultarse detrás de ella.
De repente, como obedeciendo a una consigna invisible, el grupo entero se dio media vuelta y desapareció por las puertas oscilantes de la entrada de ambulancias del Forbes. Janet quedó fuera. Quizá prefería estar sola. Todo había quedado de pronto muy tranquilo allí, junto al césped. Un enorme baniano adornaba el lugar. Detrás del baniano había un árbol en flor que Janet no había visto nunca. Le acariciaba el rostro una brisa tropical cálida y húmeda. Pero el agradable panorama estaba todavía dominado por la sirena ondulante de la ambulancia que se alejaba. Janet pensó que estaba escuchando las campanadas de muerte para Helen Cabot.
Tom Widdicomb recorría nerviosamente las habitaciones de la casa de campo de su madre, gritando y maldiciendo. Estaba tan crispado que apenas podía quedarse sentado. Tan pronto tenía calor como un frío intenso. Se sentía enfermo.
Se había sentido tan mal que hasta había ido a decírselo a su supervisor. El supervisor le mandó a casa y comentó que estaba pálido. Incluso notó que temblaba.
—Tiene usted todo el fin de semana por delante —había dicho el supervisor—. Acuéstese y descanse. Probablemente tiene un poco de gripe.
De modo que Tom se había marchado a casa, pero no había podido descansar. Janet Reardon tenía la culpa de todo. Tom había estado a punto de sufrir un ataque cardíaco cuando Janet llamó a la puerta de Gloria y entró minutos después de que él la hubiera puesto a descansar en paz. Tom, aterrorizado, se escondió en el cuarto de baño con la certeza de que le habían atrapado. Se había sentido tan desesperado que llegó a sacar su revólver.
Pero el alboroto que se produjo en la habitación le permitió salir del baño y escapar sin que nadie notara su presencia.
Había podido escabullirse hasta el vestíbulo con su balde.
El problema era que Gloria seguía viva. Janet Reardon la había salvado y Gloria seguía sufriendo, pero ahora quedaba fuera de su alcance. La habían llevado a la unidad de vigilancia intensiva, adonde Tom no tenía acceso.
Por eso Alice todavía no le hablaba. Tom había estado suplicando, pero no había conseguido nada. Alice sabía que hasta que no sacaran a Gloria de la unidad de vigilancia intensiva y la llevaran a una habitación privada, Tom no podría acercarse a ella.
Y ahí entraba Janet Reardon. Para Tom, esa mujer era un ser demoníaco destinado a destruir la vida que él y su madre habían creado. Sabía que debía acabar con ella. Pero ahora ya no sabía dónde vivía. Su nombre ya no estaba en el fichero de la residencia que guardaba la administración. Había cambiado de domicilio.
Tom miró el reloj. Sabía que el turno de Janet terminaba a la misma hora que hubiera terminado el suyo, a las tres de la tarde. Pero sabía también que las enfermeras se quedaban un poco más para terminar sus informes. Tenía que estar en el aparcamiento cuando ella saliera. Así podría seguirla hasta su casa y disparar contra ella. Si era capaz de eso, Alice rompería, con casi toda seguridad, ese petulante silencio y le volvería a hablar.
—¡Helen Cabot ha muerto! —repitió Janet mientras las lágrimas acudían a sus ojos.
No era habitual en ella, como profesional, llorar por la muerte de un paciente, pero estaba especialmente sensible porque había habido dos tragedias en el mismo día. Además, la respuesta de Sean la decepcionaba. Sean estaba más interesado en descubrir dónde estaba el cadáver de Helen que en lamentar su muerte.
—Ya me doy cuenta de que ha muerto —dijo Sean tranquilizándola—. Y no quiero parecer cruel. En parte respondo así para camuflar el dolor que siento. Helen era una persona excelente. Es realmente una lástima. ¡Y pensar que su padre di rige una de las mayores empresas de informática del mundo!
—¿Y qué tiene que ver eso? —dijo Janet irritada mientras se secaba las lágrimas con el nudillo del dedo índice.
—No, nada —admitió Sean—. Sólo, que la muerte lo iguala todo. Nada cambia aunque tengas todo el dinero del mundo.
—¿Te has vuelto filósofo ahora? —dijo Janet secamente.
—Todos los irlandeses somos filósofos —dijo Sean—. Así sobrellevamos la tragedia de nuestras vidas.
Estaban sentados en la cafetería, donde Sean había acudido después de que Janet le llamara. Ella le citó allí después de terminar su informe, antes de dirigirse al apartamento. Le dijo que necesitaba hablar con él.
—No quiero que te enfades —siguió diciendo Sean—. Pero estoy realmente interesado en saber adónde han llevado el cadáver de Helen. ¿Está aquí?
—No, no está aquí —dijo Janet mirando al techo—. Sinceramente, no sé dónde está. Pero supongo que está en el Hospital General de Miami.
—¿Por qué iba a estar allí? —preguntó Sean inclinándose por encima de la mesa hacia ella.
Janet le contó todo lo sucedido y añadió que le parecía indignante que no hubieran podido practicar una craneotomía de emergencia en el Forbes.
—Estaba realmente en las últimas —dijo Janet—. No tenían que haberla trasladado. Ni siquiera llegó al quirófano. Oí que había muerto en la sala de urgencias del Hospital General.
—¿Qué te parece si tú y yo nos acercamos hasta allí? —propuso Sean—. Me gustaría encontrarla.
Por un momento, Janet pensó que Sean bromeaba. Hizo rodar los ojos de nuevo, convencida de que Sean estaba a punto de contar algún chiste morboso.
—Estoy hablando en serio —dijo Sean—. Es posible que le hagan la autopsia. Me encantaría tener una muestra de tumor.
Y de paso, me gustaría conseguir un poco de sangre e incluso algo de líquido cerebroespinal.
Janet tuvo un estremecimiento de repugnancia.
—¡Por favor! —dijo Sean—. Recuerda que estamos los dos metidos en esto. Siento muchísimo que Helen haya muerto, y tú sabes que es verdad. Pero ahora que ha muerto, debemos concentrarnos en la ciencia. Entraremos en el hospital sin dificultad, tú con el uniforme de enfermera y yo con la bata blanca. De hecho, vale la pena que nos llevemos algunas jeringas por si acaso.
—¿Por si acaso qué? —preguntó Janet.
—Por si acaso las necesitamos —dijo Sean guiñándole un ojo con complicidad—. Es mejor estar preparado —añadió.
Janet fue incapaz de resistirse, quizá porque Sean era el mejor vendedor del mundo o quizá porque ella ya estaba al límite de sus fuerzas. Al cabo de quince minutos se encontró subiendo en el asiento del 4×4 de Sean para dirigirse a un hospital donde nunca había estado, con la esperanza de obtener tejido cerebral de una de sus pacientes, que acababa de expirar.
—Ahí está.
Sterling señaló a Sean Murphy a través del parabrisas del coche para que Wayne Edwards lo viera. Wayne era un negro americano de aspecto formidable, cuyos servicios Sterling con trataba siempre que tenía algún asunto en el sur de Florida.
Wayne había sido sargento del ejército, policía y hombre de negocios pero acabó dedicándose a los trabajos de seguridad.
Había tenido tantos oficios como Sterling y, al igual que él, aprovechaba ahora su amplia experiencia en una profesión parecida. Wayne era investigador privado y si bien se había especializado en disputas familiares, también podía hacerse cargo eficazmente de otras situaciones. Sterling le había conocido varios años atrás cuando ambos representaban a un poderoso jefe de empresa de Miami.
—Parece un tipo fuerte —dijo Wayne, que se enorgullecía de emitir juicios rápidos.
—Creo que lo es —dijo Sterling—. En Harvard era una estrella del hockey y habría podido jugar profesionalmente si hubiera querido.
—Y la chica, ¿quién es? —preguntó Wayne.
—Una de las enfermeras, claro —dijo Sterling—. Ignoro sus líos de faldas.
—Es un bombón —dijo Wayne—. ¿Qué sabes de Tanaka Yamaguchi? ¿Lo has visto últimamente?
—No, no lo he visto —dijo Sterling—. Pero creo que lo veré pronto. Mi contacto en la AFA me dijo que la avioneta de Sushita acaba de comunicar un plan de vuelo a Miami.
—Parece que se avecinan acontecimientos —dijo Wayne.
—En cierto modo así lo espero —dijo Sterling—. Nos permitiría solucionar este problema.
Wayne puso en marcha su Mercedes 420SEL verde oscuro.
Los cristales eran muy ahumados y desde el exterior era difícil ver su interior, especialmente con sol. Separó el vehículo de la acera y se dirigió hacia la salida. Hacía media hora que había cambiado el turno de trabajo en el hospital, de modo que el tráfico para salir del aparcamiento era intenso. Dejó que varios coches pasaran entre el de Sean y el suyo. Cuando estuvieron en la Doce, se dirigieron hacia el norte por encima del río Miami.
—Hay bocadillos y bebidas en la nevera del asiento de atrás —dijo Wayne señalando con la cabeza por encima del hombro.
—Qué buena idea —dijo Sterling.
Esa era una de las cosas que le gustaban de Wayne. Era muy previsor.
