DOMINGO, 7 DE MARZO 5.30 a. m.
La primera visión que Sean tuvo de Cayo Hueso a la luz del alba fue una serie de edificios bajos de madera incrustados entre el verdor tropical. Algunos edificios de ladrillos sobresalían de vez en cuando sobre la línea general, pero no tenían más de cinco pisos. Al nordeste, la orilla del mar estaba punteada con marinas y hoteles que se sucedían sin interrupción.
—¿Cuál es el mejor lugar para dejarnos? —preguntó Sean a Doug.
—Probablemente el muelle de Pier House —dijo Doug mientras paraba los motores—. Está exactamente al fondo de Duval Street, que es la calle principal de Cayo Hueso.
—¿Conoce el lugar? —preguntó Sean.
—He estado allí en más o menos una docena de ocasiones —dijo Doug.
—¿Le suena una organización llamada Basic Diagnostics? —preguntó Sean.
—Creo que no.
—¿Y los hospitales? —preguntó Sean.
—Hay dos —contestó Doug—. Uno está aquí mismo en Cayo Hueso, pero es pequeño. Hay un hospital mayor en el siguiente cayo, Stock Island. Es el hospital principal.
Sean bajó a la cabina y despertó a Janet. La chica no se levantó con mucha alegría. Le dijo que se había echado en la litera hacía sólo quince o veinte minutos.
—Cuando bajé hace unas horas estabas durmiendo como un bebé —dijo Sean.
—Sí, pero cuando salimos a mar abierto tuve que subir otra vez a cubierta. No pude dormir durante el viaje como tú. No es un fin de semana muy descansado, que digamos.
El atraque se realizó sin problemas porque ningún bote se estaba moviendo a aquellas horas de la mañana del domingo.
Doug les saludó con la mano y partió inmediatamente cuando Sean y Janet hubieron saltado al muelle.
Sean y Janet empezaron a caminar por el muelle y al mirar a su alrededor tuvieron la extraña sensación de que eran los únicos seres vivos en la isla. Había muchos indicios de los regocijos de la noche anterior alrededor de las bocas de las alcantarillas se amontonaban botellas de cerveza y otros restos. Pero no se veía ni un alma. Ni siquiera había animales.
Era como la calma después de la tempestad.
Subieron por Duval Street, con su surtido de tiendas de camisetas, joyerías y recuerdos, todas atrancadas como si esperaran algún disturbio. El popular tren del Tour de las Conchas aparecía abandonado al lado de su kiosco de venta de billetes de color amarillo brillante. El lugar era tan desangelado como Sean había supuesto, pero el resultado final era extrañamente encantador.
Mientras pasaban por delante del bar Sloppy Joe, el sol empezó a despuntar sobre el océano Atlántico y llenó la calle desierta con la luz brumosa de la mañana. Cuando llegaron a la siguiente travesía les envolvió un aroma delicioso.
—Creo que estoy oliendo… —empezó a decir Sean.
—Croissants —completó Janet.
Guiándose por su olfato llegaron a una panadería francesa con cafetería. El delicioso olor salía de unas ventanas abiertas que daban a una terraza salpicada de mesas y sombrillas. La puerta estaba cerrada con llave y Sean tuvo que gritar por la ventana abierta. Salió una mujer de pelo rojo y ondulado, secándose las manos en un delantal.
—Aún no hemos abierto —dijo con algo de acento francés.
—¿Qué le parece vendernos un par de croissants? —propuso Sean.
La mujer inclinó la cabeza a un lado mientras consideraba la idea.
—Creo que puedo ofrecerles algo de café con leche que acabo de preparar ya que la cafetera express todavía no está encendida.
Sean y Janet se sentaron bajo una de las sombrillas de la terraza desierta y saborearon los bollos recién hechos. El café les reanimó.
—Bueno, ya estamos aquí. ¿Qué plan tenemos? —preguntó Janet.
Sean se acarició el mentón, donde apuntaba la barba.
—Voy a ver si encuentro un listín de teléfonos —dijo—. Allí encontraré la dirección y el teléfono.
—Mientras tú miras eso, creo que voy al lavabo —dijo Janet—. Me siento como trapo en las zarpas de un gato.
—No creo que un gato se te acercara mucho —dijo Sean.
Se agachó cuando Janet le tiró una servilleta de papel hecha una bola.
Cuando Janet volvió, con un aspecto mucho más fresco, Sean no sólo tenía la dirección sino que la mujer pelirroja le había dado instrucciones para llegar hasta el lugar.
—Está lejos —dijo—. Necesitamos un coche.
—Supongo que esto será fácil, claro —dijo Janet—. Podemos hacer autostop o tomar un taxi: la calle está llena de ellos.
