VIERNES, 26 DE FEBRERO 9.15 a. m.
—¡Dios mío, aquí está! —dijo Sean Murphy.
Agarró frenéticamente el montón de fichas que tenía delante y se precipitó hacia la sala de detrás del puesto de enfermeras de la séptima planta del edificio Weber del Hospital Boston Memorial.
Peter Colbert, un compañero de tercer curso de doctorado en Harvard, aturdido por esta interrupción repentina, inspeccionó la escena. Nada se salía de lo ordinario. Parecía una sala ajetreada de medicina interna de un hospital como cualquier otra. El puesto de enfermeras era una activa colmena con la recepcionista de la planta y cuatro enfermeras en plena acción.
Había también varios enfermeros que transportaban a pacientes empujando sus camillas. Podía oírse música de órgano que se filtraba desde el salón de la planta y que era el acompañamiento de un melodrama televisivo que se emitía de día. La única persona que se acercaba al puesto de enfermeras sin ser del lugar era una atractiva enfermera, a la que Peter dio una calificación de ocho a nueve puntos sobre diez. Se llamaba Janet Reardon. Peter sabía algo sobre ella. Era la hija de una de las viejas familias privilegiadas de Boston, una chica reservada e intocable.
Peter se apartó del mostrador donde había estado sentado cerca del fichero de los historiales médicos y abrió de un empujón la puerta que comunicaba con el cuarto de atrás. El cuarto era una oficina para todo con encimeras, un terminal de ordenador y una neverita. Las enfermeras guardaban allí sus informes después de cada turno, y las que se traían de casa la comida en una bolsa la utilizaban como comedor. Al fondo había un lavabo.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó Peter.
Estaba intrigado, por no decir más.
Sean estaba apoyado contra la pared con las fichas apretadas contra el pecho.
—¡Cierra la puerta! —ordenó Sean.
Peter entró en el cuarto.
—¿Te has ido con Reardon?
Era una pregunta y una afirmación asombrada. Habían pasado casi dos meses desde que había empezado la rotación entre servicios de Peter y de Sean en el tercer curso de medicina. Sean se había fijado en Janet y había preguntado a Peter por ella.
—¿Quién diablos es esa? —había preguntado Sean.
Estaba con la boca abierta. Tenía delante a una de las mujeres más guapas que había visto nunca. La chica estaba bajando de una encimera después de sacar algo del último e inaccesible estante de un armario. Sean comprendía que aquella figura podía haber adornado cualquier revista.
—No es tu tipo —le había dicho Peter—. Así que, cierra la boca. Comparada contigo es una reina. Conozco a varios que han intentado salir con ella. Es imposible.
—Nada es imposible —dijo Sean mientras contemplaba a Janet con una asombrada admiración.
—Un chico de barrio como tú nunca podrá marcarse un tanto, y menos en primera división.
—¿Qué te apuestas? —le había desafiado Sean—. Por ejemplo, cinco billetes si te equivocas. Estará hambrienta deseando mi cuerpo cuando acabemos medicina.
En aquella ocasión Peter simplemente se había echado a reír. Ahora su compañero le inspiraba más respeto. Pensaba que en aquellos dos últimos meses de continuo trabajo había tenido tiempo para conocer bien a Sean, pero ahora su compañero acababa de darle una sorpresa en el último día de carrera.
—Entorna un poco la puerta y mira si se ha ido —dijo Sean.
—Esto es ridículo —dijo Peter, pero abrió la puerta unos centímetros. Janet estaba todavía en el mostrador hablando con Carla Valentine, la jefa de enfermeras. Peter cerró de nuevo la puerta.
—Sigue allí —dijo.
—¡Mierda! —exclamó Sean—. No quiero encontrarme con ella precisamente ahora. Tengo mucho que hacer y no quiero que me haga una escena. No sabe que me voy a Miami para seguir aquel curso optativo en el Centro Forbes contra el Cáncer. No quiero decírselo hasta el sábado por la noche. Sé que se va a cabrear.
—¿O sea que has estado saliendo con ella?
—Sí, nos lo hemos tomado bastante en serio —dijo Sean—. Por cierto, ahora recuerdo que me debes cinco billetes. Y he de decirte que no fue fácil; al principio apenas hablaba conmigo. Pero al final, mi encanto y mi persistencia dieron resultado. Creo que lo más importante fue la insistencia.
—¿Te la tiraste? —preguntó Peter.
—No seas basto —replicó Sean.
Peter rio.
—¿Yo, basto? Quítate que me tiznas, le dijo la sartén al cazo.
—Lo malo es que se lo está tomando en serio —dijo Sean—. Se cree que porque dormimos juntos un par de veces, tenemos algún compromiso.
—¿Me estás hablando de matrimonio? —preguntó Peter.
—Yo no quiero —dijo Sean—. Pero creo que ella está pensándolo. Es absurdo, sobre todo si tenemos en cuenta que sus padres me odian. Y además, mierda, sólo tengo veintiséis años.
