LUNES, 8 DE MARZO 11.15 a. m.
Sean pasó las puertas giratorias del Tribunal del Condado de Dade antes que Brian, y dejó que el sol y el aire fresco le acariciaran mientras esperaba que su hermano saliera. Sean había pasado la noche en el calabozo después de haber sido arrestado y fichado la tarde anterior.
—Eso fue peor que la facultad de medicina —dijo Sean refiriéndose a la noche pasada en la cárcel, mientras Brian y él bajaban los amplios escalones bañados por el sol.
—Si no sale todo perfectamente bien, podría caerte una condena larga —dijo Brian.
—¿No lo dices en serio, verdad? —preguntó Sean alarmado—. Al menos después de haberte contado las maquinaciones de la gente del Forbes.
—Ahora todo está en manos del sistema judicial —dijo Brian, encogiéndose de hombros—. Cuando esto llegue al jurado, todo dependerá de la suerte. Y ya oíste lo que dijo el juez ahí dentro cuando te leyó los cargos. No estaba muy contento contigo, a pesar de que te entregaste y de que la nitroglicerina no era nitroglicerina. Si tus rehenes creían que era nitroglicerina, poco importaba que no lo fuera. Más vale que me agradezcas el tiempo y la molestia que me tomé para sellar tus antecedentes penales de juventud. De lo contrario, probablemente no te habrían dejado salir bajo fianza.
—Podías haber pedido a Kevin Porter que comunicara al juez la existencia de circunstancias atenuantes —se quejó.
—La lectura de cargos no es un juicio —explicó Brian—. Ya te lo he dicho. Sirve para que tú escuches las acusaciones oficiales que se formulan contra ti y prepares tu defensa.
Además, Kevin aludió a las circunstancias atenuantes al discutir la suma de la fianza.
—¡Esa es otra! —dijo Sean—. ¡Quinientos mil dólares de fianza! ¡Dios mío! ¿No podía haber conseguido que la rebajaran un poco? Ahora hemos inmovilizado parte del capital inicial de Oncogen.
—Tienes suerte de haber salido bajo fianza, y punto —dijo Brian—. Te voy a recordar los cargos contra ti: conspiración, robo de mayor cuantía, escalo, escalo con arma mortal, agresión, agresión con un arma mortal, falso encarcelamiento, secuestro, disturbios y mutilación de cadáver. Me extraña que te dejaras violación y asesinato.
—¿Qué sabes del fiscal de Distrito del Condado de Dade? —preguntó Sean.
—Aquí abajo le llaman fiscal del Estado —dijo Brian—. Me reuní anoche con él y con el fiscal de Distrito de los EE. UU.
Mientras tú dormías cómodamente en la cárcel, yo estaba trabajando como una mula.
—¿Qué dijeron?
—Los dos estaban interesados, evidentemente —dijo Brian—. Pero se reservaron prudentemente todo comentario porque no había ninguna prueba que presentarles, aparte de unas cuantas fichas de viajes y de copias de historiales médicos.
—Y el cerebro de Helen Cabot, ¿qué? —preguntó Sean—. Esa es la prueba.
—No es una prueba todavía —dijo Brian—. Los experimentos que dices que hiciste no se han repetido.
—¿Dónde está ahora el cerebro? —preguntó Sean.
—Lo ha confiscado la policía —dijo Brian—. Pero tiene la custodia física el médico forense del Condado de Dade. Recuerda, es un bien robado. Por lo tanto, eso complica su carácter de prueba.
—Odio a los abogados —dijo Sean.
—Y tengo la sensación de que aún te gustarán menos cuando esto haya terminado —dijo Brian—. Esta mañana he oído que el Forbes, en vista de tus declaraciones irresponsables y difamatorias, ha contratado a uno de los abogados más espectaculares y famosos del país, así como el apoyo de la mayor empresa de Miami. Varios personajes de todo el país están indignados por tus acusaciones y están inundando al Forbes de dinero para colaborar en la representación legal. Además de las acusaciones criminales, también vas a encontrarte con un diluvio de pleitos civiles.
—No me extraña que algunos empresarios importantes estén apoyando al Forbes —dijo Sean—. Pero también ellos tendrán que cambiar de opinión cuando sepan que la fantástica cura que el Forbes les administró era para curar un tumor cerebral causado por el Forbes.
