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MARTES, 2 DE MARZO 6.15 a. m.

Cuando Tom Widdicomb se despertó a las seis y cuarto de la mañana para iniciar su jornada laboral, Sean Murphy estaba desde hacía varias horas en la carretera con la intención de llegar al Centro Forbes contra el Cáncer a media mañana. Tom no conocía a Sean y no tenía idea de que le esperaban en el Forbes. De haber sabido que sus vidas se cruzarían pronto, su ansiedad habría sido todavía mayor. Tom siempre se sentía inquieto cuando decidía ayudar a una paciente, y la noche anterior había decidido ayudar no a una sino a dos mujeres.

Sandra Blankenship del segundo piso sería la primera. Sufría intensos dolores y había recibido su quimioterapia con el equipo de infusión. La otra paciente, Gloria D’Amataglio, estaba en la cuarta planta. Era un caso algo más preocupante porque la última enferma a quien había ayudado, Norma Taylor, también estaba en la cuarta planta. Tom no deseaba que se notara ningún método en su actuación.

Su mayor problema era la preocupación constante de que alguien sospechara lo que hacía, y esta ansiedad podía resultar abrumadora los días en que decidía actuar. De todos modos, después de prestar oído a lo que se comentaba por las salas, no había captado indicios de sospechas por parte de nadie. Al fin y al cabo, su objetivo eran mujeres desahuciadas, mujeres que debían morir. Lo único que Tom hacía era evitar sufrimientos a todo el mundo, especialmente a la paciente.

Tom se duchó, se afeitó y se puso el uniforme verde; luego entró en la cocina de su madre. Su madre se levantaba siempre antes que él y cada mañana, hasta donde alcanzaban sus recuerdos, insistía en que debía tomar un buen desayuno porque no era tan fuerte como los demás chicos. Tom y su madre, Alice, habían vivido juntos en su mundo cerrado y secreto desde la muerte del padre de Tom, cuando él tenía cuatro años. Fue entonces cuando Tom y su madre empezaron a dormir juntos y su madre había empezado a llamarle «su hombrecito».

—Hoy voy a ayudar a otra mujer, mamá —dijo Tom mientras se sentaba para comer sus huevos con beicon.

Sabía lo orgullosa que su madre estaba de él. Siempre le había alabado, incluso cuando era un chico sin amigos y con problemas de vista. Sus compañeros se habían burlado despiadadamente de él porque era bizco, obligándole casi cada día a huir a su casa.

—No te preocupes, hombrecito —le decía Alice cuando él llegaba a casa llorando—. Siempre nos tendremos el uno al otro. No necesitamos a nadie más.

Y así fueron las cosas. Tom no había tenido nunca ganas de irse de casa. Trabajó durante un tiempo con un veterinario del lugar. Luego, por sugerencia de su madre, que siempre se había interesado por la medicina, siguió un curso de técnico de urgencias. Cuando lo finalizó, encontró un trabajo en una empresa de ambulancias, pero le costaba congeniar con los demás trabajadores. Decidió que le convenía más trabajar en enfermería. De este modo no dependería de tantas personas.

Primero trabajó en el Hospital General de Miami, pero se peleó con el supervisor de su turno. Luego trabajó en una empresa de pompas fúnebres antes de entrar en el equipo de limpieza del Forbes.

—La mujer se llama Sandra —dijo Tom a su madre mientras enjuagaba el plato bajo el grifo del fregadero—. Es mayor que tú y está sufriendo mucho. El «problema» se ha extendido a la columna vertebral.

Cuando Tom hablaba con su madre, nunca utilizaba la palabra «cáncer». Cuando ella empezó a enfermar, decidieron no utilizar más esta palabra. Preferían otras expresiones con menos carga emotiva como «problema» o «dificultad». Tom se había enterado de la existencia de la succinilcolina leyendo un reportaje sobre un médico de Nueva Jersey. Su rudimentaria formación médica le permitió comprender los principios fisiológicos. La libertad de movimientos de un empleado de la limpieza le facilitaba tener a su alcance los carritos de la anestesia. No tuvo nunca problemas para conseguir el fármaco, lo difícil había sido esconderlo hasta el momento de utilizarlo. Pero un día descubrió un buen escondrijo sobre los armarios empotrados del cuarto de la limpieza, en la cuarta planta. Cuando se encaramó para inspeccionar el rincón y vio la cantidad de polvo acumulado, comprendió que nadie tocaría nunca su fármaco.

—No te preocupes por nada, mamá —dijo Tom mientras se disponía a salir—. Volveré a casa lo más pronto que pueda. Te echaré de menos y te querré.

Tom había estado diciendo esas mismas palabras desde que iba a la escuela y no sentía necesidad alguna de cambiar, a pesar de que hacía tres años había ayudado a descansar en paz a su madre. Eran casi las diez y media de la mañana cuando Sean dejó su 4×4 en el aparcamiento del Centro Forbes contra el Cáncer.

Era un día luminoso, despejado y veraniego. La temperatura era de unos 20 grados, y Sean, después de huir de la lluvia helada de Boston, se sintió en la gloria. También se lo había pasado bien en la carretera conduciendo durante dos días.

Podía haber llegado antes, pero en la clínica no le esperaban hasta la tarde de aquel día y no tuvo necesidad de apresurarse.

Pasó la primera noche en un motel al lado de la I 95 en Rocky Mount, Carolina del Norte. Al día siguiente llegó a Florida y tuvo la sensación de que la fuerza de la primavera aumentaba a cada kilómetro. Pasó la segunda noche entre deliciosos perfumes cerca de Vero Beach, Florida. Cuando preguntó al empleado del motel de dónde llegaba el aroma maravilloso del aire, le informó que venía de los naranjales cercanos. La última etapa del viaje resultó la más difícil. Desde West Palm Beach en dirección sur, y especialmente desde cerca de Fort Lauderdale hasta Miami, tuvo que luchar con el tráfico de la hora punta. Descubrió con sorpresa que incluso la I 95 con sus ocho carriles se congestionaba y formaba una masa de movimiento intermitente.

Sean cerró con llave el coche, se desperezó y miró hacia las majestuosas torres bronceadas que reflejaban el sol del Centro Forbes contra el Cáncer. Los dos edificios estaban unidos por un puente peatonal cubierto, construido con el mismo material. Unos carteles indicaban que el centro de investigación y la administración estaban a la izquierda y que el hospital estaba a la derecha.

Mientras Sean se dirigía a la entrada, repasó sus primeras impresiones sobre Miami. Eran algo confusas. Cuando se dirigía hacia el sur por la I9s y se acercaba a su salida, pudo ver los nuevos y brillantes rascacielos del centro de la ciudad. Pero las zonas próximas a la carretera eran una mezcla de centros comerciales y viviendas baratas. La zona alrededor del Centro Forbes, que estaba situado a lo largo del río Miami, era también algo sórdida, si bien entre los bloques cenizos de tejado plano destacaban unas cuantas estructuras modernas.

Sean empujó la puerta de cristal reflector mientras pensaba con ironía en las dificultades que le habían puesto todos para pasar aquellos dos meses de estudio optativo. Se preguntó si su madre superaría alguna vez los traumas que él le había causado durante su adolescencia. «Te pareces demasiado a tu padre», le decía ella en tono de reproche. Sean no lo creía así, aunque le gustara la taberna. Pero le había tocado tomar decisiones y aprovechar oportunidades muy diferentes de las que pudo haber tenido nunca su padre.

Detrás de la puerta había un letrero de fieltro negro sobre un caballete. Su nombre estaba escrito allí con letras blancas de plástico junto con un mensaje: «Bienvenido». Sean pensó que era un detalle simpático.

Detrás de la puerta había un pequeño vestíbulo. La entrada al edificio estaba interceptada por un torniquete. Junto a este había un mostrador de formica. Detrás del mostrador estaba sentado un hispano moreno y guapo que llevaba un uniforme marrón con charreteras y una gorra de pico al estilo militar. El conjunto le pareció una especie de cruce entre el uniforme de los marines que aparece en los carteles de propaganda para futuros reclutas y lo que llevan puesto en las películas de Hollywood los agentes de la Gestapo. Un complicado emblema en el brazo izquierdo del guardia rezaba «Seguridad» y la insignia con el nombre sobre el bolsillo izquierdo indicaba que el guardia se llamaba Martínez.

—¿Puedo servirle en algo? —preguntó Martínez con un inglés con mucho acento.

—Me llamo Sean Murphy —dijo Sean señalando el cartel de bienvenida.

La expresión del guardia no cambió. Estudió la figura de Sean durante un instante y luego descolgó uno de los teléfonos. Habló de modo rápido y entrecortado en español. Después de colgar, señaló con el dedo un sofá cercano de cuero.

—Espere un momento, por favor.

Sean se sentó, tomó un ejemplar de Science de una mesita de café y hojeó las páginas sin muchas ganas. Le interesaba más el complejo sistema de seguridad del Forbes. Gruesos tabiques de cristal separaban la zona de espera del resto del edificio. Al parecer la única entrada era el torniquete con el guardia.

La seguridad era un elemento que se descuidaba con demasiada frecuencia en las instituciones de atención a la salud. A Sean le gustó lo que vio y así se lo dijo al guardia.

—Cerca de aquí hay algunos barrios no muy seguros —con testó el guardia sin dar más detalles.

Apareció entonces un segundo empleado de seguridad, con el mismo uniforme que el primero. El torniquete se abrió para que Sean pudiera pasar al vestíbulo.

—Me llamo Ramírez —dijo el segundo guardia—. Sígame, por favor.

Sean se levantó. Mientras pasaba por el torniquete no vio que Martínez tocara ningún botón y supuso que el aparato se controlaba apretando con el pie un pedal.

Sean siguió a Ramírez durante un trecho muy corto hasta entrar en el primer despacho a la izquierda. Sobre la puerta de entrada un cartel rezaba «SEGURIDAD», con mayúsculas.

Adentro había una sala de control con hileras de monitores de televisión cubriendo una pared. Enfrente de los monitores había un tercer guardia con un bloc. Bastaba echar una ojeada para comprender que el guardia vigilaba una multitud de lugares en todo el centro.

Sean siguió a Ramírez hasta un pequeño despacho sin ventanas. Sentado en la mesa había un cuarto guardia con dos estrellas doradas en el uniforme y un galón dorado encima de la gorra. El nombre de la insignia decía: Harris.

—Eso es todo, Ramírez —dijo Harris, y Sean tuvo la sensación de que iban a alistarle en el ejército.

Harris estudió a Sean, quien le devolvió la mirada. Entre los dos hombres surgió de inmediato una sensación de antipatía.

Harris, un hombre de rostro bronceado y carnoso, se parecía a muchas personas que Sean había conocido en Charlestown cuando era joven. Trabajaban normalmente en cargos de pequeña autoridad que desempeñaban con gran oficiosidad.