No habían visto un solo coche desde que habían llegado.
—Estaba pensando en otra cosa —dijo Sean mientras dejaba una buena propina a su anfitriona.
Janet miró a Sean sin entender hasta que comprendió a qué se refería.
—¡Ah, no! —dijo Janet—. No vamos a robar otro coche.
—Tomarlo prestado —corrigió Sean—. Me había olvidado de lo fácil que es.
Janet se negó a participar en ningún «préstamo» de coche.
Pero Sean no se dejó intimidar.
—No quiero romper nada —dijo mientras iba probando las puertas de todos los coches aparcados en una callejuela.
Todos estaban cerrados con llave.
—Me parece que la gente de aquí es muy desconfiada —dijo. Luego se detuvo, recorriendo con la mirada la calle—. He cambiado de idea. No quiero ningún coche.
Sean se dirigió a una gran moto que se mantenía erguida sobre su caballete y puso en marcha el motor casi con tanta rapidez como si hubiese tenido la llave de contacto. Se sentó a horcajadas sobre la moto, levantó de una patada el caballete e hizo señas a Janet para que subiera.
Janet contempló a Sean, con su rostro sin afeitar y su ropa arrugada, mientras daba gas al motor. ¿Cómo podía haberse enamorado de un individuo así?, se preguntó. Pasó de mala gana una pierna sobre la máquina y rodeó con sus brazos el talle de Sean. Sean giró el acelerador y salieron a gran velocidad haciendo añicos el silencio matinal.
Bajaron por Duval Street en la dirección que habían tomado, luego giraron al norte ante el kiosco del tren de las Conchas y siguieron la línea de la playa. Llegaron al final a un viejo puerto. Los laboratorios de Basic Diagnostics ocupaban un almacén de ladrillos de dos pisos, que habían restaurado bellamente.
Sean dio la vuelta a la parte trasera del edificio y aparcó la moto detrás de un cobertizo. Cuando hubo apagado el motor, el único sonido que podían oír era el grito distante de las gaviotas sobre el mar. No había un alma viviente.
—Creo que no tenemos suerte —dijo Janet—. Parece que está cerrado.
—Vamos a comprobarlo —dijo Sean.
Subieron por las escaleras de atrás y miraron a través de la puerta trasera. No había luces en el interior. Una plataforma recorría el lado norte del edificio. Probaron las puertas que daban a la plataforma, entre ellas una que ocupaba un gran dintel, pero todo estaba bien cerrado. En la doble puerta de la entrada situada en la parte delantera del edificio había un cartel anunciando que el laboratorio estaba abierto de las doce del mediodía a las cinco de la tarde los domingos y festivos.
Había una pequeña puerta metálica para dejar las muestras fuera de horas.
—Creo que tendremos que volver más tarde —dijo Janet.
Sean no respondió. Se protegió los ojos con las manos y miró por las ventanas delanteras. Dio la vuelta a la esquina e hizo lo mismo en las demás ventanas. Janet le seguía mientras iba de ventana en ventana recorriendo a la inversa el camino de llegada.
—Confío en que no estés haciendo planes —dijo Janet—. Busquemos algún lugar donde dormir unas cuantas horas.
Podemos volver aquí después de mediodía.
Sean no contestó. Se alejó unos pasos de la última ventana que había estado mirando. Sin previo aviso, propinó al cristal un golpe de karate con el canto de la mano. La ventana explotó hacia dentro y se esparció sobre el suelo del interior.
Janet dio un salto hacia atrás y luego miró rápidamente por encima del hombro para ver si alguien había presenciado la escena. Volvió la vista hacia Sean y dijo:
—No lo hagamos. La policía nos está buscando ya por el episodio de Miami.
Sean estaba ocupado sacando del marco algunos fragmentos grandes.
—No hay alarma contra rotura —dijo.
Se encaramó rápidamente por la ventana y luego se giró para estudiarla cuidadosamente.
—No hay ningún tipo de alarma —repitió.
Abrió el pestillo de la ventana y tiró de él hacia arriba.
Luego alargó la mano hacia Janet.
Janet se cruzó de brazos.
—No quiero participar en esto.
—Por favor —insistió él—. No habría forzado esta ventana si no hubiese considerado que la cuestión tiene una extraordinaria importancia. Están pasando cosas raras y aquí podemos encontrar algunas respuestas. Confía en mí.
—¿Y si llega alguien? —preguntó Janet.
Giró la cabeza y volvió a mirar nerviosamente por encima del hombro.
—No vendrá nadie —dijo Sean—. Son las siete y media de la mañana de un domingo. Además, sólo voy a mirar un poco.
