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VIERNES, 26 DE FEBRERO 4.45 p. m.

—Un momento, Corissa —dijo Kathleen Sharenburg mientras se detenía y se apoyaba contra uno de los mostradores de productos cosméticos de Neiman Marcus.

Las dos amigas habían ido a un pequeño centro comercial al oeste de Houston buscando algo que ponerse en un baile de la escuela. Habían encontrado lo que querían y Corissa tenía muchas ganas de volver a casa.

Kathleen experimentó entonces una sensación repentina de mareo y sintió que la tienda empezaba a dar vueltas. Por suerte, cuando tocó el mostrador las paredes dejaron de girar.

Una oleada de náuseas la estremeció, pero también esto pasó.

—¿Estás bien? —le preguntó Corissa.

Las dos chicas estudiaban juntas el último curso en la escuela.

—No sé —contestó Kathleen.

Volvía a tener los dolores de cabeza que se habían ido repitiendo en los últimos días. La jaqueca la despertaba en la cama, pero no había dicho nada a sus padres, porque pensaba que echarían la culpa a la marihuana que había estado fumando la semana anterior.

—Estás pálida como un fantasma —dijo Corissa—. Quizá no deberíamos haber tomado la copa de helado.

—¡Dios mío! —susurró Kathleen—. Aquel hombre nos está escuchando. Quiere secuestrarnos en el aparcamiento.

Corissa dio media vuelta, esperando encontrarse detrás con algún energúmeno, pero sólo vio a un puñado de pacíficas compradoras, la mayoría paradas delante de los mostradores de cosméticos. No se veía a ningún hombre.

—¿De qué hombre estás hablando?

Los ojos de Kathleen estaban fijos, sin parpadear, en un punto.

—Aquel, al lado de los gabanes. —Señaló con la mano izquierda hacia aquella dirección.

Corissa siguió la indicación del dedo de Kathleen y al final vio a un hombre situado a casi cincuenta metros de distancia.

Estaba detrás de una mujer que pasaba revista a los artículos de un estante. Ni siquiera las estaba mirando.

Corissa, aturdida, miró a su mejor amiga.

—Dice que no podemos salir de la tienda —dijo Kathleen.

—¿De qué hablas? —le preguntó Corissa—. Creo que empiezas a asustarme.

—Tenemos que irnos —le advirtió Kathleen.

Se volvió de repente y empezó a caminar en dirección contraria. Corissa tuvo que correr para alcanzarla. Agarró el brazo de Kathleen y la hizo girar de un tirón.

—¿Qué te pasa? —preguntó Corissa.

El rostro de Kathleen se había convertido en una máscara de terror.

—Han llegado más hombres —dijo con apremio—, están bajando por la escalera mecánica. También ellos se nos quieren llevar.

Corissa dio media vuelta. Desde luego había varios hombres que bajaban por la escalera mecánica, pero a aquella distancia Corissa no podía siquiera distinguir sus rostros y mucho menos oír lo que decían.

El grito de Kathleen sacudió a Corissa como una descarga eléctrica. Corissa se inclinó para detenerla antes de que cayera, pero ambas perdieron el equilibrio y cayeron al suelo formando un lío de brazos y piernas.

Antes de que Corissa pudiera liberarse, Kathleen comenzó a convulsionarse. Su cuerpo se contorsionó violentamente sobre el suelo de mármol.

Unas manos ayudaron a Corissa a incorporarse. Dos mujeres que estaban ante un mostrador cercano ayudaron a Kathleen.

La sujetaron para que no se golpeara la cabeza con el suelo y consiguieron introducirle un objeto entre los dientes. Un hilo de sangre rezumó entre los dientes de Kathleen. Se había mordido la lengua.

—¡Dios mío, Dios mío! —iba repitiendo Corissa.

—¿Cómo se llama? —preguntó una de las mujeres que ayudaba a Kathleen.

—Kathleen Sharenburg —dijo Corissa—. Su padre es Ted Sharenburg, el jefe de Shell Oil —añadió, como si aquello pudiera de algún modo ayudar a su amiga.

