11

DOMINGO, 7 DE MARZO 8.05 a. m.

—¡Aquí están! —anunció Wayne Edwards.

Acababa de abrir la sólida puerta metálica de un pequeño armario cercano al laboratorio acristalado de máxima contención.

Sean y Janet parpadearon ante la repentina irrupción de luz.

Sterling avanzó para mirar lo que Wayne había descubierto.

Kurt estaba a su lado.

—Quizá su aspecto no sea el de fugitivos o agentes provoca dores —dijo Sterling—. Aunque desde luego nosotros sabemos la verdad.

—¡Salgan del armario! —ordenó Wayne.

Janet, atemorizada y llena de remordimientos, y Sean con aspecto desafiador salieron a la brillante luz.

—No tenían que haberse ido del aeropuerto ayer por la noche —les riñó Sterling—. Y pensar en los esfuerzos que hicimos para impedir que les secuestraran. Esperaba un poco de gratitud. Tengo curiosidad por saber si están al corriente de todos los problemas que han causado.

—Los problemas que estoy causando —le corrigió Sean.

—Ah, sí, el doctor Mason dijo que usted era impertinente —dijo Sterling—. Bueno, dejaremos que ventile su impertinencia con la policía de Cayo Hueso. Podrán pelearse con sus colegas de Miami sobre la jurisdicción que corresponde a su caso, porque ahora han cometido también aquí un delito.

Sterling descolgó un teléfono y se dispuso a llamar.

Sean sacó del bolsillo de su chaqueta la pistola tanto tiempo inactiva y la apuntó hacia Sterling.

—¡Cuelgue el teléfono! —le ordenó.

Janet contuvo el aliento al ver la pistola en manos Sean.

—¡Sean! —gritó—. ¡No!

—¡Calla! —dijo secamente Sean.

Los tres individuos que le rodeaban formando un amplio círculo le ponían nervioso. No deseaba en absoluto que pudran reducirle aprovechándose de Janet.

Mientras Sterling colgaba el auricular, Sean hizo señas a tres hombres para que se agruparan.

—Este comportamiento es muy tonto —dijo Sterling—. F zar la entrada de un local con un arma mortal en las manos un delito mucho más grave que entrar sin más.

—¡Al armario! —ordenó Sean haciendo un gesto hacia lugar que él y Janet acababan de abandonar.

—¡Sean, eso es demasiado! —dijo Janet.

Dio un paso hacia Sean.

—¡Apártate! —dijo Sean con un gruñido.

La empujó violentamente a un lado.

Janet, consternada por la aparición de la pistola, quedó doblemente aturdida por el cambio repentino de la personal: dad de Sean. El sonido cruel y duro de su voz y la expresión d su rostro la intimidaron.

Sean consiguió que los tres hombres se metieran en e estrecho armario. Cerró rápidamente la puerta con llave. Se metió la pistola en el bolsillo y apoyó algunos muebles de gran tamaño contra la puerta, entre ellos un pesado fichero de cinc cajones.

Una vez satisfecho, tomó la mano de Janet y comenzó a caminar hacia la salida. Janet intentó soltarse. Estaban a medio camino en la escalera cuando consiguió liberarse.

—No voy contigo —dijo.

—¿Qué estás diciendo? —dijo Sean en voz baja pero enérgica.

—Me hablaste de una manera… —dijo—. Realmente, no te re conozco.

—¡Por favor! —dijo Sean entre dientes—. Hice teatro para impresionar a los demás. Si las cosas no salen como pienso que saldrán, podrás decir que te obligué a participar en este asunto. Con todo el trabajo que tengo que hacer en el laboratorio de Miami, es posible que las cosas empeoren antes de mejorar.

—Habla claro conmigo —dijo Janet—. No quiero más acertijos. ¿Qué tienes pensado?

—Es demasiado largo para explicarlo ahora. Lo importante es salir de aquí. No sé cuánto tiempo resistirá aquel armario con tres personas dentro, pero cuando lo abran será como un gato saliendo del saco.

Janet, más confundida que nunca, siguió a Sean por las escaleras. Pasaron por el laboratorio de la primera planta y salieron por la parte delantera del edificio. El Cherokee de Kurt Wanamaker estaba aparcado en ángulo en la calle. Sean indicó a Janet que entrara.

—Fueron muy amables al dejar las llaves puestas —dijo Sean.

—Como si esto pudiera importarte algo —dijo Janet.

Sean, sin responder, arrancó el coche, pero inmediatamente apagó el motor.