También eran borrachos temibles. Les bastaba haber tomado dos cervezas para pelearse con quien insinuase que no estaba de acuerdo con su opinión sobre la pitada de un árbitro en un partido televisado. Era absurdo. Sean había aprendido hacía mucho tiempo a evitar a esa clase de personas. Ahora estaba frente a la mesa de uno de ellos.

—Aquí no queremos problemas —dijo Harris.

Tenía un ligero acento meridional.

A Sean le pareció una manera extraña de comenzar una conversación. ¿Quién creía aquel hombre que le estaban enviando desde Harvard? ¿Un delincuente en libertad provisional? Era evidente que Harris estaba en buena forma, y sus gruesos bíceps hinchaban las mangas cortas de su camisa, pero no tenía un aspecto demasiado sano. Sean acarició la idea de dar a aquel hombre un pequeño sermón sobre los beneficios de una buena nutrición, pero renunció a la idea. Todavía podía oír los consejos del doctor Walsh.

—Se supone que usted es un médico: ¿por qué diablos lleva el pelo tan largo? Y me apuesto algo que no se ha afeitado esta mañana.

—Pero procuré ponerme camisa y corbata —dijo Sean Pensé que quedaría muy elegante.

—No me provoque, muchacho —dijo Harris.

No había en su voz rastro alguno de humor.

Sean se movió sobre su silla, cansado. Aquella conversación y Harris ya le estaban agotando.

—¿Hay algún motivo especial para que yo esté aquí?

—Necesita una tarjeta de identidad con su foto —dijo Harris.

Se levantó y rodeó la mesa para abrir una puerta que daba a una habitación vecina. Era unos centímetros más alto que Sean y pesaba por lo menos diez kilos más. Sean recordó divertido que cuando jugaba a hockey le gustaba bloquear por lo bajo a estos individuos, para llegar más rápidamente a sus barbillas.

—Le sugiero que se corte el pelo —dijo Harris, mientras indicaba a Sean que pasara a la otra habitación y que mande planchar sus pantalones. Quizás entonces encaje mejor aquí.

Esto no es la universidad.

Sean pasó por la puerta y vio que Ramírez levantaba la mirada mientras acababa de ajustar una cámara Polaroid montada sobre un trípode. Ramírez señaló un taburete enfrente de una cortina azul y Sean se sentó. Harris cerró la puerta de la habitación donde se hacían las fotos, volvió a su mesa y se sentó. El nuevo investigador era peor de lo que había imaginado. La idea de que llegara de Harvard un muchacho engreído no le había entusiasmado de entrada, pero no había esperado en absoluto encontrarse con un hippy de los años sesenta.

Harris encendió un pitillo y masculló una maldición contra la gente como Sean. Detestaba a los tipos liberales de la Ivy League que creían saberlo todo. Harris había pasado por la Ciudadela y había ingresado luego en el ejército, donde se había entrenado duramente en el cuerpo de comandos. Había actuado bien y había sido ascendido a capitán después de la operación Tormenta del Desierto. Pero después del hundimiento de la Unión Soviética, el ejército había empezado a reducir sus efectivos en épocas de paz. Harris había sido una de las víctimas. Harris apagó el pitillo. Su intuición le decía que Sean sería un problema. Decidió que convenía tenerlo bajo vigilancia.

Sean salió de las oficinas de seguridad con la nueva tarjeta de identidad prendida del bolsillo de la camisa. La experiencia no había confirmado mucho la bienvenida del cartel de entrada, pero le había impresionado una noticia. Cuando preguntó al reticente Ramírez por qué había tantas medidas de seguridad, Ramírez le había dicho que el año anterior habían desaparecido varios investigadores.

—¿Desaparecido? —preguntó Sean asombrado. Sabía que desaparecían aparatos, pero ¿personas?

—¿Los encontraron? —preguntó Sean.

—Lo ignoro —dijo Ramírez—. Yo he entrado este mismo año.

—¿De dónde es usted?

—De Medellín, Colombia —dijo Ramírez.

Sean no había hecho más preguntas, pero la respuesta de Ramírez había aumentado su inquietud. Parecía excesivo poner de jefe de seguridad a un hombre que actuaba como un Boina Verde frustrado y armarlo con un grupo de individuos que podían haber formado parte del ejército privado de algún mafioso colombiano de la droga. Mientras Sean seguía a Ramírez hasta el ascensor para subir a la séptima planta, la impresión positiva que antes había tenido de la seguridad en el Forbes empezó a desvanecerse.

—¡Entre, entre! —repetía el doctor Randolph Mason, mientras tenía abierta la puerta de su despacho. Inmediatamente, el buen recibimiento del doctor alejó su inquietud—. Estamos muy contentos de tenerlo aquí. Me alegré mucho cuando Clifford me llamó y lo propuso. ¿Le apetece un café?

Sean aceptó y pronto estuvo sentado en un sofá delante del director del Forbes con una taza entre las manos. El doctor Mason respondía a la imagen romántica que todo el mundo tiene de un médico. Era alto y tenía un rostro aristocrático, pelo clásicamente canoso y una boca expresiva. Sus ojos rebosaban simpatía y su nariz era ligeramente aquilina. Parecía el hombre perfecto a quien contar un problema sabiendo no sólo que se interesaría sino que lo resolvería.

—Lo primero que debemos hacer —dijo el doctor Mason— es presentarle a nuestra jefa de investigaciones, la doctora Levy. —Cogió el teléfono y pidió a su secretaria que hiciera venir a Deborah—. Estoy seguro de que le impresionará. No me sorprendería que entrara pronto en competición para el gran premio escandinavo.

—Me gustó mucho su trabajo anterior con los retrovirus —dijo Sean.

—Como a todo el mundo —dijo Mason—. ¿Más café?

Sean movió negativamente la cabeza.

—Debo ir con cuidado con esta sustancia —dijo—. Me acelera. Si tomo demasiado me afecta durante días.

—Me pasa lo mismo —dijo el doctor Mason—. Y en relación con su alojamiento, ¿se ha ocupado alguien de eso?

—Tengo entendido que me facilitarán alojamiento.

—Desde luego —dijo el doctor Mason—. Me complace decir que hace unos años tuvimos la previsión de comprar un complejo de apartamentos de considerable tamaño. No está en Coconut Grove, pero tampoco queda muy lejos. Está a disposición del personal de visita y de los familiares de los pacientes.

Estaremos encantados de ofrecerle uno de los apartamentos.

Seguro que le gustará y que disfrutará del barrio porque queda muy cerca de Coconut Grove.

—Me alegra no tener que ocuparme personalmente de eso —dijo Sean—. En cuanto a las diversiones, me interesa más trabajar que hacer turismo.

—Todo el mundo debería tener un equilibrio en la vida —dijo el doctor Mason—. Pero puedo asegurarle que tenemos mucho trabajo para usted. Queremos que su experiencia con nosotros sea buena. Confiamos en que cuando ejerza de médico nos envíe pacientes.

—Tengo intención de continuar en la investigación —dijo Sean.

—Entiendo —dijo el doctor Mason con su entusiasmo algo apagado.

—En realidad lo que me impulsó a venir aquí… —empezó a decir Sean, pero no pudo acabar la frase porque entró en la sala la doctora Deborah Levy.

La doctora Deborah Levy era una mujer muy atractiva de cutis oscuro, grandes ojos almendrados y un pelo más negro que el de Sean. Tenía un cuerpo esbelto, a la moda, y llevaba un traje de seda azul oscuro debajo de su bata de laboratorio.

Caminaba con la seguridad y la gracia de los auténticos triunfa dores.

Sean se puso dificultosamente en pie.

—No se levante, por favor —dijo la doctora Levy con una voz ronca pero femenina.

Tendió la mano hacia Sean.

Sean estrechó la mano de Levy mientras sostenía su café con la otra. La doctora agarró sus dedos con una fuerza inesperada y dio una sacudida tal al brazo de Sean que la taza de café se meció en el platillo. Le dirigió una mirada penetrante.

—Me han llamado para que le dé la bienvenida —dijo mientras se sentaba ante Sean—. Pero debemos dejar las cosas claras de antemano. No estoy totalmente convencida de que su visita sea una buena idea. No hay mucho margen de maniobra en el laboratorio que dirijo. O bien usted se adapta y trabaja, o tendrá que irse y tomar el próximo avión para Boston. Espero que no crea…

—Vine en coche —la interrumpió Sean.

Comprendió que empezaba a actuar provocativamente, pero no podía evitarlo. No había esperado una acogida tan brusca por parte de la jefa de investigación.

La doctora Levy se quedó mirándolo unos momentos antes de continuar.

—El Centro Forbes contra el Cáncer no es un lugar para pasar una vacaciones al sol, ¿está claro?

Sean lanzó una rápida mirada al doctor Mason, que continuaba sonriendo cordialmente.

—No vine aquí para pasar unas vacaciones. Si el Forbes hubiese estado en Bismarck, Dakota del Norte, también me hubiera interesado ir. Lo cierto es que me enteré de los resultados que está consiguiendo con el meduloblastoma.

El doctor Mason tuvo un pequeño ataque de tos, se inclinó hacia delante en su asiento y dejó el café sobre la mesa.

—Supongo que usted no esperaba trabajar en el protocolo del meduloblastoma —dijo.

La mirada de Sean pasó de un médico a otro.

—En realidad, sí —dijo con cierta inquietud.

—Cuando hablé con el doctor Walsh —intervino Mason—, él insistió en que usted tenía una gran experiencia en el desarrollo de anticuerpos monoclonales.

—Esto fue durante mi curso en el MIT —explicó Sean—. Pero no es lo que ahora me interesa. De hecho, lo considero una técnica superada.

—Nosotros no pensamos lo mismo. Creemos que todavía es comercialmente viable y que lo continuará siendo durante cierto tiempo. Tuvimos bastante suerte al aislar y producir una glucoproteína a partir de pacientes con cáncer de colon. Lo que ahora necesitamos es un anticuerpo monoclónico que pueda contribuir a establecer un diagnóstico temprano. Pero, como usted ya sabe, las glucoproteínas juegan malas pasadas.

No hemos conseguido que los ratones respondan antigénicamente ni tampoco hemos conseguido cristalizar la sustancia. El doctor Walsh me aseguró que usted era un artista con este tipo de química de proteínas.

—Lo era —dijo Sean—. No he trabajado en ello desde hace cierto tiempo. Lo que ahora me interesa es la biología molecular, de modo específico los oncogenes y las oncoproteínas.

—Eso es precisamente lo que yo temía —dijo la doctora Levy dirigiéndose al doctor Mason—. Ya te dije que no era una buena idea. No estamos organizados para acoger a doctoran dos. Tengo demasiado trabajo para poder atender a un doctorando externo. Ahora, si me permiten, tengo que volver a mi trabajo.

La doctora Levy se puso en pie y miró a Sean.

—No se tome mi actitud como algo personal. Tengo mucho trabajo y muchas preocupaciones.

