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JUEVES, 4 DE MARZO 6.30 a. m.

Janet se había levantado, se había puesto su uniforme blanco y había salido temprano del apartamento porque su turno era de siete a tres. En aquella hora de la mañana había poco tráfico por la I 95, especialmente en dirección norte. Ella y Sean habían hablado sobre la posibilidad de ir juntos al trabajo, pero al final decidieron que sería mejor que cada cual dispusiera de su propio coche.

Janet se sintió algo mareada al entrar en el hospital aquella mañana. Su ansiedad era algo más intensa que el nerviosismo habitual que se tiene al empezar un nuevo trabajo. La perspectiva de infringir normas era lo que la ponía tensa y con los nervios de punta. Empezaba a sentirse algo culpable: culpable por lo que tramaba.

Janet subió a la cuarta planta con tiempo de sobras. Se sirvió una taza de café y comenzó a familiarizarse con la ubicación de los historiales médicos, el armario de la farmacia y el de los suministros, las zonas que debía conocer bien para poder trabajar como enfermera de planta. Cuando se sentó para escribir el parte con el turno de noche que salía y el de día que entraba, estaba bastante más tranquila que al llegar. La presencia alegre de Marjorie contribuyó indudablemente a que se sintiera cómoda.

El parte era rutinario, excepto que el estado de Helen Cabot había empeorado. La pobre chica había sufrido varios ataques durante la noche y los doctores decían que la presión intracraneal iba aumentando.

—¿Creen que el problema está relacionado con la biopsia que le practicaron ayer guiada por la exploración del ATC? —preguntó Marjorie.

—No —dijo Juanita Montgomery, la supervisora del turno de noche—. El doctor Mason estaba aquí a las tres de la madruga da, cuando tuvo un nuevo ataque, y dijo que el problema estaba relacionado probablemente con el tratamiento.

—¿Empezó ya su tratamiento? —preguntó Janet.

—Sí, claro —contestó Juanita—. El tratamiento empezó el martes, la noche en que llegó.

—Pero hasta ayer no le practicaron la biopsia.

—Este es el elemento celular del tratamiento —intervino Marjorie—. Hoy le van a practicar una foresis para recoger linfocitos T que se cultivarán y se sensibilizarán a su tumor.

Pero el elemento humoral de su tratamiento empezó inmediatamente.

—Le administraron manitol para rebajar la presión intracraneal —añadió Juanita—. Al parecer dio resultado. No ha vuelto a tener ataques. Quieren evitar los esteroides y si es posible una derivación. En todo caso, hay que vigilarla cuidadosamente, especialmente con la foresis.

Cuando hubieron finalizado el parte y el turno de noche se hubo ido a casa con los ojos turbios, empezó en serio el trabajo de la jornada. Janet estuvo muy ocupada. Había muchos pacientes en la planta, que representaban una amplia gama de canceres, y cada uno seguía un protocolo de tratamiento individual. El caso más desgarrador para Janet fue el de un niño de nueve años de aspecto angelical que estaba en una cámara estéril, mientras esperaba un trasplante de médula ósea para repoblar su médula con células generadoras de glóbulos rojos.

Le habían administrado dosis elevadas de quimioterapia y de radiación para exterminar completamente su médula leucémica. En aquel momento era una persona completamente vulnerable a cualquier microorganismo, incluso a los que en una situación normal no son patógenos para las personas.

Janet pudo finalmente respirar un poco a media mañana. La mayoría de las enfermeras tomaban el café en un cuarto de servicios del puesto de enfermeras, donde podían estirar los pies cansados y posarlos sobre un asiento. Janet decidió aprovechar el tiempo y pedir a Tim Katzenburg que le enseñara a utilizar el ordenador del Forbes. Cada paciente tenía un historial médico tradicional y una ficha informatizada. A Janet los ordenadores no la intimidaban, porque en la universidad había cursado informática como asignatura secundaria. Pero convenía tener la ayuda de alguien que conociera bien el sistema del Forbes para empezar a familiarizarse con él.

Cuando una llamada telefónica distrajo por unos momentos a Tim, Janet pidió en pantalla la ficha de Helen Cabot. La ficha no era muy extensa porque Helen estaba en el hospital hacía menos de cuarenta y ocho horas. Un gráfico mostraba en cuál de sus tres tumores se había realizado la biopsia y la situación de la trepanación del cráneo encima del oído derecho. El espécimen de la biopsia se calificaba a grandes rasgos de firme, blanco y de volumen adecuado. El espécimen se había empaquetado inmediatamente en hielo y enviado al laboratorio Basic Diagnostics. En la sección de tratamientos, la ficha decía que habían empezado administrando MB300C y MB303C con una dosis de 100 mg/kg/día de peso corporal administrada a 0.05 ml/kg/minuto.

Janet echó una ojeada a Tim, que estaba todavía hablando por teléfono. Anotó en un trozo de papel los datos del tratamiento. También anotó la designación alfa numérica, T-9872, que se incluía como diagnóstico junto con la descripción: meduloblastoma.

Janet utilizó la designación del diagnóstico para pedir los nombres de los pacientes con meduloblastoma que estaban actualmente en el hospital. Había un total de cinco pacientes, incluidos los tres de la cuarta planta. Los otros dos eran Margaret Demars, de la tercera planta y Luke Kinsman, un niño de ocho años en las alas de pediatría de la quinta planta.

Janet se anotó los nombres.

—¿Algún problema? —le preguntó Tim por detrás.

—Ninguno —dijo Janet.

Borró rápidamente la pantalla para que Tim no pudiera ver lo que estaba haciendo. No podía permitirse despertar sospechas el primer día.

—Tengo que entrar estos valores de laboratorio —le dijo Tim—. Estaré listo en un segundo.

Mientras Tim estaba concentrado en el terminal de ordenador, Janet exploró el fichero metálico en busca de los historia les médicos de Cabot, Martin o Sharenburg. Vio con pesar que ninguno de aquellos historiales estaba allí.

Marjorie entró como una tromba en la sección para sacar algunos narcóticos del armario de farmacia.

—Creo que es tu hora del café —dijo a Janet.

—Sí —dijo Janet enseñándole su taza de plástico.

Tomó nota mentalmente de que debía traerse una taza al trabajo. Todas tenían su taza propia.

—Qué dedicación… —dijo Marjorie bromeando desde dentro de la farmacia—. No es preciso que trabajes en la pausa del café. Túmbate un poco, chica, y deja descansar los pies.

Janet sonrió y dijo que se tomaría una pausa cuando se hubiera aclimatado totalmente a los horarios. Cuando Tim estuvo listo con el terminal del ordenador Janet le preguntó por los historiales médicos que faltaban.

—Están todos en la segunda planta —dijo Tim—. A Cabot se le está practicando una foresis, y a Martin y a Sharenburg una biopsia. Como es lógico, los historiales están con ellos.

—Claro —repitió Janet.

Era mala suerte que ninguno de aquellos historiales estuviera allí precisamente cuando ella podía estudiarlos. Comenzó a sospechar que la campaña de espionaje clínico que se había comprometido a emprender quizá no sería tan fácil como había imaginado cuando propuso su plan a Sean.

Janet renunció de momento a los historiales y esperó a que otra de las enfermeras de su turno, Dolores Hodges, abandonara el cuarto de farmacia. Cuando Dolores hubo desaparecido por el pasillo, Janet comprobó que nadie la miraba antes de entrar en el cuartito. Cada paciente tenía un compartimiento que contenía los medicamentos prescritos. Los fármacos procedían de la farmacia central situada en la primera planta.

Cuando Janet hubo encontrado el compartimiento de Helen, leyó rápidamente los nombres de la multitud de frascos, botellas y tubos que contenían medicamentos contra ataques, tranquilizantes, pastillas contra la náusea y analgésicos no narcóticos. No había ningún recipiente con la designación MB300C o MB303C. Pensando que quizá estos medicamentos estaban guardados con los estupefacientes, Janet abrió el cajón, pero sólo encontró estupefacientes en su interior.

Después Janet localizó el compartimento de Louis Martin.

Estaba debajo, cerca del suelo y Janet tuvo que agacharse para examinarlo. Primero tuvo que cerrar la mitad inferior de la puerta de dos paneles para examinarlo. Al igual que en el compartimento de Helen, tampoco Janet pudo encontrar paquetes de medicamentos con el código especial MB en la etiqueta.

—¡Dios mío, me has asustado! —exclamó Dolores.

La enfermera había vuelto con prisas y tropezó prácticamente con Janet, que estaba en cuclillas ante al compartimiento de Louis Martin.

—Lo siento —dijo Dolores—. Pensaba que no había nadie.

—Fue culpa mía —dijo Janet, notando que se sonrojaba.

Temió inmediatamente que se hubiese traicionado y que Dolores se preguntara qué estaba haciendo allí. Pero Dolores no pareció sospechar nada. Cuando Janet se retiró para dejarla pasar, entró en el cuartito para buscar lo que necesitaba y se marchó rápidamente.

Janet salió de la farmacia temblando visiblemente. Aquel era su primer día, y aunque no había pasado nada terrible, no estaba segura de que tuviera la serenidad necesaria para actuar furtivamente, como exigía el espionaje.

Cuando Janet llegó al cuarto de Helen Cabot, se detuvo un momento. Un tope de caucho mantenía abierta la puerta. Janet entró y miró a su alrededor. No esperaba encontrar allí ningún medicamento, pero de todos modos miró. Tal como había imaginado, no había nada.

Después de recuperar su compostura, Janet volvió a la sección de enfermeras, pasando primero por la habitación de Gloria D’Amataglio. Janet se detuvo un momento y asomó la cabeza por la puerta abierta. Gloria estaba sentada en su butaca con una bacinilla de acero inoxidable en la mano. Su equipo de infusión estaba todavía goteando.

Durante la conversación del día anterior, Janet se enteró de que Gloria había estudiado en el Wellesley College al igual que ella. Janet iba un curso por encima. Janet lo había recordado aquella noche y decidió preguntar a Gloria si había conocido a una amiga suya que estaba en la clase de Gloria. Saludó a Gloria y le hizo la pregunta.

—¿Tú conocías a Laura Lowell? —dijo Gloria con un entusiasmo forzado—. ¡Es extraordinario! ramos muy amigas. Yo quería mucho a sus padres.

Janet se apenó al ver que Gloria estaba haciendo esfuerzos para ser sociable. Era evidente que la quimioterapia le estaba causando náuseas.

—Supuse que la conocías —dijo Janet—. Todo el mundo conocía a Laura.

Janet estaba a punto de excusarse y dejar descansar a Gloria cuando oyó un traqueteo detrás suyo. Se volvió a tiempo para ver al empleado de la limpieza aparecer en la puerta y desaparecer inmediatamente. Janet, temiendo que su presencia estuviera interrumpiendo los horarios del hombre, dijo a Gloria que pasaría más tarde y se fue al vestíbulo para comunicar al empleado de la limpieza que podía entrar en la habitación pero el hombre había desaparecido. Janet miró arriba y abajo del pasillo. Entró incluso en un par de habitaciones vecinas.

Parecía que se hubiese desvanecido en el aire.

Janet volvió al puesto de enfermeras. Vio que todavía le quedaba un poco de tiempo de su descanso, tomó el ascensor y bajó a la segunda planta con la esperanza de poder echar un vistazo al menos a uno de los historiales médicos que faltaban Helen Cabot estaba aún con su foresis, que duraría un rato. Su historial no estaba allí. Kathleen Sharenburg estaba en plena biopsia en aquel momento y su historial estaba en el despacho de radiología. Janet tuvo más suerte con Louis Martin. Le practicarían la biopsia después de la de Kathleen Sharenburg.

Janet lo localizó en una camilla en el pasillo. Había recibido una fuerte dosis de tranquilizantes y estaba profundamente dormido Sus fichas estaban guardadas bajo el colchón de la camilla.

Janet, después de preguntárselo a un técnico y de asegurarse que hasta dentro de una hora como mínimo no practicarían la biopsia a Louis, aprovechó la oportunidad y sacó el historial.

Se puso a caminar rápidamente como si abandonara la escena de un delito con las pruebas en la mano y llevó las fichas al fichero médico. Tuvo que reprimirse para no echar a correr.

Janet tuvo que reconocer que probablemente era la persona menos dotada del mundo para realizar aquel tipo de trabajo. La ansiedad que había sentido en la farmacia la sobrecogió de nuevo.

—Claro que puede utilizar la fotocopiadora —dijo una de las bibliotecarias cuando lo preguntó—. Para eso está. Ponga simplemente enfermería en el registro.

Janet se preguntó si aquella bibliotecaria era la madre de la chica que trabajaba en relaciones públicas y que había visto en el apartamento de Sean la noche de su llegada. Tenía que actuar con cuidado. Mientras se dirigía hacia la fotocopiadora, miró por encima del hombro. La mujer había vuelto al trabajo que estaba haciendo cuando Janet entró, y no le prestaba ninguna atención. Janet copió rápidamente todo el historial médico de Louis. Había más páginas de lo que había imaginado, sobre todo teniendo en cuenta que estaba hospitalizado desde hacía sólo un día. Miró algunas páginas y pudo compro bar que la mayor parte del historial estaba formado por material de referencia enviado por el Boston Memorial.

Cuando hubo finalizado, Janet se apresuró a devolver las fichas a la camilla. Sintió alivio al ver que no habían movido a Louis. Janet guardó el historial debajo del colchón dejándolo exactamente donde lo había encontrado. Louis no se movió.

Volvió a la cuarta planta con una sensación de terror total.

No había pensado en absoluto qué haría con la copia del historial médico. Era demasiado grande para meterla en el bolso y no podía dejarla tirada por allí. Tenía que encontrar un escondrijo provisional, un lugar que difícilmente frecuentasen las demás enfermeras.

El tiempo de la pausa había finalizado y Janet tenía que decidirse rápidamente. No quería, tomarse más tiempo del permitido en su primer día de trabajo. Janet, frenéticamente, intentó pensar un poco. Se le ocurrió el salón de los pacientes, pero en aquel momento estaba ocupado. O quizá uno de los armarios inferiores de la farmacia, pero la idea le pareció demasiado arriesgada. Al final se le ocurrió el armario de la limpieza.

Janet miró arriba y abajo del pasillo. Había bastante gente en él, pero todos parecían concentrados en lo que estaban haciendo. Vio el carrito de la limpieza aparcado fuera de la habitación de un paciente, lo que indicaba que el empleado estaba ocupado limpiándola. Janet respiró hondo y se metió en el cuarto. La puerta con su pestillo automático se cerró instantáneamente detrás suyo, sumiéndola en las tinieblas. Buscó a tientas el interruptor y encendió la luz.

El cuartito estaba dominado por un generoso fregadero. En la pared opuesta había un mostrador con armarios debajo, una hilera de armarios de poca profundidad encima y un armario para escobas. Abrió el armario de las escobas. Había unos cuantos estantes sobre el compartimiento de las escobas, pero estaban demasiado expuestos. Luego miró los armarios de encima y sus ojos continuaron subiendo.

Puso un pie sobre el borde del fregadero y se encaramó en el mostrador. Con la mano exploró la zona situada encima de los armarios empotrados. Tal como había supuesto había un pequeño espacio hundido entre la parte alta de los armarios y el techo. Segura de haber encontrado lo que buscaba, deslizó la copia del historial médico por encima del borde y la dejó caer.

Se levantó una pequeña nube de polvo.