—¿Y ahora qué? —dijo Janet.

—Con tantas emociones, olvidé que necesito algunos reactivos del laboratorio de arriba —salió del coche y dijo a través de la ventanilla—: Sólo tardaré un minuto.

Janet intentó protestar pero Sean desapareció. Era evidente que en toda esta historia los sentimientos de ella le habían importado hasta ahora un comino. Janet salió del coche y se puso a caminar nerviosamente arriba y abajo.

Por suerte, Sean volvió al cabo de unos minutos con una gran caja de cartón que depositó en el asiento trasero. Se puso al volante y arrancó el coche. Janet se sentó a su lado. Salieron a la carretera y se dirigieron hacia el norte.

—Mira si hay un mapa en la guantera —dijo.

Janet buscó y encontró un mapa. Lo abrió en la sección de los Cayos de Florida. Sean tomó el mapa y lo estudió mientras conducía.

—Será imposible llegar hasta Miami con este coche —dijo—. Cuando aquellos tres salgan del armario, verán que ha desaparecido. La policía empezará a buscarlo y puesto que sólo hay una carretera hacia el norte, no les costará mucho encontrarnos.

—Soy una fugitiva —comentó Janet con admiración—. Lo dijo aquel hombre cuando nos encontró en el armario. No puedo creerlo. No sé si debo reír o llorar.

—Hay un aeropuerto en Marathon —dijo Sean, sin hacer caso del comentario de Janet—. Dejaremos el coche allí y alquilaremos otro o tomaremos un avión, según el horario.

—Supongo que volveremos a Miami —dijo Janet.

—Por supuesto —dijo Sean—. Iremos directamente al Forbes.

—¿Qué hay en la caja de cartón? —preguntó Janet.

—Muchos reactivos que no tienen en Miami —dijo Sean.

—¿De qué tipo? —dijo Janet.

—La mayoría son pares de cebadores de ADN y sondas de ADN para oncogenes —dijo Sean—. He encontrado también algunos cebadores y sondas de ácido nucleico de virus, especialmente las que utilizan para la encefalitis de St. Louis.

—¿Y no vas a decirme para qué sirve todo eso? —volvió a preguntar Janet.

—Te parecería demasiado absurdo —admitió Sean—. Quiero tener primero algunas pruebas. Quiero demostrármelo primero a mí mismo antes de contárselo a nadie, ni siquiera a ti.

—Por lo menos dame una idea general sobre la utilización de estos cebadores y sondas —dijo Janet.

—Los cebadores de ADN se utilizan para encontrar fibras determinadas de ADN —dijo Sean—. Localizan a una única fibra entre millones de otras y reaccionan con ella. Luego, mediante un proceso llamado reacción en cadena de la polimerasa, la fibra original de ADN puede amplificarse miles de millones de veces. De este modo puede detectarse fácilmente con una sonda marcada de ADN.

—O sea que estos cebadores y sondas sirven como el poderoso imán que encuentra la proverbial aguja en un pajar —concluyó Janet.

—Exactamente —dijo Sean, impresionado por la rapidez con que ella había captado lo fundamental—. Es un imán muy potente. Puede encontrar una fibra determinada de ADN en una solución de un millón de fibras más. En ese sentido es un imán casi mágico. Creo que deberían dar el Premio Nobel a la persona que inventó el proceso.

—La biología molecular está avanzando mucho —dijo Janet con un bostezo.

—Es increíble —confirmó Sean—. Incluso a los especialistas les cuesta estar al día.

Janet luchó para mantener abiertos los párpados, que se le cerraban pesadamente, influidos además por el ruido apagado del motor y el suave traqueteo. Quería pedir a Sean que le explicara con más detalles lo que pensaba, e imaginó que la mejor manera era que continuara hablando sobre biología molecular y sobre lo que pensaba hacer cuando volviera al laboratorio del Forbes. Pero estaba demasiado agotada para continuar.

A Janet, la sensación de ir en coche siempre le había resultado relajante. Después de haber dormido tan poco en el bote y de haber corrido tanto aquella mañana, no tuvo que pasar mucho tiempo antes de que empezara a cabecear.

Se hundió en un sueño profundo y muy reparador y no se despertó hasta que Sean salió de la carretera I y entró en el recinto del aeropuerto de Marathon.

—Hasta ahora todo va bien —dijo Sean—. Ninguna barricada y ningún policía.

Janet se incorporó. Durante un momento no tuvo ni idea de dónde estaba. Pero luego la realidad se impuso con terrible fuerza. Ahora se sentía peor que cuando había caído dormida.

