Every siren is a symphony
And every tear’s a waterrfall.
Coldplay, «Every Teardrop Is A Waterrfall».
«PROHIBIDO salir de Develstar si no es por motivos estrictamente de trabajo».
«Prohibido utilizar internet, el móvil o el correo postal si no es por motivos estrictamente de trabajo…».
Y la lista seguía hasta el final del folio.
En los meses que llevábamos con ellos, nunca había visto a la señora Coen perder los estribos de esa manera. No dejó de gritar hasta que sus cuerdas vocales no dieron más de sí y perdió la voz. Allí, en directo. Durante cerca de dos horas, en plena madrugada, la mujer volvió a contar la estúpida metedura de pata de Leo y sus consecuencias.
A la siguiente mañana, las fotos de mi hermano entrando del bloque de apartamentos de Sophie con ella aparecieron en todos los medios y en un centenar de vídeos de YouTube. Kevin no se hizo de rogar y pronto copó todos los programas de televisión, tachando a mi hermano de arrogante, violento y dominante. Su ojo morado logró convencer a más de uno, claro.
La situación se había vuelto demasiado convulsa, y habría ido a más de no ser porque tuve la genial idea de destinar el veinte por ciento de las ganancias del disco a una asociación de protección a los animales (por lo de Castorfa y eso). Solo a partir de entonces, los detractores de mi hermano fueron bajando un poco las armas.
Por desgracia, nuestro padre no se encontraba entre ellos y la charla que tuvo con Leo por teléfono se pudo escuchar en todo el edificio. Al menos, me dije, Leo había aguantado el rapapolvo sin colgar la hora y media que duró (¿estaría madurando?).
Si por alguna razón creí que mi ritmo de trabajo se reduciría lo más mínimo debido, pronto me di cuenta de lo equivocado que estaba. Muy a mi pesar, me vi trabajando en los arreglos de Castorfa a sol y sombra, porque, según nos dijo la señora Coen, la productora había decidido organizar una première el próximo mes en la que quería que Play Serafin tocase la canción en directo para los asistentes.
Durante todo ese tiempo solo me reunía con Leo a la hora de la cena y tampoco entonces hablábamos demasiado porque siempre nos acompañaba alguien de la empresa. Su vigilancia se había vuelto tan agobiante que hasta le habían proporcionado al señor Hermann una habitación junto a la nuestra para tenernos controlados incluso por las noches.
Al menos nos habíamos enterado de que Sophie había echado a Kevin del piso que compartían, que le habían puesto una demanda por hacer públicas imágenes privadas y que, tras la visita de los abogados de Devesltar, Kevin desapareció de la faz de la tierra.
—Supongo que habrán echado su cadáver al mar —sugirió Leo cuando lo comentamos durante la primera cena en que la empresa permitió que Sophie nos acompañara tras las protestas y amenazas de mi hermano.
Además de Leo y ella, Emma también había aceptado la invitación. Apenas habíamos hablado desde que la encontré llorando en la azotea y temía que siguiera enfadada conmigo por alguna razón que desconocía. Por eso, cada vez que nuestras miradas se cruzaban y me dicaba una sonrisa, para mí era como encontrar un remanso de paz. No podía permitir que aquel silencio se alargara mucho más, pero me asustaba lo que pudiera decirme si llegábamos hablar sobre el tema.
—Kevin se metió en mi ordenador y me robó todas las fotos que le dio la gana para el programa ese —explicó Sophie, sacándome de mis cavilaciones.
—Por suerte, la cosa se ha relajado bastante, ¿no? —Preguntó Emma.
—Al menos los periodistas ya no me han acosan en el portal —respondió la otra.
Todos nos quedamos en silencio mientras probábamos nuestra comida. A excepción de nosotros y dos mesas más alejadas, el restaurante estaba vacío.
—Me alegro de que por fin me hayáis dejado quedar con Leo —dijo Sophie mirando a Emma y agarrando la mano de mi hermano—. Sé lo ocupados que estáis con la promoción del disco, los ensayos y las grabaciones de Aarón…
Leo se volvió como un resorte, pero era demasiado tarde. Todos entendimos la implicación de sus palabras.
—¿Sabe lo de Aarón? —preguntó Emma fulminando a Leo con la mirada.
Mi hermano guardó silencio unos segundos, su boca se abría y se cerraba sin pronunciar palabra mientras que Sophie se encogía en su asiento.
—No pienso decírselo a nadie… —aseguró.