Janet, tranquila, saltó al suelo, se lavó las manos en el fregadero y luego salió al vestíbulo. Si alguien se había preguntado qué estaba haciendo en el cuarto de la limpieza no lo manifestó de ningún modo. Una de las enfermeras pasó por su lado y le sonrió alegremente.

Janet volvió al puesto de enfermeras y se zambulló en el trabajo Al cabo de cinco minutos comenzó a calmarse, y al cabo de diez minutos incluso sus latidos habían recuperado el ritmo normal. Cuando apareció Marjorie unos minutos después, Janet estaba ya lo bastante tranquila para preguntarle sobre la medicación codificada de Helen Cabot.

—He estudiado los tratamientos de todos los pacientes —dijo Janet—. Quiero familiarizarme con sus medicamentos para estar preparada cuando tenga que administrarlos durante un día. He visto las referencias MB300C y MB303C. ¿Qué son y dónde puedo encontrarlos?

Marjorie, que estaba inclinada sobre su mesa de trabajo, se enderezó. Cogió una llave que llevaba colgada del cuello en una cadena plateada y la levantó.

—La medicina MB debes pedírmela a mí —dijo—. La guardamos en un armario refrigerado aquí mismo en el puesto de enfermeras. —Abrió un pequeño armario que contenía un pequeño refrigerador—. Corresponde a la enfermera jefa de cada turno administrarlo. Controlamos el MB como si fueran estupefacientes, pero con algo más de cuidado.

—Bueno, esto explica que no pudiera encontrarlo en la farmacia —dijo Janet con una sonrisa forzada.

Comprendió de repente que conseguir muestras del medicamento sería cien veces más difícil de lo que había previsto.

Incluso se preguntó si sería posible.

Tom Widdicomb estaba intentando calmarse. No se había sentido tan tenso en toda su vida. Generalmente su madre podía tranquilizarle, pero ella ahora no quería ni siquiera hablarle.

Se había esforzado por llegar pronto aquella mañana. Había estado vigilando a la nueva enfermera, Janet Reardon, desde el momento de su llegada. Había seguido sus pasos cuidadosamente, estudiando todos sus movimientos. Después de vigilar la durante una hora había decidido que sus temores no estaban justificados. La enfermera actuaba como las demás y Tom había sentido un gran alivio.

Pero luego se había metido de nuevo en la habitación de Gloria. Era increíble, pensó Tom, había reaparecido precisamente cuando él dejó de vigilar. Que la misma mujer hubiese echado al traste su intento de aliviar los padecimientos de Gloria, no una sino dos veces, no podía ser ya una simple coincidencia. «Dos días seguidos —dijo Tom entre dientes en el silencio de su cuarto de la limpieza—. ¡Es una espía, seguro!». El único consuelo era que en esa ocasión fue él quien se encontró con ella. De hecho, había sido incluso mejor, porque casi se había topado con ella. No sabía si ella lo había notado o no, pero probablemente sí.

A partir de aquel momento se dedicó a seguirla de nuevo.

Cada paso que daba le convencía cada vez más de que estaba allí para cazarlo. No actuaba como una enfermera normal.

¡Qué va! Se estaba metiendo en demasiados lugares. Lo peor era que se había metido en el cuarto de la limpieza y había empezado a abrir armarios. ɐl pudo oírla desde el vestíbulo.

Sabía lo que ella estaba buscando y temblaba con la posibilidad de que encontrara el líquido. Cuando hubo salido, Tom entró en el cuarto, se encaramó sobre el mostrador y buscó a tientas en lo alto del armario hacia el extremo, en un rincón, hasta tocar su succinilcolina y las jeringas. Por suerte estaban allí y nadie las había encontrado.

Después de bajar del armario, Tom intentó calmarse. Se dijo una y otra vez que continuaba seguro porque la succinilcolina todavía estaba en su lugar. Por lo menos de momento. Pero era evidente que debía actuar con Janet Reardon como lo había hecho con Sheila Arnold. No podía permitir que acabara con su cruzada. Si lo hacía, corría el riesgo de perder a Alice.

—No te preocupes, mamá —dijo Tom en voz alta—. Todo saldrá bien.

Pero Alice no quería oírle, estaba asustada.

Al cabo de quince minutos, Tom se sintió suficientemente tranquilo para enfrentarse con el mundo. Respiró hondo para recuperarse, abrió la puerta y salió al vestíbulo. Cogió su carrito de la limpieza y lo empezó a empujar.

Mantuvo los ojos fijos en el suelo mientras se dirigía hacia los ascensores. Cuando pasó por la sección de enfermeras, oyó a Marjorie decirle a voz en grito que limpiara una habitación.

—Me llamaron en la administración —dijo Tom sin levantar la mirada.

Con mucha frecuencia, cuando se producía algún accidente, como que alguien derramara una taza de café, le llamaban desde abajo para que limpiara. El turno de noche se ocupaba de la limpieza normal de la planta de administración.

—Bueno, pues luego vuelva aquí inmediatamente —gritó Marjorie.

Tom masculló una maldición.

Cuando llegó a la planta de administración, Tom empujó el carrito directamente hacia la zona principal de secretaría. En aquel lugar siempre había mucho movimiento y nadie le iba a mirar dos veces. Aparcó el carrito enfrente mismo del cuadro mural donde estaba el plano de la planta baja de la residencia Forbes, situado en la parte sudoriental de Miami.

Había diez apartamentos en cada planta y cada planta tenía un pequeño casillero con el nombre. Tom encontró rápidamente el de Janet Reardon en el casillero marcado con el número 207. Lo más interesante era una caja de llaves pegada a la pared, debajo mismo del plano. Dentro había juegos múltiples de llaves, todas cuidadosamente etiquetadas. La caja tenía que estar normalmente cerrada. Pero la llave para abrirla estaba puesta siempre en la cerradura. Con el carrito tapando la caja, Tom pudo actuar tranquilamente y hacerse con un juego de llaves del apartamento 207.

Para justificar su presencia, Tom vació unas cuantas papeleras, antes de empujar de nuevo su carrito hacia los ascensores.

Mientras esperaba los ascensores, sintió una oleada de alivio.

Incluso Alice volvió a hablarle. Le dijo que se sentía ahora muy orgullosa de él, porque había decidido resolver los problemas. Le comentó que la nueva enfermera, Janet Reardon, le preocupaba.

—Te dije que no debías preocuparte —contestó Tom—. Nadie volverá a molestarnos más.

A Sterling Rombauer le había gustado siempre el adagio que su madre, una maestra, había convertido en divisa: «El azar favorece la mente preparada». Sterling supuso que en Boston sólo podía haber unos cuantos hoteles que Tanaka Yamaguchi pudiera considerar aceptables y decidió llamar a algunos empleados de hotel cuyo contacto había cultivado a lo largo de los años. Su iniciativa tuvo un éxito inmediato. Sterling sonrió cuando vio que él y Tanaka no sólo compartían la misma profesión, sino también los mismos gustos en cuanto a la elección de hoteles.

Las cosas estaban desarrollándose bastante bien. Gracias a las frecuentes estancias de Sterling en el Ritz Carlton de Boston, sus contactos en el hotel eran simplemente impecables. Unas cuantas preguntas discretas revelaron ciertos datos interesantes. En primer lugar, Tanaka había contratado la misma empresa de alquiler de coches que él, lo cual no era de extrañar puesto que era la mejor. En segundo lugar, iba a quedarse en el hotel por lo menos otra noche. Y finalmente había reservado mesa para dos personas en el Ritz Café para el almuerzo.

Sterling se puso inmediatamente a trabajar. Con una llamada al maître del restaurante del hotel, un lugar muy frecuentado pero con un ambiente discreto, consiguió la promesa de que pondrían al señor Yamaguchi y a su acompañante en el fondo del local. La mesa vecina del rincón, situada literalmente a unos centímetros de distancia, estaría reservada para el señor Sterling Rombauer. Con una llamada al propietario de la empresa de alquiler de coches, logró que le prometieran comunicarle el nombre del chofer del señor Yamaguchi y una relación de todas sus paradas.

—Este japonés está bien relacionado —dijo el propietario de la empresa de alquiler de coches cuando Sterling le llamó—. Le fuimos a recoger a la terminal de aviación privada. Llegó en un reactor privado y no era precisamente uno de esos cacharros viejos.

Una llamada al aeropuerto confirmó la presencia del Gulf stream III de Sushita y Sterling consiguió el número de llama da. Telefoneó a su contacto en la Administración Federal de Aviación en Washington y le dio los números de llamada. Le prometieron que le tendrían informado sobre los movimientos del reactor.

Habiendo conseguido tantas cosas sin haber salido siquiera del hotel y con un poco de tiempo libre antes de la cita del almuerzo, Sterling salió a pasear por Newbury Street hasta Burberry a fin de comprarse varias camisas nuevas.

Sean estaba sentado en una de las sillas de plástico moldeado del restaurante de autoservicio del hospital con las piernas cruzadas y estiradas. Su codo izquierdo descansaba sobre la mesa sosteniendo su barbilla. El brazo derecho colgaba sobre el respaldo de la silla. Su estado de ánimo era aproximadamente el mismo que la noche anterior cuando Janet había entrado por la puerta corredera de su sala de estar. La mañana había sido una repetición, con agravante, del día anterior y había confirmado su convicción de que el Forbes era un lugar raro y básicamente repelente donde trabajar. Hiroshi continuaba siguiéndole como un mal detective. Casi cada vez que él se daba la vuelta cuando estaba en la planta sexta para utilizar algún aparato que no tenía en la quinta, podía ver al japonés.

Y cuando él le miraba, Hiroshi apartaba rápidamente la mirada como si Sean fuera estúpido y no se hubiese dado cuenta de que Hiroshi le vigilaba.

Sean miró el reloj. Él y Janet habían decidido encontrarse a las doce y media. Eran casi las doce y treinta y cinco minutos, y si bien continuaba entrando una corriente continua de empleados del hospital, Janet no aparecía por ninguna parte.

Comenzó a acariciar la idea de bajar al aparcamiento, meterse en su Isuzu y salir a la calle. Pero entonces Janet entró por la puerta y el simple hecho de verla le alegró un poco.

La tez de Janet mantenía una palidez relativa comparada con el color habitual en Florida, pero los pocos días de su estancia en Miami habían dado un tono decididamente rosado a su piel. Sean pensó que no la había visto nunca mejor.

Mientras contemplaba admirado los armónicos movimientos de su cuerpo al acercársele por entre las mesas, se dijo que debía convencerla para que se dejara de tonterías y abandonara su apartamento y se trasladara al suyo.

Janet se sentó al otro lado de la mesa sin apenas saludarle.

Llevaba debajo del brazo un periódico de Miami que no había abierto. Sean comprendió que estaba nerviosa porque recorría continuamente con la mirada la sala como un pájaro inquieto y vulnerable.

—Janet, esto no es una película de espías —dijo Sean—. Cálmate, por favor.

—No puedo evitarlo —dijo Janet—. He estado metiéndome por todas partes. Escabulléndome de las personas, intentando no despertar sospechas. Pero tengo la sensación de que todo el mundo está enterado de lo que hago.

Sean miró hacia el techo.

—Mi cómplice es una simple aficionada —dijo en broma Luego añadió seriamente—: Janet, no sé si las cosas pueden salir bien estando tú tan nerviosa. Estamos sólo empezando Todavía no has hecho nada en comparación con lo que se avecina. Pero, a decir verdad, te tengo envidia. Por lo menos tú haces algo. En cambio yo he pasado buena parte de la mañana en las entrañas de la tierra inyectando la proteína Forbes a ratones. Todo sin intriga y, desde luego, sin nada de emoción. Este lugar me está volviendo loco.

—¿Y tus cristales? —preguntó Janet.

—Estoy frenando deliberadamente su crecimiento Las cosas están saliendo demasiado bien. No dejaré que sepan hasta dónde he llegado. De este modo, cuando necesite tiempo para algún trabajo de investigación podré tomármelo y al mismo tiempo podré utilizar los otros resultados de tapadera. ¿Y cómo te va a ti?

—No muy bien —reconoció Janet—. Pero por lo menos he empezado. He copiado un historial médico.

—¿Sólo uno? —dijo Sean, claramente disgustado—. ¿Y estás tan nerviosa solo por un historial?

—No me fuerces demasiado —dijo Janet—. Todo esto es muy difícil para mí.

—No voy a decir que te lo advertí —se burló Sean—. Nunca.

Yo no. No es lo mío.

—Cállate ya —dijo Janet, mientras le pasaba el periódico disimuladamente por debajo de la mesa—. Estoy haciéndolo lo mejor que puedo.

Sean cogió el periódico y lo dejó encima de la mesa. Lo abrió dejando al descubierto las páginas copiadas que quitó inmediatamente. Apartó el periódico a un lado.

—¡Sean! —exclamó Janet con voz entrecortada, mientras exploraba furtivamente la sala llena de gente—. ¿No podrías hacerlo con más disimulo?

—Estoy cansado de disimular —dijo Sean mientras empezaba a estudiar las fichas.

—¿Ni siquiera por mí? —preguntó Janet—. Puede haber en las otras mesas gente de mi planta. Pueden haber visto que te estaba entregando estas copias.

—Tienes un concepto demasiado elevado de la gente —dijo Sean distraídamente—. La gente no se fija tanto en las cosas como imaginas. —Luego, señalando las copias que Janet había traído, dijo—: El historial de Louis Martin es únicamente material de referencia del Memorial. La parte de antecedentes y la parte física es mía. El vago de neurología se limitó a copiar mi trabajo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Janet.

—El tipo de expresiones —dijo Sean—. Escucha esto: el paciente «padeció» una prostatectomía hace tres meses. Yo utilizo expresiones como «padeció» para saber quién lee mis trabajos y quién no. Es un pequeño juego que me permite descubrir si han copiado mis informes. Nadie más utiliza esta fraseología en un contexto médico. Se supone que uno describe hechos, sin formular juicios.

—La imitación es la forma más elevada de elogio, y supongo que deberías sentirte halagado —dijo Janet.

—Lo único interesante del historial son los pedidos —dijo Sean—. Le administran dos fármacos con los códigos MB300M y MB303M.

—Este código es parecido al que vi en las fichas de Helen Cabot en el ordenador —dijo Janet.

Le pasó el papel donde había escrito los datos del tratamiento que había obtenido del ordenador.

Sean echó una ojeada a las dosis y a los horarios de administración.

—¿Qué es, según tú? —preguntó Janet.

—No tengo ni idea —contestó Sean—. ¿Conseguiste alguna muestra?

—Todavía no —admitió Janet—. Pero localicé finalmente el depósito. Lo tienen en un armario especial y la supervisora del turno es la única persona que tiene la llave.

—Esto es muy interesante —dijo Sean, estudiando el historial—. La fecha y la hora del pedido indican que el tratamiento se inició nada más llegar.

—Lo mismo hicieron con Helen Cabot —dijo Janet.

Le repitió lo que Marjorie le había contado, a saber, que iniciaban el aspecto humoral del tratamiento inmediatamente, mientras que el aspecto celular no se iniciaba hasta haber realizado una biopsia y disponer de un cultivo de células T.

—Iniciar el tratamiento tan pronto parece extraño —dijo Sean—. A no ser que estos fármacos sean sólo linfoquinos u otros estimulantes inmunológicos genéricos. No puede ser un fármaco nuevo, como un tipo nuevo de agente químico.