Se pasó los dedos por el pelo y pensó que era un auténtico revoltijo. Le resultaba difícil imaginar el aspecto que tenía.

Prefería no saberlo.

Sean aparcó el coche en la zona más concurrida del aparca miento. Pensó que sería menos fácil que descubrieran su presencia, y que de este modo dispondría de más tiempo.

Cargó con los brazos la caja de cartón que había dejado en el asiento trasero y la llevó hasta la terminal. Pidió a Janet que se informara sobre los vuelos a Miami y él fue a preguntar si podía alquilar algún coche. Estaba todavía buscando una agencia de alquiler de coches, cuando Janet volvió diciéndole que dentro de veinte minutos salía un vuelo para Miami.

La empleada de la compañía ayudó amablemente a envolver la caja de Sean con cinta adhesiva después de pegarle unas cuantas etiquetas que decían «frágil». La empleada le garantizó que tratarían el paquete con el mayor cuidado. Más tarde, cuando Sean estaba subiendo en el pequeño turbopropulsor de línea, vio que alguien tiraba despreocupadamente su caja en el carro de los equipajes. Pero esto no le preocupó. Había encontrado en Basic Diagnostics material de embalaje de burbujas cuando puso los reactivos en la caja. Confiaba en que sus cebadores y sondas resistirían el viaje.

Cuando llegaron al aeropuerto de Miami, alquilaron un coche. Lo contrataron en Avis, evitando Hertz, por si acaso el ordenador de Hertz indicaba que Janet Reardon tenía ya un Pontiac rojo.

Pusieron la caja con los reactivos en el asiento trasero y se fueron directamente al Forbes. Sean aparcó al lado de su 4×4, cerca de la entrada del edificio de investigación. Sacó su tarjeta de identidad del Forbes.

—¿Quieres venir conmigo o no? —preguntó Sean. El agotamiento estaba empezando también a hacer mella en él—. Puedes irte al apartamento con este coche, si quieres.

—Ya he llegado muy lejos —dijo Janet—. Quiero que me vayas explicando lo que haces cuando lo hagas.

—Te entiendo —dijo Sean.

Salieron del coche y se dirigieron al edificio. Sean no esperaba ningún problema y le sorprendió que el guardia se pusiera en pie. Ningún guardia lo había hecho hasta entonces. El nombre de este guardia era Alvarez. Sean lo había visto ya en varias ocasiones.

—¿El señor Murphy? —preguntó Alvarez con un claro acento hispano.

—Soy yo —dijo Sean.

Había chocado con el brazo del torno que Alvarez no había abierto. Sean tenía su tarjeta en la mano para que Alvarez pudiera verla. Debajo del otro brazo llevaba la caja de cartón.

Janet iba detrás de él.

—No se le permite la entrada en el edificio —dijo Alvarez.

Sean dejó la caja de cartón en el suelo.

—Trabajo aquí —dijo Sean.

Se inclinó hacia delante para acercar su tarjeta a la cara de Alvarez, por si el guardia no la había visto.

—Son órdenes del doctor Mason —dijo Alvarez.

Se apartó de la tarjeta de Sean como si fuera algo repulsivo.

Levantó uno de sus teléfonos con una mano y con la otra cogió el fichero rotatorio.

—Cuelgue el teléfono —dijo Sean, esforzándose por controlar su voz. Después de todo lo que había pasado y con su fatiga general, estaba a punto de perder la paciencia.

El guardia ignoró a Sean. Encontró el teléfono del doctor Mason y empezó a marcar los números.

—Se lo pedí amablemente —dijo Sean—. ¡Cuelgue el teléfono!

—Ahora pronunció la frase con más fuerza.

El guardia acabó de marcar y luego fijó sus ojos tranquilamente en Sean mientras esperaba la conexión.

Sean, con una rapidez de relámpago, alargó el brazo por encima del tablero y agarró el cable del teléfono por donde desaparecía en el panel de madera. Un tirón vigoroso dejó el cable suelto. Sean sostuvo la punta del cable delante del rostro sorprendido del guardia. Era una masa enredada de diminutos hilos rojos, verdes y amarillos.

—Su teléfono ya no va —dijo Sean.

El rostro de Alvarez enrojeció. Soltó el auricular, agarró una porra y se dispuso a salir de detrás de la mesa.

Sean, en lugar de retroceder como esperaba el guardia, se precipitó hacia delante para contener a Alvarez como si estuviera interceptando al contrincante en un partido de hockey.