—Convendría llamar a una ambulancia —dijo la mujer—. Hay que cortar el ataque de esta chica. Estaba ya anocheciendo mientras Janet intentaba ver alguna cosa desde la ventana del Ritz Café. La gente pasaba apresurada en ambas direcciones por la calle Newbury juntando con las manos las solapas de los gabanes o sujetándose el sombrero.

—Además, no sé qué ves en él —estaba diciendo Evelyn Reardon—. Cuando le trajiste a casa ya te dije que no era la persona adecuada.

—Está sacando a la vez el doctorado y el master de Harvard —recordó Janet a su madre.

—Eso no excusa los modales que tiene o su falta de modales —dijo Evelyn.

Janet miró a su madre. Era una mujer alta y esbelta de rasgos rectilíneos y equilibrados. No costaba reconocer que Evelyn y Janet eran madre e hija.

—Sean está orgulloso de sus orígenes —dijo Janet—. Le gusta proclamar que procede de la clase trabajadora.

—Bueno, eso está bien —dijo Evelyn—. El problema es obsesionarse con la idea. El chico no tiene educación, y además con ese pelo tan largo…

—Los convencionalismos le ahogan —replicó Janet.

Como siempre, se encontraba en la postura poco agradable de tener que defender a Sean. Esto era especialmente irritante en aquel momento, porque estaba enfadada con él. Janet esperaba que su madre le diera un consejo, en lugar de repetir las críticas de siempre.

—¡Qué vulgar! —dijo Evelyn—. Si tuviera intención de trabajar como un médico normal, habría alguna esperanza. Pero eso de la biología molecular o lo que sea, me resulta incomprensible. ¿Qué está estudiando ahora?

—Los oncogenes —dijo Janet.

Podía haberse imaginado ya que su madre no iba a ayudarla.

—Cuéntame otra vez qué es eso —dijo Evelyn.

Janet se sirvió más té. Su madre podía ser agotadora, e intentar explicarle lo que Sean estaba investigando era como si un ciego guiara a otro ciego. De todos modos lo intentó.

—Los oncogenes son genes que pueden transformar células normales en células cancerígenas —dijo Janet—. Proceden de los genes celulares normales que hay en toda célula viva, llamados protooncogenes. Sean cree que sólo podrá comprenderse bien el cáncer cuando se descubran y definan todos los protooncogenes y oncogenes. Y eso está haciendo ahora: buscar oncogenes en virus especializados.

—Quizá sea importante —dijo Evelyn—. Pero son cosas muy arcanas y no creo que ayuden mucho a alimentar a una familia.

—No estés tan segura —dijo Janet—. Sean y un par de compañeros del M I T fundaron una empresa para fabricar anticuerpos monoclónicos mientras él sacaba su master. Se llamaba Immunotherapy Inc. Al cabo de un año la compró Genentech.

—Eso está mucho mejor —dijo Evelyn—. ¿Hizo Sean un buen negocio?

—Todos sacaron dinero —dijo Janet—. Pero decidieron reinvertirlo en una nueva empresa. Es lo único que puedo decir de momento. Me pidió que le guardara el secreto.

—¿Secretos con tu madre? —preguntó Evelyn—. Me parece algo melodramático. Pero ya sabes que a tu padre no le gustaría. Siempre dice que uno no debe utilizar su propio capital para fundar empresas nuevas.

Janet suspiró desalentada.

—Esto no tiene ninguna importancia —dijo—. Lo que quería saber es qué te parece que me vaya a Florida. Sean va a estar allí dos meses. Se dedicará sólo a investigar. Aquí en Boston compagina los trabajos de investigación con los estudios. Pensé que quizás allí sería más fácil hablar con él y encontrar una solución.

—¿Y tu trabajo en el Memorial? —preguntó Evelyn.

—Puedo pedir vacaciones —dijo Janet—. Y desde luego también puedo trabajar allí. Una de las ventajas de ser enfermera es que puedo encontrar trabajo en casi todas partes.

—Pues no creo que sea una buena idea —dijo Evelyn.

—¿Por qué?

—No está bien correr detrás de este chico —dijo Evelyn—. Sobre todo sabiendo lo que tu padre y yo pensamos de él. No encajará nunca en nuestra familia. Y después de lo que le dijo a tío Albert, ni siquiera sé dónde podría sentarlo en una cena fa miliar.

