John Plant es un hombre de 46 años que desde hace 23 padece de diabetes tipo 1. Se inyecta insulina cuatro veces por día y se mide el nivel de glucosa en la sangre varias veces diariamente. Además, sigue una dieta cuidadosa.
Antes de desarrollar la diabetes era una persona muy activa, participaba en deportes fuertes y practicaba senderismo y alpinismo. En esa época el médico le indicó que tenía que abandonar muchas de las actividades más extenuantes, porque nunca iba a saber su nivel de glucosa y esta podría descender rápidamente durante los ejercicios intensos. John desoyó el consejo y continuó con su activo estilo de vida. Se dio cuenta de que podía sentirse bien con una dosis mucho menor de insulina que la que su médico le había indicado, y solamente en contadas ocasiones sufrió de hipoglucemia. Desde entonces practica estas actividades sin limitación alguna. Su nivel de glucosa se mantiene generalmente entre 75 y 140. Su última prueba de hemoglobina A1c dio ligeramente elevada: 5,7 (vea el Capítulo 7). En un examen reciente de la vista, no mostró retinopatía diabética (vea el Capítulo 5). John no tiene una cantidad significativa de microalbuminuria en la orina, y no presenta sensación de hormigueo en los pies (vea el Capítulo 5).
¿Es un hombre de suerte? Claro que sí. Pero como en la mayoría de los casos de «buena suerte», la suya se basa en que se dio cuenta de que nuestro organismo está conformado por cuerpo y mente. Si los seres humanos hubiésemos sido creados para pasar nuestras vidas comiendo papitas fritas frente al televisor, ¿para qué nos dieron los músculos?
Cada vez que un paciente diabético nuevo entra a mi oficina, le entrego un frasco con 50 pastillas. Le indico que no se las tome, sino que las tire al suelo tres veces al día y las recoja una por una. El estado físico de una persona se puede juzgar por lo que acostumbra a hacer de dos en dos: tomar pastillas o subir escaleras.