Sean llegó desde abajo. La base de su antebrazo entró en contacto con la mandíbula inferior del guardia. Alvarez voló por los aires y su espalda chocó contra la pared antes de que pudiera intentar hacer nada con su porra. En el instante del choque Sean pudo oír un crujido claro como el de un trozo seco de leña al romperse. Sean también oyó el gruñido del guardia cuando chocó contra la pared y expulsó el aliento de los pulmones. Cuando Sean se retiró, Alvarez cayó al suelo con el cuerpo fláccido.

—¡Dios mío! —gritó Janet—. Le has hecho daño.

—¡Uf! ¡Qué mandíbula! —dijo Sean mientras se restregaba la base del antebrazo.

Janet pasó al lado de Sean para auscultar a Alvarez, que sangraba por la boca. Janet temió por un instante que estuviera muerto, pero vio rápidamente que sólo estaba inconsciente.

—¿Cómo acabará todo esto? —dijo gimiendo—. Sean, creo que le has roto la mandíbula a este hombre y que se ha mordido la lengua. Le has dejado inconsciente.

—Llevémosle al edificio del hospital —propuso Sean.

—Aquí no tienen sección de traumatología —dijo Janet—. Tendremos que llevarlo al Hospital General de Miami.

Sean miró hacia el techo y suspiró. Echó un vistazo a su caja llena de cebadores y sondas. Necesitaba unas cuantas horas de trabajo en el laboratorio, quizá hasta cuatro. Miró el reloj. Era apenas la una de la tarde.

—¡Sean! —ordenó Janet—. ¡Ahora! Está sólo a tres minutos.

Podemos volver cuando lo hayamos llevado allí. No podemos dejarle en este estado.

Sean, de mala gana, empujó la caja de cartón detrás de la mesa del guardia, y luego ayudó a Janet a llevar al guardia al aparcamiento. Entre los dos lo subieron al coche de alquiler y lo metieron en el asiento trasero.

Sean entendía la lógica de llevar a Alvarez a la sala de urgencias del General de Miami. No era demasiado inteligente dejar a una persona sangrando e inconsciente sin que nadie la atendiera. Si el estado de Alvarez se complicaba, Sean se habría metido en un gran lío; e incluso a su inteligente hermano le costaría mucho sacarlo de allí. Pero Sean no estaba dispuesto a que le atraparan únicamente por haber aceptado aquella misión caritativa.

Aunque era un domingo al mediodía, Sean supuso que la sala de urgencias estaría muy ocupada.

—Lo dejamos y nos vamos rápidamente —advirtió a Janet—. Se trata de entrar y salir deprisa. Cuando lo hayamos dejado en la sala de urgencias, nos vamos. El personal de allí ya sabrá a qué atenerse.

Janet no estaba muy de acuerdo, pero comprendía que no le convenía mucho manifestarlo.

Sean dejó el motor en marcha y el cambio automático en posición de aparcamiento mientras él y Janet sacaban con esfuerzo el cuerpo todavía fláccido de Alvarez.

—Por lo menos está respirando —dijo Sean.

Inmediatamente después de pasar la puerta de urgencias, Sean descubrió una camilla vacía.

—Pongámoslo aquí encima —ordenó a Janet.

Cuando hubieron dejado bien instalado a Alvarez encima de la camilla, Sean le dio un suave empujón.

—Urgencia extrema —gritó Sean mientras la camilla entraba rodando por la sala. Luego agarró el brazo de Janet—. Vamos, corramos.

Mientras corrían hacia el coche, Janet dijo:

—Él no era una urgencia extrema.

—Ya lo sé —dijo Sean—. Pero fue lo único que se me ocurrió para que reaccionaran. Ya sabes cómo son las salas de urgencias. Alvarez podría estar allí durante horas esperando a que alguien se ocupara de él.

Janet sólo pudo encogerse de hombros. Sean tenía razón. Y antes de salir le había aliviado ver a un enfermero que estaba interceptando ya la camilla.

Mientras volvían al Forbes, ni Sean ni Janet pronunciaron una palabra. Estaban agotados. Por si fuera poco, Janet estaba intranquila por la violencia explosiva que había manifestado Sean; era un comportamiento más que no había previsto en él.

Mientras tanto Sean estaba pensando cómo podría conseguir pasar cuatro horas en el laboratorio sin que nadie le interrumpiera. Después del desgraciado episodio con Alvarez y de que la policía de Miami le estuviera buscando, Sean comprendía que tendría que encontrar algo ingenioso para retener a las hordas.