—Tío Albert estaba bromeando sobre su pelo —dijo Janet—. Acabó poniéndose pesado.

—Pero esto no es excusa para que dijera lo que dijo a una persona de más edad que él.

—Todos sabemos que tío Albert lleva peluquín —replicó Janet.

—Quizá lo sabemos, pero no hablamos de ello —dijo Evelyn—. Y decir, delante de todos, que parecía un felpudo no tuvo perdón.

Janet tomó un sorbo de su té y miró por la ventana. Era cierto que toda la familia conocía la historia del peluquín de tío Albert. También era cierto que nadie hablaba de ello. Janet se había criado en una familia con muchas reglas tácitas, donde no se alentaba la expresión personal, especialmente en los niños. La buena educación se consideraba una cosa de máxima importancia.

—¿Por qué no sales con aquel joven encantador que te llevó el año pasado al partido de polo del Club de Caza Myopia? —propuso Evelyn.

—Era un pelmazo —dijo Janet.

—¡Janet! —le riñó su madre.

Siguieron tomando el té en silencio durante un rato.

—Si tienes tantas ganas de hablar con él —dijo finalmente—, ¿por qué no lo haces antes de que se vaya? ¿Por qué no lo va a ver esta noche?

—No puedo —dijo Janet—. El viernes por la noche es cuando se reúne con sus amigos. Lo pasan juntos en un bar cerca de la escuela.

—Como diría tu padre, dejo de insistir —dijo Evelyn, sin ocultar su satisfacción.

Un chándal con capucha bajo la chaqueta de lana protegía a Sean de la niebla helada. Había apretado el cordón de la capucha y lo había anudado bajo la barbilla. Mientras corría por High Street hacia Monument Square en Charlestown, se iba pasando un balón de baloncesto de una mano a otra.

Acababa de jugar un partido en el Charlestown Boys Club con un grupo llamado los Antiguos Alumnos. Era un grupo variado de amigos y conocidos, cuyas edades oscilaban entre los dieciocho y los sesenta años. El ejercicio había sido bueno y todavía estaba sudando.

Rodeó Monument Square, con su enorme monumento fálico en memoria de la Batalla de Bunker Hill, y se acercó a la casa de su infancia. Su padre, Brian Murphy, había sido un fontanero con unos ingresos decentes, y antes de que se pusiera de moda vivir en la ciudad, había comprado una gran casa victoriana. Al principio, los Murphy habían vivido en el dúplex de la planta baja, pero después de la muerte del padre a los cuarenta y seis años por cáncer hepático, habían necesitado dinero y alquilaron el dúplex. Cuando su hermano mayor, Brian, fue a la escuela, Sean, su hermano menor Charles y su madre Anne, se habían trasladado a uno de los apartamentos de una sola planta. Y allí vivía ahora la madre sola.

Cuando llegó a la puerta, Sean vio un Mercedes conocido aparcado detrás mismo de su Isuzu 4×4: su hermano mayor Brian se había presentado en una de sus visitas sorpresa. Sean comprendió intuitivamente que su previsto viaje a Miami corría peligro.

Sean subió las escaleras de dos en dos, abrió la puerta del apartamento de su madre y entró. La cartera de cuero negro de Brian estaba depositada sobre una butaca con respaldo de cuero. Se percibía, nada más entrar, el olor apetitoso de carne asada.

—¿Eres tú, Sean? —preguntó Anne desde la cocina.

La madre apareció en la puerta mientras Sean estaba colgando su chaqueta. Anne, que llevaba ropa sencilla de estar por casa, cubierta con un delantal gastado, parecía tener bastante más edad de la que correspondía a sus cincuenta y cuatro años.

Después de un matrimonio largo y represivo con el bebedor Brian Murphy, su rostro se había contraído permanentemente y sus ojos parecían cansados y perdidos. Su pelo, que llevaba recogido en un moño anticuado, tenía rizos naturales, y si antes su color era castaño oscuro y atractivo, ahora había encanecido.

—Brian está aquí —dijo Anne.

—Lo supuse.