—Vaya, vaya —dijo Wayne—. Ha sido un viaje corto. Ya están saliendo.
—se es otro hospital, ¿verdad? —preguntó Sterling y se inclinó hacia delante para examinar el edificio al que Sean se acercaba.
—Estamos en zona de hospitales —dijo Wayne—. No se puede avanzar una milla sin topar con uno de ellos. Pero se dirigen al hospital madre de todos. se es el Hospital General de Miami.
—¡Qué curioso! —dijo Sterling—. Quizá la enfermera trabaja aquí.
—Uy, uy —dijo Wayne—. Creo que tenemos compañía.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sterling.
—¿Ves ese Caddy verde limón detrás nuestro? —preguntó Wayne.
—Es difícil no verlo —dijo Sterling.
—Lo he estado observando desde que cruzamos el río Miami —dijo Wayne—. Tengo la inequívoca impresión de que está siguiendo a nuestro señor Murphy. No hubiera reparado en él si no hubiese tenido yo también un cacharro de esos en mi juventud. El mío era granate. Un buen coche, pero una lata para aparcar en fila.
Ambos miraron a Sean y a su acompañante entrar en el hospital por la puerta de emergencia. No muy lejos de ellos iba el hombre que había llegado en el Cadillac verde limón.
—Creo que mi impresión inicial es acertada —dijo Wayne—. Me parece que ese tío les sigue la pista más de cerca que nosotros.
—No me gusta nada todo esto —dijo Sterling. Abrió la puerta del copiloto, salió y lanzó una mirada al rechoncho Cadillac. Luego se inclinó para hablar con Wayne—. Este no es el estilo de Tanaka, pero no podría jurarlo. Voy a entrar. Si Murphy sale, síguele. Si el tipo del Cadillac sale primero, síguele a él.
Estaremos en contacto por el teléfono celular.
Sterling agarró su teléfono portátil y se apresuró detrás de Tom Widdicomb, que estaba subiendo las escaleras junto a la recepción de ambulancias situada delante de la sala de urgencias del Hospital General.
Sean y Janet no tardaron en encontrar el departamento de patología gracias a un médico residente al que abordaron en la sala de urgencias y quien les dio las instrucciones para llegar hasta allí. Una vez dentro Sean buscó a otro médico residente, y dijo a Janet que bastaba sacar información a los médicos residentes y las enfermeras para descubrir todo cuanto uno quisiera saber sobre un hospital.
—No me tocan autopsias este mes —dijo el médico residente, intentando escabullirse.
Sean le cortó el paso y le preguntó:
—¿Cómo puedo saber si un paciente está en la lista de autopsias?
—¿Tiene el número de su ficha médica? —preguntó el médico residente.
—Sólo tengo el nombre —dijo Sean—. Falleció en la sala de urgencias.
—Entonces es probable que no haya habido autopsia —dijo el médico residente—. Las personas fallecidas en urgencias suelen asignarse al médico forense.
—¿Cómo podría asegurarme de ello? —insistió Sean.
—¿Cómo se llama la paciente?
—Helen Cabot —respondió Sean.
El médico residente, con gran amabilidad, se acercó a un teléfono de pared cercano e hizo una llamada. Tardó menos de dos minutos en cerciorarse de que Helen Cabot no estaba en la lista de las autopsias.
—¿Dónde llevan los cadáveres? —preguntó Sean.
—A la morgue —dijo el médico residente—. Está en el sótano. Tomen los ascensores principales hasta el sótano I y sigan las indicaciones en rojo con una gran M.
Mientras el residente se alejaba apresuradamente, Sean miró a Janet y le preguntó:
—¿Te atreves? Si la encontramos sabremos con certeza su estado. Quizá hasta podamos conseguir un poco de fluido corporal.
—Ahora no me voy a echar atrás —dijo Janet con resignación.
Tom Widdicomb se sentía ahora más tranquilo que en todo el día. Al principio se había desanimado cuando Janet apareció con un hombre joven vestido con bata blanca, pero las cosas fueron mejorando cuando ambos se dirigieron directamente al Hospital General. Tom, que había trabajado allí, se conocía el lugar de cabo a rabo. Sabía también que el Hospital General estaría lleno de gente a esa hora del día, ya que el horario de visitas acababa de empezar. Y las multitudes equivalían al caos. Tal vez tendría suerte con Janet y ni siquiera debería seguirla hasta su casa. Y si había que disparar también al tipo de la bata blanca, peor para él.
No le había resultado fácil seguir a la pareja dentro del hospital, especialmente cuando llegaron a patología. Tom había pensado que los había perdido y estuvo a punto de regresar al aparcamiento para vigilar el 4X4, cuando de pronto volvieron a aparecer. Janet se le acercó tanto que estaba seguro de que le había reconocido. Tuvo mucho miedo, pero afortunadamente no hizo ningún movimiento. Tom, temiendo que Janet chillara como lo había hecho en la residencia Forbes, empuñó la pistola dentro del bolsillo. Si Janet hubiera chillado, habría tenido que disparar allí mismo.
Pero Janet desvió la mirada sin reaccionar. Era evidente que no le había identificado. Tom se sintió más seguro y siguió a la pareja desde más cerca. Incluso bajó en el mismo ascensor que ellos, cosa que no se hubiera atrevido a hacer cuando subían a la planta de patología.
El amigo de Janet apretó el botón de Sótano I y Tom quedó extasiado. El lugar que más le gustaba del Hospital General de Miami era el sótano. Cuando trabajaba en el hospital, se escabullía allí muchas veces para visitar la morgue o para leer el periódico. Se conocía el laberinto de túneles como la palma de la mano.
Tom volvió a temer que Janet le reconociera cuando en el primer piso se apeó todo el mundo excepto un médico y un empleado de la limpieza con uniforme. Pero Janet no logró recordarlo ni siquiera con tan poca gente entre ellos para pasar desapercibido. Cuando el ascensor llegó al sótano, el médico y el empleado de la limpieza giraron hacia la derecha y se alejaron caminando deprisa. Janet y Sean se detuvieron un instante, mirando en ambas direcciones y luego se dirigieron hacia la izquierda.
Tom esperó dentro del ascensor hasta que las puertas comenzaron a cerrarse. Las sujetó entonces para mantenerlas abiertas, salió del ascensor y siguió a la pareja guardando una distancia de unos quince metros. Metió la mano en el bolsillo y empuñó la pistola. Llegó a poner el dedo entre el gatillo y el seguro.
Cuanto más se alejaban de los ascensores, más le gustaba.
Aquel era el marco perfecto para lo que debía hacer. Le parecía increíble haber tenido tanta suerte. Estaban entrando en una zona del sótano que pocas personas visitaban. Los únicos sonidos eran sus pisadas y el ligero silbido de las conducciones de vapor.
—Este lugar parece un auténtico Hades —dijo Sean—. Me pregunto si nos hemos perdido.
—No ha habido ninguna desviación desde el último letrero con una M —dijo Janet—. Creo que vamos bien.
—¿Por qué siempre instalan la morgue en sitios tan aislados? —dijo Sean—. Hasta la iluminación es mala.
—Probablemente esté cerca de un muelle de descarga —dijo Janet. Luego señaló hacia delante—. Ahí hay otro letrero.
Vamos por buen camino.
—Creo que quieren dejar sus fallos lo más lejos posible —bromeó Sean—. No sería una buena propaganda situar la morgue cerca de la entrada principal.
—Me olvidé de preguntarte qué tal te fue con el medicamento que conseguí.
—No he avanzado mucho —reconoció Sean—. Sólo he comenzado una electroforesis de gel.
—Muy claro —dijo Janet sarcásticamente.
—Es realmente simple —dijo Sean—. Supongo que la medicina está compuesta de proteínas porque sin duda están aplicando algún tipo de inmunoterapia. Todas las proteínas tienen cargas eléctricas y, por lo tanto, se desplazan dentro de un campo eléctrico. Cuando las dispersas en un gel específico, que las recubre con una carga uniforme, se desplazan de modo diferente según su tamaño. Quiero saber cuántas proteínas estoy manejando y cuál es su peso molecular aproximado. Es un primer paso.
—Confío en que tus resultados justifiquen lo que me costó conseguir el medicamento —dijo Janet.
—No te imagines que con esta única muestra ya has cumplido —dijo Sean—. Quiero que la próxima vez me traigas muestras de Louis Martin.
—No creo que pueda volver a hacerlo —dijo Janet—. No puedo romper más frascos. Si lo hago, seguro que sospechan de mí.
—Utiliza un método diferente —propuso Sean—. Además, no necesito tanto.
—Pensé que te convendría más tener el frasco entero —dijo Janet.
—Quiero comparar los medicamentos de los diferentes pacientes —dijo Sean—. Quiero averiguar en qué se diferencian.
—No es seguro que sean diferentes —dijo Janet—. Cuando subí a la oficina de la señora Richmond para buscar otro frasco, lo cogió de un gran depósito. Tuve la sensación de que tratan a todos con las dos mismas drogas.