—Lo siento —dijo Sean—, pero no puedo dejar de tomármelo como algo personal. Lo que me indujo a escoger este trabajo optativo y a aguantar todo el viaje hasta aquí fueron sus resultados con los meduloblastomas.

—Con franqueza, este no es mi problema —dijo ella mientras se iba hacia la puerta.

—Doctora Levy, ¿por qué no ha publicado usted ningún artículo sobre sus resultados con los meduloblastomas? Sin artículos publicados, si usted viviera en el mundo académico probablemente ahora estaría buscando trabajo.

La doctora Levy se detuvo un momento y miró a Sean expresando desaprobación.

—La impertinencia no es muy aconsejable para un doctorando —dijo al cerrar la puerta.

Sean se volvió hacia el doctor Mason y se encogió de hombros.

—Fue ella quien dijo que debíamos expresarnos con franqueza. Desde hace años no ha publicado nada.

—Clifford me advirtió que quizá usted no iba a ser un externo muy diplomático —dijo el doctor Mason.

—¿Eso dijo? —preguntó Sean con desdén.

Estaba empezando a preguntarse si había hecho bien acudiendo a Florida. Quizá acabarían teniendo razón los demás.

—Pero también me dijo que era una persona muy brillante.

Y creo que la doctora Levy se ha expresado con más dureza de lo que pretendía. En todo caso, ha tenido muchas preocupaciones. En realidad, todos hemos estado muy tensos.

—Pero los resultados que ustedes están obteniendo con los pacientes de meduloblastoma son excelentes —dijo Sean, esperando conseguir algo—. Es evidente que revelarán algo sobre el cáncer. Tengo muchas ganas de participar en su protocolo.

Quizá estudiándolo con un enfoque nuevo y objetivo descubriré algo que pasó por alto a otras personas.

—Veo que no le falta confianza en sí mismo —dijo el doctor Mason—. Y quizá algún día podamos aprovechar este enfoque nuevo Pero no ahora. Voy a ser sincero y franco con usted y a comunicarle unas informaciones confidenciales. Hay varios motivos que le impedirán participar en nuestro estudio sobre los meduloblastomas. En primer lugar, se trata ya de un protocolo clínico y usted está aquí para realizar investigación científica básica. Así se lo dijimos a su mentor. En segundo lugar, no podemos permitir en absoluto que gente de fuera tenga acceso a nuestros trabajos actuales porque todavía no hemos solicitado las correspondientes patentes de algunos de nuestros procesos biológicos exclusivos. Esta política la dicta el organismo que nos financia. Como sucede con muchas otras instituciones de investigación, hemos tenido que buscar capital de otras fuentes desde que el gobierno empezó a limitar las subvenciones de todos los trabajos de investigación, excepto los referidos al sida. Hemos recurrido a los japoneses.

—¿Como el Mass General de Boston? —preguntó Sean.

—Algo parecido —dijo el doctor Mason—. Hemos firmado un acuerdo de cuarenta millones de dólares con Industrias Sushita, que se han estado expansionando especializándose en biotecnología. Con arreglo a este acuerdo, Sushita nos adelanta el dinero durante unos años, y a cambio controla cualquier patente que consigamos. Este es uno de los motivos por los que necesitamos anticuerpos monoclonales para el antígeno del colon. Tenemos que obtener algunos productos viables comercialmente para continuar recibiendo las anualidades de Sushita. Hasta ahora no hemos conseguido resultados muy buenos. Y si no mantenemos nuestra fuente de financiación, tendremos que cerrar las puertas y, como es lógico, esto perjudicaría al público que espera atención médica de nosotros.

—Una situación complicada —dijo Sean.

—Desde luego —asintió el doctor Mason—, pero así es la vida en el mundo de la investigación.

—Pero esta solución a corto plazo permitirá a los japoneses dominar en un futuro.

—Lo mismo puede decirse de la mayoría de industrias —replicó el doctor Mason—. Esto no afecta solamente a la biotecnología.

—¿Por qué no aprovechan los ingresos de las patentes para financiar más investigaciones?

—No hay manera de conseguir el capital inicial —dijo el doctor Mason—. Bueno, en nuestro caso esto no es totalmente cierto. En los últimos dos años hemos conseguido bastantes éxitos con el antiguo sistema de filantropía. Algunos hombres de negocios han aportado importantes donaciones. Esta noche, precisamente, celebramos una cena benéfica de gala. Me gusta ría mucho invitarle. Se celebrará en mi casa, en Star Island.

—No tengo ropa adecuada —dijo Sean, sorprendido de que le invitaran después de la escena con la doctora Levy.

—He pensado en ello —dijo el doctor Mason—. Ya hemos hablado con un servicio de alquiler de esmoquin. Basta con que les comunique su talla y le entregarán el traje en su apartamento.

—Es usted muy amable —dijo Sean. Cada vez le costaba más corresponder a aquella hospitalidad tan cambiante.

Se abrió de repente la puerta del despacho del doctor Mason y entró una mujer enorme, vestida con el uniforme blanco de enfermera, que se plantó delante del doctor Mason. Era evidente que estaba angustiada.

—Ha vuelto a pasar, Randolph —dijo bruscamente—. Es la quinta paciente de cáncer de pecho que muere por fallo respiratorio. Te dije que…

El doctor Mason se puso en pie de un salto.

—Margaret, estamos acompañados.

Retrocediendo como si la hubieran abofeteado, la enfermera se volvió hacia Sean, a quien no había visto hasta entonces. La enfermera era una mujer de cuarenta años, de rostro redondo, pelo gris recogido en un moño apretado y piernas macizas.

—Perdón —dijo mientras sus mejillas palidecían—. Lo siento mucho —añadió, dirigiéndose al doctor Mason—. Sabía que la doctora Levy te había visitado, pero cuando vi que había vuelto a su oficina supuse que estarías solo.

—No importa —dijo el doctor Mason. Presentó a Sean a Margaret Richmond, la directora de enfermeras, y añadió—: El doctor Murphy trabajará con nosotros durante dos meses.

La señora Richmond dio un breve apretón de manos a Sean murmurando:

—Mucho gusto en conocerle.

Luego agarró al doctor Mason por el codo y lo sacó del despacho. Se cerró la puerta, pero el pestillo no agarró y la puerta volvió a abrirse lentamente.

Sean no pudo evitar oír lo que decían, gracias a la voz penetrante y aguda de la señora Richmond. Al parecer, otra paciente que estaba recibiendo la quimioterapia normal contra cáncer de pecho había fallecido inesperadamente. La habían encontrado en la cama, y presentaba cianosis. Estaba tan azul como las demás.

—¡Esto no puede continuar así! —exclamó Margaret—. Alguien lo está haciendo deliberadamente. No hay otra explicación. Sucede siempre en el mismo turno, y está malogrando nuestras estadísticas. Hay que intervenir antes de que el inspector médico empiece a sospechar. Y si la prensa se entera del asunto será un desastre.

—Hablaremos con Harris —dijo el doctor Mason tranquilizándola—. Le diré que deje todo lo demás y que acabe de una vez con eso.

—Esto no puede seguir así —repitió la señora Richmond—. Harris no debería comprobar únicamente los antecedentes de los profesionales.

—Estoy de acuerdo —dijo el doctor Mason—. Hablaremos ahora mismo con Harris. Permíteme un momento solamente para que diga al señor Murphy que haga la visita del Centro.

Las voces se alejaron. Sean se inclinó sobre el sofá para oír la continuación, pero la sala vecina quedó en silencio hasta que la puerta se abrió de nuevo con fuerza. Sean volvió a recostarse con sensación de culpabilidad, mientras otra persona entraba rápidamente en el despacho: en esta ocasión era una mujer atractiva, de unos veinte años, que llevaba una falda a cuadros y una blusa blanca. Estaba bronceada, tenía un aspecto muy animado y lucía una gran sonrisa. La sensación de bienvenida retornó de modo reconfortante.

—Hola, me llamo Claire Barington.

Sean se enteró enseguida de que Claire trabajaba en el departamento de relaciones públicas. La chica sacudió un manojo de llaves y dijo:

—Son las llaves del apartamento principesco que tiene reservado en el Palacio de las Vacas.

Le contó que la residencia del centro se había ganado este apodo por el volumen de algunos de sus antiguos residentes.

—Le acompañaré hasta allí —dijo Claire—. Debo comprobar que todo está bien y que está cómodamente instalado. Pero el doctor Mason me dijo que antes le enseñara nuestro centro.

¿Qué le parece?

—Me parece muy bien —dijo Sean, levantándose del sofá.

Sólo hacía una hora que estaba en el Centro Forbes, y si lo sucedido era una muestra de lo que serían los dos meses siguientes, se le preparaba una estancia interesante. Suponiendo, claro está, que se quedara. Mientras salía del despacho del doctor Mason siguiendo las curvas de Claire Barington, comenzó a plantearse en serio la posibilidad de llamar al doctor Walsh y regresar a Boston. Era evidente que conseguiría más resultados allí que en Miami si le relegaban al trabajo rutinario de los anticuerpos monoclonales.

—Esta es, claro, nuestra zona administrativa —dijo Claire mientras iniciaba la visita que tenía ya muy practicada—. El despacho de Henry Falworth está junto al despacho del doctor Mason. El señor Falworth es el director del personal no profesional. Junto a su despacho está el de la doctora Levy.

Como es lógico, ella tiene otro despacho de investigación más abajo, en el laboratorio de máxima contención.

Las orejas de Sean se enderezaron. Sorprendido, preguntó:

—¿Tienen un laboratorio de máxima contención?

—Por supuesto —contestó Claire—, la doctora Levy lo pidió cuando entró en la junta. Además, el Centro Forbes contra el Cáncer tiene el equipo más moderno.

Sean se encogió de hombros. Le parecía algo excesivo un laboratorio de máxima contención, ideado para trabajar con seguridad con microorganismos infecciosos.

Claire señaló en la dirección opuesta hacia el despacho clínico que compartían el doctor Stan Wilson, jefe del personal clínico del hospital, Margaret Richmond, directora de enfermeras, y Dan Selenburg, administrador del hospital.

—Como es lógico, todas estas personas disponen de despachos privados en la última planta del edificio del hospital.

—Eso no me interesa —dijo Sean—. Veamos las zonas de investigación.

—¡Cuidado!, o hace la visita de veinticinco dólares o no hace ninguna —dijo ella severamente. Luego se echó a reír—. Sígame la corriente, por favor: necesito practicar. Sean sonrió. Claire era la persona más auténtica que había encontrado hasta el momento en el centro.

—Tiene razón. Sigamos.

Claire le llevó a una sala adyacente con ocho mesas donde trabajaban muy ocupadas varias personas. Destacaba a un lado una enorme máquina impresora en pleno funcionamiento.