Sean entró en la cocina para saludar a su hermano. Brian estaba sentado en la mesa de la cocina tomándose un trago. Se había quitado la chaqueta, la había dejado encima de la silla y sobre sus hombros destacaban unos tirantes con dibujos de colores. Tenía, al igual que Sean, rasgos morenos y hermosos, pelo negro y ojos azul brillante. Pero las semejanzas se acababan aquí. Sean era decidido y despreocupado, Brian circunspecto y meticuloso. El pelo de Brian, al contrario de los rizos descuidados de Sean, estaba perfectamente cortado y peinado con raya. Tenía un bigote cuidadosamente recortado. Su traje denotaba su condición de abogado y se notaba que tenía debilidad por las rayas azul oscuro.

—¿Se debe a mí este honor? —preguntó Sean.

Brian no visitaba a su madre con frecuencia a pesar de que vivía cerca de allí, en Back Bay.

—Me llamó mamá —admitió Brian.

Sean no necesitó mucho tiempo para ducharse, afeitarse y ponerse unos vaqueros y una camiseta de rugby. Volvió a entrar en la cocina antes de que Brian hubiese acabado de trinchar la carne. Sean ayudó a poner la mesa. Mientras lo hacía, miró a su hermano mayor. En otros tiempos Sean había estado resentido con él. Durante años, su madre había presentado a sus hijos diciendo: mi maravilloso Brian, mi buen Charles y Sean. Charles estaba en aquel momento en un seminario de Nueva Jersey estudiando para cura.

Brian, al igual que Sean, había practicado siempre deporte, pero con menos éxito. Había sido un buen estudiante que solía quedarse en casa. Cursó estudios en la universidad de Massachusetts, luego en una facultad de derecho de la universidad de Boston. Brian caía bien a la gente. Todo el mundo había previsto siempre que triunfaría y que con toda seguridad escaparía a la maldición irlandesa del alcohol, la culpabilidad, la depresión y la tragedia. En cambio, Sean había sido siempre el hijo salvaje, que prefería la compañía de los eternos fracasa dos del barrio y que había tenido frecuentes encontronazos con la policía por peleas, pequeños robos y carreras con coches robados. De no haber sido por la extraordinaria inteligencia de Sean y su facilidad en el manejo del bate de hockey, podría haber acabado instalado en la prisión de Bridgewater en lugar de Harvard. En los guetos de la ciudad, la línea divisoria entre el éxito y el fracaso era un estrecho camino de oportunidades que los chicos recorrían a trompicones en sus turbulentos años de adolescencia.

Se habló poco durante los preparativos finales de la cena.

Pero cuando estuvieron sentados, Brian se aclaró la garganta después de tomar un sorbo de leche. Durante toda su adolescencia habían bebido siempre leche en la cena.

—Mamá está preocupada porque te vas a Miami —dijo Brian.

Anne clavó los ojos en su plato. Siempre se había mantenido en segundo término, sobre todo mientras vivía Brian padre, quien tenía un genio terrible que el alcohol empeoraba, y el alcohol había sido su vicio diario. Cada tarde, después de desatascar desagües, de arreglar calderas viejas y de instalar váteres, se metía en el bar Blue Tower, debajo del Puente de Tobin. Casi cada noche llegaba a casa borracho, amargado y cruel. Anne era la víctima habitual, aunque Sean también había recibido su ración de golpes cuando intentaba proteger a su madre. A la mañana siguiente, el cabeza de familia volvía a ser una persona sobria, consumida por el remordimiento, que juraba que cambiaría. Pero nunca lo hizo. Incluso cuando ya había perdido cuarenta kilos y se estaba muriendo de cáncer de hígado su comportamiento seguía siendo el mismo.

—Voy a investigar —dijo Sean—. No creo que sea nada del otro mundo.

—Hay drogas en Miami —dijo Anne sin levantar la vista.

Sean levantó la mirada al techo. Agarró el brazo de su madre y le dijo:

—Mamá, mi problema con las drogas acabó en la escuela.

Ahora estoy en la facultad de medicina.

—¿Y lo que pasó en el primer año de universidad? —añadió Brian.

—Sólo fue un poco de cocaína en una fiesta. Tuve la mala suerte de que la policía decidiera hacer una redada en aquel lugar.

