DOMINGO, 7 DE MARZO 4.38 p. m.
Sean tardó veinte minutos en convencer a Janet de que lo mejor era que ella se reuniera con los Mason en la oficina.
Sean tenía la esperanza de que si consideraban a Janet como un rehén más, el argumento de que él la había coaccionado tendría más fuerza. Janet se mostraba escéptica, pero al final cedió.
Cuando lo hubieron decidido así, Sean cubrió el cerebro de Helen Cabot con hielo y lo puso en la nevera que había utilizado para transportarlo al laboratorio. Luego, con un trozo de cuerda que encontró en el armario almacén, hizo un gran paquete con las treinta y tres copias de los historiales médicos más la copia de impresora del archivo de viajes del Centro Forbes contra el Cáncer. Cuando todo estuvo listo, Sean cogió las llaves maestras y con la nevera en una mano y los papeles en la otra, subió hasta el piso de administración.
Sean entró con la llave maestra en la sección de finanzas.
Después de sacar el estante del pequeño montacargas, se metió como pudo dentro de él con los dos paquetes. Bajó en el montacargas los siete pisos hasta el sótano, tratando dificultosamente de mantener los codos dentro para que no rozaran con las paredes.
En el almacén de los historiales médicos tuvo algunos problemas. El interruptor estaba en la entrada y Sean tuvo que recorrer la sala entera en completa oscuridad. Por lo menos recordaba la disposición general de los estantes y pudo avanzar con un poco de confianza, aunque varias veces se encontró desorientado. Finalmente, dio con el otro montacargas. A los pocos minutos estaba dentro subiendo los dos pisos hasta el archivo médico del edificio del hospital.
Cuando abrió la puerta del montacargas, agradeció que las luces estuvieran encendidas, pero le asustó escuchar a alguien que daba órdenes con voz apagada. Antes de apearse de la estrecha cabina, Sean pensó que la voz procedía de un pequeño cubículo que no podía ver. Salió lo más silenciosamente posible del montacargas y avanzó sigilosamente hasta el vestíbulo, agarrando los dos paquetes, cada uno bajo un brazo.
Al llegar al vestíbulo, Sean pudo sentir la electricidad en el ambiente. Era evidente que los departamentos de química clínica y radiología estaban enterados del episodio de los rehenes en el edificio vecino; y a causa del revuelo general había un ambiente casi festivo entre el personal escaso del fin de semana. La mayoría de ellos estaban en el vestíbulo asoma dos a los ventanales que ocupaban la pared entera frente a los ascensores y que daban al edificio de investigación. Nadie se fijó en Sean.
Sean, evitando los ascensores, tomó las escaleras y bajó hasta la primera planta. Cuando salió a la entrada principal, se sintió inmediatamente aliviado. Por suerte era la hora de las visitas, de modo que había bastante gente reunida en torno a la entrada del vestíbulo. Sean, a pesar de sus voluminosos paquetes, de su barba de dos días y sus ropas arrugadas, pudo confundirse entre la multitud.
Sean salió del hospital sin que nada se lo impidiera. Mientras atravesaba el aparcamiento próximo al edificio de investigación, comenzó a darse cuenta de la cantidad de gente que se había presentado para ver su espectáculo de rehenes. La gente se había distribuido entre el puñado de coches aparcados, uno de los cuales era su 4×4 Al pasar cerca de su Isuzu Sean pensó en la posibilidad de dejar dentro el cerebro y las fichas. Pero decidió que sería mejor dárselos directamente a Brian. Sean estaba seguro de que su hermano permanecía allí, a pesar de sus amenazas de abandonarlo.
La policía había sellado la parte delantera del edificio de investigación tendiendo la cinta policial de vinilo amarillo de un vehículo a otro. En la parte trasera del edificio la cinta estaba pegada a los árboles y la zona quedaba completamente cercada. A lo largo del perímetro de la cinta, había oficiales de policía uniformados montando guardia a intervalos regulares.
Sean vio que la policía había instalado una central de mando en una mesa de juego situada detrás de un grupo de coches de patrulla. A su alrededor se había reunido un grupo formado por varias docenas de oficiales de policía. Un poco retirados hacia la izquierda estaban los hombres del equipo de Intervenciones Especiales vestidos de negro, algunos haciendo ejercicios calisténicos, otros examinando un impresionante surtido de armas.