—¿Por qué no? —preguntó Janet.

—Porque la Administración Federal de Farmacología no lo habría aceptado —dijo Sean—. Debe de ser un medicamento que ya está aprobado. ¿Por qué sólo conseguiste el historial de Louis Martin? ¿Y el de Helen Cabot?

—Tuve mucha suerte con Martin —dijo Janet—. Mientras nosotros estamos hablando están practicando una foresis a Cabot y una biopsia a la otra joven, Kathleen Sharenburg Martin estaba a la espera de su biopsia, y de este modo pude hacerme con sus fichas.

—¿Es decir que estas personas están ahora en la segunda planta? —preguntó Sean—. Encima mismo de nosotros.

—Eso creo —dijo Janet.

—Quizá me salte el almuerzo y me dé un paseo por allí.

Suele haber tanta agitación en las zonas de diagnóstico y tratamiento que las fichas dan tumbos. Es probable que pueda echar un vistazo a algunas.

—Prefiero que lo hagas tú —dijo Janet—. Estoy segura de que lo haces mucho mejor que yo.

—No voy a dejarte sin trabajo —dijo Sean—. Todavía quiero que me consigas copias de los otros dos historiales médicos y de las actualizaciones diarias. También quiero una lista de todos los pacientes que han tratado aquí hasta el momento y que tenían meduloblastoma. Me interesan sobre todo los resultados. También quiero muestras de la medicina codificada.

Esto debe tener prioridad. Necesito tener esta medicina cuanto antes mejor.

—Haré todo lo que pueda —dijo Janet.

Después de los problemas que tuvo sólo para copiar el historial de Martin, no estaba muy segura de poder conseguir todo lo que Sean quería y con la rapidez que deseaba. Pero no quería expresarle estas preocupaciones a Sean. Temía que lo dejara todo y se fuera a Boston.

Sean se levantó y cogió a Janet por el hombro.

—Ya sé que esto no es fácil para ti —dijo—, pero recuerda que fue idea tuya.

Janet puso su mano sobre la de Sean.

—Lo conseguiremos —dijo.

—Te veré en el Palacio de las Vacas —dijo él—. Supongo que llegarás hacia las cuatro. Intentaré llegar a la misma hora.

—Hasta luego —dijo Janet.

Sean salió de la cafetería y subió por las escaleras hasta la segunda planta. Estaba en el extremo sur del edificio. La segunda planta era un lugar de gran actividad y con tanto movimiento como había imaginado. Allí se hacía toda la terapia de radiaciones y la radiología de diagnóstico. También se practicaban todas las intervenciones quirúrgicas y los tratamientos que no podían hacerse en las habitaciones.

Sean, con tanta confusión en el ambiente, tuvo que pasar sorteando camillas que transportaban a los pacientes de sus habitaciones a las salas de tratamiento o viceversa. Había algunas camillas con sus pacientes aparcadas a lo largo de las paredes. Otros enfermos estaban sentados sobre bancos, vestidos con ropa del hospital.

Sean se excusó y se abrió camino entre el tumulto chocando con personal del hospital y con pacientes ambulatorios. Sin muchas dificultades, consiguió recorrer el pasillo central mirando cada puerta que encontraba. La radiología y la química estaban a la izquierda, las salas de tratamiento, la UVI y los quirófanos a la derecha. Sean, que sabía que la foresis es un proceso largo pero que no precisa de mucha mano de obra, decidió buscar a Helen Cabot. Además de estudiar su historial médico, también quería saludarla.

Abordó a una asistenta de hematología que llevaba unos torniquetes de goma colgando de ganchos del cinturón y le preguntó dónde practicaban la foresis. La mujer guio a Sean por un pasillo lateral y señaló hacia dos salas. Sean le dio las gracias, y entró en la primera. Había un hombre en la camilla.

Sean cerró la puerta y abrió la siguiente. Desde el mismo umbral reconoció a la paciente: era Helen Cabot. Era la única persona en la habitación. Tenía tubos de entrada y salida pegados al brazo izquierdo que tomaban la sangre, la pasaban a una máquina que separaba los elementos y aislaba los linfocitos y devolvía el resto de la sangre al cuerpo.

Helen movió su cabeza vendada en dirección a Sean. Le reconoció inmediatamente e intentó sonreír. En cambio se formaron unas grandes lágrimas en sus grandes ojos verdes.

Sean, al ver su color y su aspecto general, dedujo que su estado había empeorado mucho. Los ataques que estaba sufriendo se estaban cobrando un alto precio.

—Estoy contento de verte —dijo Sean mientras se inclinaba y acercaba su rostro al suyo.

Resistió la tentación de abrazarla y consolarla.

—¿Cómo te va? —preguntó.

—Ha sido difícil —consiguió decir Helen—. Ayer me practicaron otra biopsia. No es muy divertido. También me advirtieron que quizá empeoraría cuando iniciara el tratamiento, y así fue. Me dijeron que no debía perder la fe, pero es difícil.

Tengo unos dolores de cabeza insoportables. Incluso hablar me hace daño.

—Tienes que aguantar —dijo Sean—. Recuerda siempre que han conseguido la remisión de todos sus pacientes con meduloblastoma.

—En esto pienso continuamente —dijo Helen.

—Procuraré visitarte cada día —dijo Sean—. Mientras tanto, ¿dónde están tus fichas?

—Creo que fuera, en la sala de espera —dijo Helen señalando con la mano libre hacia la segunda puerta.

Sean le dirigió una sonrisa cordial, le dio un apretón en el hombro y luego pasó a la pequeña sala de espera que se comunicaba con el pasillo. Sobre un mostrador estaba lo que buscaba: el historial médico de Helen.

Sean lo tomó y pasó a las hojas de pedido. Estaban debidamente anotados fármacos semejantes a los que había visto en el historial de Martin: MB300C y MB303C. Luego pasó al comienzo del historial y vio dentro de las referencias una copia del informe que él mismo había hecho y que habían enviado con su historial.

Sean pasó rápidamente las páginas y llegó a la sección de notas sobre la evolución de la paciente; leyó el apartado sobre la biopsia practicada el día anterior con la indicación de que se había realizado sobre el oído derecho. La nota continuaba diciendo que la paciente había tolerado bien el proceso.

Había empezado a explorar la sección de laboratorio para ver si se le había practicado una sección congelada cuando algo le interrumpió. La puerta del pasillo se abrió de golpe con tal fuerza que el pomo se clavó en el enlucido.

El choque repentino sobresaltó a Sean. Dejó caer las fichas sobre el mostrador de laminado plástico. Enfrente suyo y llenando todo el marco de la puerta estaba la figura formidable de Margaret Richmond. Sean la reconoció inmediatamente pues era la directora de enfermeras que había irrumpido en el despacho del doctor Mason. Al parecer aquella mujer tenía la costumbre de entrar de modo espectacular en todos los lugares.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó—. ¿Y qué está haciendo con este historial?

Su cara ancha y redonda estaba deformada por la indignación.

Durante un instante tuvo la idea de responder con una impertinencia, pero se lo pensó mejor.

—Es de una amiga —dijo Sean—. La señorita Cabot fue paciente mía en Boston.

—Usted no tiene derecho a ver su historial —soltó la señora Richmond—. Los historiales de los pacientes son documentos confidenciales que sólo pueden ver los pacientes y sus médicos. La responsabilidad a este respecto es algo que nos tomamos muy serio.

—Estoy seguro de que la paciente me permitiría leer su historial —dijo Sean—. Quizá podríamos pasar a la otra sala y preguntárselo.

—Usted no está aquí en calidad de colaborador clínico —gritó la señora Richmond ignorando la propuesta de Sean—. Está solamente aquí para investigar. La arrogancia que de muestra al pensar que tiene derecho a invadir este hospital es imperdonable.

Sean vio aparecer un rostro familiar detrás del hombro intimidante de la señora Richmond. Era la faz abotargada y pagada de sí misma de Robert Harris, el frustrado. Sean comprendió inmediatamente lo que había sucedido. Sin duda una de las cámaras de vigilancia había captado su presencia, probablemente en el pasillo de la segunda planta. Harris había llamado a Richmond y luego se había presentado para asistir a la matanza.

Al ver que Robert Harris también estaba en el asunto, Sean ya no pudo resistir la tentación de contraatacar, sobre todo porque la señora Richmond no respondía a sus demostraciones de prudencia.

—Puesto que no les interesa hablar como adultos —dijo Sean—, creo que me vuelvo al edificio de investigaciones.

—Su impertinencia lo está empeorando todo —balbuceó la señora Richmond—. Usted ha entrado ilegalmente, ha invadido un lugar privado y no parece arrepentirse. Me extraña que la administración de la universidad de Harvard permita a una persona como usted ingresar en su institución.

—Le voy a contar un secreto —dijo Sean—. No se fijaron mucho en mis modos, pero les gustó lo bien que jugaba al hockey sobre hielo. Bueno, me gustaría quedarme con ustedes y charlar un rato, pero tengo que volver con mis amigos muertos que, por cierto, tienen una personalidad más agradable que la mayoría de empleados del Forbes.

Sean vio que el rostro de la señora Richmond se ponía morado. Este era un episodio más de la serie ridícula de incidentes que estaban acabando con su paciencia. Por lo tanto, provocar e irritar a aquella mujer que podía haber jugado de defensa en los Dolphins de Miami le satisfacía perversamente.

—Salga de aquí antes de que llame a la policía —gritó la señora Richmond.

Sean pensó que llamar a la policía sería interesante. Podía imaginar a algún pobre novato uniformado intentando situar en alguna categoría el delito de Sean. Sean se imaginaba la noticia en algún periódico: un externo de Harvard consigue ver el historial médico de una paciente.

Sean avanzó unos pasos hasta quedar literalmente encarado con la señora Richmond. Sonrió, prodigando su infalible en canto.

—Sé que me va a echar de menos. Pero tengo que irme, de veras.

La señora Richmond y Harris le siguieron todo el camino hasta el puente para peatones que salvaba el abismo entre el hospital y el edificio de investigación. Durante todo el trayecto mantuvieron un diálogo en voz alta sobre la degeneración de la juventud de hoy en día. Sean se sintió igual que si le estuvieran expulsando del pueblo.

Mientras Sean caminaba por el puente comprendió lo mucho que necesitaría a Janet para conseguir material clínico sobre el estudio de meduloblastoma, suponiendo, claro está, que decidiera quedarse.

Al volver a su laboratorio de la quinta planta, intentó concentrarse en su trabajo para reprimir la irritación y la frustración que sentía por la ridícula situación en que se había encontrado. Como la sala vacía de la planta superior, el historial médico de Helen no contenía nada que justificara los gritos. Pero mientras Sean se calmaba, pudo reconocer que la señora Richmond tenía algo de razón. Aunque le costara admitirlo, el Forbes era un hospital privado, no era un hospital universitario como el Boston Memorial que compaginaba la enseñanza con el cuidado de los pacientes. Aquí el historial de Helen era confidencial. A pesar de ello, la furia demostrada por la señora Richmond no guardaba ninguna proporción con su infracción.

Sin apenas quererlo, al cabo de una hora estaba totalmente absorto en sus intentos por hacer crecer los cristales. Luego, al mirar al trasluz un frasco contra una lámpara notó un cierto movimiento por el rabillo del ojo. Se estaba repitiendo el incidente del primer día. También ahora el movimiento le llegaba de la escalera.

Sin mirar ni un momento hacia la escalera, Sean se levantó tranquilamente de su taburete y caminó hacia el almacén como si necesitara algunos suministros. El almacén daba también al pasillo central y Sean pudo correr a lo largo del edificio hasta la escalera opuesta a la dirección del fugaz movimiento.

Bajó corriendo un tramo, se precipitó por toda la cuarta planta y entró por la otra escalera. Empezó a subir silenciosamente los peldaños que conducían a la quinta planta hasta que apareció el rellano. Tal como había sospechado, Hiroshi estaba mirando de modo furtivo por el cristal de la puerta, extrañado evidentemente de que no hubiese regresado del almacén. Sean salvó de puntillas los peldaños restantes hasta que quedó detrás mismo de Hiroshi. Luego soltó el grito más potente que pudo. Él mismo quedó impresionado por el volumen de ruido que pudo emitir dentro de los confines de la es calera.

Sean, que había visto algunas películas de artes marciales de Chuck Norris, estaba algo preocupado por la posibilidad de que Hiroshi se convirtiera, por reflejo, en un practicante diabólico de karate. En cambio, Hiroshi estuvo en un tris de desmayarse. Por suerte tenía agarrado con una mano el pomo de la puerta. Este punto de apoyo le permitió mantenerse erguido.

Cuando Hiroshi se recuperó lo suficiente para darse cuenta de lo que había sucedido, se separó un paso de la puerta y empezó a murmurar una explicación. Al mismo tiempo continuó retrocediendo, y cuando sus pies chocaron con el primer peldaño de la escalera dio media vuelta, huyó y desapareció de la vista.

Sean le siguió de mal humor, no para perseguir a Hiroshi sino para hablar con Deborah Levy. Estaba harto del espionaje de Hiroshi. Pensó que la doctora Levy sería la persona más adecuada para hablar del asunto, puesto que era la directora del laboratorio.

Fue directamente a la séptima planta y entró en el despacho de la doctora Levy. La puerta estaba entornada y echó una ojeada al interior. El despacho estaba vacío.

Las secretarias de la sección no tenían ni idea de su paradero, pero propusieron a Sean que la llamara por el busca. No lo hizo pero bajó a la sexta planta y buscó a Mark Halpern, quien iba vestido tan impecablemente como siempre y llevaba puesto su impoluto delantal blanco. Sean supuso que lavaba y planchaba el delantal cada día.

—Estoy buscando a la doctora Levy —dijo con tono irritado.

—Hoy no está aquí —dijo Mark—. ¿Puedo ayudarle en algo?

—¿Vendrá más tarde? —preguntó Sean.

—Hoy no —dijo Mark—. Se fue a Atlanta. El trabajo la obliga a viajar mucho.

—¿Cuándo volverá?

—No lo sé con seguridad —dijo Mark—. Probablemente mañana a última hora. Dijo que quizá pasaría por nuestras instalaciones de Cayo West en el viaje de regreso.

—¿Pasa mucho tiempo allí? —preguntó Sean.

—Bastante —dijo Mark—. Varios doctores que estuvieron trabajando primero aquí, tenían que ir a Cayo Hueso. Pero en lugar de hacerlo, se marcharon. A consecuencia de ello aumentó el trabajo de la doctora Levy. Tuvo que hacerse cargo de parte del trabajo. Creo que el Forbes tiene dificultades para sustituirlos.

—Dígale que me gustaría hablar con ella cuando vuelva —dijo Sean.

Los problemas de contratación del Forbes no le interesaban.

—¿Está seguro de que no puedo hacer nada por usted? —dijo Mark.

Durante un segundo, Sean acarició la idea de contar a Mark lo que Hiroshi hacía, pero decidió callar. Tenía que hablar con alguien que tuviera autoridad. Mark no le iba a servir de nada.

Cuando se dirigía a su pequeño despacho, Sean preguntó al técnico si los patólogos del hospital cooperaban con el personal de investigación.

—A veces —dijo Mark—. El doctor Barton Friedburg ha sido coautor de algunos documentos de investigación que precisan una interpretación patológica.