—La suerte fue que yo hubiera anulado tu ficha de antecedentes. De lo contrario lo hubieras pasado bastante mal.

—Miami es una ciudad violenta —dijo Anne—. Leo historias continuamente en los periódicos.

—¡Vaya por Dios!

—No pronuncies el nombre de Dios en vano —dijo Anne.

—Mamá, has estado mirando demasiado la televisión. Miami es como cualquier otra ciudad, con cosas buenas y malas. Pero esto no tiene ninguna importancia. Yo estaré investigando.

Aunque quisiera, no tendría tiempo de meterme en líos.

—Vas a conocer a personas que no te convienen —dijo Anne.

—Mamá, ya soy mayor —dijo Sean exasperado.

—Sigues relacionándote con gente que no te conviene aquí, en Charlestown —dijo Brian—. Mamá está preocupada y con razón. Todo el mundo en el barrio sabe que Jimmy O’Connor y Brady Flanagan continúan haciendo escalos y allanamientos.

—Y enviando el dinero al IRA —dijo Sean.

—No son activistas políticos —dijo Brian—, son gánster. Y tú sigues considerándolos amigos tuyos.

—Sólo me tomo unas cervezas con ellos los viernes por la noche —dijo Sean.

—Exactamente —dijo Brian—. El pub para ti, como para nuestro padre, es tu hogar cuando estás fuera de casa. Y, aparte de las preocupaciones de mamá, este no es un buen momento para que te vayas. El Banco Franklin está reuniendo el dinero que falta para financiar Oncogen. Tengo los documentos casi listos. Las cosas podrían precipitarse.

—Por si no lo sabías, hay máquinas de fax y servicio urgente de correos —dijo Sean, empujando hacia atrás la silla y levantándose. Tomó su plato y lo llevó al fregadero—. Me voy a Miami digáis lo que digáis. Creo que el Centro Forbes contra el Cáncer ha descubierto algo extraordinariamente importante.

Y ahora, si los conspiradores me lo permiten, me voy a tomar una copa con mis amigos delincuentes.

Sean, de mal humor, se puso con esfuerzo el viejo gabán de color guisante que su padre se había quedado cuando aún funcionaban los astilleros de la Marina en Charlestown. Se encasquetó hasta las orejas una gorra de guardia de lana, bajó corriendo las escaleras y empezó a andar por la calle bajo la lluvia helada. El viento que venía del este le permitía oler el salobre marino. Cuando se acercó al bar Old Scully’s en la calle Bunker Hill, el cálido resplandor incandescente de los cristales empañados le dio una sensación familiar de comodidad y seguridad.

Abrió la puerta de un empujón y dejó que le envolviera aquel ambiente ruidoso y escasamente iluminado. No era un local elegante. Los paneles de madera de pino estaban casi ennegrecidos por el humo del tabaco. El mobiliario estaba gastado y lleno de marcas. Lo único brillante del local era el rodapié de latón pulido por innumerables zapatos que se habían restregado por su superficie. Al otro extremo un televisor colgado del techo retransmitía un partido de hockey de los Bruins.

La única mujer en el local lleno de clientes era Molly, que compartía el trabajo de camarera con Pete. Antes de que Sean pudiera abrir la boca, una jarra llena de cerveza inglesa se deslizó sobre la barra hacia él. Una mano le agarró el hombro mientras los clientes gritaban. Los Bruins acababan de marcar.

Sean suspiró satisfecho. Le parecía que aquello era su casa.

Era la misma sensación agradable que hundirse en una cama blanda después de un día especialmente agotador.

Como siempre, Jimmy y Brady se acercaron a él y comenzaron a alardear sobre un pequeño trabajo que habían hecho en Marblehead el anterior fin de semana. Le recordaron los buenos tiempos cuando Sean había sido «uno de los chicos».

—Siempre supimos que eras muy listo por lo bien que descubrías las alarmas —dijo Brady—. Pero no hubiéramos imaginado nunca que irías a Harvard. ¿Cómo puedes aguantar a aquellos pelmazos?