—Eso no me lo trago —dijo Sean—. Cada tumor es diferente antihigiénicamente, incluso lo es el mismo tipo de tumor. Un cáncer celular de una persona será diferente antihigiénicamente del mismo tipo de cáncer en otra persona. Incluso será antihigiénicamente distinto si surge como un nuevo tumor en la misma persona. Y los tumores antihigiénicamente distintos requieren anticuerpos diferentes.
—Quizá administran el mismo medicamento hasta que practican la biopsia del tumor —sugirió Janet.
Sean la miró con cierta admiración.
—Esa es una posibilidad —dijo.
Al final doblaron una esquina y se encontraron frente a una gran puerta aislada. Un rótulo metálico a la altura del pecho rezaba: «Morgue. Prohibida la entrada sin autorización». Junto a la puerta había varios interruptores.
—Vaya —dijo Sean—. Al parecer nos estaban esperando. Esa cerradura automática impresiona bastante. Y no me traje mis herramientas.
Janet avanzó y empujó la puerta. Esta se abrió.
—Retiro lo que dije —dijo Sean—. Al parecer no nos esperaban. Al menos hoy.
Una corriente de aire frío salió de la habitación y se deslizó entre sus piernas. Sean apretó el interruptor de la luz. Durante una décima de segundo no hubo respuesta. Luego destelló la cruda luz de los fluorescentes.
—Tú primero —dijo Sean caballerosamente.
—La idea fue tuya —dijo Janet—. Así que tú primero.
Sean entró y Janet le siguió inmediatamente. Gruesos pilares de carga de hormigón armado impedían ver el espacio entero, pero evidentemente la sala era grande. Había viejas camillas esparcidas desordenadamente por la habitación. Cada una de ellas contenía un cadáver amortajado. La temperatura, según el indicador de la puerta, era de 9 grados.
Janet se estremeció.
—Esto no me gusta.
—Este sitio es enorme —dijo Sean—. O bien los arquitectos tenían muy mala opinión de la competencia del personal médico, o bien preveían un desastre nacional.
—Acabemos de una vez —dijo Janet, apretándose el cuerpo con los brazos.
El aire frío era húmedo y penetrante. El olor correspondía al de un sótano húmedo y enmohecido que hubiera estado cerrado durante años.
Sean tiró de una sábana.
—¡Ah, hola! —dijo.
El rostro sangriento y medio aplastado de un obrero de la construcción le estaba mirando fijamente. Llevaba aún puesta su ropa de trabajo. Sean le cubrió con la sábana y pasó al siguiente.
Janet, a pesar de la repugnancia que sentía, hizo lo mismo avanzando en dirección opuesta.
—Lástima que no estén en orden alfabético —dijo Sean—. Debe de haber unos cincuenta cadáveres aquí. Esta es una escena que la Cámara de Comercio de Miami no desearía divulgar en el Norte.
—¡Sean! —tuvo que gritar Janet, porque ya estaban un poco alejados—. Tus bromas me parecen de mal gusto.
Estaban en aquel momento en los extremos opuestos de uno de los pilares de cemento.
—Vamos, Helen —empezó a decir Sean con un sonsonete infantil—. Sal ya, sal, donde quiera que estés.
—Eso es especialmente grosero —dijo Janet.
Tom Widdicomb estaba embargado de emoción. Incluso su madre había decidido romper su largo silencio para decirle lo listo que había sido al seguir a Janet y a su amigo hasta el Hospital General. Tom estaba familiarizado con la morgue. No podía haber encontrado un lugar mejor para ejecutar su proyecto.
Tom se acercó a la puerta aislada y sacó la pistola del bolsillo. Con la pistola empuñada en la mano derecha, empujó la gruesa puerta, la abrió y miró al interior. Al no ver a Janet ni a su amigo, entró en la morgue y dejó que la puerta se cerrara detrás de él. No podía ver a la pareja pero podía oírla. Oyó claramente a Janet decir al hombre de la bata blanca que se callara.
Tom agarró el pomo metálico de la pesada cerradura de la puerta y lo giró despacio. El pestillo se corrió silenciosamente.
Cuando Tom trabajaba en aquel hospital, no se había utilizado nunca aquella cerradura. Incluso dudaba de que existiera la llave. Al cerrar la puerta se aseguraba de que nadie le moles tara.
—Eres un chico listo —le susurró Alice al oído.
—Gracias, mamá —respondió igualmente Tom.
Tom, sosteniendo la pistola con ambas manos tal como había visto en la televisión, avanzó hacia la columna de hormigón más cercana. Por las voces de Janet y de su amigo, podía saber que se encontraban justo al otro lado de ella.
—Algunos hace bastante tiempo que están aquí —dijo Sean—. Parece como si se hubieran olvidado de ellos.
—Eso mismo estaba pensando yo —dijo Janet—. No creo que el cadáver de Helen Cabot esté aquí. Lo habrían dejado cerca de la puerta. Al fin y al cabo, murió hace sólo unas cuantas horas.
Sean estaba a punto de asentir cuando las luces se apagaron.
No había ventanas y la puerta estaba bien protegida con una cinta de aislamiento, por lo que el local quedó no solamente a oscuras, sino absolutamente negro, como el fondo arremolinado de un agujero negro.
En el instante en que se apagaron las luces, se oyó un chillido desgarrador seguido de gemidos histéricos. Al principio Sean pensó que era Janet; pero había visto dónde se encontraba antes de que las tinieblas los envolvieran a los dos, y los gritos parecían proceder de detrás de la pared, cerca de la puerta de entrada.
«Si no era Janet —pensó Sean—, ¿quién era?». Aquella angustia era contagiosa. En condiciones normales aquella oscuridad repentina no hubiera alterado a Sean, pero combinada allí con el terrorífico aullido, sintió auténtico miedo. Lo que le impidió perder el control fue su preocupación por Janet.
—Odio la oscuridad —gritó una voz de repente entre los gemidos—. ¡Ayúdenme!
Sean no sabía qué hacer. De la dirección del aullido empezaron a llegar ruidos frenéticos y convulsos. Se oyó chocar camillas entre sí y el ruido de cadáveres cayendo al suelo de cemento.
—¡Socorro! —chillaba la voz.
Sean pensó que diría algo para intentar calmar al angustiado individuo, pero no estaba seguro de que fuera una buena idea.
Incapaz de decidirse, permaneció callado.
Siguieron oyéndose choques de camillas y luego un ruido sordo, como si alguien hubiera chocado contra la puerta de seguridad. A continuación sonó un chasquido mecánico.
Durante unos segundos se proyectó un poco de luz sobre la columna de cemento y Sean alcanzó a ver a Janet tapándose la boca con las manos. Estaba sólo a unos seis metros de él.
Luego la oscuridad volvió a cubrirlos como una pesada manta.
Esta vez acompañada del silencio.
—¿Janet? —dijo Sean en voz baja—. ¿Estás bien?
—Sí —contestó—. Dios mío, ¿qué ha sido eso?
—Acércate hacia mí —dijo Sean—. Yo me acerco hacia ti.
—De acuerdo —dijo Janet.
—Este lugar es de locos —dijo Sean, que quería seguir ha blando mientras avanzaban a tientas uno hacia el otro—. Pensé que el Centro Forbes era extraño, pero este lugar se lleva la palma. Recuérdame que no solicite plaza aquí para las prácticas de interno.
Al final sus manos se encontraron. Agarrados, fueron abriéndose camino entre las camillas en dirección a la puerta.
Sean tocó ligeramente con el pie un cadáver tirado en el suelo y advirtió a Janet para que no lo pisara.
—Esto me dará pesadillas durante el resto de mi vida —dijo Janet.
—Es peor que Stephen King —dijo Sean.
Sean topó con la pared. Luego fue avanzando lateralmente hasta tocar la puerta. La abrió de un empujón y ambos se encontraron en el pasillo desierto, deslumbrados por la luz.
Sean acarició el rostro de Janet con las manos.
—Lo siento —dijo.
—Una nunca se aburre contigo —dijo Janet—. Pero no ha sido culpa tuya. Además, conseguimos salir. Vámonos de aquí.
Sean la besó en la punta de la nariz.
—Estoy completamente de acuerdo.
La pequeña ansiedad por si les costaba encontrar los ascensores resultó infundada. A los pocos minutos los dos estaban montados en el 4×4 de Sean y se dirigían hacia la salida del aparcamiento.
—¡Qué alivio! —dijo Janet—. ¿Tienes idea de lo que pasó ahí dentro?
—No, ni idea —dijo Sean—. Fue muy raro. Como si lo hubieran preparado todo para matarnos de miedo. Quizá en el sótano viva algún gnomo que gasta la misma broma a todo el mundo.
Cuando estaban a punto de salir del aparcamiento, Sean frenó de repente sin que apenas Janet tuviera tiempo de sujetarse con las manos al salpicadero.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó.
—Mira lo que tenemos aquí —dijo Sean señalando hacia delante—. ¡Qué oportuno! Ese edificio de ladrillos es el despacho del inspector médico. No tenía ni idea de que estaba tan cerca. Creo que el destino nos está señalando que el cadáver de Helen se encuentra ahí. ¿Qué te parece?
—La idea no me entusiasma —reconoció Janet—. Pero ya que estamos…
—¡Eso esperaba de ti! —dijo Sean.