Peter abrió la puerta de nuevo.
—Está todavía hablando con una enfermera. Seguramente es su hora de descanso.
—¡Magnífico! —dijo Sean sarcásticamente—. Supongo que podré trabajar aquí dentro. Tengo que acabar esta alta médica antes de admitir a otro paciente.
—Me quedaré contigo —dijo Peter.
Salió un momento y volvió con algunas de sus fichas.
Trabajaron en silencio utilizando las tarjetas de 7,5 por 12,5 centímetros que llevaban en el bolsillo con los últimos resultados de laboratorio de sus pacientes. La tarea consistía en resumir cada caso para los doctorandos que comenzarían sus turnos el próximo primero de marzo.
—Este ha sido un caso muy interesante —dijo Sean al cabo de media hora. Levantó en el aire las fichas del abultado historial—. A no ser por ella, no me habría enterado de la existencia del Centro Forbes contra el Cáncer.
—¿Estás hablando de Helen Cabot? —preguntó Peter.
—Justamente.
—Te tocan todos los casos interesantes, sinvergüenza —dijo Peter—. Y Helen también es guapa. Todos los médicos consultores reclamaban ansiosos hacerse cargo del caso.
—Sí, pero resultó que esta belleza tenía tumores cerebrales múltiples —dijo Sean. Abrió el historial y hojeó algunas de sus doscientas fichas—. Es triste. Sólo tiene veintiún años y es evidente que está en fase terminal. Su última esperanza es que la acepten en el Forbes. En aquel centro están teniendo una suerte extraordinaria con el tipo de tumor que ella padece.
—¿Llegó ya su informe final de patología?
—Llegó ayer —dijo Sean—. Tiene meduloblastoma. Es bastante raro; sólo un dos por ciento aproximadamente de todos los tumores cerebrales son de este tipo. Leí algunas referencias y podré lucirme cuando la visite esta tarde. Este tipo de tumor afecta generalmente a niños.
—Es decir que es un caso desgraciadamente excepcional —comentó Peter.
—No tan excepcional —dijo Sean—. Un veinte por ciento de meduloblastomas se dan en pacientes de más de veinte años.
Lo que sorprendió a todo el mundo, y lo que impidió adivinar el tipo celular fue que se observaran velocidades de crecimiento distintas. Al principio quien la atendía pensó que era cáncer metastático, probablemente de un ovario. Pero se equivocó.
Ahora tiene intención de enviar un artículo al New England Journal of Medicine.
—Alguien dijo que no sólo era guapa sino rica —dijo Peter, lamentando de nuevo no haberla tenido de paciente.
—Su padre es el director ejecutivo de Software Inc. —dijo Sean—. Es evidente que los Cabot no tendrán que hacer sacrificios. Su dinero les permite desde luego enviarla a un lugar como el Forbes. Confío en que los de Miami puedan hacer algo por ella. Además de ser guapa, es simpática. He pasado algunos ratos con ella.
—Recuerda que los médicos no deben enamorarse de sus pacientes —dijo Peter.
—Helen Cabot podría tentar a un santo.
Janet Reardon tomó las escaleras para volver a pediatría, en la quinta planta. Había dedicado los quince minutos de la pausa del café para buscar a Sean. Las enfermeras de la séptima le dijeron que le habían visto trabajando con el alta médica, pero que no tenían ni idea de adónde había ido. Janet estaba preocupada. Desde hacía semanas no dormía bien y se despertaba a las cuatro o las cinco de la madrugada, bastante antes de que sonara el despertador. El problema era Sean y su relación con él. Cuando le conoció le había desagradado su actitud ruda y petulante, aunque también le habían atraído sus rasgos mediterráneos, su pelo negro y sus sorprendentes ojos azules.
Antes de conocer a Sean no comprendía lo que significaba el término «irlandés negro».
Cuando Sean empezó a perseguirla, Janet se había resistido.
Ella pensaba que no tenían nada en común, pero él no quiso darse por enterado. Y su aguda inteligencia había despertado la curiosidad de la chica.
Al final Janet había salido con él pensando que bastaría una cita para que se esfumara la atracción. Pero no fue así. Pronto descubrió que su actitud rebelde era un afrodisíaco poderoso.
Janet dio un vuelco sorprendente y decidió que todos sus antiguos amigos habían sido demasiado normales, como el típico socio del Club de Caza Myopia. Comprendió de repente que su personalidad había estado condicionada por la esperanza de formar un matrimonio semejante al de sus padres, con una persona aceptable convencionalmente. Fue entonces cuando se apoderó firmemente de su corazón el rudo atractivo de Sean, un chico del barrio de Charlestown, y cuando Janet se dio cuenta de que estaba enamorada.
Janet llegó al puesto de enfermeras de la planta de pediatría y vio que todavía le quedaban unos minutos de la pausa.
