Leo1

AND everyone can say

What they want to say

It never gets better anyway

So why should I care

Boat a bad reputation anyway.

Half cocked, «Bad Reputation».

DIARIO de a bordo: Es mala idea viajar cuando lo único que quieres es pasar todo el tiempo posible con la persona que te gusta. Me pasaba las horas muertas calculando la diferencia horaria entre la costa Este y Oeste de Estados Unidos para llamar a Sophie como un adicto, ¿qué me estaba pasando?

La gira solo duraría una semana, pero llevábamos cuatro días y yo ya estaba que me subía por las paredes. No tenía más compañía que la de Bruno, Hermann y la señora Coen, y rara vez se separaban de mí. Sin Aarón a mi lado para comentar las novedades, terminé compitiendo conmigo mismo en las cosas más absurdas: el número de entrevistas que tendría en una u otra ciudad, la cantidad de gente que estaría haciendo cola para el concierto, los días que llevarían esperando fuera.

Al menos Tonya no se separaba de mí. Sin embargo, daba la sensación de que tanto viaje la había trastornado de algún modo y no dejaba de salir la respuesta «Las perspectivas no son buenas» a prácticamente todo lo que le preguntaba. Estaba a punto de pensar que la bola había perdido su magia cuando llegamos a la última parada, Los Ángeles, y entonces la frase cobró sentido…

Al principio todo me pareció natural: la llegada al aeropuerto, unas cuantas decenas de fans esperándome fuera con carteles y mi disco en las manos para que se lo firmara, mi sonrisa cansada des-pués del viaje y los paparazzi para cubrir el evento.

Mientras dormía de camino allí, había oído a la señora Coen pedirle a Hermann que filtrara la noticia de mi hora de llegada para provocar aquella situación. Más que molestarme, me halagó. Y no habría sido diferente a los recibimientos de los anteriores aeropuertos de no haber sido porque los periodistas que había allí apostados como aves de rapiña no me preguntaron sobre la omnipresente Castorfa o la escalada de mi disco a las listas de los más vendidos en el país. No.

Los periodistas comenzaron a preguntar por mis líos de faldas, mis escarceos amorosos y mis (cito textualmente) «infinitas mujeres en cada puerto», otra vez. Fue entonces cuando Sarah me miró y me di cuenta de que estaba tan perdida como yo. Hasta que oí un nombre que me heló la sangre antes de hacérmela hervir a la velocidad de una cocina de inducción. Amanda Lavín. Amy.

A partir de ese momento, el resto de las frases inconexas que me lanzaban como dardos envenenados cobraron mucho más sentido y me provocaron un estremecimiento mucho mayor, incapacitándome para concentrarme ni en el suelo que pisaba.

«¿Has visto ya las fotos?», «¿Es verdad que mantuviste esa aventura durante el tiempo que no estuviste con Sophie Caster?», «¿Lo sabe tu actual pareja?», «¿Te gusta que queden siempre pruebas de tus aventuras para la posteridad?».

Hermann tuvo que hacer acopio de fuerzas para sacarnos del aeropuerto y meternos en nuestro coche oficial sin lastimar (casi) a ningún cámara. En cuanto las puertas se cerraron y nos alejamos del aeropuerto, la señora Coen se volvió hacia mí hecha un basilisco.

—¡Otra vez! ¡Otra maldita vez! —gritó—. ¿Quién demonios es esa chica de la que hablan? ¿De qué la conoces? —Entornó los ojos como un puma—. Y no te atrevas a mentirme.

—¿Amy? ¡Es una tía con la que me lié antes incluso del concierto de Madrid!

—¡¿Y por qué no nos lo dijiste?!

—¡No sabía que tuviera que daros parte! A lo mejor te interesará saber que en segundo de primaria le di un beso a Carmen Oro antes de que me dejara por mi mejor amigo de entonces.

—No se te ocurra bromear con algo así, y menos en una situación de emergencia.

—¿Emergencia? —Solté un bufido—. Esto empieza a ser el pan de cada día.