—Más vale que sea cierto —dijo Brian.
—Y lo es —dijo Sean—. El tumor que examiné tenía cuatro oncogenes víricos. En un tumor natural habría sido asombroso hallar siquiera uno solo.
—Pero ese es sólo un tumor entre treinta y ocho casos —dijo Brian.
—No te preocupes —dijo Sean—. Estoy seguro de que tengo razón.
—Pero ya han puesto en duda la otra prueba —dijo Brian—. El Forbes ha manifestado a través de sus abogados que la presencia de la doctora Deborah Levy en determinadas ciudades al día siguiente de que operaran a sus pacientes es pura coincidencia.
—¡Claro! —exclamó Sean sarcásticamente.
—Tienen sus argumentos —dijo Brian—. En primer lugar, sus viajes no coinciden con todos los casos.
—Porque mandaron a otra persona —dijo Sean—. Por ejemplo, a Margaret Richmond. Tendrás que pedir la presentación de todos sus documentos de viaje.
—Y aún hay más —dijo Brian—. El Forbes sostiene que la doctora Levy es una inspectora itinerante del Colegio de Patología de los Estados Unidos. Lo he comprobado y es cierto. Viaja a menudo por el país realizando las inspecciones obligatorias para que los laboratorios clínicos de los hospitales mantengan su calificación. También he hecho averiguaciones en algunos de los hospitales. Parece que la doctora Levy realizó inspecciones esos mismos días.
—¿Y qué me dices del programa informático que funciona de noche con los números de la seguridad social? —preguntó Sean—. Eso es bastante revelador.
—El Centro Forbes ya lo ha negado categóricamente —dijo Brian—. Dice que conecta periódicamente con las compañías aseguradoras, pero sólo para procesar las demandas. Según ellos nunca entran en los archivos de autorizaciones de las intervenciones quirúrgicas voluntarias. Además, las compañías asegura doras sostienen que todos sus archivos están protegidos.
—Por supuesto eso es lo que dirán las compañías de seguros —dijo Sean—. Seguro que todos están temblando de miedo por si acaban enredados en un pleito civil por culpa de eso. En cuanto al programa en el Forbes, Janet y yo lo vimos funcionando.
—Va a ser difícil demostrarlo —dijo Brian—. Necesitaríamos el propio programa y, desde luego, no nos lo van a dar.
—Claro. ¡Vaya lata! —comentó Sean.
—Todo se va a jugar en el ámbito científico, y me pregunto si podremos contar con un jurado que crea la historia, o que llegue por lo menos a entenderla —dijo Brian—. No estoy muy seguro de entenderla yo mismo. Todo el asunto es bastante esotérico.
—¿Dónde está Janet? —preguntó Sean.
Habían empezado a caminar de nuevo.
—Está en mi coche —dijo Brian—. La lectura de los cargos se la hicieron antes que a ti, y fue un poco más fácil; sin embargo, tenía muchas ganas de salir del Tribunal. Es lógico. Toda esta experiencia la ha desanimado. No está tan acostumbrada a meterse en problemas como tú.
—¡Muy gracioso! —dijo Sean—. ¿La han acusado de algo?
—Claro que la han acusado —dijo Brian—. ¿Crees que esos tipos son tontos? Ella fue cómplice en todo, excepto en los cargos de asalto a mano armada y secuestro. Afortunadamente, el juez consideró al parecer que su mayor delito era haberse asociado contigo. No impuso fianza. La dejaron marchar bajo palabra.
Mientras se acercaban al coche de alquiler de Brian, Sean vio a Janet sentada en el asiento delantero. Tenía la cabeza recostada hacia atrás y parecía estar dormida. Pero en cuanto Sean se acercó al coche, abrió los ojos instantáneamente. Al verlo, salió deprisa y le abrazó.
Sean la abrazó también, pero se sintió cohibido al tener a su hermano al lado.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Janet, separando la cabeza pero con los brazos alrededor del cuello de Sean.
—Muy bien, ¿y tú?
—Estar en la cárcel me ha abierto los ojos —reconoció Janet—. Supongo que me puse un poco histérica al principio. Pero mis padres tomaron el avión enseguida y aparecieron con un abogado de la familia que aceleró la lectura de mis cargos.