Sean se detuvo en la cinta y recorrió con la mirada la multitud. Pudo localizar a Brian inmediatamente. Era el único vestido con camisa blanca y tirantes de dibujos. Brian estaba a un lado en animada conversación con un miembro del equipo de Intervenciones Especiales que llevaba la cara debajo de los ojos tiznada de pintura negra.
Sean se acercó a uno de los oficiales de policía uniformados que vigilaban la cinta policial e hizo señas para llamar su atención. El oficial estaba muy atento a su cortaúñas.
—Perdone que le moleste —dijo Sean—. Soy pariente del individuo que retuvo a los rehenes y el que está hablando allí con un miembro del equipo de Intervenciones Especiales es mi hermano —dijo Sean señalando a Brian—. Creo que puedo ayudar a resolver el dilema.
El policía levantó la cinta sin decir una palabra. Simplemente hizo un gesto a Sean para que entrara. Luego volvió a sus uñas.
Sean procuró no acercarse a Deborah Levy o Robert Harris, a quien había localizado cerca de uno de los coches de patrulla.
Afortunadamente, no estaban mirando hacia él. También cambió de dirección cuando vio, junto a la mesa de juego, a uno de los hombres que había encerrado en el armario de Cayo Hueso, el mismo que había estado esperándole en la avioneta de Sushita en Naples.
Sean se dirigió directamente hacia su hermano, y se le acercó por detrás. Oyó fragmentos de la discusión, que trataba sobre la posibilidad de entrar a saco en el edificio. Era evidente que tenían opiniones contrarias.
Sean dio unos golpecitos a Brian en el hombro, pero Brian levantó los hombros en un gesto de desinterés por aquella interrupción. Estaba ocupado explicando su argumento, que remachaba golpeando con el puño en la palma abierta. Continuó su apasionado monólogo hasta que Sean apareció en una esquina de su campo de visión. Brian dejó la frase a medias y se quedó con la boca abierta.
George Loring siguió la dirección de la mirada de Brian, al ver a Sean pensó que era un vagabundo y luego volvió a mirar a Brian.
—¿Conoce a este tipo? —preguntó.
—Somos hermanos —dijo Sean mientras empujaba a Brian, atónito, con el codo hacia un lado.
—¿Qué demonios…? —exclamó Brian.
—¡No montes un número! —le advirtió Sean, llevándose a su hermano más lejos—. Si aún estás cabreado porque te pegué, perdona. No quería golpearte, pero no me quedó más remedio.
Apareciste en un momento inoportuno.
Brian lanzó una mirada rápida pero preocupada hacia el puesto de la policía, a sólo unos doce metros. Dirigiendo de nuevo su atención hacia Sean, preguntó:
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Quiero que cojas esta nevera —dijo Sean, entregándosela—. Y también estas copias de historiales. Pero la nevera es lo más importante.
Brian cambió de postura para cargar con el peso de las fichas.
—¿Cómo diablos saliste de ahí dentro? Me aseguraron que habían sellado completamente el lugar y que nadie podía entrar o salir.
—Te lo diré enseguida —dijo Sean—. Pero primero la nevera: tiene un cerebro dentro. No un cerebro muy bonito, pero sí muy importante.
—¿Es el cerebro que robaste? —preguntó Brian—. En ese caso, es propiedad robada.
—Guárdate tu jerga jurídica, de momento —dijo Sean.
—¿De quién es el cerebro?
—De una paciente —dijo Sean—. Y lo necesitaremos para denunciar a varias personas del Centro Forbes contra el Cáncer.
—¿Quieres decir que es una prueba? —preguntó Brian.
—Será una enorme sorpresa para muchos —prometió Sean.
—Pero falta una cadena de custodia apropiada —se quejó Brian.
—El ADN resolverá eso —dijo Sean—. Que no caiga en manos de nadie. Y las copias de las fichas también son importantes.
—Pero no sirven como prueba —dijo Brian—. No son copias certificadas.
—¡Por Dios, Brian! —dijo Sean bruscamente—. Ya sé que fui muy imprudente al no pedir la presencia de un notario cuando las copié, pero nos pueden servir para convencer al jurado.
Además las copias demostrarán que podemos citar a testigos y podremos utilizarlas para estar seguros de que no cambiarán los originales —Sean bajó el tono de voz—. Y ahora, ¿qué hacemos para terminar con este carnaval sin pérdida de vidas humanas, especialmente de la mía? Esos tipos del equipo de Intervenciones Especiales que están ahí sin hacer nada me dan escalofríos.