Había un gran ordenador con múltiples módems, protegido por una cristalera, como si fuera un trofeo. Ocupaba otra pared un pequeño ascensor con la parte frontal de cristal, que recordaba más bien un montaplatos y estaba cargado con papeles que parecían fichas de historial médico.

—Esta es la sala importante —dijo Claire con una sonrisa—. Aquí se envían todas las facturas de los servicios hospitalarios y externos. Estas personas tratan con las compañías de seguros.

También salen de aquí los talones con los salarios.

Después de ver más administración de lo que Sean hubiese deseado, Claire lo llevó finalmente abajo para ver las instalaciones del laboratorio que ocupaban las cinco plantas del medio del edificio.

—En la primera planta del edificio están las salas de conferencias, de seguridad y la biblioteca —repitió Claire mientras entraban en la sexta planta. Sean siguió a Claire por un largo pasillo central con laboratorios a ambos lados—. Esta es la planta principal de investigación. Aquí está situada la mayor parte del equipo importante.

Sean asomó la cabeza por los distintos laboratorios. Pronto quedó decepcionado. Había esperado un laboratorio futurista, magníficamente diseñado y con tecnología punta. En lugar de ello vio salas sencillas con el equipo habitual. Claire le presentó a las cuatro personas que se encontraban en ese momento en los laboratorios: David Lowenstein, Arnold Harper, Nancy Sprague e Hiroshi Gyuhama. De entre ellos, sólo Hiroshi manifestó algo más que un interés pasajero por Sean. Hiroshi se inclinó profundamente cuando les presentaron. Pareció sinceramente impresionado cuando Claire dijo que Sean llegaba de Harvard.

—Harvard es una escuela muy buena —dijo Hiroshi en un inglés con mucho acento. Mientras continuaron por el pasillo, Sean empezó a darse cuenta de que la mayoría de las habitaciones estaban vacías.

—¿Dónde está la gente? —preguntó.

—Creo que ha visto ya a la mayor parte del equipo de investigación —dijo Claire—. Tenemos un técnico llamado Mark Halpern, pero veo que no está aquí. Por el momento no tenemos mucho personal, aunque se dice que empezaremos a ampliar la plantilla. Como todas las empresas, hemos pasado por un período de vacas flacas.

Sean asintió con la cabeza, pero la explicación no alivió su decepción. Los resultados impresionantes del trabajo con los meduloblastomas le habían sugerido la existencia de un gran grupo de investigadores trabajando a un ritmo dinámico. En cambio, el lugar parecía bastante desierto, lo que le recordó la preocupante frase de Ramírez.

—Me dijeron en seguridad que algunos investigadores habían desaparecido. ¿Sabe algo sobre eso?

—No mucho —reconoció Claire—. Sucedió el año pasado y provocó una crisis.

—¿Qué sucedió?

—Desaparecieron de repente —dijo Claire—. Lo dejaron todo: sus apartamentos, sus coches, incluso sus amigas.

—¿Y no se les encontró nunca más? —preguntó Sean.

—Sí, aparecieron —dijo Claire—. A la administración no le gusta hablar del tema, pero al parecer están trabajando para una empresa de Japón.

—¿Las Industrias Sushita? —preguntó Sean.

—Eso lo ignoro —dijo Claire.

Sean sabía que algunas empresas atraían a investigadores de fuera, pero nunca con tanto secreto. Y nunca a Japón. Lo consideró como un síntoma más de que los tiempos estaban cambiando en el terreno de la biotecnología.

Claire llegó a una gruesa puerta de cristal opaco que impedía seguir avanzando por el pasillo. Una indicación con mayúsculas decía: «PROHIBIDO EL PASO». Sean miró a Claire pidiendo una explicación.

—La instalación de máxima contención está aquí detrás —dijo ella.

—¿Podemos visitarla? —preguntó Sean.

Protegió sus ojos con las manos y se acercó a mirar por la puerta. Sólo pudo ver otras puertas que daban al pasillo principal.

Claire movió negativamente la cabeza.

—No se puede pasar —dijo—. La doctora Levy realiza aquí la mayor parte de sus trabajos. Al menos cuando está en Miami.

Divide su tiempo entre el centro y nuestro laboratorio Basic Diagnostics en Cayo Hueso.

—¿Y eso qué es? —preguntó Sean.

Claire le guiñó un ojo y se tapó la boca como si estuviera revelando un secreto:

—Es una pequeña rama empresarial del Forbes —dijo—. Lleva a cabo trabajos básicos de diagnóstico para nuestro hospital y para varios hospitales más de los Cayos. Es un sistema para conseguir algunos ingresos adicionales. Lo malo es que las leyes de Florida generalmente no permiten que el mismo hospital se haga cargo de los análisis.

—¿Por qué no podemos entrar? —preguntó Sean señalando hacia la puerta de cristal.

—La doctora Levy dice que hay un cierto riesgo, pero no sé exactamente de qué. Sinceramente, prefiero quedarme fuera.

Pero pregúnteselo a ella. Probablemente podrá acompañarla.

Sean no estaba seguro de que la doctora Levy quisiera hacerle ningún favor después de la entrevista inicial. Agarró el pomo y tiró unos milímetros de la puerta. Se oyó un ligero silbido como si se hubiera roto un sello.

Claire le agarró el brazo.

—¿Qué está haciendo? —dijo, horrorizada.

—Quería saber si la puerta estaba cerrada con llave —dijo Sean, empujó la puerta y la cerró.

—¡Qué atrevido! —exclamó ella.

Recorrieron el pasillo a la inversa y bajaron a otra planta. La quinta planta estaba dominada por un gran laboratorio a un lado del pasillo y por pequeños despachos al otro lado. Claire llevó a Sean al laboratorio grande.

—Me han dicho que usted utilizará este laboratorio —dijo Claire. Apretó el interruptor y se encendieron las luces. Era una sala enorme comparada con los laboratorios que Sean solía frecuentar en Harvard y en el MIT, donde eran legendarios los conflictos entre investigadores por conseguir espacio. En el centro de la sala había una oficina encerrada entre cristales con una mesa, un teléfono y un terminal de ordenador.

Sean se paseó por el lugar tocando el equipo. Era básico pero útil. Los elementos más interesantes eran un espectrofotómetro de luminiscencia y un microscopio binocular para detectar la fluorescencia. Sean pensó que hubiese podido jugar con aquellos instrumentos si las circunstancias hubiesen sido las favorables, pero no sabía si el Forbes ofrecía el ambiente ideal para ello. Entre otras cosas, Sean comprendió que probablemente trabajaría solo en aquella gran sala.

—¿Dónde están los reactivos y todo lo demás? —preguntó.

Claire le dijo con señas que la siguiera y ambos bajaron a otra planta donde Claire le mostró el almacén. Sean consideró que aquella sala era lo más impresionante que había visto hasta el momento. El almacén estaba repleto de todo lo que podía necesitar un laboratorio de biología molecular. Había incluso una generosa selección de varias líneas celulares del Instituto Nacional de la Salud.

Después de inspeccionar brevemente el resto del espacio dedicado al laboratorio, Claire, con la nariz arrugada, condujo a Sean hasta el sótano donde estaba el departamento de anima les. Había perros ladrando, monos que les miraban fijamente y ratas y ratones que se escurrían por las jaulas. El aire era húmedo y cargado de olores. Claire le presentó a Roger Calvet, quien cuidaba de los animales. Era un hombre bajo con una acentuada joroba.

Sólo se quedaron allí un minuto, y cuando las puertas se hubieron cerrado tras ellos, Claire hizo un gesto de alivio:

—Es la parte que menos me gusta de toda la visita —dijo en tono confidencial—. No tengo muy clara mi postura sobre el tema de los derechos de los animales.

—Sí, es un tema delicado —admitió Sean—. Pero es evidente que los necesitamos. No sé por qué, pero las ratas y los ratones no me preocupan tanto como los perros y los monos.

—Se supone que debo enseñarle también el hospital —dijo Claire—. ¿Está preparado?

—¿Por qué no? —dijo Sean. Claire empezaba a gustarle.

Bajaron en el ascensor hasta la segunda planta y pasaron a la clínica por el puente de peatones. Las torres estaban separadas unos veinte metros.

La segunda planta del hospital albergaba las secciones de diagnóstico y tratamiento así como la UVI y los quirófanos.

El laboratorio de química y la sección de radiología estaban también allí, junto con los archivos médicos. Claire le presentó a su madre, que era una de las bibliotecarias.

—Si necesita mi ayuda —dijo la señora Barington—, llámeme, por favor.

Sean le dio las gracias, y estaba por irse cuando la señora Barington insistió en enseñarle el departamento. Sean procuró mostrar interés mientras le enseñaba las instalaciones informáticas del Centro, las impresoras láser, el torno que utilizaban para subir los documentos de las cajas del sótano y el panorama que podía contemplarse sobre el soñoliento río Miami.

Cuando Claire y Sean regresaron al pasillo, ella se disculpó.

—Eso no lo había hecho nunca —añadió—. Seguramente le ha gustado.

—Tengo suerte —dijo Sean—. Las mujeres mayores y las preadolescentes están de mi parte. Sólo tengo problemas con las que están en medio.

—¿Debo creerlo? —preguntó Claire sarcásticamente.

Hicieron luego un rápido recorrido por el moderno hospital de ochenta camas. Estaba limpio, bien diseñado y al parecer tenía un buen personal. Los colores tropicales y las flores recién cortadas le daban un aspecto alegre a pesar de la gravedad de las enfermedades de muchos pacientes. En este trecho de la visita, Claire le explicó a Sean que el Centro Forbes contra el Cáncer se había asociado con el Instituto Nacional de la Salud para tratar el melanoma avanzado, pues Florida, con su intensa insolación, registraba muchos casos de melanoma.

Cuando hubieron completado la visita, Claire le comunicó que había llegado el momento de llevarle al Palacio de las Vacas para que pudiera instalarse. Sean protestó diciendo que ya se arreglaría, pero ella no dio el brazo a torcer. Sean salió del Forbes contra el Cáncer a la zaga del coche de Claire, con órdenes estrictas de no separarse, y se dirigió hacia el sur por Twelve Avenue. Condujo con cuidado, pues le habían dicho que en Miami la mayoría de personas llevaban pistolas en sus guanteras. Miami tiene una de las tasas de mortalidad más altas del mundo a consecuencia de accidentes que sólo dejan el parachoques abollado.

Giraron a la izquierda por la Calle Ocho y Sean pudo echar un vistazo a la rica cultura cubana que había dejado una marca tan indeleble en el moderno Miami. Doblaron a la derecha por Brickell y la ciudad volvió a cambiar. Pasaban ahora por delante de brillantes edificios bancarios, cada uno de los cuales era un monumento al poder financiero del tráfico ilícito de estupefacientes.