Más que una pregunta, era una afirmación y Sean no contestó, pero el comentario le hizo comprender lo mucho que él había cambiado. Continuaba sintiéndose bien en el bar Old Scully’s, pero ahora como observador. Reconocer esto no era muy agradable, porque tampoco se sentía realmente integrado en el mundo médico de Harvard. Se sentía en realidad como un huérfano social.

Unas horas después, cuando Sean se hubo tomado unas jarras y se sentía más reblandecido y menos proscrito, participó en una ruidosa discusión sobre una salida a Revere para visitar uno de los locales de destape del puerto. Cuando la discusión estaba llegando a su punto álgido, se hizo de repente un silencio en todo el bar. Una tras otra todas las cabezas se volvieron hacia la puerta de entrada. Había sucedido algo extraordinario y todos estaban asombrados. Una mujer había irrumpido en aquel bastión de hombres. No era una mujer normal, como la chica obesa de la lavandería que mascaba chicle. Era una mujer esbelta y atractiva que, desde luego, no vivía en Charlestown.

Su larga melena rubia brillaba con diamantes de lluvia y contrastaba espectacularmente con el profundo color caoba de su chaqueta de visón. Sus ojos almendrados y vivaces estaban explorando audazmente la sala saltando de un rostro asombrado a otro. La boca dibujaba una mueca de decisión. Sus pómulos salientes brillaban enrojecidos. Parecía una alucinación colectiva de una mujer imaginaria.

Algunos chicos se movieron nerviosamente en sus asientos, intuyendo que aquella era la amiga de alguien. Era demasiado bonita para ser la esposa de nadie. La cabeza de Sean fue de las últimas en volverse, y cuando lo hizo se quedó con la boca abierta. Era Janet. Janet le localizó casi al mismo tiempo. Se fue rápidamente en su dirección y con un empujón se puso a su lado en la barra.

Brady se retiró haciendo un gesto exagerado de pavor como si Janet fuera un ser terrorífico.

—Póngame una cerveza, por favor —dijo Janet.

Molly, sin responder, llenó una jarra y la dejó delante de Janet.

En el bar todos habían enmudecido, excepto el televisor.

Janet tomó un sorbo de cerveza y se volvió para mirar a Sean. Llevaba tacones altos y sus ojos estaban al mismo nivel que los de él.

—Quiero hablar contigo —dijo.

Sean no se había sentido tan azorado desde que le habían sorprendido con los pantalones bajados a los dieciséis años en el asiento de atrás del coche de la familia, en compañía de Kelly Parnell.

Sean depositó su jarra, agarró a Janet por el brazo, justo encima del codo, y la condujo a la puerta. Cuando llegaron a la calle, Sean se había recuperado lo suficiente para poder expresar su enfado. También estaba un poco bebido.

—¿Qué estás haciendo por aquí? —preguntó Sean paseando sus ojos por el barrio—. No doy crédito a mis ojos. Sabes que aquí no debes venir.

—Yo no sabía nada —dijo Janet—. Sabía que no me habían invitado, si te refieres a eso. Pero no creo que venir aquí sea un delito. Es importante que hable contigo, y si te vas el domingo, creo que hablar es más importante que tomarte una copa con esos supuestos amigos tuyos.

—¿Quién hace ese juicio de valor? —preguntó Sean—. Soy yo quien decide qué es lo más importante para mí, y no tú, y me disgusta que te entrometas.

—Tengo que hablar contigo sobre Miami —dijo Janet—. Es culpa tuya haber esperado hasta el último minuto para decírmelo.

—No hay nada de qué hablar —dijo Sean—. Me voy y basta.

No me vas a parar ni tú, ni mi madre, ni mi hermano. Ahora, por favor, si me lo permites, tengo que volver adentro y salvar lo que pueda de mi dignidad.

—Pero esto puede tener consecuencias para el resto de nuestros días —dijo Janet.

Las lágrimas comenzaron a mezclarse con la lluvia que goteaba por sus mejillas. Había corrido un riesgo emocional al bajar a Charlestown y la idea de que él pudiera rechazarla era un golpe terrible.

—Hablaremos mañana —dijo Sean—. Buenas noches, Janet.