De pronto tuvo una idea. Era radical, pero funcionaría con toda seguridad. El plan le hizo sonreír a pesar de su agota miento. Tenía una especie de justicia poética que le atraía.

Sean consideró que estaba justificado utilizar en este punto medidas extremas. Cuanto más pensaba en sus actuales teorías sobre todo lo que estaba pasando en el Centro Forbes contra el Cáncer más convencido estaba de que era cierto, pero necesitaba pruebas. Y para tener pruebas necesitaba tiempo en el laboratorio. Y para tener tiempo en el laboratorio necesitaba algo drástico. En realidad, cuanto más drástico fuera, más resultado daría.

Cuando hubieron dado el último viraje dentro del aparcamiento del Forbes, Sean rompió el silencio:

—En la noche que llegaste a Florida, yo asistí a una fiesta en casa del doctor Mason —dijo—. Un paciente de meduloblastoma había hecho una donación en metálico al Forbes. Mucho dinero. Era jefe de una empresa que fabrica aviones en Saint Louis.

Janet guardó silencio.

—Louis Martin es el presidente y director ejecutivo de una empresa que fabrica equipos de ordenadores del norte de Boston —dijo Sean.

Echó una mirada a Janet mientras aparcaba. En su rostro se dibujaba la perplejidad.

—Malcolm Betencourt dirige una gran cadena de hospitales comerciales —continuó diciendo Sean.

—Y Helen Cabot era estudiante —dijo Janet finalmente.

Sean abrió la puerta pero no bajó.

—Es cierto. Helen era una estudiante universitaria. Pero también es cierto que su padre es fundador y presidente director ejecutivo de una de las principales empresas de informática del mundo.

—¿Qué quieres decir con todo eso? —preguntó Janet.

—Sólo quiero que pienses en estos datos —dijo Sean mientras salía del coche—. Y cuando subamos quiero que mires las treinta y tres fichas que copiamos y pienses un poco en los datos económicos. Dime únicamente qué te sugieren.

Sean se alegró cuando vio que no había un nuevo guardia en la entrada. Recuperó su caja de cartón de detrás del tablero.

Luego él y Janet pasaron debajo del torno y tomaron el ascensor hasta la quinta planta.

Sean miró primero la nevera para comprobar que nadie había tocado el cerebro de Helen ni la muestra de fluido cerebroespinal. Luego sacó las fichas de su escondite y las entregó a Janet. Miró el desorden de su banco de laboratorio, pero no tocó nada.

—Salgo un momento mientras tú estudias las fichas —dijo sin darle importancia—. Volveré dentro de poco, quizá en una hora.

—¿Adónde vas? —preguntó Janet. Como siempre, Sean no paraba de depararle sorpresas—. Pensé que necesitabas tiempo de laboratorio. Por eso vinimos corriendo hasta aquí.

—Y es cierto —le aseguró Sean—. Pero me temo que nos interrumpirán a causa de Alvarez y también del grupo que encerré en el armario de Cayo Hueso. Es seguro que ya han salido y están preparados para entrar en acción. Tengo que tomar algunas medidas para mantener a raya a los bárbaros.

—¿Qué significa medidas? —preguntó Janet cautelosamente.

—Quizá sea mejor que no lo sepas —dijo Sean—. He tenido una gran idea que funcionará con toda seguridad. Pero es algo drástica. No creo que debas participar en ella.

—No me gusta oírte decir todo esto —dijo Janet.

—Si llega alguien mientras estoy fuera y pregunta por mí —dijo Sean sin hacer caso del comentario de Janet—, diles que no tienes idea de dónde estoy; lo cual será cierto.

—¿Quién puede venir? —preguntó Janet.

—Confío en que nadie —dijo Sean—. Pero si alguien lo hace probablemente será Robert Harris, el tipo que nos salvó en la playa. Si Alvarez llama a alguien le llamará a él.

_ ¿Y si pregunta qué estoy haciendo aquí?

—Diles la verdad —dijo Sean—. Diles que estás estudiando estas fichas para intentar entender mi comportamiento.

—¡Por favor! —dijo Janet desdeñosamente—. No creo que pueda entender tu comportamiento estudiando estas fichas. Es una idea ridícula.

—Léelas y recuerda lo que acabo de decirte.

—¿Te refieres a la demografía económica? —preguntó Janet.

—Exactamente —dijo Sean—. Ahora debo irme. Pero tengo que pedirte prestado algo. ¿Tienes el spray contra robos Mace que siempre llevas en el bolso?