El Palacio de las Vacas no era nada fuera de lo común, ni mucho menos. Como tantos otros edificios de la zona, era un bloque de cemento armado de dos pisos, con puertas y ventanas correderas de aluminio. Ocupaba casi toda una travesía, con aparcamientos asfaltados enfrente y detrás. Lo único atractivo del lugar eran las plantas tropicales, muchas de las cuales estaban en flor.

Sean aparcó al lado del Honda de Claire.

Después de mirar el número del apartamento en las llaves, subieron las escaleras. El apartamento de Sean estaba a medio camino desde la recepción, en la parte trasera. Mientras Claire intentaba dificultosamente meter la llave en la cerradura, se abrió la puerta del otro lado del pasillo.

—¿Recién llegado? —preguntó un rubio de unos treinta años.

Iba desnudo de cintura para arriba.

—Eso parece —dijo Sean.

—Me llamo Gary —dijo el joven—. Soy técnico de rayos X.

Trabajo de noche y busco un apartamento de día. ¿Y tú?

—Estudiante de medicina —dijo Sean mientras Claire acababa de abrir la puerta.

Era un apartamento amueblado, de un dormitorio con una cocina completa. Las puertas correderas de cristal comunicaban la sala de estar y el dormitorio con un balcón que recorría todo el edificio.

—¿Qué le parece? —preguntó Claire, mientras abría la puerta corredera de la sala de estar.

—Mucho mejor de lo que me había imaginado —dijo Sean.

—Al hospital le cuesta contratar a determinado personal —dijo Claire—. Especialmente a las enfermeras muy cualifica das. Hay que ofrecerles una buena residencia provisional para poder competir con otros hospitales de la ciudad.

—Gracias por todo —dijo Sean.

—Una última cosa —dijo Claire, mientras le entregaba un papelito—. Este es el número de la agencia que alquila esmóquines de la que habló el doctor Mason. Supongo que no faltará esta noche.

—Me había olvidado —dijo Sean.

—Tendría que ir —dijo Claire—. Estas fiestas son una de las ventajas de trabajar en el centro.

—¿Se celebran con frecuencia? —preguntó Sean.

—Relativamente —contestó Claire—. Pero son divertidas.

—Es decir, que usted irá —preguntó Sean.

—Desde luego.

—Entonces quizá yo también —dijo Sean—. No he llevado muchas veces esmoquin. Puede ser interesante.

—Maravilloso —dijo Claire—. No me importa venir a recogerle, porque creo que le costará encontrar la casa del doctor Mason. Vivo en Coconut Grove, cerca de aquí. ¿Qué le parece a las siete y media?

—Estaré listo —dijo Sean.

Hiroshi Gyuhama había nacido en Yokosuka, al sur de Tokio.

Su madre había trabajado en la base naval de los Estados Unidos y desde temprana edad Hiroshi se había interesado por los Estados Unidos y la vida occidental. Su madre no opinaba lo mismo y no había dejado que aprendiera inglés en la escuela. Hiroshi, que era un niño obediente, aceptó sin rebelarse los deseos de su madre. Sólo cuando su madre hubo muerto y él estaba en la universidad estudiando biología pudo empezar a estudiar inglés. Pero cuando empezó, demostró una capacidad insólita.

Hiroshi fue contratado al acabar la carrera por las Industrias Sushita, una gran empresa de electrónica que acababa de extender sus actividades a la biotecnología. Cuando los supervisores de Hiroshi descubrieron que hablaba el inglés correctamente, lo enviaron a Florida para que velara por las inversiones de la empresa en el Forbes.

Hiroshi no había tenido problemas graves en el desempeño de su cargo en el Forbes, excepto algunas dificultades iniciales con dos investigadores del Forbes que se negaron a colaborar.

El dilema se resolvió expeditivamente llevándolos a Tokio y ofreciéndoles enormes salarios.

La llegada inesperada de Sean Murphy era una historia diferente. Para Hiroshi y para los japoneses en general toda sorpresa era un motivo de inquietud. Además, concebían Harvard más como una metáfora que como una institución con creta: representaba la excelencia y el ingenio estadounidenses.

Por lo tanto, Hiroshi temió que Sean pudiera llevarse a Harvard algunos de los resultados del Forbes y que la universidad se les adelantara y registrara antes las posibles patentes. Los ascensos futuros de Hiroshi en Sushita dependían de lo bien que protegiera la inversión en el Forbes, y por lo tanto Hiroshi consideró que Sean era una amenaza potencial.

Su primera respuesta fue enviar un fax, a través de su línea telefónica privada, a su supervisor japonés. Los japoneses habían insistido desde el principio en poder comunicarse con Hiroshi sin tener que pasar por la centralita del centro. Esta había sido una de tantas condiciones.

Hiroshi llamó luego a la secretaria del doctor Mason para preguntar si podía ver al director. Le dieron una cita para las dos. Ahora, mientras subía las escaleras hacia la séptima planta, faltaban tres minutos para la hora. Hiroshi era una persona meticulosa, que no deja nada al azar.

Cuando entró en la oficina de Mason, el médico se puso en pie de un salto. Hiroshi hizo una profunda reverencia, con una demostración aparente de respeto, aunque en realidad no tenía en gran estima al médico estadounidense, pues pensaba que el doctor Mason no tenía el fuste necesario para ser un buen director y consideraba que podía resultar desconcertante en una situación de tensión.

—Doctor Gyuhama, es un placer verle aquí —dijo el doctor Mason, señalando hacia el sofá—. ¿Quiere tomar algo? ¿Café, té o zumo?

—Zumo, por favor —contestó Hiroshi con una sonrisa cortés.

No le apetecía ningún refresco, pero no quería rechazar la invitación y mostrarse desagradecido.

El doctor Mason se sentó ante él, pero no lo hizo normalmente. Hiroshi se dio cuenta de que se puso en el borde del asiento y de que se frotaba las manos y comprendió que el doctor estaba nervioso. Esto contribuyó a disminuir la consideración que tenía por el director. No estaba bien manifestar tan abiertamente los sentimientos.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó el doctor Mason.

Hiroshi sonrió de nuevo, pensando que ningún japonés se hubiese expresado de modo tan directo.

—Me han presentado hoy a un joven doctorando —dijo Hiroshi.

—Sean Murphy —dijo el doctor Mason—. Es un doctorando en medicina de Harvard.

—La facultad de Harvard es muy buena —comentó Hiroshi.

—Una de las mejores —dijo el doctor Mason—. Especialmente en investigación médica.

El doctor Mason miró cautelosamente a Hiroshi. Sabía que este evitaba formular preguntas directas, por lo que se veía obligado siempre a intentar deducir lo que quería el japonés.

Era una empresa frustrante, pero Mason sabía que Hiroshi era representante de Sushita y que convenía tratarle con respeto.

En aquel momento era evidente que la presencia de Sean le inquietaba. Cuando trajeron el zumo Hiroshi se inclinó y dio las gracias varias veces. Tomó un sorbo y depositó luego el vaso sobre la mesilla de café.

—Quizá convendría que le explicara por qué está aquí el doctor Murphy —dijo el doctor Mason.

—Sería muy interesante —respondió Hiroshi.

—El señor Murphy es un doctorando médico de tercer curso —dijo el doctor Mason—. En este tercer curso los doctorandos disponen de tiempo para estudiar un tema optativo y dedicarse a algo que les interese de modo especial. El señor Murphy está interesado en la investigación. Estará aquí durante dos meses.

—El momento es muy conveniente para el señor Murphy —dijo Hiroshi—. Llega a Florida en invierno.

—El sistema es bueno —continuó diciendo el doctor Mason—. El tendrá experiencia de trabajo en un laboratorio real y nosotros contaremos con un colaborador.

—Quizá se interesará por nuestro proyecto de meduloblastoma —dijo Hiroshi.

—Está ya interesado —dijo el doctor Mason—. Pero no se le permitirá participar. Trabajará con la glucoproteína del cáncer de colon y procurará cristalizarla. Ni que decir tiene lo interesante que sería para el Forbes y Sushita que pudiera lograr lo que hemos intentado hacer sin éxito durante tanto tiempo.

—Mis superiores no me informaron sobre la llegada del señor Murphy —dijo Hiroshi—. Es extraño que se hayan olvidado.

De repente el doctor Mason comprendió cuál era el motivo de aquella conversación tortuosa. Una de las condiciones que impuso Sushita fue poder examinar a todos los futuros emplea dos antes de contratarlos. En general era una simple formalidad, pero en aquel caso el doctor Mason no se había preocupado de nada, porque Murphy era un doctorando y sobre todo porque su estancia sería breve.

—La decisión de invitar al señor Murphy a este curso optativo fue bastante rápida. Quizá debía haber informado a Sushita, pero no es un empleado. No se le paga. Además, es un doctorando con una experiencia limitada.

—Sin embargo se le confiarán muestras de glucoproteína —dijo Hiroshi—. Tendrá acceso a la levadura recombinante que produce la proteína.

—Se le dará la proteína, como es lógico —dijo el doctor Mason—. Pero no hay motivo para que vea la tecnología recombinante que utilizamos para producirla.

—¿Qué sabe usted de esta persona? —preguntó Hiroshi.

—Llega con una recomendación de un colega de confianza —dijo el doctor Mason.

—Quizá mi compañía estaría interesada en su curriculum —dijo Hiroshi.

—No tenemos su curriculum —dijo el doctor Mason—. Es solamente un doctorando. Si hubiera algo importante que saber de él, estoy seguro que mi amigo, el doctor Walsh, me habría informado. Me contó que el señor Murphy era un artista en cuestión de cristalizar proteínas y de fabricar anticuerpos monoclonales de murino. Necesitamos a un artista si queremos obtener un producto patentable. Además, el prestigio de Harvard beneficiará a la clínica. La idea de que estamos capacitando a un doctorando de Harvard no nos perjudicará en nada.

Hiroshi se puso en pie y, sin dejar de sonreír, hizo una reverencia, pero no tan prolongada como la que hizo al entrar en el despacho.

—Gracias por haberme concedido su tiempo —dijo.

Luego salió de la habitación.

Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de Hiroshi, el doctor Mason apretó los ojos y se los frotó con los dedos. Le temblaban las manos. Se ponía demasiado nervioso y aquello, si no iba con cuidado, agravaría su úlcera péptica. Después de la posible existencia de un psicópata que estaba matando a pacientes de cáncer de pecho metastático, lo único que le faltaba eran problemas con Sushita. Ahora lamentaba haber hecho a Clifford Walsh el favor de invitar a su doctorando. Era una complicación innecesaria.

Por otra parte, el doctor Mason sabía que debía ofrecer algo a los japoneses, de lo contrario no renovarían la subvención, aparte de los demás intereses. Si Sean Murphy conseguía resolver el problema y desarrollaba un anticuerpo para su glucoproteína, la estancia del doctorando podría ser una bendición del cielo.

Se pasó nerviosamente la mano por el pelo. El problema era, como Hiroshi le había hecho comprender, que sabía muy pocas cosas sobre Sean Murphy. Y, a pesar de ello, Sean tenía libre acceso a los laboratorios Podría hablar con otros colaboradores del centro; podría tener acceso a los ordenadores.