Empujó la puerta del cuarto de detrás y se dirigió a la máquina de cafés. Necesitaba un chute para poder acabar la jornada.
—Parece como si hubieras perdido a un paciente —dijo una voz.
Janet se volvió y vio a Dorothy MacPherson, una enfermera de aquella planta de quien se había hecho amiga, sentada y con los pies enfundados en calcetines apoyados contra el mostrador.
—Algo parecido —dijo Janet mientras se servía un café.
Sólo se permitió media taza. Se acercó luego a Dorothy y se sentó pesadamente en una de las mesas metálicas de oficina.
—¡Los hombres! —agregó con un suspiro de frustración.
—Este lamento me suena —dijo Dorothy.
—Mi relación con Sean Murphy no lleva a ninguna parte —dijo Janet finalmente—. Es algo que me está molestando de veras y tengo que hacer algo para solucionarlo. Además —añadió riendo—, no estoy dispuesta a admitir que mi madre acertó de lleno cuando le juzgó.
Dorothy sonrió.
—Lo entiendo muy bien.
—Hemos llegado a un punto en que creo que me está evitando —dijo Janet.
—¿Habéis hablado? —preguntó Dorothy.
—Lo intenté —dijo Janet—. Pero hablar sobre sentimientos no es uno de sus puntos fuertes.
—No importa —dijo Dorothy—. Quizá deberías intentarlo esta noche y contarle lo que acabas de decirme.
¡Ja! —rio Janet con desdén—. Es la noche del viernes. No podemos.
—¿Tiene turno? —preguntó Dorothy.
—No —dijo Janet—. Cada viernes por la noche, él y sus compinches de Charlestown se reúnen en un bar de la zona.
Las amigas y las esposas no están invitadas. Es la proverbial noche de los chicos. Y en su caso se trata de una tradición irlandesa, que incluye las típicas peleas.
—Qué horrible —dijo Dorothy—. Una podría imaginarse que, después de cuatro años en Harvard, un año de biología molecular en el MIT y ahora tres años para doctorarse, podía haber superado todo esto. En cambio, parece como si estos viernes por la noche fueran cada vez más importantes para él.
—Yo no lo toleraría —dijo Dorothy—. Pensaba que el fetichismo de mi marido con el golf era malo, pero veo que no es nada comparado con lo que me cuentas. ¿Hay líos de mujeres en estas salidas nocturnas de los viernes?
—A veces suben a Revere. Allí hay un club de strip-tease.
Pero generalmente Sean y los chicos se limitan a beber cerveza, contarse chistes y mirar partidos en un televisor de pantalla grande. Por lo menos, eso me cuenta él. Como comprenderás, yo no he estado nunca.
—¿Quizá deberías preguntarte por qué sales con este hombre? —dijo Dorothy.
—Me lo he preguntado —dijo Janet—. Sobre todo últimamente, y en especial desde que nos comunicamos tan poco. Es difícil incluso encontrar tiempo para hablar con él. No solamente está ocupado con todo el trabajo de la facultad de medicina, sino que también investiga. Sigue un programa de doctorado en Harvard.
—Seguramente es una persona inteligente —propuso Dorothy.
—Eso es lo único que le salva —dijo Janet. Y añadió—: Eso y su cuerpo.
Dorothy rio.
—Por lo menos hay un par de cosas que justifican tu ansiedad. Pero yo no permitiría a mi marido que se saliera con la suya y pasara los viernes por la noche de este modo. Me presentaría en el bar y le pondría en evidencia. Quizá todos los hombres son niños, pero tiene que haber algunos límites.
—No sé si yo podría hacer lo mismo —dijo Janet.
Pero mientras tomaba un sorbo de café, pensó un poco en esta posibilidad. El problema con su vida era que siempre había actuado muy pasivamente dejando que las cosas siguieran primero su curso y reaccionando después. Quizá por culpa de eso estaba metida en tantos problemas. Quizá le convenía darse ánimos y actuar con más decisión.
—¡MIERDA, MARCIE! —gritó Louis Martin—. ¿Dónde están aquellas proyecciones? Te dije que las quería sobre mi mesa.
Louis, para demostrar su enfado, aporreó con la mano el escritorio de cuero y proyectó por los aires una nube de documentos. Estaba irritable desde que se había despertado a las cuatro y media de la madrugada con un fuerte dolor de cabeza. Mientras estaba en el baño buscando una aspirina, había vomitado en el lavabo. El episodio le había alarmado. El vómito había surgido sin previo aviso y sin náuseas.
Marcie Delgado entró rápidamente en la oficina del jefe. Le había estado gritando y criticando durante todo el día. Alargó silenciosamente la mano, empujó un fajo de papeles sujetos con un clip metálico y lo dejó delante de él. Escrito en mayúsculas sobre la primera página se leía:
PROYECCIONES PARA
LA REUNION DEL CONSEJO
DEL 26 DE FEBRERO.