Pero Sarah ya no me escuchaba. Sus dedos volaban sobre el teclado del portátil que había sacado y colocado sobre sus rodillas mientras me sermoneaba.

En cuanto escribió mi nombre en Google y añadió el de Amy, las referencias aparecieron por cientos.

—Maldita sea… —masculló mientras me acercaba a mirar.

Sarah pinchó en el primer link que parecía de fiar y en él aparecieron las imágenes de la noche que quedamos. Algunas ya las conocía, como la del lametón en la mejilla, pero había otras en las que salía tumbado en la cama, dormido y con la sábana apenas cubriéndome mientras ella sonreía al lado como un cazador mostrando su trofeo, que no había visto en la vida. Dichoso el día que acepté quejar con ella…

—Justo lo que nos faltaba —musitó Sarah más para ella que para mí. Después cerró de golpe la tapa de su ordenador y sacó el teléfono del bolso.

Me encogí y me pegué a la puerta como un cachorro asustado. Fijé la mirada en las farolas que pasaban zumbando e intenté serenarme sin demasiado resultado.

Sarah se echó hacia delante para hablar con Hermann.

—Que nos lleve al parking interno del hotel directamente y que preparen el ascensor como habíamos acordado. Me temo que la cosa se ha complicado demasiado como para arriesgarnos a entrar por una puerta visible.

—Sí, señora Coen.

Volvió a reclinarse y me miró de soslayo.

—Vamos a tener que revisar todo el plan de prensa que teníamos preparado para mañana por la mañana. No había ninguna cláusula que especificase esta situación y no quiero arriesgarme a difundir más la noticia u ofrecerte la oportunidad de hacer la bola más grande.

—¿A mí? —estallé—. ¿Crees que esa sería mi intención? ¿Darle más coba?

—Suficiente —me espetó Sarah—. Cuando lleguemos al hotel, te quedas en tu habitación. Ya enviaré a alguien para que te suba la cena.

—Menuda novedad… —protesté.

—Mientras —prosiguió ignorándome—, estudiaremos la magnitud de la situación y las opciones que tenemos. Pero te vuelvo a advertir que esta gota es la que colma el vaso. Dudo que podamos llegar a calmar por completo las aguas una vez más.

Apreté los puños con fuerza y me concentré en contar hasta mil para no decirle a Sarah lo que me importaban sus advertencias y sus malditas opciones. Lo que más me dolía de todo aquello era que me encontraba solo. Sin Aarón, sin Sophie, sin amigos.

Parecía como si un yunque se hubiera asentado en el fondo de mi estómago y no dejara que mis pulmones tomaran todo el aire que necesitaban al topar con él. Amy me la había jugado bien. ¿Lo habría hecho por despecho? ¿Por no haberle devuelto las llamadas? ¿Habría adivinado que llegaría con Play Serafín lo bastante lejos como para querer aprovecharse de mi situación? Esperaba no tener que volver a encontrarme con ella nunca más, porque no sabía cómo iba a reaccionar.

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Siguiendo las instrucciones de Sarah, aquella noche la pasé solo en mi habitación castigado. A cambio de jurarle que no haría ninguna locura, me pidió en recepción un portátil para pasar las horas muertas.

Lo primero que hice en cuanto me encontré solo fue llamar a Sophie y asegurarle que todo aquello tenía una explicación y que no debía preocuparse. Que hablara con Aarón si era necesario. Al principio se mostró bastante distante, «¿Otra vez, Leo? ¿En serio?», pero después comprendió que no sería justo echarme en cara lo que hubiera pasado durante los meses que no estuvimos juntos. Además, le aseguré por lo que más quería (Tonya) que sólo había sido un rollo de una noche y que no había vuelto a saber nada de ella.

Tal y como había vaticinado mi jefa, el hotel había sido asediado por periodistas con cámaras de fotos, de vídeo, grabadoras y cuadernos de notas. Desde mi ventana podía advertir una masa informe de gente que parecía hacer guardia y esperar a que pusiera un pie en la calle para dilapidarme bajo sus insidiosas preguntas.