Brian volvió a mirar en torno suyo.
—No lo sé —dijo—. Déjame que lo piense. Tú siempre me sacas de quicio. Ser hermano tuyo es un trabajo a jornada completa para varios abogados. Ojalá pudiera cambiarte por una buena hermana.
—No era eso lo que pensabas cuando vendimos las acciones de Immunotherapy —le recordó Sean.
—Supongo que podríamos marcharnos de aquí sin decir nada —dijo Brian.
—Lo que sea mejor —dijo Sean complaciente.
—Pero entonces podrían acusarme de cómplice después de los hechos —musitó Brian.
—Lo que tú digas —dijo Sean—. Pero tengo que decirte que Janet está arriba.
—¿Es la chica rica con quien salías en Boston? —preguntó Brian.
—Sí —dijo Sean—. Apareció por sorpresa aquí en Florida el mismo día que yo llegué.
—Quizá lo mejor es que te entregues aquí mismo —razonó Brian—. Probablemente eso le sentará bien al juez. Cuanto más pienso en ello, más me convence la idea. Ven, te presentaré al teniente Héctor Salazar. Es el que dirige el espectáculo, y parece un tipo decente.
—Por mí, ningún problema —dijo Sean—. Vamos allá antes de que uno de esos miembros del equipo de Intervenciones Especiales vestido de negro se lastime un músculo de la ingle con sus ejercicios calisténicos y me denuncie por quebranto de consorcio.
—Mejor será que tengas una buena explicación para todo esto —le advirtió Brian.
—Te vas a quedar de piedra —dijo Sean—. Te lo garantizo.
—Déjame hablar a mí —dijo Brian mientras se dirigían a la mesa de juegos.
—No tengo el menor interés en hablar —dijo Sean—. Si algo haces bien, es eso.
Mientras se acercaban a la mesa de juego Sean vio a Sterling Rombauer y a Robert Harris, que estaban discutiendo aparta dos. Sean intentó darles la espalda y caminar hacia un lado, por si acaso le reconocían y provocaban una situación de pánico. Pero no hacía falta preocuparse. Estaban demasiado absortos en su conversación para notar su presencia.
Al acercarse por detrás al voluminoso Héctor Salazar, Brian carraspeó para llamar la atención del policía, pero no sirvió de nada. Héctor había tomado la conversación con George Lo ring en el punto en que Brian la había dejado. George estaba impaciente para que dieran ya la señal de entrar en acción.
Héctor le estaba pidiendo paciencia.
—¡Teniente! —llamó Brian.
—¡Maldición! —bramó Héctor—. Anderson: ¿llamó usted a reclamaciones para que alejaran el helicóptero de la televisión?
Ya vuelve a estar aquí.
Todas las conversaciones tuvieron que interrumpirse mientras el helicóptero del Canal 4 volaba bajo por encima de sus cabezas y se inclinaba alrededor de la zona de aparcamiento.
Héctor hizo un gesto con el dedo al cámara, del que luego se arrepintió cuando tuvo que verlo reproducido una y otra vez en la televisión.
Cuando el helicóptero hubo desaparecido, Brian reclamó la atención de Héctor.
—Teniente —dijo Brian animadamente—. Me gustaría presentarle a mi hermano Sean Murphy.
—¡Otro hermano! —exclamó Héctor sin establecer la conexión correcta—. ¿Pero qué es esto, una reunión de familia? Luego dijo a Sean—: ¿Cree usted que puede tener alguna influencia sobre ese hermano suyo chalado que está allá arriba en el laboratorio? Necesitamos que empiece a hablar con nuestro equipo de negociaciones.
—¡Se trata de Sean! —dijo Brian—. Es él quien estaba allá arriba. Pero ahora está fuera, y quiere disculparse por toda esta complicación.
Héctor miró primero a un hermano, luego al otro y su mente intentó sacar algún sentido de aquel giro de los acontecimientos repentino y alucinante.
Sean le tendió la mano. Héctor la agarró automáticamente, todavía demasiado atónito para poder hablar. Los dos hombres se dieron un apretón de manos como si les acabaran de presentar en un cóctel.
—¡Hola! —dijo Sean dedicando a Héctor una de sus mejores sonrisas—. Quiero agradecerle personalmente todos sus esfuerzos. Realmente me alegró el día.