Y el doctor Mason consideraba que Sean era un individuo muy curioso.

El doctor Mason cogió el teléfono y pidió a su secretaria que le pusiera con Clifford Walsh de Boston. Mientras esperaba, se fue a su mesa de trabajo. Se preguntó por qué no había pensado llamar a Clifford antes.

Al cabo de unos minutos, el doctor Walsh estaba al otro lado de la línea. El doctor Mason se sentó mientras hablaba. Se habían comunicado ya la semana anterior y las formalidades fueron mínimas.

—¿Llegó Sean bien? —preguntó el doctor Walsh.

—Ha llegado esta mañana.

—Confío que no se haya metido ya en problemas —dijo el doctor Walsh.

El doctor Mason sintió que su úlcera le comenzaba a arder.

—Es extraño que digas eso —comentó—, sobre todo después de tus excelentes recomendaciones.

—Todo lo que dije sobre él es cierto —continuó el doctor Walsh—. Ese muchacho es casi un genio en cuestiones de biología molecular. Pero es un chico de barrio y sus capacidades sociales no están en absoluto a la altura de sus dotes intelectuales. Puede ser muy testarudo. Y físicamente es más fuerte que un roble. Podría haber jugado a hockey como profesional. Es el tipo de persona que uno desea tener al lado cuando va a estallar una pelea.

—Por aquí no tenemos muchas peleas —dijo el doctor Mason con una risita—. Por lo tanto no vamos a aprovechar sus capacidades en este terreno. Pero dime otra cosa. ¿Ha estado Sean relacionado de algún modo, alguna vez, con la industria de la biotecnología, por ejemplo trabajando durante el verano en una empresa? ¿Algo de este tipo?

—Desde luego —dijo el doctor Walsh—. No sólo trabajó en una empresa, sino que él mismo tenía una empresa. Él y un grupo de amigos pusieron en marcha una empresa llamada Immunotherapy para desarrollar anticuerpos monoclonales de murino Tengo entendido que la empresa funcionó bien. Pero yo no me ocupo de los aspectos industriales de nuestra especialidad.

El dolor aumentó en el estómago de Mason. Eso no era lo que quería oír. Mason dio las gracias al doctor Walsh, colgó el teléfono y se tragó inmediatamente dos pastillas contra la acidez. Ahora tenía que procurar que Sushita no se enterara de que Sean había estado relacionado con esta empresa de inmunoterapia. Si los japoneses se enteraban, quizá llegarían a cancelar el acuerdo.

Se paseó a grandes zancadas por su despacho. La intuición le decía que debía actuar. Quizá debía devolver a Sean a Boston, como había sugerido la doctora Levy. Pero esto significaría perder la posible contribución de Sean al proyecto de glucoproteínas.

De pronto tuvo una idea. Por lo menos podía saber todo lo que desease sobre la empresa de Sean. Descolgó de nuevo el teléfono. Esta vez no pidió a su secretaria que marcara el número, sino que lo hizo él mismo. Llamó a Sterling Rombauer.

Claire, cumpliendo su promesa, se presentó en el apartamento de Sean a las siete en punto. Vestía un traje negro con tirantes delgados y largos pendientes. Su pelo castaño lo llevaba recogido a los lados con pasadores tachonados de piedras de bisutería. Sean la encontró fantástica.

No estaba muy seguro de lo que llevaba él. Era evidente que el esmoquin alquilado necesitaba tirantes; resultó que los pan talones eran dos tallas más grandes y no hubo tiempo para cambiarlos. También los zapatos eran un número mayores.

Pero la camisa y la chaqueta le quedaban bastante bien, y domó sus cabellos colocándolos hacia ambos lados de la cabeza con un fijapelo que le prestó su vecino, Gary Engels. Hasta se afeitó.

Tomaron el 4×4 de Sean porque era más espacioso que el diminuto Honda de Claire. Claire indicaba el camino y después de pasar al lado de los rascacielos del centro, entraron en Biscayne Boulevard. En la calle se apiñaban personas de todas las razas y nacionalidades. Pasaron delante de una tienda de Rolls Royce y Claire contó que, según decían, la mayoría de las ventas se hacían con dinero contante y sonante. La gente entraba en la tienda con maletas llenas de billetes de veinte dólares.

—Si el tráfico de estupefacientes acabara mañana mismo, probablemente la ciudad se resentiría de ello —comentó Sean.

—Se hundiría —confirmó Claire.

Giraron a la derecha por la MacArthur Causeway y se dirigieron hacia la punta meridional de Miami Beach. Pasaron por la derecha al lado de varios buques de crucero de gran tonelaje amarrados en el puerto de Dodge Island. Antes de entrar en Miami Beach giraron a la izquierda y cruzaron un pequeño puente donde les detuvo un guardia armado en su garita.

—Parece un barrio de lujo —comentó Sean cuando les dejaron pasar.

—De mucho lujo —respondió Claire.

—Mason se lo monta bien —dijo Sean.

Los palacios ante los cuales iban pasando no parecían muy adecuados para el director de un centro de investigaciones.

—Creo que el dinero es de ella —dijo Claire—. Su apellido de soltera era Forbes, Sarah Forbes.

—¿De veras? —dijo Sean mirando a Claire para estar seguro de que no le tomaba el pelo.

—Fue el padre de ella quien fundó el Centro Forbes contra el Cáncer.

—Muy simpático —dijo Sean— darle trabajo a su yerno.

—No es exactamente lo que crees —dijo Claire—. Parece el argumento de un culebrón. El viejo inició la clínica, pero al morir pasó al hermano mayor de Sarah, Harold, que era el albacea testamentario. Luego Harold se fue y perdió la mayor parte del dinero de la fundación con unos proyectos de urbanización en el centro de Florida. El doctor Mason fue uno de los últimos en llegar al centro y lo hizo cuando estaba a punto de hundirse. Él y la doctora Levy salvaron la empresa.

Se detuvieron en un gran camino de entrada, enfrente de una enorme casa blanca con un porche sostenido por columnas corintias labradas. Un vigilante se llevó rápidamente el coche de Sean.

El interior de la casa resultaba igualmente impresionante.

Todo era blanco: suelos blancos de mármol, mobiliario blanco, alfombras blancas y paredes blancas.

—Supongo que el decorador no cobró mucho por escoger los colores —comentó Sean.

Les hicieron atravesar la casa y salir a una terraza con vistas a la Biscayne Bay. La bahía estaba punteada con luces de otras islas y de centenares de yates. Detrás de la bahía estaba la ciudad de Miami brillando a la luz de la luna.

En el centro de la terraza había una gran piscina en forma de riñón iluminada por debajo del agua. A la izquierda estaba instalada una tienda de rayas rosa y blanca, con largas mesas repletas de comida y bebida. Una banda de calipso que estaba tocando cerca de la casa llenaba el suave aire nocturno con sones melodiosos de percusión. En la orilla del mar, más allá de la terraza, estaba amarrado un gigantesco yate de crucero.

Otra barca colgaba de unos pescantes en la popa del yate.

—Aquí llegan el anfitrión y la anfitriona —advirtió Claire a Sean, que había quedado hipnotizado momentáneamente por el panorama.

Sean se dio la vuelta a tiempo para ver al doctor Mason, que conducía hacia ellos a una rubia teñida y metida en carnes. Él iba muy elegante con un esmoquin que desde luego no había alquilado y zapatos charolados con cordones negros. Ella había introducido su cuerpo en un vestido de color melocotón sin tirantes, tan apretado que cualquier movimiento, temió Sean, iba a poner al descubierto sus impresionantes pechos.

Llevaba el pelo ligeramente desordenado y su maquillaje era más adecuado a una chica con la mitad de años que para ella.

También era evidente que estaba borracha.

—Bienvenido, Sean —dijo el doctor Mason—. Espero que Claire le haya tratado bien.

—Muy bien —dijo Sean.

El doctor Mason lo presentó a su esposa, quien hizo parpadear unas pestañas cargadas de rimel. Sean le dio un formal apretón de manos, para detener el esperado beso en la mejilla.

El doctor Mason se volvió e hizo señas a otra pareja para que se acercara. Presentó a Sean como un doctorando de medicina de Harvard que iba a estudiar en el centro. Sean tuvo la sensación desagradable de que le estaban exhibiendo.

El nombre de aquella persona era Howard Pace, y Sean, por lo que dijo el doctor Mason al presentarlo, pudo saber que era el director de una empresa fabricante de aviones de St. Louis y que estaba a punto de hacer una donación al centro.

—Ha de saber, hijo —dijo el señor Pace rodeando con un brazo los hombros de Sean— que mi donación servirá para ayudar a formar jóvenes como usted, que están consiguiendo resultados maravillosos en el Forbes. Seguro que aprenderá mucho. ¡Estudie, estudie!

El filántropo rubricó sus palabras propinando a Sean un masculino golpe en la espalda.

Mason empezó a presentar a Pace a otras parejas, y de pronto Sean se encontró solo. Se dirigía ya a por una bebida cuando le detuvo una voz insegura:

—¡Hola, guapo!

Dio media vuelta y se encontró con los ojos turbios de Sarah Mason.

—Quiero enseñarte algo —le dijo agarrándole por la manga.

Sean trató desesperadamente de localizar con la mirada a Claire, que había desaparecido. Con una resignación impropia de él, dejó que le condujera por la escalinata del patio hasta el muelle. Cada dos pasos tenía que sujetar a Sarah porque sus tacones resbalaban entre las rendijas de las tablas. En el extremo de la pasarela que conducía al yate, Sean se encontró con un dobermann de tamaño considerable, con un collar claveteado y dientes blancos.

—Este es mi barco —dijo Sarah—. Se llama Lady Luck.

¿Quieres darte un paseo?

—No creo que ese animal de la cubierta desee compañía —dijo Sean.

—¡Batman! —dijo Sarah—. No te preocupes. Mientras estés conmigo, se portará como un corderito.

—Quizá podríamos venir más tarde —dijo Sean—. Para ser sincero, me muero de hambre.

—Hay comida en la nevera —insistió Sarah.

—Sí, pero las ostras que vi en la carpa me robaron el corazón.

—¿Ostras? Humm, ¿de veras? —dijo Sarah—. No está mal. Podemos ver el barco más tarde.

Cuando Sean hubo guiado a Sarah hasta tierra firme, se escabulló dejándola con una pareja confiada que se había aventurado hacia el yate, Empezó a buscar a Claire entre la multitud cuando una mano fuerte le agarró el brazo Se dio la vuelta y se encontró mirando el rostro abotagado de Robert Harris, el jefe de seguridad. Ni siquiera un esmoquin conseguía mejorar mucho su aspecto, dominado por el corte de pelo militar. Seguramente el cuello de la camisa le apretaba demasiado porque tenía los ojos hinchados.