Louis, sin agradecer nada ni mucho menos dar excusas, agarró el documento y salió como una furia del despacho. Pero no llegó muy lejos. Después de dar una docena de pasos, le fue imposible recordar hacia dónde iba. Cuando finalmente recordó que se dirigía a la sala de juntas, no estaba seguro de dónde estaba la puerta.
—Buenas tardes, Louis —dijo uno de los directores, que iba detrás de él, mientras abría la puerta de la derecha.
Louis entró en la sala con una sensación de desorientación.
Aventuró una ojeada furtiva a las personas que estaban sentadas alrededor de la larga mesa de conferencias. Comprobó con consternación que era incapaz de reconocer ni un solo rostro.
Bajó los ojos para mirar el fajo de papeles que llevaba y los dejó caer todos al suelo. Le temblaban las manos.
Louis Martin estuvo de pie otro instante mientras se apagaba el ruido de voces en la sala. Todas las miradas estaban fijas en su rostro, que había adquirido una palidez fantasmal. Luego los ojos de Louis rodaron hacia arriba y su espalda se arqueó.
Cayó hacia atrás y la cabeza golpeó el suelo enmoquetado con un ruido sordo. Simultáneamente el cuerpo de Louis comenzó a temblar y se le desencadenaron unas contracciones musculares tónicas y clónicas.
Ninguno de los directores del consejo de administración había visto nunca un ataque de epilepsia y durante unos momentos quedaron inmovilizados. Finalmente uno de ellos superó su aturdimiento y acudió corriendo al lado del presidente caído. Entonces los demás reaccionaron a su vez y pidieron ayuda por teléfono.
Cuando llegó el personal de la ambulancia, el ataque había pasado. Louis se encontraba relativamente bien, aunque tenía dolor de cabeza y presentaba letargía. Ya no se sentía desorientado. De hecho, se alarmó cuando le dijeron que había tenido un ataque. Él pensaba que solamente se había desmayado.
La primera persona que vio a Louis en la sala de urgencias del Hospital Boston Memorial fue un médico residente que se presentó como George Carver. George parecía muy ocupado pero actuó sistemáticamente. Después de llevar a cabo un examen preliminar, dijo a Louis que debían internarlo, a pesar de que no se había consultado todavía al internista privado de Louis, Clarence Handlin.
—¿Es un ataque grave? —preguntó Louis.
Después de la operación de próstata que había sufrido dos meses antes, Louis no tenía muchas ganas de que le hospitalizaran de nuevo.
—Consultaremos con neurología —dijo George.
—¿Pero cuál es su opinión? —preguntó Louis.
—Los ataques de inicio repentino en un adulto sugieren la existencia de una enfermedad cerebral estructural —dijo George.
—¿Por qué no me lo cuenta en inglés? —dijo Louis.
Odiaba la jerga médica.
El residente se movió con cierto nerviosismo.
—Estructural significa exactamente esto —dijo evasivamente—. Hay algo anormal dentro del cerebro; no se trata únicamente de su funcionamiento.
—¿Se refiere a un tumor cerebral? —preguntó Louis.
—Podría ser un tumor —reconoció George.
—¡Dios mío! —exclamó Louis.
Sintió que le entraba un sudor frío.
Cuando George hubo calmado al paciente lo mejor que pudo, se fue al «pozo», como llamaban al centro de la sala de urgencias los que trabajaban en ella. Primero comprobó si el médico privado de Louis había llamado. Todavía no. Luego hizo llamar a un neurólogo residente. También dijo al recepcionista de urgencias que llamara al doctorando disponible para la siguiente admisión.
—Por cierto —dijo George al recepcionista antes de volver al cubículo donde le esperaba Louis Martin—, ¿cómo se llama este doctorando?
—Sean Murphy —dijo el recepcionista.
—¡Mierda! —dijo Sean cuando se apagó su busca.
Estaba seguro de que Janet había desaparecido desde hacía rato pero, por si las moscas, abrió la puerta cuidadosamente e inspeccionó la zona. Vio que no estaba y abrió del todo. Tuvo que utilizar el teléfono del puesto de enfermeras porque Peter había acaparado el del cuarto trasero para pedir los últimos informes del laboratorio. Antes de llamar a nadie, Sean se acercó a Carla Valentine, la jefa de enfermeras.
—¿Me estáis llamando vosotras? —preguntó con interés.
Confiaba en que así fuera, porque entonces sería para algún trabajo fácil. Pero Sean temía que la llamada procediera de admisión, o de urgencias.
—De momento no tienes nada —dijo Carla.
Sean marcó el número de la telefonista y se enteró de la noticia. Le querían en la sala de urgencias, y para una ad misión.
Sean sabía que cuanto antes preparara el historial y los datos físicos, mejor sería. Se despidió de Peter, que estaba todavía colgado del teléfono, y bajó a la planta de urgencias.