Sean aparcó en el aparcamiento para visitantes, y ambos entraron en el moderno edificio. Dentro, se acercaron a un mostrador de información. Una mujer de color les preguntó cordialmente si podía servirles en algo.
Sean dijo que él era estudiante de medicina y Janet enfermera. Pidió hablar con uno de los inspectores médicos.
—¿Con cuál? —preguntó la recepcionista.
—Con el director, por ejemplo —propuso Sean.
—El jefe está de viaje —dijo la recepcionista—. ¿Qué le parece hablar con el subdirector?
—Perfecto —dijo Sean.
Después de una corta espera les hicieron pasar a través de una puerta de cristal y les condujeron a un despacho que hacía esquina. El subdirector era el doctor John Stasin. Era tan alto como Sean pero de constitución más delgada. Parecía realmente contento de que Sean y Janet hubieran aparecido por allí.
—La enseñanza es una de nuestras funciones principales —dijo orgullosamente—. Siempre hemos deseado que la comunidad profesional se interese activamente por nuestro trabajo.
—Nos interesa un paciente determinado —dijo Sean—. Se llama Helen Cabot. Ha muerto esta tarde en la sala de urgencias del Hospital General de Miami.
—El nombre no me suena —dijo el doctor Stasin—. Esperen un minuto, voy a llamar al piso de abajo. —Descolgó el teléfono, mencionó el nombre de Helen, asintió y dijo «sí» varias veces, luego colgó. Todo había sucedido con gran rapidez. Era evidente que el doctor Stasin no perdía el tiempo—. La paciente llegó hace varias horas —dijo el doctor Stasin—. Pero no está en la lista de autopsias.
—¿Por qué no? —preguntó Sean.
—Por dos motivos —dijo el doctor Stasin—. Primero porque tenía un cáncer cerebral demostrado y su médico quiere que esta sea la causa oficial de su fallecimiento. Segundo porque la familia se ha manifestado en contra de que le practiquemos aquí la autopsia. En tales circunstancias, pensamos que es mejor no hacerlo. Contrariamente a lo que cree la gente, nosotros respetamos los deseos de la familia, a menos, claro está, de que haya indicios comprometedores, o cuando consideramos que una autopsia puede ser, por algún motivo, de interés público.
—¿Hay alguna posibilidad de obtener muestras de tejido? —preguntó Sean.
—No, si no practicamos la autopsia —dijo el doctor Stasin—. Si la practicamos, los tejidos eliminados pueden utilizarse se aún nos parezca conveniente. Pero como la paciente no está en lista, los derechos de propiedad los tiene la familia. Además, la Funeraria Emerson se ha llevado ya el cadáver y mañana lo trasladará a Boston.
Sean dio las gracias al doctor Stasin por el tiempo que les había dedicado.
—No hay de qué —dijo—. Estamos aquí todos los días.
Llámennos si podemos ayudarles en algo.
Sean y Janet recorrieron de nuevo el camino hasta el coche.
El sol se estaba poniendo; la hora punta estaba en su momento más alto.
—No es normal encontrar a una persona tan amable —dijo Janet.
Sean se limitó a encogerse de hombros. Apoyó la frente contra el volante.
—Esto es deprimente —dijo—. Nada nos sale bien.
—Soy yo la que debería estar triste —le recordó Janet, viendo que de pronto se ponía taciturno.
—La melancolía es una característica de los irlandeses —dijo Sean—. No me quites esto. Quizá todas estas dificultades llevan un mensaje implícito, por ejemplo que debería regresar a Boston y ponerme a trabajar en serio. Creo que no debí haber venido nunca.
—Vamos a comer algo —dijo Janet. Quería cambiar de tema—. Podemos volver al restaurante cubano de la playa.
—Creo que no tengo hambre —dijo Sean.
—Ya verás que un poco de arroz con pollo puede cambiarlo todo —dijo Janet—. Estoy segura.
Todas las luces estaban encendidas en casa de Tom Widdicomb, a pesar de que aún no había oscurecido completamente.
Pero pronto estaría oscuro y eso asustaba a Tom. No le gustaba la oscuridad. Habían transcurrido varias horas desde el terrible episodio en la morgue del Hospital General, sin embargo Tom seguía temblando. Su madre le había hecho algo parecido cuando tenía seis años. Él se había enfadado cuando le prohibió tomar más helado, y la amenazó con contar a su profesor que dormían juntos si no le dejaba tomar un poco más. La respuesta de su madre fue encerrarle en un armario toda la noche. Había sido su peor experiencia. Desde entonces tenía miedo a la oscuridad y a los armarios.
Tom no tenía ni idea de por qué se habían apagado las luces en la morgue. Pero era significativo que cuando finalmente encontró la puerta y la abrió, estuviera a punto de chocar con un hombre vestido con traje y corbata. Tom llevaba aún la pistola en la mano, por lo que el hombre retrocedió y le dio la oportunidad de huir a toda velocidad por el pasillo. El hombre le había perseguido, pero Tom le despistó fácilmente en el laberinto, que tan bien conocía, de túneles, pasillos y habitaciones que se comunicaban. Cuando Tom salió del sótano por una puerta que daba al aparcamiento a través de una escalera exterior no vio a su perseguidor por ninguna parte.
Aún aterrorizado, llegó a su coche corriendo, arrancó y se dirigió hacia la salida del aparcamiento. Temía que la persona que le había perseguido en el sótano hubiera podido ir más deprisa que él, así que iba vigilando mientras conducía, y como el aparcamiento estaba bastante vacío a aquella hora, vio casi inmediatamente el Mercedes verde.
Tom pasó de largo frente a la puerta de salida habitual del Hospital General y salió por otra que apenas se utilizaba.
Cuando el Mercedes verde hizo la misma maniobra, Tom se dio cuenta de que le estaban siguiendo. Se concentró entonces en perder de vista al coche de atrás aprovechando la hora punta de la tarde. Gracias a un semáforo y a varios coches que se habían interpuesto entre ellos, Tom pudo acelerar y despistar al Mercedes. Estuvo conduciendo sin rumbo durante media hora para asegurarse de que ya no le seguían. Luego regresó a casa.
—No debías haber entrado en el Hospital General de Miami —dijo Tom, en tono de reprimenda para complacer a su madre—. Tenías que haberte quedado fuera, esperar y seguirla hasta su casa.
Tom aún no sabía dónde vivía Janet.
—¡Alice, háblame! —gritó.
Pero Alice no decía ni una palabra.
Lo único que se le ocurrió a Tom era esperar a que Janet saliera el sábado del trabajo, y seguirla. Esta vez tendría más cuidado. Y dispararía.
—Ya lo verás, mamá —dijo Tom mirando el congelador—. Ya lo verás.
Janet tenía razón, aunque Sean no parecía dispuesto a admitir lo. Sobre todo le habían reanimado de modo especial las tacitas de café cubano. Incluso quiso imitar a los de la mesa vecina apurando de golpe cada tacita, como si fueran tragos de alcohol, y dejando que cayera en su estómago, como un bolo, el líquido fuerte, espeso y dulce. El sabor era intenso y le había producido casi enseguida una cierta euforia.
La actitud optimista de Janet también ayudaba a Sean a superar su desaliento, pues a pesar de haber tenido un día muy difícil y sufrido el episodio en el Hospital General, había encontrado la energía suficiente para conservar el optimismo.
Recordó a Sean que los dos días de esfuerzos habían cundido bastante. Tenían las treinta y tres fichas de los antiguos pacientes con meduloblastoma y Janet había podido conseguir dos frascos de la medicina secreta.
—Creo que hemos avanzado bastante —dijo Janet—. A este paso, seguro que llegamos a descubrir por qué el Forbes conseguía tratar con éxito a estos pacientes. ¡Venga, anímate! ¡Lo conseguiremos!
El entusiasmo de Janet y la cafeína se combinaron finalmente y reanimaron a Sean.
—Vamos a averiguar dónde está la Funeraria Emerson —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Janet, recelosa de una propuesta de ese tipo.
—Podemos darnos una vuelta en el coche —dijo Sean—. Quizá trabajan hasta tarde, y puedan darnos una muestra.
La funeraria estaba en la North Miami Avenue cerca del cementerio de la ciudad y del Biscayne Park. Era un edificio victoriano de dos plantas, recubierto de madera, bien conservado y con buhardilla. Estaba pintado de blanco, tenía el tejado de pizarra gris y lo rodeaba por tres lados un amplio porche. Daba la impresión de que había sido una casa particular.
El resto del barrio no era muy acogedor. Los edificios contiguos eran bloques de hormigón. Había una tienda de licores a un lado y al otro un almacén de ferretería. Sean aparcó directamente frente a la zona de descarga.
—No creo que esté abierto —dijo Janet, levantando la mirada al edificio.
—Hay mucha luz —dijo Sean. Todas las luces de la planta baja estaban encendidas excepto las del porche. El segundo piso estaba completamente oscuro—. Creo que voy a intentarlo.
Sean salió del coche, subió las escaleras y tocó el timbre.
Nadie contestó y entonces miró por las ventanas. Miró también a través de alguna de las ventanas laterales antes de volver al coche y subir. Puso en marcha el motor.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó ella.