Habíamos tenido que subir en un ascensor directo desde el garaje hasta aquel piso del hotel. Me habían informado de que el nombre que habían dado para mi reserva era Jack Vondat y que solo respondiera a ese apelativo si alguien llamaba al teléfono. Una más de las múltiples exigencias tras las que debía ocultarme.

Tenía miedo. Por primera vez me asustaba enfrentarme a ello. Esa gente no esperaba mi sonrisa, ni mi pose, ni mis palabras de agradecimiento. Buscaban ahondar en la herida para después poder picotear dentro hasta vaciarme.

Apenas dormí dos horas seguidas sin desvelarme una y otra vez, sudando. En mi cabeza, los periodistas comenzaban a trepar por las paredes del hotel y Hermann no los veía. Yo me escondía en el cuarto de baño y aguardaba allí mientras la gente golpeaba la puerta con saña y disparaban flashes que se filtraban por la rendija de abajo. Después paraban. Y cuando creía que ya estaba a salvo, comenzaba a escuchar unos golpes en mi cabeza y al girarme me encontraba con un brazo y una cámara saliendo del respiradero superior del cuarto.

Abrí los ojos conteniendo las ganas de gritar y volví a cerrarlos, angustiado por ser incapaz de no distinguir la realidad del sueño. Me levanté a beber agua y advertí que tenía la carne de gallina y el pulso acelerado. Volví a echarme sobre el edredón con los ojos abiertos hasta que se adaptaran a la oscuridad. Y entonces comprendí algo que llevaba ahí estancando desde hacía semanas y a lo que no había sido capaz de enfrentarme hasta ese momento…

Eso no era lo que yo quería. No se parecía nada a lo que había imaginado que sería. En el tiempo que llevaba de gira había comprendido que aquel iba a ser el destino que me esperaba con Develstar y me imaginé a los treinta yendo de un lado a otro como una marioneta de la empresa sin hacer otra cosa que posar, sonreír y aparentar. Aparentar que cantaba. Aparentar que lo hacía bien. Aparentar que lo pasaba bien. Aparentar que era feliz. Esa vida se sostenía sobre una mentira que me había superado y amenazaba con devorarme en cualquier momento. La misma que había quedado retratada minuto a minuto por desconocidos. Hasta la vida que yo consideraba privada había desaparecido.

Me di cuenta de que, a diferencia de otros, ni siquiera mi arte podría salvarme de caer en aquel abismo, pues también eso era falso. Yo no cantaba ni componía ni podía expresarme con la música. Sentía las cadenas de aquella farsa cada vez más ceñidas a mi carne.

Fue entonces cuando empecé a llorar. Solo, en una lujosa habitación de hotel, en mitad de una función cuyo telón había alzado yo, pero que no sabía cómo volver a hacer bajar, me di cuenta de que, una vez más, mi padre tenía razón.

Y que Develstar había dejado de estar de mi parte y de los que yo quería proteger. Todavía no había perdonado a Sarah por cómo habíamos tenido que dejar a Sophie sola a pasar la noche con Kevin. Pero llevaba desde entonces dándole vueltas a mi venganza.

«Dudo que podamos llegar a calmar por completo las aguas una vez más», me había dicho en el coche. Estaba de acuerdo, pero ¿quién había dicho que yo quisiera calmar nada? Necesitaba que las cosas cambiaran, y pronto.

Saqué el móvil del bolsillo del pantalón y rebusqué entre mis canciones hasta dar con el tema de Castorfa que me había pasado Aarón. El plan tomó forma en mi cabeza y sonreí. Sería la manera de demostrarles que ellos también tenían cosas que perder.

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A la mañana siguiente me desperté con dolor de cabeza, los ojos hinchados y el cuerpo entumecido como si hubiera dormido sobre una losa de piedra en lugar de en aquella cómoda cama. Sarah se reunió conmigo media hora más tarde y me pasó una copia del plan del día.

—Entrevistas, entrevistas, más entrevistas —leí por encima—, comida… ¡mira!, eso creo que sabré hacerlo. Deseo concedido, una mesa redonda, Meet & Greet y concierto. Veo que no ha habido problemas con la prensa al final. Aquí cuento más de doce medios.