En circunstancias normales, Sean disfrutaba con las urgencias y con la sensación constante de emoción y prisa que ofrecían. Pero en la tarde de aquel último día de su turno de guardia, no quería más casos. Las tareas típicas de un doctorando de Harvard obligaban a trabajar durante horas y más horas y a llenar entre cuatro y diez páginas de notas apretadas.
—Es un caso interesante —dijo George cuando llegó Sean.
George estaba esperando una llamada de radiología.
—Siempre dice lo mismo —dijo Sean.
—No le engaño —dijo George—. ¿Ha visto alguna vez un papiledema?
Sean movió negativamente la cabeza.
—Tome un oftalmoscopio y observe las terminaciones nerviosas del individuo en ambos ojos. Parecen montañas en miniatura. Esto significa que la presión intracraneal es elevada.
George empujó la tablilla de urgencias por encima de la mesa hacia Sean.
—¿Qué tiene? —preguntó Sean.
—Imagino que un tumor cerebral —dijo George—. Sufrió un ataque mientras trabajaba.
En aquel momento, ocupó la línea alguien de radiología. La atención de George se centró entonces en buscar hora para practicar una exploración urgente con el aparato de tomografía computadorizada (ATC). Sean tomó el oftalmoscopio y se fue a ver al señor Martin. Sean no era especialmente hábil con el instrumento, pero con algo de insistencia por su parte y de paciencia por parte de Louis, pudo ver unas imágenes huidizas de terminaciones nerviosas en forma de montículo.
Escribir el historial y los datos físicos de un paciente era una tarea laboriosa en la mejor de las circunstancias, pero hacerlo en la sala de urgencias y luego en radiología a la espera de la exploración con el ATC era diez veces más difícil. Sean insistió e hizo a Louis Martin todas las preguntas que se le ocurrieron, especialmente sobre la enfermedad actual. Lo que Sean pudo descubrir y que nadie más sabía era que Louis Martin había tenido algunos dolores de cabeza pasajeros, fiebre, náuseas y vómitos aproximadamente una semana después de la intervención de próstata a la que se había sometido a principios de enero. Sean había descubierto esta información poco antes de que comenzara la exploración final de Louis con el ATC. El técnico tuvo que comunicar a Sean que saliera de la sala del ATC y pasara a la sala de control momentos antes de empezar el estudio.
Además del técnico que manejaba el aparato de ATC, había otras personas en la sala de control, entre ellas el doctor Clarence Handlin, el internista de Louis Martin, George Carver, el residente médico y Harry O’Brian, el neurólogo residente de guardia. Todos estaban agrupados en torno a la pantalla de rayos catódicos, esperando que aparecieran los primeros «cortes».
Sean llevó aparte a George un momento y le contó la historia del dolor de cabeza, la fiebre y las náuseas.
—Descubrimiento interesante —dijo George mientras tiraba pensativamente de su barbilla. Era evidente que estaba intentando relacionar estos primeros síntomas con el problema presente—. Lo curioso es la fiebre —añadió—. ¿Dijo que tuvo mucha fiebre?
—Unas décimas —respondió Sean—. Como si hubiera pillado un resfriado, o algo de gripe. Fuera lo que fuese desapareció completamente.
—Puede haber alguna relación —dijo George—. En todo caso, el paciente está realmente enfermo. La exploración preliminar con el ATC mostraba dos tumores. ¿Se acuerda de Helen Cabot en la planta de arriba?
—¿Cómo voy a olvidarla? —dijo Sean—. Todavía es mi paciente.
—Los tumores de ese individuo se parecen mucho a los suyos —dijo George.
El grupo de doctores que estaba alrededor de la pantalla de rayos catódicos empezó a hablar excitadamente. Comenzaban a salir las primeras secciones. Sean y George se pusieron detrás y miraron por encima de sus hombros.
—Aquí están de nuevo —dijo Harry señalando con la punta de su martillo de percusión—. Es evidente que son tumores.
No cabe la menor duda. Y aquí hay uno pequeño.
Sean intentó verlo.
—Lo más probable es que sean metástasis —dijo Harry—. Tumores múltiples de este tipo tienen que proceder de algún otro lugar. ¿Era benigna su próstata?
—Completamente —dijo el doctor Handlin—. Ha gozado de buena salud toda su vida.
—¿Tabaco? —preguntó Harry.
—No —dijo Sean.
Los de delante se apartaron un poco para que Sean pudiera ver mejor la pantalla.
—Deberemos hacer un examen metastático completo —dijo Harry.
Sean se inclinó para ver mejor la pantalla. Las zonas de reducida absorción eran visibles incluso para una persona como él, sin experiencia. Pero lo que realmente le sorprendió era lo mucho que se parecían a los tumores de Helen Cabot, como había dicho George. Y al igual que los de ella, estaban todos en el cerebro. Este había sido un aspecto especialmente interesante en el caso de Helen Cabot, puesto que los meduloblastomas aparecen generalmente en el cerebelo y no en el cerebro.