—Volvemos a la ferretería —dijo Sean—. Necesito algunas herramientas más.
—No me gusta todo esto —dijo Janet.
—Puedo dejarte en el apartamento —propuso Sean.
Janet se quedó callada. Sean se dirigió primero al apartamento de Miami Beach. Detuvo el coche al lado de la acera.
Por el camino no habían cruzado una palabra.
—¿Qué plan tienes exactamente? —preguntó al final ella.
—Seguir buscando a Helen Cabot —dijo Sean—. No tardaré mucho.
—¿Estás pensando en forzar la puerta de la funeraria? —preguntó Janet.
—Voy a entrar sin forzar nada —dijo Sean—. Así suena mejor.
Sólo quiero unas cuantas muestras. Después de perdidos al río.
¿No está Helen ya muerta?
Janet vaciló unos instantes. En aquel momento tenía la puerta abierta y un pie fuera del coche. Por alocado que fuera el plan de Sean, ella se sentía hasta cierto punto responsable.
Como ya había recordado Sean varias veces, la aventura había sido idea suya. Además, le parecía ridículo quedarse sentada en el apartamento esperando a que él volviera. Janet volvió a meter el pie dentro del coche y dijo a Sean que había cambiado de opinión y que le acompañaba.
—Actuaré como la voz de la razón —dijo.
—Me parece muy bien —dijo Sean tranquilamente.
En la ferretería Home Dept Sean compró un corta-vidrios, una ventosa especial para levantar trozos grandes de cristal, un cuchillo de campo, una pequeña sierra de mano, una nevera de camping y varios refrescos. Luego regresaron a la Funeraria Emerson y volvieron a aparcar en la zona de descarga.
—Me parece que te voy a esperar aquí —dijo Janet—. Por cierto, creo que estás loco.
—Tienes derecho a pensar lo que quieras —dijo Sean—. Yo más bien me considero una persona decidida.
—Una nevera con refrescos —comentó Janet—. ¿Te crees que vas de picnic, o qué?
—Me gusta ir preparado —dijo Sean.
Sean levantó su paquete de herramientas y la nevera y subió las escaleras del porche de la funeraria.
Janet le vio palpar las ventanas. Pasaron varios coches en ambas direcciones. Le impresionaba la sangre fría de Sean, como si se creyera invisible. Janet le miró mientras él se dirigía a una ventana lateral situada cerca de la parte trasera, y allí dejó su bolsa. Se inclinó y sacó algunas herramientas.
—¡Maldita sea! —dijo Janet.
Abrió enfurecida la puerta del coche, subió los escalones frontales de la funeraria y se acercó al lugar donde Sean estaba trabajando con ahínco. Había adherido la ventosa a la ventana.
—¿Has cambiado de opinión? —preguntó Sean sin mirar a Janet.
Recorrió diestramente con el corta-vidrios el perímetro de la ventana.
—Me alucina tu demencia —dijo Janet—. Es increíble que estés haciendo esto.
—Me trae recuerdos queridos —dijo Sean.
Con un firme tirón, extrajo un gran trozo del vidrio de la ventana y lo dejó sobre el suelo del porche. Después de inclinarse hacia dentro, dijo a Janet que la alarma era un simple contacto instalado en el marco de la ventana, como había imaginado.
Sean entró las herramientas y la nevera y las dejó sobre el suelo de la habitación. Tras saltar él mismo por la ventana, volvió a sacar la cabeza hacia fuera.
—Si no piensas entrar sería mejor que esperaras en el coche —dijo—. Una chica guapa paseándose por el porche de una funeraria a estas horas podría llamar un poco la atención. Puede que tarde varios minutos, si encuentro el cadáver de Helen.
—¡Dame la mano! —dijo Janet impulsivamente mientras intentaba emular la zancada que había dado Sean para atravesar la ventana.
—¡Cuidado con el vidrio! —le advirtió Sean—. Corta como una cuchilla.
Cuando Janet estuvo dentro, Sean levantó las herramientas y pasó la nevera a la joven.
—Han sido muy amables dejando las luces encendidas —dijo.
Las dos grandes habitaciones de delante eran salas de exposición. La habitación por donde habían entrado era una sala de exposición de ataúdes con ocho cajas de muestra. Las tapas estaban levantadas. Al otro lado de un estrecho pasillo, había un despacho. En la parte posterior de la casa, abarcando el espacio de un extremo a otro, estaba la sala de embalsamar.
Las ventanas estaban cubiertas de gruesas cortinas.
Había cuatro mesas de embalsamamiento de acero inoxidable, dos de ellas ocupadas por cadáveres cubiertos. El primero era una mujer corpulenta que parecía estar dormida, a no ser por una gran incisión burdamente suturada en la parte superior del torso en forma de Y. Le habían hecho la autopsia.
Sean se dirigió al segundo cadáver y levantó la sábana.
—Por fin —dijo Sean—. Aquí está.
Janet se acercó y se preparó mentalmente antes de mirar. La visión era menos espeluznante de lo que había imaginado.
Helen Cabot, al igual que la mujer anterior, parecía estar en el reposo del sueño. Tenía mejor color que en vida, pues en los últimos días había empalidecido mucho.
—¡Lástima! —comentó Sean—. Ya está embalsamada. Tendré que renunciar a la muestra de sangre.
—Parece tan natural —dijo Janet.
—Estos embalsamadores deben de ser buenos —dijo Sean. Luego señaló un gran armario de metal con puertas de cristal—. Mira si puedes encontrar agujas y un escalpelo.
—¿De qué tamaño?
—No soy muy exigente —dijo Sean—. Cuanto más larga sea la aguja, mejor.
Sean enchufó la sierra de calar. Al ponerla en marcha hizo un ruido terrorífico.
Janet encontró una colección de jeringas, agujas, incluso material de sutura, y guantes de goma de látex. Pero no vio por allí ningún escalpelo. Trajo a la mesa lo que había encontrado.
—Vamos a por el fluido cerebroespinal primero —dijo Sean.
Se puso un par de guantes.
Pidió a Janet que le ayudara a girar a Helen sobre el costado para poder insertar una aguja en la zona lumbar entre las dos vértebras.
—Sólo te dolerá un segundo —dijo Sean dando unas palmaditas en la cadera levantada de Helen.
—Por favor —dijo Janet—. No hagas bromas. Lo único que consigues es que me disguste más de lo que estoy ya.
Para su sorpresa, Sean extrajo fluido cerebroespinal en el primer intento. Sólo había realizado esta intervención en pacientes vivos un par de veces. Llenó la jeringa, la tapó y la puso sobre el hielo de la nevera. Janet dio la vuelta a Helen hasta que quedó de nuevo boca arriba.
—Ahora viene lo difícil —dijo Sean, volviendo a la mesa de embalsamar—. Supongo que habrás visto alguna autopsia.
Janet asintió. Había visto una, pero no había sido una experiencia agradable. Se cubrió el pecho con los brazos cruza dos mientras Sean se preparaba.
—¿No hay escalpelos? —preguntó.
Janet movió negativamente la cabeza.
—Suerte que traje este cuchillo, un sheetrock —dijo Sean.
Agarró el cuchillo y abrió la hoja. Practicó una incisión en la nuca de Helen desde una oreja a otra, agarró el borde superior de la incisión y dio un fuerte tirón. El cuero cabelludo de Helen se separó del cráneo con el mismo sonido desgarrador que unas malas hierbas arrancadas de raíz. Sean tiró de él haciéndolo descender sobre el rostro de Helen.
Palpó el orificio de la craneotomía practicado en el lado izquierdo del cráneo de Helen en el Boston Memorial, luego buscó el otro agujero en el lado derecho, el que habían practicado dos días antes en el Forbes.
—¡Qué extraño! —exclamó Sean—. ¿Dónde demonios está el orificio de la segunda craneotomía?
—No perdamos más tiempo —dijo Janet.
Cuando entraron en la funeraria ya estaba nerviosa, pero su ansiedad aumentaba a cada minuto que pasaba.
Sean siguió buscando el orificio de la segunda craneotomía, pero al final se dio por vencido.
Sean cogió la sierra caladora y miró a Janet.
—Apártate un poco. Es mejor que no lo veas. Esto no va a ser muy agradable.
—¡Venga, sigue! —dijo Janet.
Sean introdujo la hoja de la sierra en el orificio de la craneotomía que había encontrado y puso en marcha la sierra.
La hoja penetró en el hueso y estuvo a punto de escapársele de las manos. No iba a ser un trabajo tan fácil como había imaginado.
—Tienes que sujetar la cabeza —dijo Sean a Janet.
Janet agarró el rostro de Helen por ambos lados e intentó en vano evitar que la cabeza se moviera espasmódicamente de un lado a otro mientras Sean se afanaba por sujetar la sierra que funcionaba a sacudidas. Sean consiguió, con grandes dificulta des, serrar un casquete de hueso del cráneo. Había querido mantener la hoja de la sierra a la misma profundidad que el grosor del hueso, pero no pudo. La hoja se había hundido en el cerebro en varios lugares, triturando la superficie.
—Esto es asqueroso —dijo Janet.
Tensó el cuerpo y apartó la mirada con un respingo.