—¿Dónde están tus padres ahora? —preguntó Sean.
—Han vuelto al hotel —dijo Janet—. Se enfadaron porque quise quedarme a esperarte.
—Me lo imagino —dijo Sean.
Brian miró el reloj y dijo:
—Oídme, pareja. El doctor Mason ha anunciado una conferencia de prensa a las doce en el Forbes. Creo que deberíamos ir. Yo temía que estuviéramos todavía liados aquí en los tribunales, pero tenemos tiempo. ¿Qué os parece?
—¿Por qué deberíamos ir? —preguntó Sean.
—Este caso me preocupa, como puedes imaginar —dijo Brian—. Es importante conseguir un proceso justo aquí en Miami. Preferiría que esta conferencia de prensa no se convirtiera en un ejercicio de relaciones públicas, como el Forbes espera según creo. Si vosotros estáis allí, tendrán que rebajar el tono de su retórica. Vuestra asistencia también permitirá presentarte como un individuo responsable que formula acusaciones serias.
Sean se encogió de hombros.
—Bueno, me parece bien —dijo—. Además tengo curiosidad por oír lo que dice el doctor Mason.
—Yo también —dijo Janet.
Había mucho tráfico y tardaron más tiempo en llegar de lo que Brian había calculado, pero cuando finalmente entraron en la zona de aparcamiento del Forbes la conferencia de prensa todavía no había empezado. Estaba previsto que la conferencia tuviera lugar en el auditorio del hospital y todas las plazas de aparcamiento próximas al hospital estaban ocupa das. Había varias camionetas de televisión aparcadas en el carril de urgencia, cerca de la puerta delantera del hospital.
Brian tuvo que dar la vuelta al edificio de investigación para encontrar sitio.
Mientras caminaban hacia el hospital, Brian comentó que el caso estaba recibiendo mucha atención de los medios de comunicación.
—Debo advertiros que esto está que arde. Es el tipo de proceso que se decide tanto en los medios de comunicación como en los tribunales. Y además, el escenario es el Centro Forbes. No os sorprenda si os reciben con mucha frialdad.
Había un tropel de gente arremolinada frente al hospital.
Muchos eran periodistas, y por desgracia varios reconocieron a Sean. Se echaron encima de él, empujándose unos a los otros para ponerle los micrófonos delante de la cara y hacerle todos al mismo tiempo preguntas hostiles. Los flashes centelleaban; los focos de la cámara de televisión inundaban la escena.
Cuando Sean, Brian y Janet hubieron llegado a la puerta delantera, Sean estaba indignado. Su hermano tuvo que contenerle para que no diera un par de puñetazos a varios de los fotógrafos.
En el interior no fue mucho mejor. La noticia de la llegada de Sean se transmitió formando ondas entre una multitud sorprendentemente grande. Cuando los tres entraron en el auditorio, Sean oyó que se elevaba un coro de abucheos entre los miembros del personal médico del Forbes que asistía al acto.
—Ya veo a lo que te referías al hablar de una acogida gélida —comentó Sean cuando hubieron encontrado asiento—. No es territorio neutral precisamente.
—Tienen la mentalidad de una chusma linchadora —dijo Brian—. Esto te dará una idea de lo que vas a aguantar más tarde.
El abucheo y los silbidos dirigidos contra Sean cesaron abruptamente y fueron sustituidos por respetuosos aplausos cuando el doctor Randolph Mason salió de los bastidores del pequeño escenario. Caminó con decisión hacia el podio y colocó encima del atril un sobre de Manila de tamaño medio.
Agarró con las manos ambos lados del atril y miró hacia el público con la cabeza ligeramente echada hacia atrás. Su porte y aspecto eran los de un profesional, el pelo encanecido y perfectamente peinado le daba un aire clásico. Iba vestido con traje azul oscuro, camisa blanca y corbata discreta. La única mancha de color era un pañuelo de seda de color lavándula en el bolsillo superior de la chaqueta.
—Es la imagen romántica de médico que todo el mundo tiene —susurró Janet—. Como los que salen en la tele.
Brian asintió con la cabeza.
—Es el tipo de persona que los miembros de un jurado tienden a creer. Esta va a ser una batalla dura.