—Ya sé que estadísticamente uno tiene que imaginar una metástasis de los pulmones, el colon o la próstata —dijo George—. Pero ¿cuál es la probabilidad de encontrar un tumor semejante al de Helen Cabot? En otras palabras, un cáncer cerebral primario multifocal como el meduloblastoma.
Harry movió negativamente la cabeza.
—Recuerda que cuando oyes ruido de cascos, debes pensar en caballos, no en cebras. El caso de Helen Cabot es único, aunque recientemente ha habido información sobre un par de casos semejantes en todo el país. De todos modos, estoy dispuesto a apostarme lo que sea a que estamos viendo aquí tumores metastáticos.
—¿En qué servicio crees que debería estar? —preguntó George.
—Seis de uno y media docena de otro —dijo Harry—. Si está en neurología, necesitaremos un consultor de medicina interna para el trabajo de metástasis. Si está en medicina interna, necesitaremos a un consultor de neurología.
—Puesto que nosotros nos quedamos con Cabot —propuso George—, ¿qué os parece si vosotros os quedáis con él? En todo caso vosotros tenéis mejores relaciones con la neurocirugía.
—Por mí que se quede —dijo Harry.
Sean masculló una maldición. Todo su trabajo de historial y examen físico quedaba reducido a la nada. El paciente ingresa ría en neurología y por lo tanto el doctorando que trabajara allí se llevaría todo el mérito. Pero por lo menos esto significaba que Sean quedaba libre.
Sean hizo un gesto a George indicando que le vería más tarde en su turno y luego salió silenciosamente de la sala del aparato de A T C. Sean se tomó tiempo para una visita, aunque iba ya atrasado con sus altas médicas. Después de haber pensado en Helen Cabot y de haber hablado sobre ella, le entraron ganas de visitarla. Salió del ascensor en la séptima planta, se fue directamente a la habitación 708 y llamó a la puerta entreabierta.
Helen Cabot todavía era atractiva, a pesar de llevar la cabeza rasurada y presentar una serie de marcas con rotulador azul en el cuero cabelludo. Sus rasgos eran delicados, lo que hacía destacar sus grandes y brillantes ojos verdes. Su cutis tenía la perfección translúcida de una modelo. Sin embargo, estaba pálida y no había duda de que estaba enferma. Pero su rostro se iluminó cuando vio a Sean.
—Mi doctor favorito —dijo.
—Futuro doctor —le corrigió Sean.
No le gustaba la broma de jugar a doctores como hacían muchos estudiantes. Desde que había terminado la escuela secundaria, se había sentido siempre como un impostor que interpretaba primero el papel de estudiante en Harvard, de graduado luego en el MIT y ahora de doctorando en Harvard.
—¿Te has enterado de la buena noticia? —preguntó Helen.
Se sentó en la cama a pesar de la debilidad que le provocaban los muchos ataques que estaba sufriendo.
—Dime —contestó Sean.
—Me han aceptado en el protocolo del Centro Forbes contra el Cáncer —dijo Helen.
—¡Magnífico! —dijo Sean—. Ahora ya puedo contarte que también yo me voy allí. Preferí esperar a comunicártelo hasta que supiera que tú también ibas.
—¡Qué maravillosa coincidencia! —dijo Helen—. Ahora ya se que tengo un amigo allí. Estás enterado, supongo, de que allí han conseguido una remisión del cien por cien con el tipo de tumor que yo tengo.
—Lo sé —dijo Sean—. Son unos resultados increíbles. Pero no es una coincidencia que vayamos allí los dos. Supe que existía el Centro Forbes contra el Cáncer gracias a tu caso. Como ya te dije, mis investigaciones tienen por objeto las bases moleculares del cáncer. Por eso me interesó extraordinariamente descubrir una clínica que consigue un cien por cien de éxitos en el tratamiento de un cáncer específico. Me sorprendió no haber leído nada sobre ello en la bibliografía médica. En todo caso, quiero ir allí y descubrir exactamente lo que están haciendo.
—El tratamiento todavía es experimental —dijo Helen—. Mi padre cuando me lo contó hizo hincapié en esto. Creemos que han evitado publicar sus resultados porque primero quieren estar absolutamente seguros de lo que dicen. Pero, tanto si han publicado como si no, estoy muriéndome de impaciencia por ir y empezar el tratamiento. Es el primer rayo de esperanza desde que comenzó esta pesadilla.
—¿Cuándo te vas? —preguntó Sean.
—La semana que viene —dijo Helen—. ¿Y tú?
—Me pondré en camino el domingo al amanecer. Pienso estar allí el martes a primera hora. Te esperaré.
Sean alargó la mano y apretó el hombro de Helen.
Helen sonrió y puso su mano sobre la de Sean.
Después de finalizar el informe, Janet volvió a la séptima planta para buscar a Sean. De nuevo las enfermeras le dijeron que había pasado por allí hacía unos minutos pero al parecer se había esfumado. Le propusieron que le llamara por los altavoces, pero Janet quería pillarle desprevenido. Puesto que ya eran más de las cuatro Janet pensó que el mejor lugar para encontrar a Sean sería el laboratorio del doctor Clifford Walsh.