—No es una sierra de huesos —admitió Sean—. Tuve que improvisar.
La parte siguiente fue casi tan difícil como la primera. El cuchillo sheetrock era mucho más grande que un escalpelo y Sean tuvo dificultades para introducirlo debajo del cráneo con el objeto de cortar la médula espinal y los nervios del cráneo.
Lo hizo lo mejor que pudo. Luego introdujo una mano a cada lado del cráneo, agarró el cerebro mutilado y tiró de él hacia fuera.
Sean sacó los refrescos de la nevera y depositó el cerebro sobre el hielo. Luego destapó uno de los refrescos y se lo ofreció a Janet. Tenía la frente perlada de sudor.
Janet dijo que no. Contempló a Sean moviendo la cabeza con incredulidad, mientras él bebía un largo trago.
—A veces me pareces increíble —dijo ella.
De repente oyeron una sirena. Janet, impulsada por el terror, quiso volver a la sala de exposición, pero Sean la detuvo.
—Tenemos que salir de aquí —susurró ella con apremio.
—No —dijo Sean—. No iban a venir con la sirena puesta.
Debe de ser por otra cosa.
El sonido de la sirena se acercaba. Janet sintió que sus latidos se aceleraban. En el momento en que la sirena sonó como si estuviera entrando en la casa, su tono cambió bruscamente.
—El efecto Doppler —dijo Sean—. Esto es una demostración perfecta.
—¡Por favor! —le suplicó Janet—. ¡Vámonos! Ya tenemos lo que querías.
—Antes hay que limpiar todo esto —dijo Sean, dejando su bebida—. Se supone que es una operación clandestina. Busca una escoba o una fregona. Yo voy a recomponer a Helen para que nadie pueda notar la diferencia.
A pesar de su nerviosismo, Janet hizo lo que Sean le pedía.
Trabajó febrilmente. Cuando hubo terminado, Sean seguía cosiendo la sutura para devolver el cuero cabelludo a su sitio mediante puntos subcutáneos. Cuando hubo acabado, cubrió la incisión con el cabello de Helen. Janet estaba asombrada. El cadáver de Helen Cabot parecía intacto.
Llevaron las herramientas y la nevera hasta la sala de exposición de ataúdes.
—Yo saldré primero y tú me pasas el material —dijo Sean.
Sacó el cuerpo por la ventana y luego saltó al exterior.
Janet le tendió las cosas.
—¿Te ayudo? —preguntó Sean, con los brazos ocupados.
—Creo que no —contestó Janet. Entrar no había sido tan difícil.
Sean comenzó a caminar hacia el coche cargando con los bultos.
Janet se agarró por equivocación al borde del cristal antes de saltar por la ventana. Con las prisas había olvidado las advertencias de Sean. Al sentir que el filo se introducía como una navaja en cuatro dedos, retrocedió de dolor. Miró su mano y vio un hilo de sangre rezumando. Cerró el puño con fuerza y renegó en silencio.
Janet decidió desde dentro que sería más fácil y menos peligroso salir abriendo la ventana. No era preciso arriesgarse a cortarse otra vez con el cristal. Sin pensarlo un momento abrió el pestillo y comenzó a levantar la ventana de guillotina.
La alarma se disparó inmediatamente.
Janet salió por la ventana como pudo y corrió tras de Sean.
Llegó al coche justo cuando él acababa de dejar la nevera en el suelo del asiento trasero. Los dos saltaron a la vez en el asiento delantero y Sean arrancó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sean mientras sacaba el coche a la carretera.
—Me olvidé de la alarma —reconoció Janet—. Abrí la ventana. Lo siento. Ya te dije que no era experta en estas cosas.
—Bueno, no importa —dijo Sean girando hacia la derecha en la primera intersección y dirigiéndose hacia el este—. Si alguien acude, habremos desaparecido hace rato.
Lo que no vio Sean fue al hombre que salió de la tienda de licores. Había reaccionado inmediatamente al oír la alarma y había visto a Janet y a Sean subiendo al 4×4. También se fijó en la matrícula. Regresó a su tienda y anotó los números antes de que los olvidara. Luego llamó a la policía de Miami.
Sean se dirigió al Centro Forbes para que Janet pudiera coger su coche. Cuando entraron en el aparcamiento, Janet estaba algo más calmada. Sean se detuvo junto a su vehículo de alquiler. Janet abrió la portezuela y comenzó a salir.
—¿Vas directamente al apartamento? —preguntó ella.
—Voy a pasar antes por mi laboratorio —dijo Sean—. ¿Quieres venir?
—Mañana tengo que trabajar —le recordó Janet—. Y ha sido un día agotador. Estoy muy cansada. Pero me da miedo perderte de vista.
—No voy a estar mucho rato —dijo Sean—. ¡Venga! Sólo quiero hacer un par de cosas. Además, mañana es sábado y nos vamos a tomar esas pequeñas vacaciones que te prometí.
Saldremos cuando termines el trabajo.
—Parece que ya has decidido adónde iremos —dijo Janet.
—Así es —dijo Sean—. Pasaremos por los Everglades hasta Naples. Por lo que he oído, es un sitio fantástico.
—¡De acuerdo, trato hecho! —dijo Janet, cerrando la puerta—. Pero esta noche tienes que llevarme a casa antes de las doce como más tarde.
—Claro que sí —dijo Sean mientras se dirigía al aparcamiento situado junto al edificio de investigación.
—Por lo menos la avioneta de Sushita no ha salido de Washington —dijo Sterling.
Estaba sentado en el despacho del doctor Mason. Wayne Edwards estaba también allí, junto al doctor Mason y Margaret Richmond.
—No creo que Tanaka haga ninguna maniobra hasta que la avioneta esté aquí y pueda disponer de ella —añadió.
—Pero dijiste que alguien estaba siguiendo a Sean —dijo el doctor Mason—. ¿Quién era?
—Esperaba que vosotros me lo pudierais aclarar —dijo Sterling—. ¿Tenéis idea de por qué estaban siguiendo al señor Murphy? Wayne se dio cuenta de ello cuando cruzábamos el río Miami.
El doctor Mason miró a la señora Richmond, que se encogió de hombros. El doctor Mason volvió a mirar a Sterling.
—¿Este individuo misterioso podría estar a las órdenes de Tanaka?
—Lo dudo —dijo Sterling—. No es el estilo de Tanaka.
Cuando Tanaka actúe, Sean desaparecerá y nada más. No habrá advertencias previas. Será todo fluido y profesional. El individuo que persiguió a Sean iba desaliñado. Llevaba una camisa marrón manchada, el cuello abierto y pantalones. Y desde luego no actuaba como el tipo de profesional que Tanaka podría haber contratado.
—Cuéntame qué pasó exactamente —pidió el doctor Mason.
—Seguimos a Sean y a una joven enfermera desde la salida del aparcamiento del Forbes. Eran alrededor de las cuatro —dijo Sterling.
—La enfermera podría ser Janet Reardon —intervino la señora Richmond—. Los dos se conocen de Boston.
Sterling asintió. Hizo una señal a Wayne para que anotara el nombre.
—Tendremos que vigilarla también a ella. Es importante eliminar la posibilidad de que ambos trabajen en equipo.
Sterling describió la persecución de Sean hasta el Hospital General de Miami; luego ordenó a Wayne que siguiera al desconocido vestido de marrón, si este salía primero.
El doctor Mason se sorprendió al enterarse de que Sean y su amiga enfermera se habían dirigido al depósito de cadáveres.
—¿Qué demonios habrán estado haciendo allí?
—También confiaba en que me lo aclararíais —dijo Sterling.
—No tengo ni la más remota idea —dijo el doctor Mason moviendo la cabeza. Volvió a mirar a la señora Richmond.
También ella movió negativamente la cabeza.
—Cuando el tipo misterioso entró en la morgue detrás de Sean Murphy y de la señorita Reardon —continuó Sterling—, sólo pude verlo fugazmente. Pero tuve la impresión de que llevaba una pistola. Y resultó ser cierto. En cualquier caso, me interesaba la seguridad del señor Murphy, por lo que me fui corriendo hasta la puerta de la morgue y me la encontré cerrada con pestillo.
—¡Espantoso! —dijo la señora Richmond.
—Sólo pude hacer una cosa —dijo Sterling—. Apagar las luces.
—Ese es un buen tanto —dijo el doctor Mason—. Bien pensado.
—Confiaba evitar así que los de dentro se hicieran daño mientras encontraba una forma de abrir la puerta —dijo Sterling—. Pero no hizo falta. El hombre de marrón al parecer tenía una aguda fobia a la oscuridad. Al cabo de poco tiempo salió de la habitación visiblemente alterado. Fue entonces cuando vi claramente la pistola. Le perseguí, pero desgraciadamente yo llevaba zapatos de suela, lo que me puso en gran desventaja respecto a sus zapatillas de deporte. Además, parecía estar totalmente familiarizado con aquel territorio. Cuando no cabía duda de que lo había perdido, regresé al depósito de cadáveres. Por entonces, Sean y la señorita Reardon se habían ido ya.
—¿Y Wayne pudo perseguir al hombre de marrón? —preguntó el doctor Mason.
—Lo intentó —dijo Sterling.