El doctor Mason carraspeó y empezó a hablar. Su voz vibrante llenaba fácilmente el pequeño auditorio. Agradeció a todos su asistencia y su apoyo al Centro Forbes contra el Cáncer frente a las acusaciones recientemente formuladas.
—¿Va usted a denunciar a Sean Murphy por difamación? —gritó uno de los periodistas desde la segunda fila.
Pero el doctor Mason no contestó. El auditorio entero inició un prolongado siseo en respuesta a la descortesía del periodista. El periodista captó el mensaje y se disculpó dócilmente.
El doctor Mason arregló la posición del sobre de Manila sobre el atril mientras se concentraba.
—Estamos en unos momentos difíciles para los hospitales y los centros de investigación, sobre todo para los hospitales especializados que tienen la doble misión del cuidado de los pacientes y la investigación. Los programas de reembolso clínico basados en diagnósticos y tratamientos regulares no pueden aplicarse a lugares como el Forbes, cuyos planes de tratamiento a menudo siguen protocolos experimentales. Este tipo de tratamiento es intensivo y por lo tanto caro.
»La pregunta que se plantea es: ¿de dónde debería proceder el dinero para sufragar estos cuidados? Algunas personas creen que debería sacarse de las subvenciones a la investigación puesto que los tratamientos forman parte del proceso de investigación. Sin embargo, la financiación pública de la investigación general se ha reducido, lo que nos ha obligado a buscar otras fuentes de apoyo financiero, como la industria, o incluso, en casos excepcionales, la industria extranjera. Pero incluso estas fuentes tienen sus límites, sobre todo ahora que la economía mundial atraviesa un mal momento. A qué podemos recurrir sino al método más viejo de todos: la filantropía privada.
—No puedo creerlo —susurró Sean—. Parece un sermón para la colecta.
Varias personas se volvieron a mirar a Sean con severidad.
—He dedicado toda mi vida a aliviar el sufrimiento —continuó diciendo el doctor Mason—. La medicina y la lucha contra el cáncer han sido toda mi vida desde el día que entré en la facultad de medicina. El bien a la humanidad ha sido siempre la fuerza que me ha motivado y mi meta.
—Ahora parece un político —susurró Sean—. ¿Es que no va a entrar nunca en materia?
—¡Silencio! —dijo secamente alguien desde detrás de Sean.
—Cuando ocupé el cargo de director del Centro Forbes —continuó diciendo el doctor Mason— sabía que la institución tenía dificultades financieras. Devolver a la institución una sólida base financiera fue un objetivo acorde con mi deseo de trabajar para el bien de la humanidad. Me entregué a esa tarea en cuerpo y alma. Si he cometido algunos errores no ha sido por falta de motivos altruistas.
Hubo aplausos aislados cuando el doctor Mason se detuvo para toquetear el sobre de Manila y ponerse a desatar el cordón que lo mantenía cerrado.
—Estamos perdiendo el tiempo —susurró Sean.
—Sólo ha sido la introducción —respondió Brian con un susurro—. Quédate callado. Estoy seguro de que ahora está a punto de llegar al meollo de la conferencia.
—En estos momentos, quisiera despedirme de ustedes —dijo el doctor Mason—. A todos los que me han ayudado en este difícil período mi cordial agradecimiento.
—¿Toda esta perorata para decir que dimite? —preguntó Sean en voz alta. Estaba disgustado.
Pero nadie contestó a la pregunta de Sean. En cambio, gritos sofocados de horror ondearon por entre el público cuando el doctor Mason metió la mano en el sobre y sacó un revólver niquelado mágnum de calibre 357.
Los murmullos fueron creciendo mientras unas cuantas personas próximas al podio se ponían en pie sin saber si escapar o acercarse al doctor Mason.
—No pretendo que nadie se disguste —dijo el doctor Mason—. Pero oí que…
Era evidente que el doctor Mason tenía algo más que decir, pero dos periodistas de la primera fila hicieron un movimiento hacia él. El doctor Mason les hizo señas para que se alejaran, pero los dos hombres se acercaron más. El doctor Mason dio un paso atrás desde el podio. Parecía aterrorizado, como un ciervo acorralado. Su rostro había palidecido profundamente.