El doctor Walsh era el director de tesis de Sean.
Para llegar hasta allí, Janet tuvo que salir del hospital, arroparse contra el viento invernal, recorrer un sector de la Longfellow Avenue, cruzar el rectángulo de la facultad de medicina y subir a la tercera planta. Antes de abrir la puerta del laboratorio, vio que había acertado. Reconoció la figura de Sean a través del cristal biselado. Su manera de moverse era lo que mejor le delataba. Tenía una agilidad sorprendente para una persona de cuerpo fornido y musculoso como el suyo.
Todos sus movimientos eran precisos. Sean hacía las cosas con rapidez y eficiencia.
Janet entró en la sala, cerró la puerta y dudó un momento.
Estuvo unos instantes embelesada contemplando a Sean. Además de Sean había tres personas más trabajando activamente.
En la radio sonaba música clásica. Nadie hablaba.
Era un laboratorio bastante anticuado y estrecho con bancos de trabajo recubiertos de saponita. El equipo más nuevo eran los ordenadores y una serie de analizadores de sobremesa. Sean le había explicado a Janet en varias ocasiones el tema de su tesis de doctorado, pero Janet todavía no estaba completamente segura de entenderlo todo. Sean estaba investigando genes especializados llamados oncogenes que podían impulsar a una célula a convertirse en cancerosa. Sean le contó que al parecer los oncogenes derivaban de genes normales encarga dos del «control celular» que eran capturados por algunos tipos de virus, llamados retrovirus, para estimular la producción de más virus en futuras células huésped.
Janet había asentido cuando le tocaba hacerlo en las pausas de estas explicaciones, pero sentía que le interesaba más el entusiasmo de Sean que la materia tratada. También compren día que necesitaba algunas lecturas básicas sobre genética molecular para poder comprender la especialidad que Sean estaba estudiando. Sean solía imaginar que ella sabía más de lo que en realidad sabía sobre una disciplina donde los avances se producían a una velocidad de vértigo. Mientras Janet contemplaba a Sean desde la puerta concentrada en la V que formaban sus amplias espaldas y su estrecho talle, sintió curiosidad por lo que estaba haciendo en aquel momento. En marcado contraste con muchas otras visitas que había hecho allí en los últimos tres meses, Sean no estaba preparando uno de los analizadores.
Parecía más bien que estuviera separando objetos y limpiándolos. Después de estar mirándolo varios minutos con la esperanza de que se diera cuenta de su presencia, Janet avanzó y se puso detrás de él. Janet era relativamente alta, puesto que medía 1,68 y Sean sólo medía 7 centímetros más, por lo que casi podían mirarse directamente a los ojos, especialmente cuando Janet llevaba tacones.
—¿Puedo preguntar lo que estás haciendo? —dijo Janet de repente.
Sean se sobresaltó. Estaba tan concentrado en su tarea que no había notado su presencia.
—Estaba limpiando —dijo con voz culpable.
Janet se inclinó hacia él y clavó la mirada en sus ojos de color azul brillante. Él le aguantó la mirada un momento, pero luego apartó los ojos.
—¿Limpiando? —preguntó Janet. Su mirada recorrió el banco de laboratorio que estaba ahora reluciente—. ¡Vaya novedad! —Luego volvió a mirar a Sean—. ¿Qué está pasando aquí?
Tu zona de trabajo está en un estado inmaculado, como nunca.
¿Hay algo que no me hayas contado?
—No —dijo Sean. Luego se detuvo un momento antes de añadir—: Bueno, sí, hay algo. Me voy para seguir un curso optativo de investigación de dos meses.
—¿Dónde?
—En Miami, Florida.
—Y no ibas a decirme nada…
—Claro que sí. Quería explicártelo mañana por la noche.
—¿Cuándo te vas? —El domingo.
La mirada irritada de Janet recorrió la sala. Sus dedos repiqueteaban sobre el banco de trabajo. Se preguntó a sí misma qué había hecho para merecer aquel trato. Volvió a mirar a Sean y dijo:
—¿Ibas a esperar hasta la última noche para contármelo?
—Lo supe esta semana. Hasta hace un par de días no era seguro que fuera. Quería esperar el momento oportuno.
—Teniendo en cuenta nuestra relación, el momento oportuno hubiese sido cuando te enteraste. ¿Miami? ¿Y por qué precisamente ahora? ¿Recuerdas la paciente de quien te hablé? ¿La que tenía meduloblastoma?
—¿Helen Cabot? ¿La atractiva estudiante?
—Sí —dijo Sean—. Cuando leí sobre su tumor, descubrí…
—Calló un momento.
—¿Descubriste qué? —preguntó Janet.