—Quiero darte un consejo, Murphy —dijo Harris con evidente desdén.

—¿En serio? —replicó Sean—. Me interesa, porque tenemos muchas cosas en común.

—Eres un chulo —dijo Harris entre dientes.

—¿Este es el consejo? —preguntó Sean.

—No te acerques a Sarah Forbes —dijo Harris—. Voy a decírtelo sólo una vez.

—¡Qué lástima! —dijo Sean—. Tendré que anular nuestro picnic de mañana.

—¡No me provoques! —le advirtió Harris.

Se le quedó mirando fijamente un instante y luego se dio media vuelta.

Finalmente encontró a Claire junto a la mesa donde estaban las ostras, las gambas y el centollo. Mientras se llenaba el plato, le echó en cara que le hubiese dejado caer en las garras de Sarah Mason.

—Quizá debía haberte advertido —dijo Claire—. Es sabido que cuando bebe, persigue a todo lo que lleva pantalones.

—Vaya, y yo pensando que era irresistible.

Estaban comiendo el marisco, cuando el doctor Mason subió al podio y dio un golpecito al micrófono. Después de hacerse el silencio, presentó a Howard Pace y le dio profusamente las gracias por su generosa donación. Se oyó una gran ovación y el doctor Mason entregó el micrófono a su invitado de honor.

—Esto es demasiado empalagoso para mi gusto —murmuró Sean.

—Pórtate bien —le riñó Claire.

Howard Pace empezó a repetir los tópicos de costumbre, pero luego la emoción le empañó la voz.

—Ni siquiera este talón de diez millones de dólares puede expresar adecuadamente mis sentimientos. El Centro Forbes contra el Cáncer me ha dado una segunda vida. Antes de llegar aquí, todos los doctores me creían desahuciado por mi tumor cerebral. Estuve a punto de renunciar a todo. Gracias a Dios no lo hice. Doy gracias a Dios por la dedicación de los médicos del Centro Forbes contra el Cáncer.

Pace no pudo continuar hablando y agitó su cheque con la mano mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. El doctor Mason apareció inmediatamente y rescató el talón antes de que se fuera volando y desapareciera en las oscuras aguas de Biscayne Bay.

Después de otra ovación, finalizaron los actos oficiales de la velada. Los invitados se precipitaron hacia el podio embarga dos por la emoción que Pace había expresado. No habían contado con que una persona tan poderosa pudiera decidirse a expresar cosas tan íntimas. Sean se volvió hacia Claire.

—No me gusta ser aguafiestas —dijo—, pero hoy me he levantado a las cinco y estoy perdiendo rápidamente la resistencia. Claire dejó su vaso.

—Yo también estoy cansada. Además, mañana empiezo a trabajar temprano.

Encontraron al doctor Mason y le dieron las gracias, pero el doctor estaba distraído y apenas se dio cuenta de que se iban.

Por suerte para Sean, la señora Mason había tenido el detalle de desaparecer.

Cuando iban de regreso, Sean rompió el silencio diciendo:

—El discurso fue muy emocionante.

—Esto es lo que da sentido al trabajo —asintió Claire. Sean entró en el aparcamiento y se detuvo junto al Honda de Claire. Hubo un momento de incomodidad.

—Esta tarde compré unas cervezas —dijo Sean después de una pausa—. ¿Quieres subir a tomar un trago?

—Me parece bien —dijo Claire con entusiasmo.

Mientras Sean subía las escaleras detrás de ella pensó que quizá había sobreestimado su resistencia. Caminaba casi dormido.

En la puerta de su apartamento, manoseó torpemente las llaves intentando meter en la cerradura la que correspondía.

Cuando consiguió dar finalmente la vuelta al pestillo, abrió la puerta y buscó el interruptor con los dedos. Al apretar el interruptor se oyó un grito furioso. Cuando Sean vio la persona que le estaba esperando, se le heló la sangre.

—¡Con cuidado! —dijo el doctor Mason a los dos ayudantes de la ambulancia mientras sacaban a Helen Cabot del avión a reacción Lear que la había llevado a Miami en una camilla especial.

—¡Cuidado con los peldaños!

El doctor Mason llevaba puesto todavía su esmoquin. Margaret Richmond había llamado cuando la fiesta estaba a punto de acabar comunicando que el avión que trasladaba a Helen Cabot iba a aterrizar. El doctor Mason, sin dudarlo un instante, corrió hacia su Jaguar.

Los camilleros introdujeron lo más lentamente posible a Helen en la ambulancia. El doctor Mason subió detrás de aquella mujer, gravemente enferma.

—¿Está cómoda? —preguntó.

Helen asintió. El viaje la había cansado mucho. Las grandes dosis de medicamento no habían conseguido controlar completamente sus ataques. Por si fuera poco, el avión había encontrado turbulencias sobre Washington D. C.

—Me alegro de haber llegado —dijo sonriendo débilmente.

El doctor Mason la cogió del brazo para tranquilizarla, luego bajó de la ambulancia y se volvió hacia los padres, que habían acompañado la camilla desde el reactor. Decidieron que la señora Cabot iría en la ambulancia y que John Cabot iría en el coche del doctor Mason.

El doctor Mason siguió la ambulancia desde el aeropuerto.

—Le agradezco mucho que haya venido a recibirnos —dijo Cabot—. Me temo, por el traje que lleva, que hemos interrumpido la velada.

—En realidad, el momento fue muy adecuado —dijo Mason—. ¿Conoce a Howard Pace?

—¿El magnate de la aviación? —preguntó John Cabot.

—Sí —dijo el doctor Mason—. El señor Pace ha hecho una donación generosa al Centro Forbes y celebrábamos una pequeña fiesta, pero cuando usted llamó se estaba ya acabando.

—De todos modos, el interés que demuestra me tranquiliza —dijo John Cabot—. Muchos médicos están dominados por sus agendas. Tienen más interés en sí mismos que en los pacientes.

La enfermedad de mi hija me ha abierto los ojos.

—Por desgracia lo que dice sucede demasiado a menudo —dijo el doctor Mason—. Pero en el Forbes lo que cuenta es el paciente. Haríamos más si no tuviéramos tantos problemas de financiación. Desde que el gobierno comenzó a limitar las subvenciones, hemos tenido dificultades.

—Si consigue ayudar a mi hija, contribuiré gustoso necesidades de capital.

—Haremos todo lo que podamos por ella.

—Dígame —preguntó Cabot—, en su opinión, ¿qué posibilidades tiene? Me gustaría saber la verdad.

—La posibilidad de una recuperación total es excelente —dijo el doctor Mason—. Hemos tenido mucho éxito con tumores como el de Helen. Pero el tratamiento debe iniciarse inmediatamente. Intenté acelerar el traslado, pero los doctores de Boston no parecían muy dispuestos a concederlo.

—Ya sabe cómo son los médicos de Boston. Si hay una prueba más que puedan aplicar quieren hacerla ellos, y luego, como es lógico, quieren repetirla.

—Intentamos convencerles para que no hicieran biopsias del tumor —dijo el doctor Mason—. Ahora es posible diagnosticar el meduloblastoma con un IRM perfeccionado. Pero no se dejaron convencer. Sin embargo, nosotros tenemos que repetir la biopsia con independencia de que ellos la hicieran o no.

Tenemos que desarrollar algunas células del tumor en cultivo tisular, porque es una parte integrante del tratamiento.

—¿Cuándo podrán hacerlo? —preguntó John Cabot.

—Cuanto antes mejor —dijo el doctor.

—No tenías que haber chillado —dijo Sean.

Todavía estaba temblando del susto que se llevó al encender la luz.

—No chillé —dijo Janet—. Grité «sorpresa». Lo cierto es que no sé quién se sorprendió más, yo, tú o aquella mujer.

—Aquella mujer trabaja para el Centro Forbes contra el Cáncer —dijo Sean—. Te lo he repetido diez veces. Está en el departamento de relaciones públicas y se encargó de darme la bienvenida.

—Lo que, supongo, incluye irse contigo a tu apartamento después de las diez de la noche —comentó Janet con ironía—. No me tomes por tonta. No me lo creo. No han transcurrido apenas veinticuatro horas de tu llegada y tienes ya una mujer en tu apartamento.

—Yo no quería invitarla —dijo Sean—. Pero se produjo una situación incómoda. Me trajo aquí por la tarde, luego me llevó por la noche a una velada. Cuando llegamos y aparcamos para que ella tomara su coche, pensé que debía demostrar un poco de educación. La invité a una cerveza. Ya te he dicho que estaba agotado. Además tú siempre te quejas de mi falta de dotes sociales.

—Por lo que veo, te va muy bien aprender algo de modales precisamente cuando puedes practicarlos con una chica joven y atractiva —dijo Janet indignada—. No es extraño que no me crea nada de lo que dices.

—Bueno, creo que le das más importancia de la que tiene —dijo Sean—. Y además, ¿cómo conseguiste llegar aquí?

—Me dieron el apartamento situado dos puertas más allá, y tú dejaste abierta la puerta corredera.

—¿Cómo te dejan dormir aquí?

—Porque el Centro Forbes contra el Cáncer me ha contratado —dijo Janet—. Esto forma parte de la sorpresa: voy a trabajar aquí.

Por segunda vez aquella noche Janet le dejó boquiabierto.

—¿Trabajar aquí? —repitió como si no lo hubiera captado bien—. ¿De qué hablas?

—Llamé al Hospital Forbes —dijo Janet—. Tienen un programa de contratación activa de enfermeras. Me contrataron en el acto. Ellos mismos llamaron a la Junta de Enfermeras de Florida y consiguieron un permiso provisional de ciento veinte días para que pueda trabajar mientras completan los trámites para darme la licencia de enfermería de Florida.

—¿Y tu trabajo en el Boston Memorial? —preguntó Sean.

—Muy fácil —dijo Janet—. Me concedieron inmediatamente la excedencia. Una de las ventajas de las enfermeras hoy en día es que estamos muy solicitadas. Podemos fijar las condiciones de trabajo mucho mejor que la mayoría de empleados.

—Bueno, todo es muy interesante —dijo Sean.

En aquel momento fue lo único que se le ocurrió.

—Es decir que continuaremos trabajando en la misma institución.

—¿Te planteaste alguna vez la posibilidad de compartir la idea conmigo? —preguntó Sean.

—No pude —dijo Janet—. Tú te habías ido ya.

—¿Y antes de irme? —preguntó Sean—. O quizá podrías haber esperado a que yo llegara. Creo que podríamos haber discutido la cuestión.

—Bueno, de eso se trata —dijo Janet.

—¿A qué te refieres?

—Vine aquí para poder hablar —dijo Janet—. Creo que es una oportunidad perfecta para que podamos hablar sobre nuestra relación. En Boston estás demasiado preocupado por la facultad y tus investigaciones. Aquí tus horarios serán probablemente más flexibles. Dispondremos de mucho más tiempo que en Boston.