—No me gusta nada —repitió Janet, pero sacó el bote de Mace y lo entregó a Sean—. Me estoy poniendo muy nerviosa con todo esto.

—No te preocupes —agregó Sean—. Necesito el bote de Mace por si me encuentro a Batman.

—¡Por favor! ¡Te estás pasando! —dijo Janet con exasperación.

Sean sabía que tenía el tiempo limitado. Alvarez recuperaría pronto la conciencia, suponiendo que no lo hubiese hecho ya.

Sean estaba seguro de que el guardia acabaría comunicando a alguien el mensaje de que el edificio de investigaciones del Forbes estaba sin guardia y de que Sean Murphy había regresado a la ciudad.

Sean cogió el coche de alquiler y se fue al City Yacht Basin, cerca del auditorio municipal. Aparcó el coche y fue a una de las marinas, donde alquiló un Boston Whaler de cinco metros.

Zarpó del puerto de yates, condujo el bote a través de Biscayne Bay y rodeó el puerto marítimo de Dodge Island. Era un domingo por la tarde y había algunos yates de crucero atraca dos en los muelles con personas que subían para pasar unos días de aventura en el Caribe. Había también un número importante de naves de placer, desde esquís acuáticos motorizados hasta grandes yates oceánicos.

El trayecto en mar abierto era traicionero por el oleaje que una combinación de viento y algunos buques en marcha producían, pero Sean llegó sano y salvo al puente que unía la autopista MacArthur con Miami Beach. Pasó por debajo del puente y vio su objetivo hacia la izquierda: la isla Star.

Le resultó fácil encontrar la casa de los Mason, porque su enorme yate blanco, el Lady Luck, estaba amarrado al muelle de delante de la casa. Sean dejó su Boston Whaler de alquiler en ángulo detrás del yate, donde había un pequeño muelle flotante unido al muelle principal por una escala de buque. Tal como esperaba Sean, cuando hubo amarrado su bote, vio a Batman, el dobermann de los Mason, que le esperaba en lo alto de la escalera gruñendo y mostrando sus formidables colmillos.

Sean subió la escalera repitiendo «buen chico» una y otra vez. Batman, que sacaba el cuerpo por el muelle lo más lejos que podía, respondió a las expresiones de amistad de Sean arrugando su labio superior y profiriendo un gruñido amenazador. El volumen del gruñido aumentó a medida que mostraba más dientes. Sean llegó hasta dos palmos de los caninos de Batman, y proyectó contra este un chorro del bote de Mace de Janet que envió al perro aullando a su caseta al lado del garaje.

Sean, confiando en que sólo hubiera un perro, subió hasta el muelle e inspeccionó el lugar.

Lo que tenía que hacer, debía hacerlo rápidamente antes de que empezaran a sonar los teléfonos. Las puertas correderas que comunicaban el salón con la cocina estaban abiertas. Se oía música de ópera.

Desde el lugar donde estaba, Sean no podía ver a nadie. Era un día magnífico y había esperado encontrar a Sarah Mason bronceándose en una de las tumbonas al lado de la piscina.

Sean vio una toalla, lociones bronceadoras y parte de un periódico dominical, pero no vio a Sarah.

Sean se movió rápidamente, dio la vuelta a la piscina y se acercó a las puertas correderas abiertas. Unas puertas metálicas impedían ver el interior. Cuanto más se acercaba a la casa, más fuerte se oía la música. Cuando Sean llegó, tocó la puerta. No estaba cerrada con llave. La deslizó suavemente. Entró en la habitación e intentó captar el sonido de personas por encima del repentino crescendo de la ópera.

Sean se acercó al estéreo y buscó entre el deslumbrante juego de botones e indicadores. Encontró el botón de puesta en marcha y apagó el sistema, sumergiendo la habitación en un silencio relativo. Supuso que interrumpir de este modo el aria de Aida equivaldría a una llamada. Y así fue.

Casi inmediatamente el doctor Mason apareció en la puerta de su estudio y miró el estéreo con una expresión intrigada en el rostro. Dio unos cuantos pasos en la habitación antes de ver a Sean. Se detuvo evidentemente asombrado.

—Buenas tardes, doctor Mason —dijo Sean con una voz más jovial de lo que hubiera deseado—. ¿Está en casa la señora Mason?

—En nombre de… qué significa esta… —farfulló el doctor Mason.

Al parecer no encontraba la palabra adecuada.

—¿Esta intrusión? —sugirió Sean.