Entonces, ante la consternación general, el doctor Mason se metió el cañón del revólver en la boca y apretó el gatillo. La bala atravesó el paladar, licuó parte de la masa cerebral y del cerebelo, y arrancó un trozo circular de cráneo de unos cinco centímetros antes de incrustarse profundamente en la moldura de madera de la cornisa. El doctor Mason cayó hacia atrás mientras la pistola se proyectaba hacia delante. El revólver rebotó y se deslizó bajo los asientos de la primera fila poniendo en fuga a varias personas que seguían sentadas.
Algunos chillaron, otros gritaron y la mayoría se sintió indispuesta por unos momentos. Sean, Janet y Brian apartaron la mirada en el momento en que la pistola se disparó. Cuando volvieron a mirar, había un alboroto infernal en la sala. Nadie sabía exactamente qué hacer. Ni siquiera los médicos y enfermeras pudieron actuar; era evidente que el doctor Mason ya no requería ayuda.
Lo único que Sean, Janet y Brian pudieron ver del doctor Mason fueron sus zapatos con la punta hacia arriba y su cuerpo en escorzo. La pared situada detrás del podio estaba salpicada como si alguien le hubiera arrojado un puñado de cerezas maduras.
Sean tenía la boca seca. Le resultaba difícil tragar.
Se formaron unas cuantas lágrimas en los ojos de Janet.
Brian murmuró:
—¡María santísima, madre de Dios!
Todo el mundo estaba atónito y emocionalmente agotado.
Casi nadie hablaba. Algunas almas fuertes, entre ellas Sterling Rombauer, se aventuraron encima del escenario para ver el cadáver del doctor Mason. De momento, la mayoría de la gente se quedó donde estaba; todos excepto una mujer que se levantó de su asiento y se abrió paso hasta la salida. Sean vio cómo empujaba, en su marcha apresurada, a personas mudas de asombro. La reconoció inmediatamente.
—Esa es la doctora Levy —dijo Sean, poniéndose de pie—. Alguien debería detenerla. Seguro que está planeando huir del país.
Brian agarró a Sean del brazo, impidiéndole que la persiguiera.
—Este no es el momento ni el lugar para que hagas de defensor de nada. Déjala marchar.
Sean miró cómo la doctora Levy llegaba a la salida y desaparecía. Luego se volvió hacia Brian, que permanecía sentado:
—El misterio comienza a desvelarse.
—Tal vez —dijo Brian evasivamente.
Su mente jurídica estaba preocupada por la simpatía que aquel acontecimiento inesperado podía despertar en la comunidad.
El gentío comenzó paulatinamente a dispersarse.
—Venga —dijo Brian—. Vámonos de aquí.
Brian, Janet y Sean fueron saliendo lentamente y en silencio, abriéndose paso entre la multitud entristecida que estaba reunida a la entrada del hospital. Se encaminaron hacia el coche de Brian. Cada uno de ellos se esforzaba por digerir la horrible tragedia que acababan de presenciar. Sean fue el primero en hablar.
—Pienso que fue un mea culpa bastante espectacular —dijo—. Debemos reconocer que por lo menos tenía buena puntería.
—Sean, no seas desagradable —dijo Brian—. El humor negro no es lo mío.
—Gracias —dijo Janet a Brian. Luego dirigiéndose a Sean agregó—: Acaba de morir un hombre. ¿Cómo puedes burlarte de eso?
—Helen Cabot también murió —dijo Sean—. Su muerte me importa mucho más.
—Ambas muertes deberían importarte —replicó Brian—. Al fin y al cabo, el suicidio del doctor Mason podría atribuirse a la mala publicidad que el Forbes ha recibido por culpa tuya. El hombre tenía motivos para estar deprimido. Su suicidio no constituye necesariamente un reconocimiento de su culpa.
—Espera un momento —dijo Sean, deteniendo la marcha del grupo—. ¿Después de lo que acabamos de presenciar aún te quedan dudas sobre lo que te conté del meduloblastoma?
—Soy abogado —dijo Brian—. Estoy acostumbrado a pensar de una determinada manera. Intento prever la respuesta de la defensa.
—Olvida durante dos segundos que eres abogado —dijo Sean—. Como ser humano, ¿qué te parece?
—De acuerdo —cedió Brian—. Tengo que reconocer que fue un acto muy revelador.