—¿Qué tipo de individuo es? —preguntó Sean—. ¿Simpático o antipático? Me parece que aquí todo el mundo está en una categoría u otra.

—Decididamente simpático —dijo Mark—. Además, quizá usted esté confundiendo la falta de simpatía con la seriedad y la preocupación por el trabajo.

—¿Cree que podría llamarle y preguntarle unas cuantas cosas? —dijo Sean—. ¿Es tan simpático?

—Desde luego —dijo Mark.

Sean bajó a su laboratorio y para poder estar sentado en una mesa, utilizó el teléfono del despacho acristalado y llamó al doctor Friedburg. Consideró que era un buen síntoma que el patólogo contestara en persona.

Le explicó quién era y dijo que estaba interesado por los resultados de una biopsia practicada el día anterior a Helen Cabot.

—Un momento, por favor —dijo el doctor Friedburg.

Sean oyó que estaba hablando con otra persona en el labora torio.

—No hicimos ninguna biopsia a Helen Cabot —dijo cuando se puso de nuevo.

—Pero yo sé que ayer le practicaron una —dijo Sean.

—La enviaron al ala sur, a diagnósticos básicos —dijo el doctor Friedburg—. Deberá llamar allí si desea tener información. Este tipo de exámenes no pasa nunca por nuestro laboratorio.

—¿A quién debo pedírselo? —preguntó Sean.

—A la doctora Levy —dijo el doctor Friedburg—. Desde que Paul y Roger se fueron, ella se encarga de todo allí. No sé quién se encarga ahora de leer los especimenes, pero nosotros no lo hacemos.

Sean colgó. En el Forbes nada parecía fácil. Desde luego no iba a preguntar a la doctora Levy por el estado de Helen Cabot. La doctora descubriría inmediatamente sus intenciones, especialmente habiéndole contado la señora Richmond que Sean había estado mirando el historial médico de Helen Sean suspiró y miró el trabajo que estaba haciendo para intentar cristalizar la proteína del Forbes. Estuvo tentado de tirarlo todo en la pileta.

Janet pensó que la tarde estaba pasando muy rápidamente. Con el movimiento de pacientes que iban y venían del tratamiento y las pruebas de diagnóstico, se planteaba constantemente el problema táctico de organizarlo todo. Además, había protocolos de tratamiento complicados cuya dosificación y horarios tenían que ser muy exactos. Pero durante esta actividad febril, Janet pudo observar el sistema seguido para distribuir a los pacientes entre el personal. Sin muchos esfuerzos, consiguió que la asignaran enfermera de Helen Cabot, Louis Martin y Kathleen Sharenburg al día siguiente.

Consiguió ver los recipientes con los fármacos codificados, aunque sin tocarlos, cuando las enfermeras encargadas de los pacientes de meduloblastoma durante el día recibieron los frascos de Marjorie. Cuando tenían los frascos, las enfermeras los llevaban al cuarto de farmacia para cargar las jeringas. El fármaco MB300 estaba en una botella inyectable de 10 CC y el MB303 en una botella más pequeña de 5 cc. Los recipientes no tenían nada de especial. Era el mismo tipo utilizado para muchos otros fármacos inyectables.

Era normal que todo el mundo hiciera una pausa a media tarde, al igual que por la mañana. Janet aprovechó su pausa para bajar a la sección de fichas médicas. Una vez allí, utilizó el mismo truco que había usado con Tim. Dijo a una de las bibliotecarias, una joven llamada Melanie Brock, que era una empleada nueva y que estaba interesada en aprender el sistema Forbes. Dijo que estaba familiarizada con los ordenadores, pero que necesitaría ayuda. La bibliotecaria se impresionó favorablemente por la actitud de Janet y estuvo muy contenta de enseñarle su formato de fichero y de utilizar el código de acceso a las fichas médicas.

Janet, sola ya después de la explicación de Melanie, nombró a todos los pacientes con la misma designación T-9872 que había utilizado para obtener los casos actuales de meduloblastoma en la terminal de la sala. En esta ocasión, Janet obtuvo una lista diferente. Había treinta y ocho casos registrados durante los últimos diez años. Esta lista no incluía los cinco casos actualmente tratados en el hospital. Janet comprendió que el número de casos había aumentado recientemente y pidió al ordenador que le diera un gráfico del número de casos en función de los años. Los resultados, en forma de gráfico, eran bastante impresionante.

Janet miró el gráfico y observó que durante los primeros ocho años había habido cinco casos de meduloblastoma, mientras que durante los dos últimos años estos casos habían ascendido a treinta y tres.

Pensó primero que este aumento era curioso, pero recordó luego que los éxitos del Forbes con su tratamiento se habían producido en los últimos dos años. Los éxitos habían provocado más traslados. Sin duda esto explicaba la afluencia de nuevos casos.

Janet tuvo curiosidad por saber los detalles demográficos y pidió una distribución por edad y sexo. El sexo mostraba una preponderancia de hombres en los últimos treinta y tres casos: veintiséis hombres y siete mujeres. En los cinco últimos casos, había habido tres mujeres y dos hombres.

Cuando miró las edades, Janet observó que en los primeros cinco casos había habido una persona de veintiún años de edad. Los otros cuatro casos eran de personas de menos de diez años. Entre los treinta y tres casos recientes, Janet vio que siete de ellos correspondían a personas de menos de diez años, dos a personas entre diez y veinte años, y los veinticuatro restantes a personas de más de veinte años de edad.

En relación con los resultados, Janet observó que los cinco casos originales habían fallecido dentro de los dos años siguientes a la fecha del diagnóstico. Tres habían fallecido al cabo de meses. Los efectos del nuevo tratamiento destacaban espectacularmente en los treinta y tres casos más recientes. Los treinta y tres pacientes continuaban vivos, si bien sólo tres se estaban acercando a dos años de vida transcurridos desde el diagnóstico.

Janet anotó rápidamente toda esta información para pasársela a Sean.

Luego escogió al azar un nombre de la lista. El nombre era Donald Maxwell. Pidió su ficha. Mientras estudiaba la información vio que estaba bastante abreviada. Encontró incluso una nota que decía: «consultar las fichas del historial si se necesita más información».

Janet se había concentrado tanto en su trabajo de investigación, que se sorprendió cuando miró el reloj. Se había pasado allí toda la pausa del café y algo más de tiempo, como le había sucedido por la mañana.

Ordenó rápidamente al ordenador que imprimiera una lista de los treinta y ocho casos con sus edades, sexo y números de registro. Llena de nerviosismo, se fue a la impresora láser y esperó que saliera la hoja impresa. Cuando se volvió para irse tenía la sensación de que se encontraría con alguien detrás suyo que le pediría explicaciones. Pero al parecer nadie se había fijado en sus movimientos.

Janet buscó a Melanie, antes de volver a su planta, para hacerle una rápida pregunta final. La encontró al lado de su fotocopiadora.

—¿Qué debo hacer para tener el historial médico de un paciente dado de alta? —preguntó Janet.

—Pedírselo a alguno de nosotros —dijo Melanie—. Lo único que necesitará es entregarnos una copia de la autorización, que en su caso debe darla el departamento de enfermería. Luego tendrá que esperar diez minutos. Tenemos las fichas en el sótano en un almacén de seguridad situado entre ambos edificios. Es un sistema eficiente. Las fichas tienen que estar disponibles para poder atender a los pacientes. Por ejemplo, cuando vienen pacientes de fuera. En la administración también necesitan los historiales para hacer sus facturas y sus cuentas. Las fichas con el historial se suben en montacargas.

Melanie señaló el pequeño ascensor acristalado de la pared.

Janet dio las gracias a Melanie y se fue rápidamente a su ascensor. La cuestión de la autorización era un problema. No podía imaginar cómo conseguirlo sin delatarse totalmente.

Confió en que Sean tendría alguna idea al respecto.

Mientras apretaba con impaciencia el botón del ascensor Janet se preguntó si tendría que excusarse de nuevo por haberse tomado más tiempo del permitido. Sabía que no podía seguir así. No era justo, y era lógico que Marjorie se quejara.

Sterling estaba muy contento con los acontecimientos del día.

No pudo evitar sonreír mientras subía en el ascensor de lujo de la oficina central del Banco Franklin, en la Federal Street de Boston. Había sido un día sublime con un esfuerzo mínimo y una ganancia máxima. Y el hecho de que recibiera una magnífica compensación por pasárselo bien aumentaba todavía más el placer del trabajo. El almuerzo en el Ritz había sido delicioso, especialmente porque el maître había tenido el detalle de traerle un Mersault blanco de la cava del comedor principal.

Sterling, sentado tan cerca de Tanaka y de su invitado, había podido oír la mayor parte de su conversación parapetado detrás de un Wall Street Journal.

El invitado de Tanaka era un ejecutivo de Immunotherapy.

Desde que Genentech había comprado la empresa, apenas había modificado la composición del personal. Sterling ignoraba cuánto dinero había en el sobre blanco que Tanaka había dejado sobre la mesa. Pero observó que el director de personal se lo había guardado en su chaqueta en un abrir y cerrar de ojos.

La información que pudo captar Sterling era interesante.

Sean y los demás socios fundadores habían vendido Immunotherapy a fin de conseguir capital para una empresa totalmente nueva. El informador de Tanaka no estaba absolutamente seguro, pero tenía entendido que la nueva empresa también sería de biotecnología. No pudo comunicar a Tanaka su nombre ni los productos que se proponía fabricar.

Aquel caballero sabía que se había producido un hiato en la formación de la nueva empresa cuando Sean y sus socios se dieron cuenta de que les faltaba capital. Lo sabía porque le habían pedido que se pasara a la nueva empresa, y cuando hubo aceptado le informaron de que habría un retraso hasta que pudieran conseguir fondos suficientes. El tono de voz del caballero en aquel momento dio a entender a Sterling que el retraso había enrarecido bastante la relación entre él y la nueva dirección.

El último elemento informativo que aquel caballero había proporcionado a Tanaka y, a su vez, a Sterling, era el nombre del alto empleado del Franklin que estaba encargado de negociar el préstamo que cubriría el capital adicional. Sterling conocía a algunos empleados del Franklin, pero Herbert Devonshire no era uno de ellos. De todos modos, esto iba a cambiar porque la persona a la que Sterling estaba a punto de visitar en aquel momento era Herbert.

El almuerzo había permitido también a Sterling observar de cerca a Tanaka. Sterling, que conocía bastante el carácter y la cultura japoneses, especialmente en relación con los negocios, quedó fascinado por la actuación de Tanaka. Tanaka se desenvolvió con la máxima deferencia y respeto, y hubiese sido imposible para un estadounidense no iniciado captar los signos indicativos de que el japonés despreciaba de modo claro a su compañero de almuerzo. Pero Sterling descubrió inmediatamente los sutiles signos.

Sterling no pudo seguir la entrevista de Tanaka con Herbert Devonshire. Pero tampoco se lo había propuesto. Sin embargo, deseaba saber dónde tuvo lugar para que cuando hablara con el señor Devonshire pudiera dar a entender que estaba enterado de su contenido. Por lo tanto, Sterling pidió al director de la empresa de limusinas que preguntara al chofer de Tanaka lo que habían hecho. El director comunicó luego la información del chofer a Sterling.

Una vez enterado, Sterling entró en el City Side, un bar popular en el edificio sur del mercado del Hall Faneuil. Había la posibilidad de que Tanaka recordara su presencia en el almuerzo, pero Sterling decidió acercarse. No se acercaría demasiado. Observó desde lejos a Tanaka y Devonshire. Tomó nota de su situación en el bar y de lo que habían pedido.

También observó que Tanaka se había excusado para hacer una llamada.

Esta información le permitiría enfrentarse con confianza con Devonshire. Había conseguido una cita para aquella tarde.

Después de una breve espera, cuyo propósito era sin duda impresionarle con la apretada agenda del señor Devonshire, hicieron entrar a Sterling en la deslumbrante oficina del banquero. El panorama que se extendía por el norte y el este ofrecía vistas espectaculares del puerto de Boston y también del Aeropuerto Internacional Logan en la parte oriental de Boston, así como del puente sobre el río Mystic a su paso por Chelsea.

El señor Devonshire era un hombre bajo con una calva brillante, gafas de montura metálica y un traje conservador. Se levantó de detrás de su mesa de anticuario para tender la mano a Sterling. Sterling calculó que su estatura no pasaba de 1,65 metros.

Sterling entregó al hombre su tarjeta de visita. Los dos se sentaron. El señor Devonshire depositó la tarjeta en el centro de la carpeta que tenía sobre la mesa y la alineó en perfecto paralelismo con el rectángulo que formaba. Luego cruzó las manos.

—Tengo mucho gusto en haberle conocido, señor Rombauer —dijo clavando sus ojos saltones en Sterling—. ¿En qué puede servirle hoy el Franklin?

—No me interesa el Franklin —dijo Sterling—. Me gustaría entablar una relación de negocios con usted.

—Nuestra divisa ha sido siempre el servicio personalizado —dijo Herbert.

—Voy a entrar directamente en materia —dijo Sterling—. Estoy dispuesto a iniciar una colaboración confidencial con usted en beneficio mutuo. Se trata de información que yo necesito y de información que sus superiores no deberían saber.

Herbert Devonshire tragó saliva, pero no se inmutó.

Sterling se inclinó hacia delante para poder fijar sus ojos en los de Herbert.

—Los hechos son simples. Usted se vio con el señor Tanaka Yamaguchi esta tarde en el City Side Bar, que según creo no es un lugar habitual para citas de negocios. Pidió un ginlet con vodka y luego comunicó al señor Yamaguchi determinada información: un servicio que, si bien no es ilegal, es de una ética dudosa. Poco después, una parte considerable del dinero que las Industrias Sushita tienen depositado en el Banco de Boston fue transferido telegráficamente al Banco Franklin y usted era designado el banquero privado de la operación.

El rostro de Herbert palideció al oír las palabras de Sterling.

—Dispongo de una red extensa de contactos en todo el mundo de los negocios —dijo Sterling mientras se recostaba en su butaca—. Me gustaría mucho añadir su nombre a esta red privada, muy anónima, pero estelar. Estoy seguro de que podemos suministrarnos mutuamente información útil a medida que pasa el tiempo. La pregunta es: ¿le interesaría ingresar?

La única condición es que usted no debe revelar nunca, en ningún caso, la fuente de ninguna información que yo le transmita.

—¿Y si decido no ingresar? —preguntó Herbert con voz ligeramente ronca.

—Transmitiré la información que tengo sobre usted y el señor Yamaguchi a personas del Franklin que pueden influir en su futuro.

—Esto es un chantaje —dijo Herbert.

—Yo lo llamo libre comercio —dijo Sterling—. En cuanto a su cuota de ingreso, me gustaría saber exactamente qué le contó usted al señor Yamaguchi sobre nuestro conocido común, Sean Murphy.

—Esto es indignante —dijo Herbert.

—Por favor —dijo Sterling—. No dejemos que esta conversación se disuelva en simples gestos. Lo cierto es que su comportamiento fue indignante, señor Devonshire. Estoy pidiendo sólo un pequeño precio por los beneficios que le reportará tener a un cliente como las Industrias Sushita. Y puedo garantizarle que también yo voy a serle útil en el futuro.

—Le di muy poca información —dijo Herbert—. Totalmente intrascendente.

—Si se siente más cómodo pensándolo así, no importa —dijo Sterling.