—Se ha hecho lo que se ha podido. Hemos tenido que recortar a muchos de los que habían aparecido a última hora y cuyas intenciones iban más dirigidas a asuntos ajenos a tu trabajo.

—¿Y qué es eso del deseo concedido?

—Ya lo verás. —Me quitó el papel de las manos y añadió—: El desayuno te lo subirá Hermann dentro de un rato. Te hemos reservo el gimnasio entero para dentro de una hora.

—¿Hermann de camarero? ¿El gimnasio para mí solo?

Sarah se masajeó el puente de la nariz.

—«A situaciones desesperadas medidas desesperadas». Nos hemos… encontrado con que parte del personal de servicio pensaba subir y aprovechar la oportunidad para fotografiarse contigo y pedirte autógrafos. Hemos tenido que cortar por lo sano.

—¡Haberlos dejado venir! —dije con sorna.

—Los han despedido.

Me quede en silencio.

—Ha sido una noche bastante movidita —prosiguió— y hemos tenido que restringir aún más la seguridad. Por eso hemos decidido cerrar el gimnasio. No podemos arriesgarnos a que se cuele alguien mientras estés tú.

—¿De verdad han echado a esa gente porque me iban a pedir un autógrafo?

—No, Leo, Los han despedido por incumplir las normas.

Se puso en pie y se alisó la falda azul oscuro que llevaba. Su pelo castaño se veía apagado y algo despeinado. Supuse que no había sido el único que había pasado mala noche.

Un rato más tarde, Hermann me escoltó hasta la planta interior del hotel, donde se encontraban el spa y el gimnasio. Y, como me habían asegurado, me encontré todas las maquinas vacías. Comencé con una carrera en la cinta antes de pasar a las pesas y las flexiones. Necesitaba desconectar por completo y para eso debía forzar el cuerpo hasta el punto en que solo mi respiración, la tensión de mis músculos y el pulso de mi corazón importasen. Quería que con cada gota de sudor las preocupaciones se hicieran un poco más manejables, más sencillas de sobrellevar. Necesitaba dejar de pensar que parte del mundo ahora mismo aguardaba una nueva aparición mía para seguir girando.

—Wannabe, es la hora —me informó el gigantón llegado el momento.

Con la respiración entrecortada me levanté de la máquina de flexiones y cogí al vuelo la toalla que me lanzó Hermann. De vuelta a la habitación me puse una vez más las gafas oscuras (como si eso sirviera de algo) por si algún periodista había logrado colarse otra vez en el edificio. Me sentía como el gigantón de La milla verde, cumpliendo condena por una falta no cometida.

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Sarah hizo un excelente trabajo filtrando las entrevistas. Todos los medios que vinieron se limitaron a preguntas profesionales y el único que se atrevió a mencionar el tema de Amy fue expulsado ipso facto de la sala antes de que llegara a procesar sus palabras. (Nota mental: no leer la crónica que el tipo haría en su revista).

El resto fueron bastante amables conmigo. Especialmente, una periodista de radio que logró transmitirme con su voz, o su manera de ser, o su sonrisa, esa tranquilidad que tanto me había faltado en las úl-timas semanas y que me recordó todo lo bueno de aquella aventura.

Después de la comida, que consistió en un bufé rápido, me dispuse para la última mesa redonda del día cuando Sarah apareció en la habitación y me preguntó si ya había terminado. Cuando le dije sí, día salió de nuevo y después volvió a entrar… pero esta vez no iba sola. La acompañaban un tipo con una cámara de fotos y un hombre y una mujer que llevaban a un niño en silla de ruedas. —Leo, te presento a Elizabeth y a Carl.

—Mucho gusto —dije tendiéndoles la mano algo desconcertado.

Después me agaché junto a la silla. —¿Y tú quién eres?

—Ed —respondió el chico con un hilo de voz. Tuve que apretar con fuerza los dientes para reprimir las lágrimas.