—Le perdí el rastro —admitió Wayne—. Era la hora punta y tuve mala suerte.
—Es decir que ahora no tenemos ni idea de dónde está el señor Murphy —se lamentó el doctor Mason—. Y tenemos una nueva preocupación: el agresor desconocido.
—Un colega del señor Edwards está vigilando la residencia Forbes por si Sean regresa —dijo Sterling—. Es importante que lo encontremos.
El teléfono del despacho del doctor Mason sonó. Contestó él mismo.
—Doctor Mason, le habla Juan Suárez, de seguridad —dijo la voz al otro extremo—. Me pidió que le llamara si aparecía el señor Sean Murphy. Bien, pues él y una enfermera acaban de entrar y han subido a la quinta planta.
—Gracias, Juan —dijo el doctor Mason aliviado. Colgó el auricular—. Sean Murphy está a salvo —informó a los demás—. Acaba de entrar en el edificio, probablemente para inyectar a los ratones. ¡Qué dedicación! Se lo dije, estoy seguro de que el chico es formidable y de que merece todo nuestro interés.
Eran ya más de las diez de la noche cuando Robert Harris salió del apartamento de Ralph Seaver. El hombre no estuvo muy dispuesto a colaborar. Le ofendió que Harris sacara a relucir el tema de su condena por violación en Indiana, que él consideraba una «historia pasada». Harris no dio mucho crédito a la defensa interesada que Seaver hizo de sí, pero le descartó mentalmente de su lista de sospechosos en cuanto le vio.
Habían descrito al agresor como un tipo de estatura media y de constitución media. Seaver medía más de metro ochenta y probablemente pesaba 110 kilos.
Harris montó en su sedán Ford azul oscuro y cogió la última ficha de su lista de prioridades. Tom Widdicomb vivía en Hialeah, no demasiado lejos de donde se encontraba ahora.
Harris decidió, a pesar de que era tarde, acercarse a la casa de Widdicomb. Si las luces estaban encendidas, llamaría al timbre. Si no, lo dejaría para la mañana siguiente.
Harris había hecho ya varias llamadas para informarse sobre los antecedentes de Tom Widdicomb. Había averiguado que el tipo había seguido un curso de técnico de urgencias y había aprobado el examen para obtener el título. Una llamada a una compañía de ambulancias para la que Tom había trabajado no proporcionó mucha información. El propietario de la empresa se negó a hacer comentarios, diciendo que la última vez que dio informaciones sobre un antiguo empleado, se encontró rajados los neumáticos de dos de sus ambulancias.
Una llamada al Hospital General de Miami había sido algo más útil, pero no mucho más. Un funcionario de personal dijo que el señor Widdicomb había abandonado su lugar de trabajo de mutuo acuerdo con el hospital. El funcionario añadió que él no había conocido al señor Widdicomb, que se limitaba a leer su ficha de empleo.
Harris habló también con Glen, el supervisor de los trabaja dores de la limpieza del Hospital Forbes. Glen dijo que, en su opinión, Tom era de confianza, pero que a menudo se peleaba con sus colegas. Dijo que Tom trabajaba mejor solo.
La última llamada que Harris hizo fue a un veterinario llamado Maurice Springborn. Sin embargo, ese número ya no correspondía y en información telefónica no le dieron otro número. En definitiva, que Harris no había encontrado nada sospechoso en Tom Widdicomb. Y se sentía más bien poco optimista mientras se dirigía a Hialeah y buscaba el número 18 de Palmetto Lane.
—Bueno, por lo menos las luces están encendidas —se dijo Harris mientras frenaba junto al bordillo ante una casa de estilo ranchero mal conservada.
La casa de Tom Widdicomb contrastaba muchísimo con las modestas casas del barrio porque estaba tan iluminada como Times Square en Nochevieja. Todas las luces del interior y del exterior de la casa resplandecían.
Harris salió del coche y se quedó mirando la casa. Era asombrosa la cantidad de luz que emanaba. Los arbustos a tres casas de distancia proyectaban sombras definidas. Mientras se dirigía hacia la entrada, se fijó en que el nombre del buzón era Alice Widdicomb. Se preguntó qué relación tendría con Tom.
Harris subió los escalones frontales y tocó el timbre. Mientras esperaba, observó la casa. Estaba decorada con un estilo sencillo y pintada con colores pastel ya desvanecidos. Los adornos de madera necesitaban urgentemente una mano de pintura.
Como nadie salió a abrirle, Harris volvió a llamar y aplicó la oreja a la puerta para asegurarse de que el timbre funcionaba.
Lo oyó claramente. Era difícil creer que no había nadie en la casa con todas las luces encendidas.
Después de un tercer intento Harris se dio por vencido y volvió al coche. En lugar de marcharse inmediatamente, se quedó sentado contemplando la casa, preguntándose qué podría motivar a alguien a iluminar tanto su casa. Estaba a punto de arrancar cuando pensó que había visto un movimiento en la ventana del salón. Luego lo volvió a ver. Era evidente que alguien dentro de la casa había movido una cortina. Quien quiera que fuese al parecer intentaba localizar a Harris.
Sin dudarlo un momento, Harris saltó de su coche y volvió al porche. Se inclinó sobre el timbre de la puerta y lo apretó durante un buen rato. Pero siguió sin recibir respuesta.
Harris, fastidiado, regresó al coche. Llamó desde el teléfono de su coche a Glen para saber si Tom Widdicomb trabajaba al día siguiente.
—No, señor —dijo Glen con su acento sureño—. No le toca venir a trabajar hasta el lunes. Por suerte, porque hoy se sentía mal. Tenía muy mal aspecto. Le mandé a casa temprano.
Harris dio las gracias a Glen antes de colgar. Si Widdicomb no se encontraba bien y estaba en casa en la cama, ¿por qué todas esas luces? ¿Se sentía tan mal que no podía ni siquiera venir a abrir la puerta? ¿Y dónde estaba Alice, quienquiera que fuese?
Mientras Harris se alejaba en su coche de Hialeah, pensó lo que debería hacer. Algo raro estaba pasando en la casa de los Widdicomb. Siempre podía volver y vigilar la casa, pero eso le parecía exagerado. Podía esperar hasta el lunes cuando Tom se presentara al trabajo, pero, y mientras tanto ¿qué? Decidió volver a la mañana siguiente para intentar verse con Tom Widdicomb. Glen había dicho que era de estatura media y de constitución media y que tenía el pelo castaño.
Harris suspiró. Pasarse el día sentado frente a la casa de Tom Widdicomb no era la forma más apetecible de pasar un sábado. Pero estaba desesperado. Sentía que debía avanzar de algún modo en el asunto de las muertes de aquellas pacientes de cáncer de pecho si quería seguir empleado en el Forbes.
Sean silbaba suavemente mientras trabajaba: parecía la pura imagen de la alegre concentración. Janet miraba desde un taburete alto parecido al de Sean, que había arrastrado hasta el banco de laboratorio. Frente a Sean había una hilera de frascos de cristal.
Era en momentos tranquilos como este cuando Janet encontraba a Sean tan intensamente atractivo. Su pelo oscuro, caído hacia delante, enmarcaba su rostro inclinado con finos rizos de aspecto casi femenino que contrastaban con sus rasgos duros y masculinos. Tenía la nariz estrecha en la parte superior donde se unía con la confluencia de sus espesas cejas. Era una nariz recta, menos en la punta donde se inclinaba hacia dentro antes de unirse con la curva de los labios. Sus ojos azul oscuro estaban fijos, sin parpadear, en una bandeja de plástico transparente que sujetaba con sus dedos fuertes pero ágiles.
Levantó la vista para mirar directamente a Janet. Tenía los ojos brillantes y relucientes. Janet notaba que le emocionaba lo que estaba haciendo. En aquel momento se sintió locamente enamorada, e incluso el reciente episodio en la funeraria desapareció de su mente por un momento. Quería que Sean la tomara en sus brazos y le dijera que la amaba y que quería pasar el resto de su vida junto a ella.
—Estos geles iniciales de electroforesis coloreados de plata son fascinantes —dijo Sean, haciendo añicos el sueño de Janet—. ¡Ven a verlo!
Janet se levantó del taburete. En aquel momento no le interesaban los geles de electroforesis, pero no le quedaba más remedio que mostrar interés. No quería arriesgarse a que Sean perdiera el entusiasmo. Sin embargo, era triste que él no se diera cuenta de sus sentimientos.
—Esta es la muestra del frasco mayor —explicó Sean—. Es un gel no reductor y el control permite deducir que sólo tiene un componente y que su peso molecular es aproximadamente de 150 000 daltons.
Janet asintió.
Sean tomó el otro gel y se lo enseñó.
—Ahora bien, la medicina del frasco pequeño es diferente.
Aquí hay tres bandas separadas, y eso significa que hay tres componentes distintos. Los tres tienen pesos moleculares muchos menores. Yo supongo que el frasco grande contiene un anticuerpo de inmunoglobulina, mientras que el pequeño con tiene muy probablemente citoquinas.
—¿Qué es una citoquina? —preguntó Janet.
—Es un término genérico —dijo Sean levantándose de su taburete—. Ven conmigo —añadió—, tengo que conseguir algunos reactivos.