—No lo descubrí en mis estudios —se corrigió Sean—. Uno de sus médicos dijo que su padre se había enterado de un tratamiento que, al parecer, consigue un cien por cien de remisiones. El protocolo sólo se utiliza en el Centro Forbes contra el Cáncer.
—Entonces decidiste ir. Así de sencillo.
—No es exactamente así —dijo Sean—. Hablé con el doctor Walsh, y resultó que conocía al director, un tal Randolph Mason. Hace algunos años trabajaron juntos en el Instituto Nacional de la Salud. El doctor Walsh le habló de mí y consiguió que me invitara.
—Este no es un buen momento para hacer eso —dijo Janet—. Sabes que estoy preocupada por nosotros.
Sean se encogió de hombros:
—Lo siento. Pero ahora dispongo de tiempo y las consecuencias pueden ser importantes. Mi investigación toca la base molecular del cáncer. Si consiguen remisiones en el cien por cien de los casos de un tumor específico, el hecho debe de tener repercusiones para todos los cánceres.
Janet se sintió débil. Tenía los sentimientos a flor de piel.
Que Sean se fuera durante dos meses en aquel momento le parecía la peor decisión para su estado anímico. Sin embargo sus motivos eran nobles. No se iba al Club Med o a otro lugar semejante. ¿Cómo podía enfadarse con él o intentar detenerlo?
La confusión de Janet era total.
—Existe el teléfono —dijo Sean—. No me voy a la luna. Sólo será un par de meses. Y tú ya comprendes que esto podría ser muy importante.
—¿Más importante que nuestra relación? —balbuceó Janet—. ¿Más importante que el resto de nuestras vidas?
Casi enseguida Janet comprendió que estaba actuando tontamente. Aquellos comentarios parecían poco maduros.
—Bueno, no empecemos a pelearnos por cosas que no pueden compararse —dijo Sean.
Janet suspiró profundamente mientras luchaba para retener las lágrimas.
—Hablaremos de eso más tarde —consiguió decir—. Este no es precisamente el lugar para un enfrentamiento emocional.
—Esta noche no puedo —dijo Sean—. Es viernes…
—Y tienes que ir a tu estúpido bar —le interrumpió Janet.
Se dio cuenta de que otras personas del laboratorio estaban empezando a mirarles.
¡Janet, baja la voz! —dijo Sean—. Saldremos la noche del sábado, como teníamos previsto. Entonces hablaremos.
—Sabes lo preocupada que vas a dejarme yéndote así. No puedo comprender que seas incapaz de renunciar a pasarte una noche bebiendo con tus amigotes de mierda.
—Cuidado, Janet —le advirtió Sean—. Mis amigos son importantes para mí. Son mis raíces.
Durante un momento, sus ojos chocaron con una hostilidad palpable. Luego Janet dio media vuelta y salió a paso largo del laboratorio.
Sean, cohibido, miró a sus colegas. La mayoría apartó la mirada, pero el doctor Clifford Walsh no. Era un hombre alto, con una espesa barba, y llevaba una larga bata blanca con las mangas enrolladas hasta el codo.
—Los problemas no contribuyen a la creatividad —dijo—. Confío en que esta despedida poco alegre no influya sobre su comportamiento en Miami.
—En absoluto —dijo Sean.
—Recuerde que he hablado muy bien de usted —dijo el doctor Walsh—. Aseguré al doctor Mason que usted sería un buen elemento en su organización. Le gustó saber que tenía mucha experiencia con los anticuerpos monoclonales.
—¿Eso le dijo? —preguntó Sean desolado.
—Deduje de nuestra conversación que el tema le interesaba —explicó el doctor Walsh—. No se ponga de mal humor.
—Pero esto fue lo que hice hace tres años en el MIT —dijo Sean—. La química de las proteínas y yo hemos seguido caminos distintos desde entonces.
—Sé que ahora le interesan los oncogenes —dijo el doctor Walsh— pero usted quería el trabajo y yo hice lo que creí mejor para que le invitaran. Cuando llegue allí puede explicarle que prefiere trabajar en genética molecular. Le conozco bien y no creo que le cueste mucho comunicar sus deseos. Le pido solamente que lo haga con delicadeza.
—He leído algunos trabajos de la investigadora jefa —dijo Sean—. Son perfectos para mí. Ella procede del campo de los retrovirus y los oncogenes.
—Se trata de Deborah Levy —dijo el doctor Walsh—. Quizá consiga trabajar con ella. Pero tanto si lo consigue como si no, agradezca que le hayan invitado con tan poco tiempo.
—Pero no tengo ganas de hacer todo el viaje y tener que ocuparme allí de un trabajo rutinario.
—Prométame que no va a causar problemas —dijo el doctor Walsh.
—¿Yo? —preguntó Sean arqueando una ceja—. Me conoce bien y sabe que no.
—Le conozco demasiado bien —dijo el doctor Walsh—. Este es el problema. Sus modos pueden molestar, por no decir más, pero por lo menos dé gracias al Señor por su inteligencia.