Saldremos en quince minutos, te lo prometo. Y si esto te consuela, dejaremos un billete de diez dólares para pagar la ventana.
Después de todo lo que había pasado ya, Janet imaginó que no tenía mucho sentido resistirse. Dejó que Sean la ayudara a saltar por la ventana.
Estaban en un lavabo de hombres. Se percibía el olor perfumado del desinfectante de una pastilla ovalada y rosada en la base del urinario adosado a la pared.
—¡Quince minutos! —dijo Janet mientras abrían precavidamente la puerta.
Fuera del lavabo de hombres había una sala que ocupaba toda la longitud de la casa. Una inspección rápida de la planta reveló la existencia de un gran laboratorio enfrente del lavabo de hombres, que también ocupaba toda la longitud del edificio.
Al mismo lado había un lavabo de mujeres, un almacén, un despacho y una escalera.
Sean fue abriendo cada puerta e inspeccionando su interior.
Janet miraba por encima del hombro. Sean entró en el laboratorio y recorrió el pasillo central mirando a ambos lados.
El suelo era de plástico de vinilo gris, los armarios de plástico laminado con un tono gris más claro y los mostradores, blancos.
—Parece un laboratorio clínico normal —dijo—, sin pretensiones. Está todo el equipo corriente.
Se detuvo en la sección de microbiología e inspeccionó una incubadora llena de platos petri.
—¿Te sorprende? —preguntó Janet.
—No, pero esperaba algo más —dijo Sean—. No hay una sección de patología para procesar las biopsias. Me dijeron que enviaban aquí las biopsias.
Volvieron a la sala principal y Sean se dirigió a la escalera.
Subió los peldaños. Arriba había una sólida puerta metálica.
Estaba cerrada con llave.
—Vaya, vaya… —dijo Sean—. Esto nos ocupará más de quin ce minutos.
—Me lo prometiste —dijo Janet.
—Pues mentí —dijo Sean mientras inspeccionaba la cerradura—. Si encuentro alguna herramienta adecuada podrían ser dieciséis minutos.
—Ya han pasado catorce —dijo Janet.
—Por favor —dijo Sean—. Vamos a ver si podemos encontrar algo que nos sirva de barra de tensión y un alambre grueso de ganzúa.
Bajó de nuevo las escaleras. Janet lo siguió.
El Sea King alquilado por Sterling aterrizó con un gruñido de neumáticos a las siete cuarenta y cinco de la mañana en el aeropuerto de Cayo Hueso y se dirigió hacia la terminal de aviación general. En la terminal comercial, situada al lado, un avión regular de American Eagle estaba en el proceso final de embarque.
Cuando Sterling recibió la respuesta de la empresa chárter eran ya casi las cinco de la madrugada. Después de algunas presiones, entre las que se incluyó la promesa de pagar más, quedaron en que el avión partiría hacia las seis, pero problemas para repostar retrasaron la partida hasta las seis y cuarenta y cinco.
Sterling y Wayne aprovecharon el retraso para dormir un poco. Primero en el Edgewater Beach y luego en la sala de espera del aeropuerto. También durmieron durante la mayor parte del vuelo.
Al llegar al edificio de aviación general de Cayo Hueso Sterling vio a un hombre bajo con calvicie incipiente que miraba por la ventana delantera. Tenía en la mano un vaso de porexpán humeante.
Cuando Sterling y Wayne bajaron del avión, aquel hombre se les acercó y se presentó. Era Kurt Wanamaker: una persona corpulenta de rostro ancho y bronceado. El poco pelo que le quedaba estaba descolorido por el sol.
—Fui al laboratorio a las siete y cuarto —dijo Kurt mientras se dirigían a su Chrysler Cherokee—. Todo estaba en calma.
Creo que ustedes se les han adelantado, suponiendo que ellos tuvieran realmente intención de venir.
—Vayamos directamente al laboratorio —dijo Sterling—. Me gustaría estar allí cuando el señor Murphy fuerce la entrada, si lo hace. De este modo podríamos hacer algo más que entre garlo a la policía.
—Esto debería servir —dijo Sean.
Había cerrado fuertemente los ojos mientras manipulaba los dos recambios de bolígrafo. Había doblado uno de ellos en ángulo recto para que sirviera de barra de tensión.
—¿Qué estás haciendo ahora exactamente? —preguntó Janet.
—Ya te lo conté en el Forbes —dijo Sean—. Cuando estábamos entrando en el almacén de seguridad de las fichas médicas. Se llama «menear las clavijas». Hay cinco pequeñas clavijas que sujetan el cilindro para que no gire. Ah, ya está.
La cerradura cedió con un ligero ruido. La puerta se abrió.