Fueron por la escalera. Mientras caminaban, Sean continuó con su explicación.
—Las citoquinas son moléculas de proteína producidas por células del sistema inmunológico. Intervienen en la comunicación entre células, indicando por ejemplo en qué momento hay que crecer, cuándo hay que comenzar a hacer algo, cuándo hay que prepararse contra una invasión de virus, de bacterias o incluso de células de tumor. El Instituto Nacional de la Salud ha hecho crecer in vitro linfocitos de pacientes de cáncer con una citoquina llamada interleuquina, para luego volver a inyectar las células en el paciente. En algunos casos consiguieron buenos resultados.
—Pero no tan buenos como el Centro Forbes con sus casos de meduloblastoma —dijo Janet.
—Desde luego que no —confirmó Sean.
Sean cargó a Janet y a sí mismo con reactivos del almacén y ambos regresaron al laboratorio.
—Este es un momento muy interesante para las ciencias biológicas —dijo Sean—. El siglo XIX fue el siglo de la química; el siglo XX el siglo de la física. Pero el siglo XXI será el de la biología molecular; va a ser entonces cuando las tres ciencias química, física y biología, se fusionen. Los resultados serán asombrosos: la ciencia ficción convertida en realidad. De hecho, ya lo estamos presenciando.
Cuando llegaron al laboratorio, Janet comenzaba a sentir un sincero interés por todo aquello a pesar de los traumas emocionales del día y de su agotamiento. El entusiasmo de Sean era contagioso.
—¿Qué vamos a hacer ahora con estos medicamentos? —preguntó.
—No estoy seguro —reconoció Sean—. Supongo que deberíamos observar el tipo de reacción que se produce entre el anticuerpo desconocido del frasco grande y el tumor de Helen Cabot.
Sean pidió a Janet que sacara unas tijeras y un escalpelo de un cajón situado cerca de donde ella estaba. Luego llevó la nevera a la pileta, y después de ponerse un par de guantes de látex, levantó el cerebro y lo enjuagó. De debajo de la pileta sacó una tabla para cortar. Depositó el cerebro encima de ella.
—Espero que no me cueste encontrar el tumor —dijo—. Nunca he intentado nada parecido. A juzgar por el RMN que hicimos en Boston, su tumor mayor está en el lóbulo temporal izquierdo. Es el lado donde practicaron la biopsia. Supongo que es allí donde debo buscar. —Sean orientó el cerebro de modo que pudiera distinguir la parte frontal de la trasera.
Luego hizo varios cortes en el lóbulo temporal—. Tengo unas ganas casi irresistibles de contar un chiste sobre lo que estoy haciendo ahora —dijo.
—Por favor, no lo hagas —dijo Janet.
Le resultaba difícil aceptar que aquel era el cerebro de una persona a la que había tratado hacía tan poco tiempo.
—Bien, esto parece prometedor —dijo Sean.
Separó los bordes de su última incisión. En la base había un tejido relativamente denso y de aspecto amarillento que mostraba cavidades diminutas pero visibles.
—Creo que estos puntos podrían ser zonas donde el tumor creció más de lo que permitía la sangre que lo alimentaba.
Le pidió a Janet que le echara una mano; se puso un par de guantes de goma y mantuvo separados los bordes de la incisión mientras Sean tomaba una muestra del tumor con las tijeras.
—Tenemos que separar las células —dijo Sean.
Depositó la muestra en un medio de cultivo tisular y añadió enzimas. Puso el frasco en la incubadora para que las enzimas pudiesen actuar.
—Ahora tenemos que caracterizar esta inmunoglobulina —dijo, levantando el mayor de los dos frascos con las incógnitas—. Para ello tenemos una prueba llamada Elisa que utiliza anticuerpos fabricados comercialmente para identificar tipos específicos de inmunoglobulina.
Colocó el frasco grande sobre el banco de trabajo y cogió un plato de plástico con noventa y seis pequeños pocillos circulares. En cada uno de ellos puso un anticuerpo de especificidad diferente y dejó que se uniera. Luego bloqueó todos los puntos de unión restantes en los pocillos con albúmina de suero bovino. A continuación puso una alícuota de la incógnita en cada uno de los pocillos.
—Ahora tengo que averiguar qué anticuerpo ha reaccionado con la incógnita —dijo, lavando cada uno de los pocillos para eliminar de ellos cualquier inmunoglobulina desconocida que no hubiera reaccionado—. Esto lo hacemos añadiendo a cada pocillo el mismo anticuerpo que había originalmente en él, pero esta vez le agregamos un compuesto que es enzimáticamente capaz de producir una reacción de color.
Esta última sustancia tenía la característica de adoptar un color lavanda pálido.
Estuvo explicando a Janet lo que hacía mientras realizaba la prueba. Janet había oído hablar de esta prueba, pero nunca la había visto en la práctica.
—¡Muy bien! —dijo Sean cuando uno de los muchos pocillos se tornó de un color exactamente igual al de los controles que había preparado en dieciséis de los pocillos.
—La incógnita ya no es una incógnita. Es una inmunoglobulina humana llamada IgGl.
—¿Cómo la fabricaron en el Forbes? —preguntó Janet.
—Buena pregunta —dijo Sean—. Supongo que con la técnica de los anticuerpos monoclonales. Aunque no puede descartar se la posibilidad de producirla con la tecnología del ADN recombinante. El problema aquí es que se trata de una gran molécula.
Janet tenía una vaga idea de lo que Sean estaba comentando y se había interesado realmente por el proceso de descubrir la composición de aquellos medicamentos desconocidos, pero de repente su agotamiento físico se hizo evidente. Echó una ojeada al reloj y comprendió por qué. Eran casi las doce de la noche.
Aunque no quería enfriar el entusiasmo de Sean, que ella misma había intentado fomentar, alargó la mano y dio un apretón al brazo de Sean. Sean tenía en la mano una pipeta Pasteur. Había comenzado a preparar las placas Elisa para la segunda sustancia desconocida.
—¿Tienes idea de qué hora es? —preguntó Janet.
Sean miró el reloj.
—¡Madre mía!, el tiempo vuela cuando uno se lo pasa bien.
—Mañana me toca trabajar —dijo Janet—. Tengo que dormir un poco. Supongo que puedo regresar sola al apartamento.
—A estas horas ni hablar —dijo Sean—. Deja que termine lo que estoy haciendo aquí, luego quiero realizar una prueba rápida de inmunofluorescencia para obtener el nivel de reacción entre la IgGl y las células del tumor de Helen. Voy a utilizar un aparato automático de dilución. Tardaré sólo unos minutos.
Janet aceptó de mala gana. Pero no podía seguir sentada en un taburete. Trajo a rastras una butaca del despacho acristalado. En menos de media hora, el entusiasmo de Sean subió un grado más. Con la prueba Elisa había identificado en la segunda sustancia desconocida tres citoquinas: interleuquina, que tal como explicó a Janet era un factor de crecimiento de los linfocitos T; factor alfa de la necrosis tisular, que estimulaba determinadas células para que mataran células extrañas como las células cancerígenas; e interferón gamma, una sustancia que al parecer ayudaba a activar todo el sistema inmunológico.
—¿No son las células T las que desaparecen en el sida? —preguntó Janet.
Cada vez le era más costoso mantenerse despierta.
—¡Exacto! —dijo Sean.
Sostenía ahora en las manos varias portas sobre las que había aplicado pruebas con fluorescencia de anticuerpos con diferentes diluciones de la inmunoglobulina desconocida. Sean deslizó una transparencia con una dilución muy alta bajo el objetivo del microscopio de fluorescencia y miró a través del ocular.
—¡Fantástico! —exclamó—. La intensidad de esta reacción es increíble. Incluso en una dilución de uno por diez mil, este anticuerpo IgGl reacciona con el tumor en más cuatro. ¡Janet, ven a ver esto!
Como Janet no contestó, Sean levantó la vista de la lente del microscopio. Janet estaba tendida sobre la butaca. Se había quedado dormida.
Cuando Sean vio a Janet durmiendo se sintió inmediatamente culpable. No había pensado en lo cansada que debía de estar. Se levantó y estiró los brazos entumecidos, se acercó a Janet y la miró desde arriba. Su aspecto era especialmente angelical mientras reposaba. El rostro estaba enmarcado por su hermoso pelo rubio. Sean tuvo muchas ganas de besarla. En cambio, la tocó suavemente en el hombro.
—Vamos —susurró—. Tenemos que ir a acostarnos.
Janet se había abrochado ya el cinturón en el coche de Sean cuando su adormecidamente le recordó que aquella mañana había venido en su propio coche. Y se lo dijo a Sean.
—¿Crees que puedes conducir? —preguntó Sean.
Ella asintió con la cabeza.
—Quiero mi coche —dijo, sin dejar lugar a discusiones.
Sean dio la vuelta al hospital y ella bajó. Cuando Janet hubo puesto en marcha su coche, Sean la dejó pasar delante de él.
Mientras salían a la calle, Sean estaba demasiado preocupado por Janet para darse cuenta de que un Mercedes verde oscuro comenzaba a seguir lentamente los dos coches, con los faros delanteros apagados.