Se produjo una pausa. Los dos hombres cruzaron sus miradas a ambos lados de la amplia superficie de caoba antigua. Sterling esperaba tranquilamente.

—Lo único que dije fue que el señor Murphy y unos cuantos socios pidieron préstamos para iniciar una nueva empresa —dijo Herbert—. No di ninguna cifra.

—¿Cuál es el nombre de la nueva empresa? —preguntó Sterling.

—Oncogen —dijo Herbert.

—¿Y la línea de productos propuesta? —preguntó Sterling.

—Productos de salud relacionados con el cáncer —dijo Herbert—. Tanto de diagnóstico como terapéuticos.

—¿Marco temporal?

—Inminente —respondió Herbert—. Dentro de los próximos meses.

—¿Algo más? —preguntó Sterling—. Debería añadir que tengo medios para comprobar esta información.

—No —dijo Herbert. Su voz era más cortante.

—Si me entero de que me ha engañado deliberadamente —le advirtió Sterling—, el resultado será como si usted se hubiese negado a colaborar.

—Tengo otras citas —dijo Herbert sucintamente.

Sterling se levantó.

—Sé lo irritante que es cuando a uno le fuerzan a hablar —dijo—. Pero recuerde que me siento en deuda y que siempre pago. Llámeme.

Sterling tomó el ascensor hasta la planta baja y se dirigió apresuradamente a su limusina. El chofer había cerrado las puertas y se había dormido. Sterling tuvo que golpear la ventanilla para que soltara el cierre de las puertas traseras.

Cuando estuvo dentro llamó a su contacto en la AFA.

—Le hablo desde un teléfono portátil —advirtió Sterling a su amigo.

—El pájaro tiene previsto partir por la mañana —le informó el hombre.

—¿Con qué destino?

—Miami —dijo el interlocutor. Luego añadió—: También mí me gustaría ir.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Janet cuando Sean se asomó a su dormitorio.

Janet había llevado a Sean a Miami Beach para que viera el apartamento que había alquilado.

—Creo que es perfecto —dijo volviendo la cabeza hacia la sala de estar—. No estoy seguro de que pudiera resistir mucho tiempo estos colores, pero no hay duda de que el ambiente es de Florida.

Las paredes eran de color amarillo brillante, la alfombra era verde loro. Los muebles eran de mimbre blanco con cojines de flores tropicales.

—Sólo será para un par de meses —dijo Janet—. Ven al baño y mira el mar.

—Allí está —dijo Sean mientras miraba entre las rendijas de la celosía—. Por lo menos podré decir que lo he visto.

Entre dos edificios se distinguía una cuña estrecha de océano. Eran más de las siete, el sol se había puesto y el agua parecía más gris que azul en la inminente oscuridad.

—La cocina tampoco está mal —dijo Janet.

Sean la siguió y miró mientras ella abría armarios y le enseñaba los platos y los vasos. Se había quitado el uniforme de enfermera y llevaba puesto un corpiño y pantalones cortos.

Sean encontraba a Janet increíblemente atractiva, especialmente cuando iba tan ligera de ropa, y pensó que con aquel atuendo él quedaba en posición de inferioridad, especialmente cuando Janet se inclinó para enseñarle las cazuelas y las sartenes. En estas circunstancias, era difícil pensar.

—También podré cocinar —dijo ella levantándose.

—Maravilloso —dijo Sean, pero su mente estaba ocupada con otros apetitos básicos.

Pasaron a la sala de estar.

—Creo que voy a trasladarme esta misma noche —dijo Sean—. Me gusta el lugar.

—Espera —dijo Janet—. No te habrás imaginado que vamos a vivir los dos juntos aquí. Antes tenemos que hablar seriamente. Este es el único motivo que me impulsó a venir hasta aquí.

—Bueno, primero tenemos que tirar adelante el asunto del meduloblastoma —dijo Sean.

—No pensaba que las dos cuestiones se excluyeran mutuamente —dijo Janet.

—No lo dije en este sentido —replicó Sean—. Pero de momento me resulta difícil pensar en otras cosas, aparte de mi papel aquí en el Forbes y aparte de si debo quedarme o no La situación está en cierto modo dominando mis pensamientos Creo que es bastante comprensible.

Janet miró hacia el techo.

—Además, me muero de hambre —dijo Sean. Y añadió sonriendo—: Ya sabes que no puedo hablar nunca cuando tengo hambre.

—Voy a tener un poco de paciencia —aceptó Janet—. Pero no debes olvidar que necesito que nos comuniquemos seriamente.

Bueno, en cuanto a la cena, el agente inmobiliario me dijo que había un restaurante cubano muy popular en Collins Avenue.

—¿Cubano? —preguntó Sean.

—Ya sé que no te gusta aventurarte y prescindir de tu plato de carne con patatas —dijo Janet—. Pero ya que estamos en Miami, podemos arriesgarnos un poquito.

—Vaya —murmuró Sean.

Se podía llegar al restaurante andando, por lo que dejaron el 4×4 de Sean en la plaza de aparcamiento que habían encontrado enfrente del apartamento. Se fueron paseando cogidos de la mano hacia el norte por Collins Avenue, debajo de enormes nubes ribeteadas de plata y oro que reflejaban el cielo rojizo de los distantes Everglades. No podían ver el mar pero sí oír las olas que rompían al otro lado de un bloque de edificios de art déco, variedad Miami, recientemente renovados y restaurados.

El barrio que daba a la playa estaba animado con mucha gente que paseaba arriba y abajo por la calle, que estaba sentada en los peldaños o en las terrazas, que pasaba en patines o recorría lentamente la calle en coche. Algunos estéreos de los coches tenían los bajos tan amplificados que Sean y Janet sentían vibrar sus pechos cuando pasaban los coches con la música puesta.

—Estos tíos se van a quedar sin oídos medios cuando cumplan los treinta —dijo Sean.

El restaurante daba la impresión de una desorganización frenética con las mesas y todo el local atiborrado de personas.

Los camareros y camareras iban vestidos con pantalones o faldas negras y con camisas o blusas blancas. Cada uno llevaba un delantal manchado. Su edad iba de los veinte a los sesenta.

Se comunicaban entre sí y con la cocina gritando en un español expresivo, mientras corrían y hacían eses entre las mesas. Sobre todo aquel tumulto se cernía un aroma suculento de cerdo asado, ajo y café negro tostado.

Arrastrados por una corriente de personas, se encontraron apretados entre otros clientes en una gran mesa. Aparecieron, como por arte de magia, botellas de Corona muy frías.

—Aquí no hay nada que me apetezca —se quejó Sean después de estudiar durante unos minutos el menú.

Janet tenía razón: Sean casi nunca cambiaba de dieta.

—Tonterías —dijo Janet mientras se encargaba de pedir la cena.

Sean tuvo una agradable sorpresa cuando llegó la comida. El cerdo asado muy condimentado y con un intenso sabor a ajo era delicioso, al igual que el arroz amarillo y las judías negras cubiertas con cebolla picada. Lo único que no le convenció fue la yuca.

—Esto parece patata cubierta de exudación mucoide —gritó Sean.

—¡Eres un bruto! —exclamó Janet ¡estudiante de medicina!

Conversar era casi imposible en aquel restaurante ruidoso, y después de la cena se fueron a pasear por Ocean Drive y se aventuraron en el Parque Lummus, donde pudieron hablar. Se sentaron bajo un gran baniano y contemplaron el mar oscuro tachonado con las luces de los mercantes y de los yates.

—Parece imposible que en Boston todavía estén en invierno —dijo Sean.

—Me pregunto ahora cómo resistimos el aguanieve y la lluvia helada —dijo Janet—. Pero basta de tonterías. Si, como dijiste, todavía no podemos hablar sobre nosotros, hablemos sobre la situación del Forbes. ¿Ha sido mejor la tarde que la mañana?

Sean soltó una breve y triste risa.

—Fue peor —dijo—. Apenas había estado cinco minutos en la segunda planta cuando entró la directora de enfermeras en la habitación hecha una furia, gritando y chillando porque estaba mirando el historial médico de Helen.

—¿Margaret Richmond enfadada? —preguntó Janet.

Sean asintió.

—Con todos sus cien kilos. Estaba fuera de quicio.

—Siempre me ha tratado con mucha educación —aseguró Janet.

—Sólo la he visto en dos ocasiones —dijo Sean—. En ninguno de los dos casos creo que se comportara educadamente.

—¿Cómo supo que estabas allí? —preguntó Janet.

—El comando de marines iba con ella —dijo Sean—. Seguramente me descubrieron con una cámara de vigilancia.

—¡Vaya por Dios! —dijo Janet—. Otra cosa de la que debo tener cuidado. No había pensado en las cámaras de vigilancia.

—No tienes por qué preocuparte —dijo Sean—. Soy el único a quien el jefe de seguridad no puede tragar. Además, las cámaras probablemente sólo están en las zonas comunes, no en las salas de pacientes.

—¿Pudiste hablar con Helen Cabot? —preguntó Janet.

—Sólo un momento —dijo Sean—. Su aspecto no era nada bueno.

—Su estado está empeorando —dijo Janet—. Dicen que van a practicarle una derivación. ¿Dedujiste algo de su historial?

—No —dijo Sean—. No tuve tiempo. Me expulsaron literalmente de allí por el puente hacia el edificio de investigación.

Luego, para colmo, el japonés apareció de nuevo por la tarde, espiándome furtivamente en el laboratorio desde la escalera.

No sé qué tiene entre manos, pero en esta ocasión le atrapé. Se le pusieron por corbata cuando aparecí silenciosamente detrás suyo y solté mi grito espeluznante. Casi se le cayeron los pantalones al suelo.

—¡Pobrecito! —dijo Janet.

—¿Pobrecito? —dijo Sean—. Me ha estado espiando desde que llegué.

—Bueno, yo tuve más suerte —dijo Janet.

Sean se animó.

—¿En serio? ¡Magnífico! ¿Conseguiste una muestra de la medicina milagrosa?

—No, de la medicina no —dijo Janet. Metió la mano en el bolso y sacó las páginas impresas del ordenador y la hoja con las notas que había pergeñado—. Pero aquí está la lista de todos los pacientes de meduloblastoma de los últimos diez años. Treinta y ocho en total; treinta y tres en los últimos dos años. He resumido los datos en la hoja.

Sean le arrancó los papeles de las manos. Pero para leerlos tuvo que levantarlos sobre su cabeza para captar la luz de las farolas de Ocean Drive. Mientras leía, Janet le explicó lo que había descubierto sobre la distribución por sexo y edad. Le explicó que los historiales de ordenador estaban abreviados y que, según una anotación, debían consultarse las fichas en sí para tener más información. Le contó finalmente que Melanie le había explicado cómo obtener estas fichas en menos de diez minutos suponiendo, desde luego, que se dispusiera de la debida autorización.

—Necesitaré estas fichas —dijo Sean—. ¿Están exactamente allí, en los ficheros médicos?

—No.

Janet le contó lo que Melanie había dicho sobre el almacén blindado con los ficheros situado debajo de ambos edificios.

—¿En serio? —preguntó Sean—. En tal caso, están muy a mano.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Janet.

—Esto significa que podría llegar hasta el almacén desde el edificio de investigaciones —dijo Sean—. El episodio de hoy demuestra que no soy persona grata en el hospital. Es decir que podría intentar conseguir las fichas sin tener que enfrentarme con la señora Richmond y compañía.

—¿Estás pensando en forzar el almacén de seguridad? —preguntó Janet alarmada.

—No creo que dejen la puerta abierta para mí —dijo Sean.

—Creo que esto ya es demasiado —dijo Janet—. Si lo hicieras, estarías Infringiendo la ley, no solamente las normas hospitalarias.

—Ya te lo advertí —dijo Sean.

—Dijiste que teníamos que infringir normas, pero no la ley —le recordó Janet.

—No me vengas con detalles de semántica —replicó Sean exasperado.

—Pero la diferencia es muy importante —dijo Janet.

—Las leyes son normas codificadas —dijo Sean—. Yo ya sabía que acabaríamos infringiendo la ley de alguna forma u otra. Y pensé que tú también lo sabías. Pero en cualquier caso, ¿no crees que tenemos justificación? Es evidente que esta gente del Forbes ha desarrollado un tratamiento muy eficaz contra el meduloblastoma. Por desgracia, han decidido guardarlo en secreto, evidentemente con la intención de patentar su tratamiento antes de que otros se pongan a su nivel. Ya sabes que eso es lo que no me gusta de la financiación privada de las investigaciones médicas. El único objetivo es el rendimiento de una inversión y no el interés público. El bien público queda en segundo plano, suponiendo que alguien piense en él.

No hay duda de que ese tratamiento contra el meduloblastoma tiene utilidad para todos los cánceres, pero se está privando al público de esa información. Y otra cosa: la mayor parte de los conocimientos básicos sobre los que estos laboratorios privados montan sus trabajos se consiguieron gracias a la financiación pública de instituciones académicas. Estas empresas privadas sólo toman. Nunca dan. Y mientras tanto se engaña al público.

—Los fines no justifican nunca los medios —dijo Janet.

—Pues adelante, y sé farisea —dijo Sean—. Mientras tanto, te estás olvidando de que todo esto fue idea tuya. Quizá deberíamos renunciar a todo y yo debería volver a Boston y trabajar un poco en mi tesis.

—Está bien —dijo Janet agotada—. Está bien. Haremos lo que deba hacerse.

—Necesitamos las fichas y necesitamos la medicina milagrosa —dijo Sean. Se incorporó y estiró los brazos—. Vamos allá.

—¿Ahora? —preguntó Janet asustada—. Son casi las nueve de la noche.

—La primera norma para forzar una puerta —dijo Sean— es hacerlo cuando no hay nadie en casa. Este es el momento ideal. Además tengo una tapadera perfecta: tengo que inyectar a mis ratones una dosis primaria más de glucoproteína.

—¡Que el cielo nos ampare! —dijo Janet, mientras dejaba que Sean la levantara del banco.

Tom Widdicomb condujo su coche hasta una plaza situada en un extremo de la zona de aparcamiento de la residencia Forbes. Avanzó lentamente hasta que las ruedas tocaron la acera. Había aparcado bajo las ramas protectoras de un gran árbol. Alice le había dicho que aparcara allí por si alguien se fijaba en el coche. Era el coche de Alice, un Cadillac convertible de 1969 de color verde lima.

Tom abrió la puerta y bajó después de asegurarse de que no había nadie a la vista. Se puso un par de guantes de goma de cirugía. Luego metió la mano bajo el asiento delantero y agarró el cuchillo de trinchar que se había traído de casa.

La luz se reflejó en su superficie pulida. Al principio había decidido traer la pistola. Pero, luego, pensó en el ruido y en lo delgadas que eran las paredes de la residencia y la cambió por el cuchillo. Su único inconveniente era que lo ensuciaba todo.

Tom deslizó la hoja del cuchillo en la manga derecha de su camisa, procurando no cortarse con su filo, y dejó el mango en la palma de la mano. En la otra mano llevaba las llaves del apartamento 207.

Avanzó por la parte trasera del edificio contando las puertas correderas hasta que estuvo debajo de la 207. No había luz en el apartamento. O la enfermera estaba ya en la cama o había salido. Le daba igual. Ambas posibilidades tenían sus ventajas e inconvenientes.