—Ed tiene once años y le diagnosticaron cáncer a los diez —explicó Sarah ocultando muchas palabras en su mirada mientras el fotógrafo inmortalizaba el momento—. Los médicos están convencidos de que terminará curándose dentro de nada y como premio por ser tan valiente nos pidió conocerte.

—Claro que sí —dije esbozando una amplia sonrisa—. ¿Y te gusta Play Serafín?

—¡Me encanta! —exclamó él abriendo sus enormes ojos azules—. Eres el mejor cantante del mundo.

Nunca me había sentido tan culpable por aquella mentira.

Sin pensármelo dos veces, me puse en pie y les pregunté a los adultos si podían dejarnos solos. La señora Coen me advirtió con la mirada que no empezara a hacer de las mías.

—Serán solo cinco minutos —le aseguré. Me volví hacia los padres del chaval—. ¿Les importa?

Ellos se miraron y dijeron que no. Antes de desaparecer por la puerta, Sarah se volvió hacia mí una vez más, pero yo la ignoré aposta. No iba a permitir que la sorpresa de este chico se convirtiera solo en una excusa para tener una foto que mandar a los medios.

El crío me miró ilusionado y yo no pude soportarlo más. Me volví a poner en cuclillas a su lado.

—Quiero contarte un secreto, pero no puedes decírselo a nadie. El chico se puso serio y asintió con solemnidad.

—Te lo juro —dijo dibujándose una cruz en el pecho.

Yo sonreí —La verdad es que no sé muy bien cómo decirte esto—. Me revolví el pelo. —El caso es… que yo en realidad no soy el cantante de Play Serafín.

Fue pronunciar aquellas palabras y sentir tal liviandad que creí que comenzaría a flotar.

El chico me miró extrañado.

—Pero tu…

—Yo soy Leo Serafín, sí, pero no canto… El que canta es mi hermano.

—Aarón —dijo él.

—Sí, Aarón. Él canta y yo… hago que canto.

—¿Haces playback? —La palabra resonó en mi cabeza como clavos sobre una superficie de metal. Me dolió.

—Sí, hago playback —respondí apartando la mirada. Con cada frase, me sentía algo mejor.

Creí que ese chaval merecía la verdad más que nadie en el mundo. Quizá solo estuviera cometiendo otro más de mis múltiples errores.

—¿No cantas bien? —preguntó.

Alcé medio labio, todavía sin atreverme a mirarle a los ojos.

—Creo que no… Soy bastante malo.

—¿Y por eso lo haces?

—Más o menos. Quería ser famoso, ¿sabes? Y Aarón quería volver a hablar con una… amiga suya. Un día descubrí las canciones de mi hermano en el ordenador y me grabé haciendo que las cantaba.

—¡Yo he visto esos vídeos de YouTube! —Guardó silencio y después preguntó—: ¿Así que lo hiciste para ayudar a tu hermano?

—Y para hacerme famoso.

—¿Y Aarón habló con su amiga al final?

Reí entre dientes.

—No, pero creo que lo hará pronto. Lo que pasa es que yo ya estoy estoy… cansado.

—¿Y qué vas a hacer?

—No lo sé —respondí clavando mis ojos en los suyos—. Ya nada depende de nosotros. Hay tanta gente que se cree esta farsa que sería muy difícil explicárselo. No lo entenderían.

—Yo lo he entendido —aseguró.

—¿Y no estás enfadado?

Ed negó con energía.

—No me pienso chivar, pero tú dile a tu hermano que canta muy bien y que me gusta y que quiero otro disco. Aunque salgas tú en la portada y hagas como que cantas.

No pude contener una carcajada.

—Se lo diré.

De pronto, las dudas de la noche se habían vuelto más reales, pero también más fáciles de sobrellevar.

Llamaron a la puerta y Sarah se asomó.

—¿Podemos pasar ya?

Yo miré a Ed y él asintió.

—¿Qué te ha contado? —quiso saber la señora Coen engolando la voz.

—No puedo decírselo. Es un secreto y lo he jurado.

Ella se rió de manera artificial y me fulminó con la mirada, pero yo me encogí de hombros con inocencia.