Sean entró primero. No había ventanas. El interior era tan oscuro como una noche sin luna, y sólo entraba la luz procedente de la escalera. Mientras Sean tanteaba la pared a la izquierda de la puerta, su mano topó con un conjunto de interruptores. Los abrió todos a la vez y el techo entero se iluminó.
—¡Vaya! ¡Mira esto! —dijo Sean totalmente asombrado.
Aquel era el laboratorio que había esperado encontrar en el edificio de investigaciones del Centro Forbes contra el Cáncer.
Era enorme, abarcaba toda la planta. También era muy blanco, con suelo blanco, armarios blancos y paredes blancas.
Sean avanzó lentamente por el pasillo central admirando el equipo.
—¡Aquí todo es nuevo! —dijo con admiración. Puso la mano sobre una máquina encima de una mesa—. Y lo mejor de lo mejor. Este es un instrumento automatizado para el southern blotting. Por lo menos cuesta doce mil dólares. Y allí está el espectrofotómetro de quimioluminiscencia más moderno. Sólo cuesta veintitrés de los gordos. Y ahí hay una unidad de cromatografía de fase líquida. Pongamos que vale veinte. Y allí un clasificador automático de células. Esto sale a ciento cincuenta. ¡Y, Dios mío!
Sean se detuvo con reverencia ante un aparato especial en forma de huevo.
—No acerques la tarjeta de crédito a este monstruo —dijo—. Es un resonador magnético nuclear. ¿Tienes idea de lo que cuesta esta preciosidad?
Janet movió negativamente la cabeza.
—Puedes proponer medio millón de dólares —dijo Sean—. Y si tienen esto, significa que también tienen un defractor de rayos X.
Continuaron andando y Sean llegó a un recinto acristalado.
Dentro pudo ver una campana de máxima contención de tipo III, de hileras e hileras de incubadoras de cultivo tisular.
Sean intentó abrir la puerta de cristal. La puerta se abrió y tuvo que apoyarse contra ella para contrarrestar la succión que la cerraba. La presión del interior del laboratorio de virus era inferior a la del resto del laboratorio para que no escapara ningún organismo.
Sean entró en la zona de máxima contención e indicó a Janet que se quedara donde estaba. Primero fue al congelador horizontal y levantó la tapa. La temperatura del termómetro interior señalaba 60.ºC. Dentro del congelador había múltiples estantes con pequeños frascos. En cada frasco había un cultivo de virus congelado.
Sean cerró el congelador y pasó a algunas de las incubadoras de cultivo tisular. Se mantenían a 36,5OºC, para imitar la temperatura normal del cuerpo de una persona.
Sean se acercó a la mesa y cogió algunas fotomicrografías electrónicas de virus isométricos y los correspondientes dibujos de las cápsulas víricas, que parecían dibujos de ingeniería.
Estos dibujos reproducían la simetría icosaédrica de los caparazones de los virus y tenían mediciones reales de los capsómetros. Sean observó que las partículas víricas tenían un diámetro general de 43 nanómetros.
Sean salió de la zona de máxima contención y pasó a una zona que sentía mucho más familiar. Al parecer, toda una sección del laboratorio estaba dedicada al estudio de oncogenes. Exactamente lo que Sean estaba haciendo en Boston, con la diferencia de que aquí todo el equipo de laboratorio era nuevo. Sean fue inspeccionando melancólicamente los estantes llenos con los reactivos necesarios para aislar oncogenes y sus productos, las oncoproteínas.
—Aquí tienen lo más moderno —dijo.
En la sección de oncogenes había más incubadoras de cultivo tisular del tamaño de neveras con capacidad para mil botellas de vino. Abrió la puerta de una de ellas y leyó los nombres de las líneas celulares.
—Aquí podría trabajar bien —dijo después de cerrar la incubadora.
—¿Es esto lo que esperabas? —preguntó Janet.
Le había seguido como un perrito, excepto cuando entró en la zona de máxima contención.
—Más de lo que yo esperaba —dijo Sean—. Seguramente es aquí donde trabaja Levy. Supongo que la mayor parte de este equipo proviene de la zona prohibida de la sexta planta del edificio de investigaciones del Forbes.
—¿Qué deduces de todo esto? —preguntó Janet.
—Deduzco que necesito pasarme unas cuantas horas más en el laboratorio del Forbes —dijo Sean—. Creo que…
Sean no pudo acabar. Se oyeron voces y ruidos de pasos que subían por la escalera. Janet, con un gesto de pánico, se tapó la boca con la mano. Sean la agarró y sus ojos recorrieron desesperadamente la zona del laboratorio, para encontrar un lugar donde esconderse. No había escapatoria posible.