Tom comenzó a caminar alrededor del edificio y tuvo que detenerse cuando uno de los inquilinos salió y se dirigió a su coche. Cuando el hombre hubo desaparecido con el coche, Tom utilizó una de las llaves para entrar en el edificio. Cuando estuvo dentro, se movió rápidamente. Prefería que no le vieran. Al llegar frente al número 207 metió la llave, abrió la puerta, entró y la cerró detrás suyo en un único movimiento, rápido y fluido.

Estuvo varios minutos al lado de la puerta sin moverse, atento al más mínimo sonido. Podía oír varios televisores distantes, pero eran de otros apartamentos. Se metió las llaves en el bolsillo y dejó que el cuchillo de trinchar de hoja larga se deslizara fuera de la manga. Agarró el mango como si fuera una daga.

Fue avanzando lentamente, por centímetros. Con la luz que llegaba del aparcamiento podía ver los perfiles de los muebles y la puerta que llevaba al dormitorio. La puerta del dormitorio estaba abierta.

Tom miró en su interior, que era más oscuro que la sala de estar porque las cortinas estaban echadas, y no pudo distinguir si la cama estaba vacía. Escuchó de nuevo. No oyó nada, aparte del sonido apagado de los televisores distantes y el zumbido de la nevera que acababa de conectarse. No se oía la respiración tranquila de una persona dormida.

Entró en la habitación dando medios pasos hasta que chocó suavemente con el borde de la cama. Alargó la mano libre y tanteó buscando un cuerpo. Sólo entonces supo con seguridad que la cama estaba vacía.

Sin darse cuenta de que se había aguantado la respiración, se enderezó y respiró a fondo. Sintió por una parte que la tensión disminuía, pero por otra parte estaba profundamente decepcionado. La proximidad de la violencia le había excitado y ahora tenía que aplazar la satisfacción.

Avanzó más con el tacto que con la vista y consiguió encontrar el camino del baño. Alargó la mano libre y la movió arriba y abajo por la pared hasta que encontró el interruptor.

Encendió la luz y tuvo que entornar los ojos para que no le deslumbrara, pero lo que vio le gustó. Sobre la bañera colgaban un par de bragas de encaje color pastel y unos sujetadores.

Tom puso la hoja del trinchante sobre el borde del lavabo y recogió las bragas. No se parecían en absoluto a las que llevaba Alice. No entendía por qué aquellos objetos le fascinaban, pero así era. Se sentó en el borde de la bañera y tocó un rato la sedosa tela. Estuvo contento un momento sabiendo que podía entretenerse mientras esperaba con el interruptor y el cuchillo al alcance de la mano.

—¿Y si nos pillan? —preguntó Janet nerviosamente mientras se dirigían al Centro Forbes. Acababan de salir de la ferretería Home Dept, donde Sean había comprado unas herramientas que, según dijo, servirían casi tan bien como una barra de tensión de cerrajero y una ganzúa de doble bola.

—Nadie nos va a pillar —dijo Sean—. Precisamente por eso vamos allí cuando no hay nadie. Bueno, no estamos seguros, pero lo comprobaremos.

—Sin duda habrá muchas personas en el lado del hospital —le advirtió Janet.

—Y este es el motivo de que no nos acerquemos al hospital —dijo Sean.

—¿Y los guardias de seguridad? —preguntó Janet—. ¿Has pensado en ello?

—Eso está chupado —dijo Sean—. Aparte del marine frustrado, ninguno de ellos parece peligroso. Desde luego, en la puerta delantera son bastante descuidados.

—Yo no sé hacer nada de esto —dijo Janet.

—Cuéntame algo nuevo, ¿quieres? —dijo Sean.

—¿Y cómo estás tan enterado sobre cerraduras, ganzúas y alarmas? —preguntó Janet.

—Cuando yo era niño, Charlestown era un barrio de pura sangre obrera —dijo Sean—. Todavía no había empezado la invasión de la clase acomodada. Cada uno tenía un oficio diferente. Mi padre era fontanero. El padre de Timothy O’Brien era cerrajero. El viejo O’Brien enseñó a su hijo algunos trucos del oficio y Timmy nos los pasó. Al principio era un juego, una especie de competición. Nos gustaba imaginar que en el barrio no había ninguna cerradura que pudiera resistírsenos. Y el padre de Charles Sullivan era electricista. Instalaba sistemas de alarma complicados en Boston, la mayoría en Beacon Hill. A menudo se hacía acompañar por Charlie. De modo que Charlie empezó a contarnos historias de alarmas.

—Todo esto es información peligrosa para unos niños —dijo Janet.

Su infancia no podía haber sido más distinta de la de él, con escuelas privadas, clases de música y veraneos en Cape Cod.

—Desde luego —asintió Sean—. Pero no robamos nunca nada de nuestro barrio. Nos limitábamos a forzar las cerraduras y a dejar las puertas abiertas, como si fuera una broma. Pero luego las cosas cambiaron. Empezamos a desplazarnos a barrios residenciales, como Swampscott o Marblehead, con alguno de los chicos mayores que sabían conducir. Vigilábamos alguna casa durante un tiempo, luego entrábamos forzándola y nos llevábamos bebidas y algún aparato electrónico. Ya sabes, estéreos, televisores.

—¿Tú robaste? —preguntó Janet escandalizada.

Sean la miró un momento antes de fijar de nuevo los ojos en la carretera.

—Desde luego que robábamos. Era algo emocionante en aquel momento y nosotros creíamos que todos los que vivían en North Shore eran millonarios.

Sean continuó explicando que él y sus compañeros vendían los artículos en Boston, pagaban al conductor, compraban cerveza y regalaban el resto a un individuo que recolectaba dinero para el Ejército Republicano Irlandés.

—Incluso nos engañábamos pensando que éramos jóvenes activistas políticos, si bien nadie tenía la menor idea de lo que estaba pasando en Irlanda del Norte.

—¡Dios mío! —dijo Janet—. ¡No tenía ni idea!

Ella estaba enterada de las peleas de adolescencia de Sean, incluso de las carreras en coches robados, pero estos robos le parecían algo totalmente diferente.

—No nos dejemos arrastrar por juicios de valor —dijo Sean—. Mi juventud y la tuya fueron completamente distintas.

—Me preocupa un poco que hayas aprendido a justificar cualquier tipo de comportamiento —dijo Janet—. Me imagino que podría convertirse en un hábito.

—La última vez que hice algo parecido, tenía quince años —dijo Sean—. Desde aquel entonces, ha corrido mucha agua por el río.

Entraron en el aparcamiento del Forbes y se dirigieron hacia el edificio de investigación. Sean apagó el motor y las luces. Durante un instante ninguno de los dos se movió.

—¿Quieres seguir adelante con esto, o no? —preguntó Sean rompiendo finalmente el silencio—. No quiero obligarte a nada, pero no puedo pasar dos meses aquí perdiendo el tiempo en trabajos absurdos. O bien consigo examinar el protocolo del meduloblastoma o me vuelvo a Boston. Por desgracia no puedo hacerlo solo. Lo comprendí cuando topé con la fornida Margaret Richmond. O me ayudas o lo dejamos correr. Pero quisiera decirte algo: vamos a entrar ahí para conseguir información, no para robar televisores. Y estamos trabajando por una causa realmente buena.

Janet miró un momento hacia delante. No podía permitirse el lujo de seguir indecisa, pero su mente era un auténtico lío de pensamientos contrapuestos. Miró a Sean. Pensó que le amaba.

—De acuerdo —dijo Janet finalmente—. Vamos.

Salieron del coche y se dirigieron hacia la entrada principal.

Sean llevaba en una bolsa de papel las herramientas que había comprado en el Home Dept.

—Buenas tardes —dijo Sean al guardia de seguridad, que parpadeo repetidamente mientras estudiaba su tarjeta de identidad.

Era un hispano moreno con un bigote fino. Se interesó bastante por los shorts de Janet.

—Tengo que inyectar a mis ratas —dijo Sean.

El guardia de seguridad les indicó que entraran. No abrió la boca ni quitó los ojos de la mitad inferior de Janet. Cuando Sean y Janet pasaron por el torno pudieron ver que tenía un televisor portátil miniatura instalado sobre la colección de monitores de seguridad. Estaban retransmitiendo un partido de fútbol.

—¿Entiendes lo que dije sobre los guardias? —comentó Sean mientras bajaban al sótano por las escaleras—. Estaba más interesado en tus piernas que en mi tarjeta de identidad.

Podría tener pegada en ella la foto de Charlie Mason y no se habría enterado.

—¿Por qué dijiste ratas en lugar de ratones? —preguntó Janet.

—La gente odia las ratas —dijo Sean—. Así me aseguro que no va a bajar a presenciar la operación.

—Piensas en todo —dijo Janet.

El sótano era un laberinto de pasillos y puertas cerradas con llave, pero por lo menos había suficiente luz. Sean había visitado con mucha frecuencia el departamento de los anima les y conocía en general la zona, pero no había pasado más allá.

Mientras caminaban, el sonido de sus tacones resonaba sobre el cemento desnudo.

—¿Tienes idea de adónde vamos? —preguntó Janet.

—Una vaga idea —dijo Sean.

Recorrieron el pasillo central y dieron varias vueltas antes de llevar a una intersección en T.

—Aquella es sin duda la dirección del hospital —dijo Sean.

—¿Cómo lo sabes?

Sean señaló un confuso manojo de tuberías que corrían por el techo.

—La central de energía está en el hospital —dijo—. Estas tuberías llevan la energía al edificio de investigación. Ahora debemos descubrir en qué lado está la sala de seguridad con los historiales médicos.

Recorrieron el pasillo en dirección al hospital. A unos veinte metros se encontraron con una puerta a ambos lados del estrecho pasillo. Sean intentó abrirlas. Ambas estaban cerradas con llave.

—Vamos a probar —dijo.

Depositó su bolsa. Sacó algunas herramientas, entre ellas una llave Allen delgada, como de relojero, y varios trozos cortos de alambre grueso. Tomó la llave Allen en una mano y uno de los trozos de alambre en la otra y metió ambas piezas en la cerradura.

—Esta es la parte difícil —dijo—. La llaman «hurgar las clavijas».

Sean cerró los ojos y continuó con el tacto.

—¿Cómo va? —preguntó Janet, mientras miraba arriba y abajo del pasillo esperando que apareciera alguien en cualquier momento.

—Está tirado.

Se oyó un «clic» y se abrió la puerta. Sean encontró un interruptor y lo encendió. Habían entrado en un cuarto de electricidad con enormes barras colectoras de electricidad que ocupaban ambos lados de la pared.

Sean desconectó el interruptor y luego cerró la puerta. Se puso a trabajar en la puerta del otro lado del pasillo. La abrió más rápidamente que la primera.

—Estas herramientas actúan como barra de tensión y ganzúa —dijo—. Desde luego no son lo mismo, pero sirven.

Abrieron el interruptor y se encontraron en una sala larga y estrecha llena de estantes metálicos. Dispuestos en los estantes había fichas de hospital. Había mucho espacio vacío.

—Aquí está —dijo Sean.

—Hay mucho espacio vacío para ampliaciones —comentó Janet.

—No te muevas durante un par de minutos —dijo Sean—. Debemos comprobar que no hay alarmas.

—¡Y lo dices ahora! —exclamó Janet—. ¿Por qué no me habías avisado antes?

Sean recorrió rápidamente la habitación buscando sensores infrarrojos o detectores de movimiento. No encontró nada.

Volvió al lado de Janet y cargó con las fichas impresas por ordenador diciendo:

—Dividamos estas fichas entre los dos. Sólo me interesan las de los últimos dos años, cuando el tratamiento empezó a surtir efecto.

Janet cogió la mitad superior de la lista y Sean la inferior.

En diez minutos dispusieron de una pila de treinta y tres historiales médicos.

—Se ve que no estamos en un hospital clínico —dijo Sean—. Porque en tal caso hubiéramos encontrado, con suerte, un solo historial, nunca los treinta y tres.

—¿Qué vamos a hacer con ellos? —preguntó Janet.

—Fotocopiarlos —dijo Sean—. Hay una fotocopiadora en la biblioteca. La cuestión es si está abierta. No quiero que el guarda me vea hurgar la cerradura. Probablemente hay una cámara.

—Vamos a comprobarlo —dijo Janet, que quería acabar de una vez.

—Espera —dijo Sean—. Creo que tengo una idea mejor.

Se dirigió hacia el extremo del almacén de seguridad de los historiales médicos que daba al edificio de investigación. Janet le siguió con dificultad. Rodearon los últimos estantes de metal y llegaron al extremo de la pared. En el centro de la pared había una puerta de cristal. A la derecha de la puerta había un panel con dos botones. Cuando Sean apretó el botón inferior un profundo chirrido quebró el silencio.

—Quizá tengamos suerte —dijo.

Al cabo de varios minutos apareció el montacargas. Sean abrió la puerta y empezó a quitar los estantes.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.

—Un pequeño experimento —dijo Sean.

Cuando hubo quitado un número suficiente de estantes se encaramó en el interior. Tuvo que plegarse con las rodillas tocándole la barbilla.

—Cierra la puerta y aprieta el botón —dijo.

—¿Estás seguro? —preguntó Janet.

—¡Venga! —dijo Sean—. Cuando se detenga el motor espera unos segundos y luego no te olvides de apretar el botón de bajada para que pueda regresar.

Janet hizo lo que le ordenaban. Sean empezó a subir diciéndole adiós con la mano hasta que desapareció de la vista.

Cuando Sean hubo desaparecido, los temores de Janet aumentaron. No había llegado a captar la gravedad de sus acciones mientras estaba con Sean. Pero en el silencio misterioso se dio cuenta claramente de dónde estaba y de lo que estaba haciendo. Estaba robando en el Centro Forbes contra el Cáncer.

Cuando se hubo detenido el chirrido, Janet contó hasta diez, luego apretó el botón de bajada. Por suerte Sean reapareció rápidamente. Ella abrió la puerta.

—Es fantástico —dijo Sean—. Llega hasta el departamento de finanzas y administración. Y lo mejor es que tiene una de las fotocopiadoras más perfectas de la casa.

Necesitaron sólo unos minutos para llevar las fichas hasta el montacargas eléctrico.

—No sé si quiero hacerlo —dijo Janet.

—Bueno —dijo Sean—. Entonces quédate aquí hasta que yo copie las fichas. Probablemente necesitaré una media hora —dijo mientras empezaba a subir al montacargas.

Janet le agarró el brazo.

—He cambiado de idea. Tampoco quiero quedarme aquí sola.

Sean levantó los ojos, suspiró y salió del montacargas. Janet se metió en el reducido espacio. Sean le entregó la mayoría de las fichas, cerró la puerta y apretó el botón. Cuando el motor se detuvo, volvió a apretar el botón y reapareció el montacargas vacío. Con el resto de las fichas en la mano, Sean se introdujo por segunda vez en el montacargas y esperó durante unos incómodos minutos a que Janet apretara el botón desde arriba en la administración. Cuando Janet abrió la puerta, Sean vio que estaba poniéndose frenética.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó mientras salía trabajosamente del montacargas.

—Aquí arriba todas las luces están encendidas —dijo nerviosamente—. ¿Las abriste tú?

—No —dijo Sean, mientras recogía las fichas—. Estaban encendidas cuando llegué. Probablemente las abrió el servicio de limpieza.

—No se me había ocurrido —dijo Janet—. ¿Y cómo puedes estar tan tranquilo en medio de todo esto?

Sean se encogió de hombros.