Sean se levantó como pudo del sofá y se acercó a la puerta corredera abierta. No encontraba palabras. Toda la historia de su estancia en Florida estaba fracasando terriblemente.

—¿Cómo llegaste hasta Miami?

—Tomé un avión y alquilé un coche —dijo Janet.

—¿O sea que nada es irreversible? —dijo Sean.

—Si crees que puedes enviarme a casa, piénsalo bien —dijo Janet con una voz que volvía a ser cortante—. Es la primera vez en mi vida que decido ponerme en una situación precaria para conseguir algo importante. —Continuaba enfadada, pero Sean dedujo que también estaba a punto de echarse a llorar—. Quizá lo nuestro no tiene ninguna importancia para ti…

Sean la interrumpió:

—No me refiero en absoluto a esto. El problema es que ni yo mismo sé si voy a quedarme.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó ella.

Sean volvió al sofá y se sentó. Clavó su mirada en los ojos castaños de Janet y le contó el preocupante recibimiento que había tenido en el centro, donde la mitad de las personas le habían tratado bien y la otra mitad mal. Le contó lo más importante: que ni el doctor Mason ni la doctora Levy pare cían muy dispuestos a permitirle trabajar en el protocolo de meduloblastoma.

—¿Qué quieren que hagas? —preguntó.

—Me parece que quieren que haga un trabajo rutinario —dijo Sean—. Quieren que fabrique un anticuerpo monoclonal para una determinada proteína. Si no lo consigo, debo cristalizarla para poder determinar su estructura molecular tridimensional.

Es decir que voy a estar perdiendo el tiempo. No voy a aprender nada. Lo mejor sería que volviera a Boston y siguiera trabajando en el proyecto de oncogenes para mi tesis.

—Quizá podrías conseguir las dos cosas —propuso Janet—. Ayudarles con su proteína y a cambio trabajar en el proyecto de meduloblastoma.

Sean movió negativamente la cabeza.

—Lo dejaron muy claro. No van a cambiar de idea. Dijeron que el estudio del meduloblastoma había entrado en la etapa de las pruebas clínicas y que yo estoy aquí para realizar investigación básica. Que quede entre nosotros, pero pienso que su negativa tiene algo que ver con los japoneses.

—¿Los japoneses? —preguntó Janet.

Sean contó a Janet que el Centro Forbes había aceptado una enorme subvención a cambio de productos patentables de biotecnología.

—Creo que el protocolo de meduloblastoma está relacionado de algún modo con este trato. Es la única explicación posible de que los japoneses hayan ofrecido tanto dinero al Forbes.

Como es lógico, esperan algún día sacar rendimiento de su inversión, y a ello van, prefiriendo probablemente que sea más pronto que más tarde.

—Esto es terrible —dijo Janet.

Pero su comentario era personal. No tenía nada que ver con la carrera de investigador de Sean. El esfuerzo de trasladarse a Florida la había agotado tanto, que no estaba preparada para un cambio tan brusco.

—Además hay otro problema —dijo Sean—. La persona que me recibió más fríamente resulta ser la directora de investigaciones. Es la persona de quien debo recibir órdenes directas.

Janet suspiró. Empezó a pensar lo que debería hacer para dar marcha atrás y repetir en dirección contraria todas las gestiones que había hecho para entrar en el Centro Forbes.

Probablemente tendría que trabajar en el turno de noche en el Boston Memorial, por lo menos una temporada. Janet se levantó con esfuerzo de la mullida butaca donde se había sentado y se acercó a la puerta corredera. Trasladarse a Florida le había parecido una gran idea cuando estaba en Boston.

Ahora se había convertido en la cosa más estúpida que había imaginado nunca.

De repente Janet se volvió y dijo:

—¡Un momento! Creo que tengo una idea.

—¿Cuál? —preguntó Sean mientras Janet permanecía callada.

—Estoy pensando —dijo ella, poniéndose un dedo en los labios.

Sean estudió su rostro. Unos momentos antes parecía deprimida, pero ahora le brillaban los ojos.

—Eso es, ya está —dijo—. Quedémonos aquí y trabajemos los dos en esta historia de meduloblastomas. Podríamos actuar como un equipo.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó Sean con escepticismo.

—Muy sencillo —dijo Janet—. Dijiste que el proyecto estaba ya en pruebas clínicas. Bueno, ¿y qué? Yo trabajaré en las salas y podré determinar los regímenes de tratamiento. Horas, dosis, efectos. Tú estarás en el laboratorio y podrás dedicarte a lo tuyo. No creo que los anticuerpos te tengan ocupado todo el tiempo.

Sean se mordió el labio inferior mientras ponderaba la propuesta de Janet. Él mismo había pensado ya en ocuparse subrepticiamente del tema de los meduloblastomas. El obstáculo más importante era precisamente lo que Janet podía solucionar: conseguir la información clínica.

—Tendrás que proporcionarme los historiales médicos —dijo Sean.

No podía evitar una cierta desconfianza. Janet había obedecido siempre estrictamente el reglamento hospitalario o, en realidad, todos los reglamentos.

—Si consigo una fotocopiadora, será fácil —dijo.

—Necesitaré muestras de los medicamentos —dijo Sean.

—Es probable que yo misma me ocupe de administrarlos —dijo ella.

Sean suspiró:

—No sé, todo parece muy incierto.

—No me digas que estamos invirtiendo los papeles —dijo Janet—. Tú insistías siempre en que mi vida estaba demasiado protegida, que nunca corría riesgos. De pronto soy yo quien está dispuesta a correr riesgos y tú quien se muestra precavido.

¿Dónde está aquel espíritu rebelde que tanta satisfacción te daba?

Sean sonrió a pesar suyo.

—¿Quién es esa mujer con quien estoy hablando? —dijo. Luego se echó a reír—. De acuerdo, tú ganas. Me rindo de entrada. Probemos suerte.

Janet se echó en los brazos de Sean. Él la abrazó con fuerza.

Al cabo de un rato se miraron a los ojos y se besaron.

—Puesto que la conspiración ya está en marcha, vámonos a la cama —dijo Sean.

—Un momento —dijo Janet—. No vamos a dormir juntos, si a eso te refieres. Al menos no hasta que hayamos hablado seriamente sobre nuestra relación.

—Por favor, Janet —dijo Sean con voz lastimera.

—Tú tienes tu apartamento y yo el mío —dijo Janet mientras le pellizcaba la nariz—. Eso de hablar lo digo en serio.

—Estoy demasiado cansado para discutir —dijo Sean.

—No importa —dijo Janet—. Discutir no es lo que debemos hacer.

A las once y media de aquella misma noche, Hiroshi Gyuhama era la única persona en el edificio de investigación del Centro Forbes, aparte del guardia de seguridad que probablemente, según sospechaba Hiroshi, estaba durmiendo en su puesto de la entrada principal. Hiroshi se había quedado solo en el edificio a las nueve, cuando David Lowenstein se marchó. Las horas extra que estaba trabajando Hiroshi no se debían a alguna investigación en curso, sino al mensaje que estaba esperando de sus superiores. Sabía que en aquel momento era la una y media de la tarde del día siguiente en Tokio. Normalmente, después del almuerzo su supervisor recibía instrucciones de los directores en respuesta a los mensajes que pudiera haber enviado Hiroshi.

Como si estuviera sincronizado, el indicador de recepción de la máquina de fax comenzó a parpadear y en la pequeña pantalla se formó el mensaje: «recepción». Hiroshi con evidente ansiedad agarró la hoja cuando hubo salido de la rendija. Se sentó, con cierta emoción, y leyó la orden que mandaban desde Tokio.

La primera parte del mensaje era tal como había imaginado.

Los directores de Sushita estaban preocupados por la llegada inesperada del doctorando de Harvard. Consideraban que el hecho infringía el espíritu del acuerdo con el Forbes. La directiva de Sushita continuaba insistiendo en que el diagnóstico y tratamiento del cáncer sería, en opinión de la empresa, el avance más importante de la biotecnología y la farmacia del siglo XXI. La empresa consideraba que superaría en importancia económica a los antibióticos, aquella mina del siglo XX.

En cambio, la segunda parte del mensaje dejó confundido a Hiroshi Decía que la dirección no deseaba correr ningún riesgo y que Hiroshi debía llamar a Tanaka Yamaguchi. Hiroshi debía encargar a Tanaka que investigara a Sean Murphy y que actuara según los resultados. Si se llegaba a la conclusión de que Murphy era una amenaza, había que llevarlo a Tokio inmediatamente.

Hiroshi dobló longitudinalmente siete veces el documento del fax, lo sostuvo sobre la pileta del lavabo y lo quemó. Abrió el grifo y evacuó las cenizas. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que le temblaban las manos.

Hiroshi había confiado en que la directiva de Tokio le devolviera la tranquilidad de espíritu. Sin embargo, ahora estaba más nervioso que antes. No era un buen síntoma que los superiores de Hiroshi le consideraran incapaz de controlar la situación. No se lo habían dicho directamente, pero la orden de llamar a Tanaka equivalía a eso. Hiroshi deducía de ello que en cuestiones de importancia esencial no se confiaba en él, y que, si no se confiaba en él, sus posibilidades de ascenso en la jerarquía de Sushita estaban automáticamente amenazadas.

Desde su punto de vista personal acababa de quedar en evidencia.

Hiroshi, con obediencia inquebrantable a pesar de su creciente ansiedad, sacó la lista de números de urgencia que le habían confiado antes de ir al Forbes, hacía más de un año.

Encontró el número de Tanaka y lo marcó. Mientras sonaba la señal, Hiroshi sintió que su irritación y su resentimiento contra el doctorando de Harvard iban en aumento. Si el futuro doctor no se hubiera presentado nunca en el Forbes, el temple de Hiroshi ante sus superiores no habría sufrido aquella prueba.

Un pitido mecánico siguió a un rápido mensaje en japonés pidiendo que el comunicante dejara su nombre y su número.

Hiroshi así lo hizo pero añadió que estaría esperando la res puesta. Hiroshi pensó en Tanaka. No sabía muchas cosas sobre aquel hombre, pero lo que sabía era inquietante. Tanaka era un tipo al que varias compañías japonesas utilizaban frecuentemente para llevar a cabo actividades de espionaje industrial de todo tipo. Lo que preocupaba a Hiroshi era el rumor de que Tanaka estaba relacionado con la yakuza, la implacable mafia japonesa. Cuando el teléfono sonó al cabo de unos minutos, sus roncas reverberaciones se oyeron desacostumbradamente altas en el silencio del laboratorio vacío. Hiroshi, sobresaltado, levantó el auricular antes de que hubiera finalizado el primer toque.

—Moshimoshi —dijo Hiroshi demasiado deprisa, delatando su nerviosismo.

La voz que contestó era dura y penetrante como un bisturí.

Era la voz de Tanaka.