Apareció Sarah Mason, igualmente sorprendida por el repentino silencio. Iba vestida, si puede llamarse así, con un bikini negro brillante. El escueto bañador apenas cubría su abundante carne. Llevaba sobre el bikini una chaqueta transparente con botones brillantes, pero la chaqueta era tan transparente que no lograba darle un aspecto más modesto. Completaban el conjunto unas zapatillas negras sin cinta trasera y tacones altos, decoradas con un penacho de plumas sobre cada empeine.

—Estoy aquí para invitarlos a los dos al laboratorio —dijo Sean con toda naturalidad—. Les sugiero que se traigan algo para leer. Será una tarde larga.

El doctor y la señora Mason se miraron un momento.

—Lo malo es que no disponemos de mucho tiempo —dijo Sean—. Pongámonos en marcha. Utilizaremos su coche porque vine en un bote.

—Voy a llamar a la policía —anunció el doctor Mason.

Hizo ademán de volver al estudio.

—No creo que esto entre en el juego —dijo Sean, sacó la pistola de Tom y la levantó para cerciorarse de que los dos Mason podían verla claramente.

La señora Mason quedó boquiabierta. El doctor Mason se puso rígido.

—Confiaba en que una simple invitación bastaría —dijo Sean—. Pero tengo esta pistola por si las moscas.

—Creo que está cometiendo un grave error, joven —dijo el doctor Mason.

—Con todo respeto —dijo Sean—, si mis sospechas son ciertas, es usted quien ha cometido graves errores.

—Esto no quedará así —le advirtió el doctor Mason.

—No lo deseo —dijo Sean.

—¡Haz algo! —ordenó la señora Mason a su marido.

Se le habían llenado los ojos de lágrimas y eso ponía en peligro su rímel.

—Preferiría que todos estuvieran tranquilos. No haré daño a nadie. Ahora convendría que nos fuéramos todos al coche —dijo Sean, haciendo un gesto con la pistola.

—Tengo que comunicarle que estamos esperando a un in vitado —dijo el doctor Mason—. De hecho estamos esperando a su…

—Esto significa sólo que tenemos que salir rápidamente de aquí —le interrumpió Sean; luego gritó—: ¡En marcha! —Con la pistola en la mano señaló hacia la entrada.

El doctor Mason, de mala gana, puso un brazo protector alrededor de su esposa y se dirigió hacia la puerta delantera.

Sean la abrió en su lugar. La señora Mason sollozaba y decía que no podía salir vestida de aquella manera.

—¡Fuera! —gritó Sean demostrando de modo claro que estaba perdiendo la paciencia.

Estaban a medio camino del coche aparcado del doctor Mason cuando otro coche se paró en la acera.

Sean, consternado por esta intrusión, se metió la pistola en el bolsillo de la chaqueta. Estaba pensando que tendría que agregar aquel visitante a su pareja de rehenes. Cuando vio quién era, tuvo que parpadear varias veces: era Brian, su propio hermano.

—¡Sean! —dijo Brian cuando reconoció a su hermano. Se acercó corriendo por el césped, mostrando evidente sorpresa y placer—. Te he estado buscando durante veinticuatro horas.

¿Dónde has estado?

—Te estuve llamando —dijo Sean—. ¿Puede saberse qué estás haciendo en Miami?

—¡Qué bien que llegues ahora, Brian! —interrumpió el doctor Mason—. Tu hermano estaba en vías de secuestrarnos.

—¡Tiene una pistola! —avisó la señora Mason mientras se sorbía los mocos.

Brian miró a su hermano con incredulidad.

—¿Una pistola? —repitió sin dar crédito—. ¿Qué pistola?

—La tiene en el bolsillo —continuó la señora Mason.

Brian miró fijamente a Sean:

—¿Es cierto?

Sean se encogió de hombros.

—Ha sido un fin de semana…

—Dame la pistola —dijo Brian alargando la mano.

—No —dijo Sean.

—Dame la pistola —repitió Brian, esta vez con más firmeza.

—Brian, la cosa es más complicada de lo que parece —dijo Sean—. Por favor, no te inmiscuyas precisamente ahora. Es evidente que más tarde voy a necesitar tu talento legal. Es decir, que no te vayas. Pero necesito que te tranquilices durante unas horas.

Brian dio un paso más en dirección a Sean acercándose hasta casi poder tocarlo.

—Dame la pistola —repitió—. No quiero que cometas ese tipo de delito. El secuestro con un arma de fuego es un crimen grave. Está penado con la cárcel.