—Quizá es la práctica que tuve de pequeño.

Descubrieron rápidamente un sistema para trabajar con la fotocopiadora. Si separaban las fichas podían cargarlas en el mecanismo automático. Tomaron una grapadora de una mesa cercana, guardaron las copias organizadas y reunieron los originales en cuanto los hubieron copiado.

—¿Te has fijado en este ordenador que hay detrás de los cristales? —preguntó Janet.

—Lo vi en la visita del primer día —dijo Sean.

—Está ejecutando algún tipo de programa —dijo Janet Cuando esperaba que llegaras, eché una ojeada. Está conectado a varios módems y marcadores telefónicos automáticos. Sin duda está haciendo algún tipo de estudio.

Sean miró a Janet sorprendido.

—No imaginaba que supieras tanto sobre ordenadores. No es corriente en una persona que estudió literatura inglesa.

—En Wellesley me especialicé en literatura inglesa, pero los ordenadores me fascinaban. Seguí bastantes cursos de informática. Estuve a punto de cambiar de especialidad.

Después de cargar las fichas en la fotocopiadora, Sean y Janet se acercaron a la cristalera y miraron dentro. En la pantalla del monitor iban apareciendo cifras. Sean intentó abrir la puerta. No estaba cerrada con llave. Entraron.

—¿Sabes por qué está dentro de un espacio acristalado? —preguntó Sean.

—Para protegerla —dijo Janet—. El humo de los cigarrillos puede afectar a máquinas grandes como esta. Es probable que en esta oficina haya un puñado de fumadores.

Miraron los números que aparecían en la pantalla. Eran números de nueve cifras.

—¿Qué significa eso? —preguntó Sean.

—Ni idea —dijo Janet—. No son números de teléfono porque tendrían siete o diez cifras, no nueve. Además es imposible llamar a números de teléfono con tanta rapidez.

La pantalla del ordenador se apagó de pronto y luego aparecieron números de diez cifras. Se puso en movimiento de modo instantáneo un marcador telefónico automático cuyos tonos podían oírse sobre el zumbido de los ventiladores del aire acondicionado.

—Esto es un número de teléfono —dijo Janet—. Conozco incluso el prefijo de zona. Es Connecticut.

La pantalla se apagó y luego volvió a mostrar números de diez cifras. Al cabo de un minuto la lista de números se detuvo en un número determinado y empezó a funcionar la impresora del ordenador. Sean y Janet miraron el ordenador y pudieron ver que imprimía el número de nueve cifras seguido de «Peter Ziegler, 55 años, Valley Hospital, Charlotte, Carolina del Norte, intervención del tendón de Aquiles, 11 de marzo».

De pronto se oyó una alarma. Mientras el ordenador volvía a mostrar sus números de nueve cifras, Sean y Janet se mira ron. Sean confuso y Janet asustada.

—¿Qué está pasando? —preguntó ella.

La alarma continuaba sonando.

—No lo sé —admitió Sean—. Pero no es una alarma de robo.

Se volvió para mirar hacia la oficina justo a tiempo de ver que la puerta de la entrada se abría.

—¡Al suelo! —dijo Sean a Janet, obligándola a ponerse de rodillas. Sean supuso que quien entrara en la habitación se dirigiría al ordenador.

Hizo señas frenéticamente a Janet para que se acurrucara detrás de la consola. Janet, totalmente aterrorizada, obedeció tropezando con los cables enrollados del ordenador. Sean la siguió inmediatamente. Apenas habían desaparecido de la vista, cuando se abrió la puerta de cristal.

Desde su escondite pudieron ver un par de piernas entrar en la habitación. Quienquiera que fuese, era una mujer. La alarma que inició el incidente se apagó. La mujer agarró el teléfono y marcó un número.

—Tenemos otro donante potencial —dijo—. Carolina del Norte. —En aquel momento la impresora láser volvió a poner se en marcha y de nuevo sonó durante un breve momento la alarma—. ¿Oíste esto? —preguntó la mujer—. ¡Qué coincidencia, mientras hablamos ha llegado otra comunicación! —Después de una pausa, a la espera del ordenador, dijo—: Patricia Southerland, cuarenta y siete años, General de San José, San José, California, biopsia de pecho, 14 de marzo. También parece prometedor. ¿Qué opinas?

Hubo una pausa y luego la mujer habló de nuevo.

—Sé que el equipo ha salido, pero disponemos de tiempo.

Confía en mí. Es lo mío.

La mujer colgó. Sean y Janet oyeron que rasgaba la hoja recién impresa; luego la mujer dio media vuelta y se fue.

—¿Qué diablos significa esto: donante potencial? —susurró Sean al final.

—Ni lo sé ni me interesa —respondió Janet con un murmullo—. ¡Quiero salir de aquí!

—¿Donante? —murmuró Sean—. Me suena a siniestro. ¿Qué hay aquí? ¿Un centro distribuidor de partes humanas? Me recuerda una película que vi hace tiempo. Te repito que este lugar es un manicomio.

—¿Se fue ya? —preguntó Janet.

—Voy a ver —dijo Sean.

Salió lentamente de su escondrijo y luego miró por encima de la consola. La sala estaba vacía.

—Parece que se ha ido —dijo Sean—. Me extraña que no hiciera caso de la fotocopiadora.

Janet salió a rastras y levantó la cabeza con precaución para escrutar también.

—Al entrar, la alarma del ordenador debió de tapar el ruido —dijo Sean—, pero al salir tuvo que haberlo oído.

—Quizá estaba demasiado preocupada —dijo Janet.

Sean asintió:

—Seguramente fue eso.

La pantalla del ordenador que había estado mostrando la serie innumerable de números de nueve cifras se apagó repentinamente.

—Parece que el programa se acaba —dijo Sean.

—Salgamos de aquí —dijo Janet con voz temblorosa.

Se aventuraron en la otra sala. La fotocopiadora había acabado de copiar la última pila de fichas y estaba silenciosa.

—Ahora sabemos por qué no la oyó —dijo Sean acercándose a la máquina y mirando los indicadores.

Tomó el último fajo de fichas y las cargó en la máquina.

—Quiero salir de aquí —dijo Janet.

—Primero he de tener mis fichas —dijo Sean.

Apretó el botón de copia y la máquina se puso en movimiento con un rugido. Luego Sean empezó a quitar los originales y las copias ya listas, grapando las copias y reuniendo de nuevo las fichas originales.

Al principio Janet se quedó mirando la operación, aterrorizada por la posibilidad de que en cualquier momento apareciera la misma mujer. Pero luego comprendió que cuanto más deprisa acabaran, más pronto se irían y echó una mano a Sean.

Sin más interrupciones, pronto tuvieron todas las fichas copia das y grapadas.

De vuelta al pequeño montacargas, Sean descubrió que era posible apretar el botón con la puerta entornada. Luego, cuando la puerta estaba ya cerrada, el montacargas empezaba a funcionar.

—Ya no debo preocuparme de que te olvides de bajarme —dijo para provocarla.

—No estoy para bromas —comentó Janet mientras se metía en el montacargas. Alargó los brazos para tomar el mayor número posible de fichas y copias.

Repitieron el sistema utilizado para llegar a la séptima planta y devolvieron las fichas a la cámara de seguridad.

Aunque Janet no quería, Sean insistió en que dedicaran el tiempo que fuera preciso a devolver las fichas a sus lugares originales. Una vez realizado esto, transportaron las copias a la sala de los animales, donde Sean las escondió debajo de las jaulas de sus ratones.

—Debería poner una inyección a estos chicos —dijo Sean—, pero para ser sinceros, no tengo muchas ganas.

Janet estuvo contenta cuando se fueron, pero no empezó a tranquilizarse hasta que estuvieron dentro del coche y salieron del aparcamiento.

—Ha sido una de las peores experiencias de mi vida —dijo Janet mientras cruzaban Little Havana—. Es increíble que pudieras estar tan tranquilo.

—Los latidos de mi corazón se aceleraron —admitió Sean—. Pero todo fue fácil, excepto el episodio del cuarto del ordenador. Y qué te parece, una vez acabado todo: ¿no fue interesante? ¿Por lo menos un poco interesante?

—¡No! —dijo Janet con énfasis.

Continuaron en silencio hasta que Sean habló de nuevo.

—No imagino qué estaba haciendo aquel ordenador. No puedo pensar qué relación tenía con la donación de órganos.

Desde luego no utilizan órganos de pacientes de cáncer fallecidos. Es demasiado arriesgado porque se puede trasplantar el cáncer además del órgano. ¿Tienes alguna idea?

—En este momento no puedo pensar en nada —dijo Janet.

Llegaron finalmente a la residencia Forbes.

—¡Hala!, mira aquel viejo Caddy descapotable —dijo Sean—. ¡Qué «Haiga»! Barry Dunhegan tenía uno exactamente igual cuando yo era niño, pero de color rosa. Era corredor de apuestas y todos los chicos le admirábamos.

Janet echó una breve ojeada a aquel monstruo con aletas aparcado bajo la sombra de un árbol exótico. Le extrañó que Sean pudiera, después de una experiencia horrorosa como aquella, fijarse en un coche.

Sean se detuvo y puso de un tirón el freno de mano.

Entraron en silencio en el edificio. Sean pensó lo agradable que sería poder pasar la noche con Janet. No era de extrañar que el guardia de seguridad se la hubiese quedado mirando.

Mientras subía las escaleras detrás de Janet, comprobó de nuevo lo fantásticas que eran sus piernas.

Cuando llegaron delante de su puerta, abrió los brazos y atrajo hacia sí a Janet envolviéndola en un abrazo. Durante un rato se quedaron abrazados.

—¿Qué te parece si me quedo contigo esta noche? —propuso Sean con un esfuerzo.

Su voz era vacilante porque temía una negativa. Janet no respondió inmediatamente, y cuanto más tiempo tardaba, más optimista se sentía él. Finalmente él sacó las llaves con la mano izquierda.

—No creo que sea una buena idea —dijo Janet.

—¡Vamos! —insistió Sean.

La tenía tan cerca que podía sentir su perfume.

—¡No! —dijo Janet decidida, después de otra pausa. Había tardado un poco pero al final había tomado una decisión—. Sé que nos gustaría y que, después de esta noche, me daría un poco de seguridad, pero primero tenemos que hablar.

Sean miró hacia el techo con frustración. Desde luego Janet era cabezota.

—Muy bien —dijo con petulancia y cambiando de rumbo—. Como tú quieras.

La soltó, abrió la puerta y entró dentro. Antes de cerrar la puerta, Sean la miró a la cara. Quería descubrir en su rostro una cierta preocupación por haberle ofendido. En lugar de ello, vio que estaba enfadada. Janet dio media vuelta y se fue.

Después de cerrar la puerta, Sean se sintió culpable. Se fue a su puerta corredera, la abrió y pasó a la terraza. Unas cuantas puertas más abajo vio que la luz de la sala de estar de Janet se encendía. Sean dudó un momento sin saber exactamente qué hacer.

—¡Los hombres! —exclamó Janet en voz alta con irritación y exasperación.

Se quedó un momento detrás de su puerta repasando lentamente la conversación que habían mantenido frente a la puerta de Sean. No había ningún motivo para que él se enfadara con ella. ¿No le había seguido en aquel plan tan arriesgado? ¿No hacía ella casi siempre lo que él quería? ¿Por qué no intentaba Sean comprender también sus deseos?

Convencida de que aquella noche no se resolvería nada entró en el dormitorio y encendió la luz. Aunque más tarde lo recordaría, no se dio totalmente cuenta en aquel momento de que la puerta de su baño estaba cerrada. Cuando Janet estaba sola no cerraba nunca las puertas. Había desarrollado desde pequeña esta costumbre.

Se quitó el corpiño, se desabrochó el sujetador y lo tiró sobre la butaca que había al lado de la cama. Abrió el clip que llevaba en la cabeza y se soltó todo el pelo. Se sentía agotada e irritable, y, como solía decir una de sus compañeras de habitación en la universidad, estaba totalmente frita. Después recogió el secador de pelo que había arrojado sobre la cama con las prisas de la mañana, abrió la puerta del baño y entró. Cuando encendió la luz, inmediatamente captó la presencia de una figura voluminosa a su izquierda. La mano de Janet, reaccionando instintivamente, se disparó como para parar al intruso.

Un grito empezó a brotar de su garganta, pero se ahogó antes de que pudiera salir al aire al ver la horrible imagen que tenía delante. En su baño había un hombre vestido con ropa oscura y ancha. Se había puesto en la cabeza una porción de media de nailon, anudada, que comprimía grotescamente sus rasgos. Su mano sostenía amenazadoramente un cuchillo de carnicero a la altura del hombro.

Durante un instante, ninguno de los dos se movió. Janet apuntó temblando el humilde secador de pelo hacia aquel rostro deformado como si fuera un revólver mágnum. El intruso miró el cañón con temor y sorpresa hasta que comprendió que estaba mirando un rollo de resistencias eléctricas y no las entrañas de un revólver.

Él fue el primero en reaccionar: alargó el brazo y arrancó el secador de la mano de Janet. En un ataque de rabia tiró el aparato a un lado y rompió el espejo del botiquín. La rotura del cristal despertó a la chica de su parálisis. Janet salió de un salto del baño.

Tom reaccionó rápidamente y consiguió agarrar el brazo de Janet, pero el impulso que llevaba Janet hizo que ambos entraran dando tumbos en el dormitorio. El plan original había sido apuñalarla en el baño. El secador le había cogido desprevenido. No estaba previsto que la chica saliera viva del baño. Y tampoco quería que gritara, pero eso hizo.

El primer grito de Janet había quedado apagado por la sorpresa. Pero eso quedó más que compensado por un segundo grito que resonó por los confines de su pequeño apartamento y atravesó las paredes de construcción barata. Probablemente se oyó en todos los apartamentos del edificio y un escalofrío de terror recorrió la columna vertebral de Tom. Aunque estaba muy irritado, sabía que corría peligro.

Tom, que la tenía todavía agarrada por un brazo, la hizo girar hasta apartarla de la pared y tirarla atravesada sobre la cama. Podía haberla matado en aquel mismo instante, pero no se atrevió a perder más tiempo. Se precipitó hacia la puerta corredera. Manipuló apresuradamente las cortinas y luego la cerradura. Abrió la puerta de un tirón y desapareció en la noche.

Sean se había quedado paseando en la terraza, frente a la puerta corredera de la sala de estar de Janet, intentando acumular el valor necesario para entrar y pedirle perdón por haber querido que se sintiera culpable. Su comportamiento con ella le molestaba, pero las disculpas no eran precisamente lo suyo y le costaba un poco motivarse.

Las dudas de Sean se disolvieron instantáneamente al oír el ruido del espejo que se rompía. Durante unos momentos forcejeó con la puerta corredera intentando deslizarla y abrirla.

Cuando oyó el espeluznante grito de Janet seguido por el sonido sordo de la caída, renunció a abrir la puerta debidamente y se tiró contra ella. Acabó sobre la alfombra de felpa con las piernas enredadas todavía en la cortina. Se puso en pie penosamente y se precipitó por la puerta hacia el dormitorio.

Encontró a Janet en la cama con los ojos dilatados por el terror.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sean.

Janet se incorporó sobre la cama y conteniendo las lágrimas dijo:

—Había un hombre con un cuchillo en el baño. —Luego señalando hacia la puerta corredera del dormitorio que estaba abierta, añadió—: Se fue por allí.