Ted Sharenburg estaba esperando nervioso a que los médicos le informaran sobre el problema de su hija. Su mujer le había llamado a Nueva Orleans, donde se encontraba en aquel momento por negocios, y había ordenado que el reactor Gulf stream de la empresa lo llevara directamente a Houston. Ted Sharenburg era el presidente de una empresa petrolífera que había aportado contribuciones importantes a los hospitales de Houston y recibía un trato especial. En aquel momento su hija estaba dentro de una enorme máquina de RMN que había costado una millonada, mientras le practicaban una exploración cerebral de urgencia.

—Aún no sabemos mucho —dijo la doctora Judy Buckley—. Las imágenes iniciales son secciones muy superficiales.

Judy Buckley era la neurorradióloga jefa y había acudido gustosa al hospital cuando la llamó el director. Estaban presentes también el doctor Vance Martínez, el internista de los Sharenburg y el doctor Stanton Rainey, jefe de neurología. Eso hubiese constituido en cualquier momento un notable grupo de expertos, pero era más sorprendente verlos reunidos a la una de la madrugada.

Ted paseaba nerviosamente por la pequeña sala de control.

No podía sentarse. Lo que le habían contado de su hija había sido un golpe terrible.

—Sufrió una psicosis aguda de paranoia —explicó el doctor Martínez—. Pueden darse síntomas de este tipo, especialmente cuando interviene de algún modo el lóbulo temporal.

Ted llegó al extremo de la sala por quincuagésima vez y dio media vuelta. Miró por el cristal al gigantesco aparato de R M N. Podía distinguir con dificultad a su hija. Parecía habérsela tragado una ballena tecnológica. Le irritaba sentirse tan inútil. Lo único que podía hacer era esperar y confiar. Se sintió casi tan vulnerable como cuando extrajeron las amígdalas a su hija unos meses antes.

—Hemos encontrado algo —dijo la doctora Buckley.

Ted acudió rápidamente a la pantalla.

—Hay una zona hiperintensa circunscrita en el lóbulo temporal derecho —dijo.

—¿Qué significa eso? —preguntó Ted.

Los dos médicos se miraron. No era normal que el pariente de un paciente estuviera en la sala durante un estudio de ese tipo.

—Probablemente es una lesión masiva —dijo la doctora Buckley.

—¿Podría explicármelo de modo que lo entienda? —preguntó Ted procurando dominar la voz.

—Se refiere a un tumor cerebral —dijo el doctor Martínez—. Pero de momento sabemos muy poco y no debemos sacar conclusiones precipitadas. La lesión podría haber estado presente desde hace años.

Ted se estremeció. Se estaban materializando sus peores temores. ¿Por qué no podía estar él dentro de aquella máquina en lugar de su hija?

—¡Oh! —dijo la doctora Buckley, olvidando el efecto que esta exclamación tendría en Ted—. Aquí hay otra lesión.

Los médicos se apiñaron ante la pantalla, hipnotizados por las imágenes que iban desarrollándose verticalmente. Durante unos segundos se olvidaron de Ted.

—Bueno, esto me recuerda el caso del que te hablé en Boston —dijo el doctor Rainey—. Una mujer joven, entre los veinte y los treinta años, con tumores intracraneales múltiples y resultados metastáticos negativos. Se descubrió que tenía meduloblastoma.

—Creía que los meduloblastomas aparecían en la fosa posterior —dijo el doctor Martínez.

—Generalmente sí —dijo el doctor Rainey—. También suelen aparecer en personas más jóvenes. Pero aproximadamente el veinte por ciento de las incidencias se dan en pacientes de más de veinte años, y en ocasiones aparece en regiones del cerebro, además del cerebelo. De hecho, sería maravilloso si este caso resultara ser un meduloblastoma.

—¿Por qué? —preguntó la doctora Buckley.

Conocía el elevado índice de mortalidad de aquel cáncer.

—Porque un grupo de Miami ha conseguido resultados notables con remisiones de este tipo especial de tumor.

—¿Cómo se llama? —preguntó Ted, agarrándose con fuerza a las primeras noticias esperanzadoras que oía.

—Centro Forbes contra el Cáncer —dijo el doctor Rainey Todavía no han publicado nada, pero corren noticias sobre sus resultados.