—Ya sé que tus intenciones son buenas —dijo Sean—. Sé que eres el mayor y que eres abogado. Pero en este momento no puedo explicarlo todo. Confía en mí.

Brian alargó la mano y la metió en el bolsillo de la chaqueta de Sean, tentando el notorio bulto. Sus dedos se cerraron alrededor de la pistola. Sean agarró la muñeca de Brian, inmovilizándola con un apretón de hierro.

—Tú eres mayor —dijo Sean—, pero yo soy más fuerte. Esta escena ya la hemos vivido.

—No voy a permitir que lo hagas —dijo Brian.

—Suelta la pistola —ordenó Sean.

—No voy a permitir que eches a perder tu vida —dijo Brian.

—No me obligues a hacerlo.

Brian intentó desprender su brazo de la mano de Sean sin dejar la pistola que tenía agarrada.

Sean reaccionó lanzando un gancho con la izquierda a la boca del estómago de Brian. Con la velocidad del rayo, siguió al puñetazo un golpe en la nariz Brian se desplomó como un saco de patatas y se encogió en el suelo formando una bola apretada mientras intentaba recuperar el aliento. Un hilillo de sangre empezó a chorrear de su nariz.

—Lo siento —dijo Sean.

El doctor y la señora Mason, que habían estado contemplando el incidente, salieron corriendo hacia el garaje. Sean dio un salto tras ellos y agarró primero a la señora Mason. El doctor Mason, que tenía cogido el otro brazo de la señora Mason, también se detuvo en seco.

Sean, que acababa de golpear su hermano, no estaba de humor para discusiones.

—Al coche —ordenó—. Doctor Mason, usted conduce.

Los Mason obedecieron como corderos. Sean se sentó en el asiento trasero.

—Al laboratorio, por favor —dijo.

Mientras salían por el acceso a la casa, Sean pudo ver a Brian, que había conseguido sentarse en el suelo. El rostro de su hermano reflejaba una mezcla de confusión, dolor e ira.

—Ya era hora —dijo secamente Kurt Wanamaker mientras él, Sterling y Wayne salían dificultosamente del armario.

Estaban chorreando de sudor. A pesar de que el aire acondicionado funcionaba en el laboratorio principal, la temperatura en el armario sin ventilación había subido mucho.

—Hasta ahora no les oí —explicó el técnico.

—Hemos estado gritando desde mediodía —se quejó Kurt.

—Es difícil oír nada desde abajo —dijo el técnico—. Especialmente cuando todo el equipo está funcionando. Además, no subimos nunca arriba.

—No entiendo que no haya podido oírnos —dijo Kurt.

Sterling se fue directamente a un teléfono y marcó el número privado del doctor Mason. Como el doctor no contestó, Sterling masculló una maldición imaginándose que estaría pasando una tranquila tarde de domingo en un club de campo.

Sterling colgó y estudió un momento sus opciones. Tomó una decisión, volvió a donde estaban Kurt y Wayne y les dijo que desearía volver al aeropuerto.

Mientras bajaban las escaleras, Wayne rompió el silencio.

—Nunca hubiese supuesto que Sean Murphy era una persona capaz de llevar un arma.

—Desde luego fue una sorpresa total —añadió Sterling—. Creo que es un dato más para considerar a Sean Murphy un individuo mucho más complejo de lo que en un principio habíamos supuesto.

Cuando llegaron a la parte delantera del edificio, Kurt Wanamaker se sumió en el pánico.

—Mi coche ha desaparecido —gimió.

—Sin duda por cortesía del señor Murphy —dijo Sterling—. Al parecer sigue riéndose de nosotros.

—Me gustaría saber cómo llegaron aquí Murphy y su chica desde el centro —dijo Wayne.

—Hay una motocicleta en la parte trasera que no pertenece a ninguno de los empleados —dijo el técnico.

—Supongo que eso lo explica todo —dijo Sterling—. Llame a la policía y dele la descripción del coche que ha desaparecido.

Puesto que cogió el coche, es lógico imaginar que se fue de la isla. Quizá la policía pueda detenerlo.

—El coche era nuevo —dijo Kurt compungido—. Lo tenía desde hacía sólo tres semanas. Es terrible.

Sterling se mordió la lengua. Aquel hombre nervioso, pesado y medio calvo, con quien había pasado cinco horas incómodas apretujado en un diminuto armario, sólo le inspiraba des precio.

—Quizá podría pedir a uno de sus técnicos que nos llevara al aeropuerto.

Le consoló pensar que tal vez aquellas serían las últimas palabras que dirigiría a aquel hombre.