Sean se precipitó hacia la puerta corredera y corrió de golpe la cortina. En lugar de un hombre había dos. Entraron a dúo por la puerta y devolvieron a Sean a empujones a la habitación antes de que se reconocieran. Los recién llegados eran Gary Engels y otro residente que habían reaccionado ante el grito de Janet igual que Sean.

Sean explicó frenéticamente que un intruso acababa de huir y condujo a los dos hombres a la terraza. Cuando alcanzaron la barandilla oyeron un chirrido de neumáticos procedente del aparcamiento trasero del edificio. Mientras Gary y su compañero corrían hacia las escaleras, Sean regresó al lado de Janet. Janet se había recuperado un poco y se había puesto una camiseta. Cuando Sean entró estaba sentada en el borde de la cama finalizando una llamada de urgencia a la policía. Cuando colgó, levantó la mirada hacia Sean que estaba de pie ante ella.

—¿Estás bien? —le preguntó él cariñosamente.

—Eso creo —dijo temblando visiblemente—. ¡Dios mío! ¡Qué día!

—Te dije que te quedaras conmigo.

Sean se sentó a su lado y la abrazó.

Janet rio un momento, muy a pesar suyo. Sean se caracterizaba por intentar resolver cualquier situación con humor. Era maravilloso estar en sus brazos.

—Me habían dicho que Miami era una ciudad muy movida pero esto ya es demasiado.

—¿Tienes idea de cómo entró el individuo? —preguntó Sean.

—Dejé la puerta corredera de la sala de estar abierta —admitió Janet.

—Siempre se aprende algo —dijo Sean.

—En Boston lo peor que me pasó fue una llamada telefónica indecente —dijo Janet.

—Sí, pero luego me disculpé —dijo Sean.

Janet sonrió y le tiró una almohada.

La policía tardó veinte minutos en llegar. Vino en un coche de patrulla con las luces destellando pero sin sirena. Subieron al apartamento dos funcionarios uniformados del departamento de policía de Miami. Uno era un negro con abundante barba y el otro un hispano delgado con bigote. Se llamaban Peter Jefferson y Juan Torres. Se mostraron solícitos, respetuosos y profesionales mientras dedicaban media hora sin prisas a estudiar el relato de Janet. Cuando explicó que el hombre llevaba guantes de goma, llamaron para cancelar la visita, al lugar de los hechos, de un técnico que debía acudir después de finalizar un caso de homicidio.

—El hecho de que nadie sufriera daños, clasifica este incidente en una categoría diferente —dijo Juan—. Es normal que los homicidios reciban más atención.

—Pero esto podía haber sido un homicidio —protestó Sean.

—Piense que hacemos lo que podemos con las dotaciones existentes —dijo Peter.

Mientras los policías estaban todavía allí tomando datos se presentó alguien más: Robert Harris.

Robert Harris había cultivado y alimentado cuidadosamente su relación con el departamento de policía de Miami. Aunque consideraba que les faltaba disciplina y que su forma física era deficiente, factores que empezaban a caracterizar al policía aproximadamente un año después de salir de la academia, Harris era lo bastante pragmático para comprender que necesitaba estar del lado de los buenos. Y esta agresión a una enfermera en la Residencia Forbes era un caso típico. Si no se hubiese preocupado de mantener las buenas relaciones con la policía, probablemente no se hubiese enterado del incidente hasta la mañana siguiente. Robert hubiese considerado este fallo inaceptable para un jefe de seguridad.

Recibió la llamada del comandante de turno mientras estaba practicando en casa con su máquina Soloflex enfrente del televisor. Por desgracia, había llegado casi media hora después de que enviaran el coche de patrulla. Pero Harris no estaba en situación de quejarse. Llegar tarde era mejor que no llegar nunca. No quería que el caso se hubiese enfriado cuando él entrara en acción.

Mientras se dirigía a la residencia en su coche, estuvo pensando en la violación y asesinato de Sheila Arnold. No podía quitarse de la cabeza la sospecha, aunque estuviera poco fundada, de que la muerte de Arnold estaba relacionada de algún modo con los fallecimientos de las pacientes de cáncer de pecho. Harris no era médico y por lo tanto tuvo que aceptar lo que el doctor Mason le había contado unos meses atrás, a saber, que en su opinión alguien estaba asesinando a las pacientes de cáncer de pecho. El indicio básico era que los rostros de estas pacientes aparecían azulados, es decir, que habían muerto ahogadas.

El doctor Mason había comunicado a Harris que su tarea principal debía consistir en llegar hasta el fondo de estos casos.

Si la prensa se enteraba de algo, el perjuicio para el Forbes podía ser irreparable. De hecho, el doctor Mason le había insinuado que su continuidad en la casa dependería de una solución rápida y discreta de este problema, que podía resultar comprometedor. Cuanto más rápida llegara la solución, mejor para todos.

Pero Harris no había conseguido ningún progreso en los últimos meses. La idea del doctor Mason de que el culpable era probablemente un médico o una enfermera no había llevado a ninguna parte. El estudio detallado de los antecedentes del personal cualificado no había permitido descubrir ninguna discrepancia o irregularidad sospechosa. Los intentos de Harris de vigilar discretamente a las pacientes de cáncer de pecho del Forbes no habían dado ningún resultado. Aunque desde luego no había podido vigilarlas a todas.

La sospecha de que la muerte de la señorita Arnold estaba relacionada con los fallecimientos de las pacientes de cáncer de pecho se le había ocurrido el día después del asesinato, mientras iba al trabajo en su coche. En aquel momento recordó que el día antes de que asesinaran a la enfermera, una paciente de cáncer de pecho de la planta de la enfermera había fallecido y había aparecido azulada.

Se preguntó si Sheila Arnold podía haber presenciado algo.

Quizá había visto u oído alguna cosa cuya importancia no había podido calibrar, algo que, sin embargo, pudo hacer que el asesino se sintiera amenazado. Harris pensó que aquella idea era razonable, aunque quizá era producto de una mente desesperada.

En todo caso, sus sospechas no le habían dejado mucho margen de acción. Supo por la policía que un testigo había visto a un hombre salir del apartamento de la señorita Arnold en la noche del asesinato. Pero la descripción era tan vaga que apenas servía: un hombre de estatura y constitución medianas, de pelo castaño. El testigo no había visto la cara de aquel hombre. En una institución con tantos empleados como el Centro Forbes contra el Cáncer esta descripción no servía de mucho.

Cuando Harris supo que había habido otra agresión contra otra enfermera del Forbes, volvió a considerar la posibilidad de una relación con los fallecimientos de pacientes de cáncer de pecho. El martes había habido otro fallecimiento sospechoso con cara azulada.

Harris entró en el apartamento de Janet muy interesado en hablar con ella. Y le molestó mucho encontrarla en compañía de aquel engreído estudiante de medicina, Sean Murphy.

La policía estaba todavía interrogando a la enfermera y Harris echó una rápida ojeada al lugar. Vio el espejo roto en el baño y el secador de pelo roto. También vio las bragas entre los restos del suelo. Entró en la sala de estar y observó el gran agujero en la puerta corredera. Era evidente que ese había sido el punto de entrada y no de huida.

—Un testigo —dijo Peter Jefferson en broma mientras entraba en la sala de estar.

Su compañero le seguía como una sombra. Harris había visto ya a Peter en varias ocasiones.

—¿Puede contarme algo? —preguntó Harris.

—No mucho —dijo Peter—. El autor llevaba una media de nailon sobre la cara. Peso mediano, estatura mediana. Al parecer no pronunció ni una palabra. La chica tuvo suerte porque el individuo llevaba un cuchillo.

—¿Qué van a hacer ahora? —preguntó Harris.

Peter se encogió de hombros.

—Lo normal. Haremos un atestado. Veremos lo que dice el sargento. De un modo u otro el caso pasará a una unidad de investigación. Quién sabe lo que van a hacer… —Peter bajó el tono de voz—: No ha habido heridas, no ha habido robo No creo que den mucha prioridad al caso. Si la hubiesen troceado, la historia sería muy diferente.

Harris asintió, dio las gracias a los policías y estos se fueron.

Entró en el dormitorio. Janet estaba metiendo cosas en una bolsa. Sean estaba en el baño recogiendo sus artículos de tocador.

—Deseo decirle, en nombre del Forbes, que siento mucho lo que ha pasado —dijo.

—Gracias —dijo Janet.

—Nunca pensamos que tuviera que haber medidas especiales de seguridad aquí —añadió Harris.

—Ya lo entiendo —dijo Janet—. Podía haber pasado en cualquier lugar y yo dejé la puerta abierta.

—La policía me dijo que no pudo describir muy bien al individuo —dijo Harris.

—Llevaba una media puesta sobre la cara —dijo Janet—. Y todo sucedió muy rápidamente.

—¿Cree que pudo haberlo visto antes? —preguntó Harris.

—No lo creo —dijo Janet—. Pero realmente es imposible asegurar nada.

—Quisiera hacerle una pregunta —dijo Harris—, pero desearía que lo pensara un momento antes de contestar. ¿Le ha sucedido recientemente algo poco normal en el Forbes?

Janet sintió que la boca se le secaba instantáneamente.

Sean, que estaba escuchando esta conversación, supuso in mediatamente lo que estaba pasando por la mente de Janet.

Estaba pensando en su incursión en el almacén de fichas.

—Janet ha tenido una experiencia bastante difícil —dijo Sean, entrando en la habitación.

Harris se volvió hacia él.

—No estoy hablando con usted, muchacho —dijo amenazadoramente.

—Escúcheme, cabeza de chorlito, no llamamos a los marines.

Janet ya ha hablado con la policía. Vaya a pedirles información a ellos. Ella no tiene por qué hablar con usted y creo que ya le han pasado bastantes cosas. No necesita en absoluto que siga molestándola.

Los dos hombres se enfrentaron con chispas en los ojos.

—Por favor —gritó Janet. Las lágrimas brotaron de sus ojos—. No puedo aguantar ninguna pelea precisamente ahora.

Sean se sentó en la cama, le puso el brazo sobre el hombro y apoyó su frente contra la suya.

—Lo siento, señorita Reardon —dijo Harris—. Lo entiendo.

Pero es importante para mí preguntarle si hoy vio algo extraño mientras trabajaba. Sé que fue su primer día.

Janet movió negativamente la cabeza. Sean levantó la vista hacia Harris y con los ojos le dio a entender que se fuera.

Harris tuvo que dominarse mucho para no abofetear al muchacho. Se le ocurrió incluso la fantasía de sentarse encima suyo y raparle al cero. Pero en lugar de ello, dio media vuelta y se fue.

A medida que la noche avanzaba, la ansiedad de Tom fue aumentando gradualmente. Estaba en el almacén que daba al garaje, acurrucado en un rincón al lado del congelador. Se abrazaba las rodillas con los brazos como si tuviera frío; incluso temblaba de vez en cuando mientras su mente le torturaba constantemente reproduciendo una y otra vez la desastrosa secuencia de la residencia Forbes.

Ahora su fracaso era ya total. No solamente no había conseguido ayudar a dormir a Gloria D’Amataglio, sino que no había conseguido eliminar a la enfermera que le impedía hacerlo. Y a pesar de la media de nailon que llevaba puesta, ella le había visto de cerca. Quizá podría reconocerlo. Lo más mortificante para Tom era haber confundido aquel estúpido secador de pelo con una pistola.

A causa de su estupidez, Alice ya no le hablaba. Él había intentado comunicarse con ella, pero su madre no le había hecho caso. Su hijo la había decepcionado. Ya no era su «hombrecito». Se merecía que los demás niños se rieran de él.

Tom había intentado razonar con ella, prometerle que ayuda ría a morir a Gloria a la mañana siguiente, y que lo antes posible se quitaría de encima a aquella enfermera entrometida.

Tom prometió y lloró, pero sin conseguir nada. Alice era tozuda cuando quería.

Se puso en pie con dificultad y estiró sus músculos dormidos. Había estado acurrucado en el rincón, sin moverse, durante horas, pensando que al final su madre se apiadaría de él.

Pero no había dado resultado. Su madre no le había hecho caso. Pensó entonces que intentaría hablar directamente con ella.

Se situó delante de la caja del congelador, apretó el cierre y levantó la tapa. La niebla helada del interior del congelador se arremolinó mientras se mezclaba con una corriente de aire húmedo y cálido de Miami. La niebla se fue disipando y de sus profundidades emergió el rostro disecado de Alice Widdicomb. Su pelo teñido de rojo se había convertido en un embrollo helado. Su cutis se había hundido, estaba lleno de manchas y azulado. Se habían formado cristales en los bordes de sus párpados abiertos. Sus globos oculares se habían contraído ligeramente arrugando la superficie de sus córneas, que se habían vuelto opacas con aquel frío invernal. Sus dientes amarillentos habían quedado al descubierto por la retracción de los labios formando una mueca horrible.

Tom y su madre habían vivido muy aislados, y por lo tanto Tom no tuvo muchas dificultades cuando la puso a dormir. Su única equivocación fue no haber pensado antes en el congelador y haberlo hecho solamente un par de días después de que empezara a heder. Uno de los pocos vecinos con los que Tom hablaba en ocasiones llegó incluso a citar el hecho, lo que aterrorizó a Tom. Fue entonces cuando pensó en el congelador.

Desde entonces no había cambiado nada. Incluso los cheques de la seguridad social de Alice seguían llegando a su debido tiempo. La única situación inesperada se produjo cuando el compresor del congelador se paró después de un intervalo ruidoso en la noche cálida de un viernes. Tom no consiguió que viniera nadie a repararlo hasta el lunes. Le aterrorizó la idea de que el operario tuviera que abrir el congelador pero no lo hizo. El hombre dijo a Tom que seguramente se le había echado a perder algo de carne allí dentro.

Mientras Tom aguantaba la tapa, miró a su madre, pero ella continuaba negándose a hablar. Era muy comprensible, porque estaba asustada.

—Lo haré hoy mismo —dijo Tom suplicante—. Gloria tendrá todavía el equipo de infusión conectado. Si no, pensaré algo. Y la enfermera. Me la voy a quitar de encima. No habrá ningún problema más. No vendrá nadie aquí para llevársete. Conmigo estás segura. ¡Por favor!

Alice Widdicomb no dijo nada.

Tom bajó lentamente la tapa. Esperó un momento por si ella cambiaba de idea, pero no lo hizo. Se alejó de mala gana, pasó por la cocina y entró en el dormitorio que habían compartido durante tantos años. Abrió la mesilla de noche y sacó la pistola de Alice. Había sido la pistola de su padre pero, después de su muerte, Alice se la había quedado y se la enseñaba con frecuencia diciéndole que si alguien intentaba alguna vez interponerse entre los dos, haría uso de ella. Tom había acabado encariñándose con el juego irisado de su empuñadura de madreperla.

—Nadie se interpondrá nunca entre nosotros, Alice —dijo Tom.

Hasta entonces sólo había utilizado la pistola una vez. Esto sucedió cuando aquella Arnold había intentado entrometerse comunicándole, en privado, que le había visto tomar algunas medicinas del carrito de la anestesia. Ahora había llegado el momento de utilizar de nuevo la pistola contra Janet Reardon antes de que le hiciera la vida todavía más difícil.

—Voy a demostrarte que soy tu hombrecito —dijo Tom.

Se metió la fría arma en el bolsillo y pasó al baño a afeitarse.