—¡Lo sabes! —exclamó Emma tirando su servilleta sobre la mesa— ¿Cómo se te ha ocurrido…? Cuando Sarah se entere…
—¡No tiene por qué enterarse! —exclamó él desesperado—. ¿Qué querías que hiciese?
—Que cerraras la boca por una vez en tu vida —le espeté yo.
Leo se me encaró.
—¡Le dijo la sartén al cazo!
—¿Qué insinúas? —pregunté.
—¿Me estás diciendo que tú tampoco se lo has dicho a nadie?
—¡No! —exclamé consiente de la atenta mirada de Emma— ¿A quién se lo iba a contar?
—¿A David y a Olivia, quizá? ¿A tus mejores amigos?
Quise replicar, pero me atraganté.
—Ajá… —dijo Leo satisfecho.
Emma no necesitó más.
—Esto es inaudito… dijo poniéndose en pie. —Voy ahora mismo a hablar con la señora Coen.
La agarre de la muñeca y le pedí que se sentara.
—¿Qué abrías hecho tú en nuestro lugar? —susurre.
—Así que ahora es nuestro lugar… —masculló Leo. Le ordené que cerrara el pico con la mirada.
—Desde luego, no incumplir un contrato que puede llevarme a la ruina.
—Pero ¡ellos lo sabían desde antes de que vosotros aparecieses por medio! —me excusé.
—¿En serio? —Esta vez fue Leo el sorprendido—. ¿Y porque no me lo dijiste? ¡Podrían haberse ido de la boca y…!
—Leo, cállate —le espetamos Sophie y yo al unísono. Después me volví hacia Emma—. No se lo digas a nadie, por favor. Ellos no van abrir la boca y Sophie tampoco, ¿verdad?
—Te lo juro —respondió ella alzando la palma de la mano—. Lo último que quiero es acabar en el fondo del mar con Kevin.
—Si Sarah llega a enterarse.
—Pero no se va a enterar. Y si se entera, no sabrá que tú ya lo sabías —zanjó Leo.
—Por favor… —musité yo.
Tras unos segundos de expectación, Emma terminó cediendo y, poco a poco, la calma regresó a la mesa. Nuestro mundo había estado a punto de saltar por los aires.
Si hubiera sido consiente alguna vez del trabajo que me supondría sacar adelante el estudio de la PAU, le habría dicho a mi madre que lo dejaba, como había hecho Leo. Por desgracia, no caí la cuenta hasta que ya fue demasiado tarde y ahora temía decepcionar a su familia o incluso al profesor Rotts.
Los exámenes se complicaron exponencialmente a finales de marzo y más de una vez dudé si no me estaría poniendo unos de universidad en lugar de los de las páginas de internet para practicar. Las lecciones de historia, matemáticas y lengua se mezclaban en mi cabeza con las de biología y química sin orden ni concierto. Y lo más aterrador de todo era ver que el señor Rotts ni se despeinaba al pasar de una asignatura a otra. Este tipo debía de tener el cociente intelectual de un genio. Por desgracia, yo no, y si a las horas de trabajo con el profesor Zao tenía que sumarles las del estudio por mi cuenta, los ratos para dormir se reducían considerablemente.
A menos de dos semanas de la gran première de Castorfa, encontré un momento libre para hacer lo que llevaba esperando desde que la señora Coen nos castigó: Escribir una carta a Olí y David y darles una sorpresa que no esperaban. Sin móvil ni internet, los dos estaría preocupados por mí, y temía que si tampoco recibían noticias mías a través de mi hermano, decidirían cometer una locura como, no sé, presentarse con el ejército español en Manhattan para salvarme.
Así que, utilizando mi mejor letra (nada de ordenador), les conté los últimos acontecimientos. Les hablé de Sophie (no la que seguramente conocerían de la prensa del corazón, sino la de carne y hueso), de Dalila, de la canción de Castorfa y de Emma. Aparte, y como regalo de Navidad retrasado, incluí dos billetes de avión y la reserva en un hotel cerca de Develstar para que pudieran asistir a la première y visitarme. Solo esperaba que nadie interceptara aquella misiva, porque entonces, sí que sí, terminaría metido en un grandísimo lío.
Unos días después asistí al ensayo general de la pequeña gira que Leo haría como colofón por la costa Oeste de Estados Unidos, y realmente me sorprendió la soltura que había cogido a la hora de actuar.
Hasta yo tuve mis dudas de no estar viéndole cantar con su voz. De haber sido una situación real, Leo habría tenido a la audiencia comiendo de su mano. Sabía cuándo sonreír, cuándo guiñar un ojo y cuándo alzar la mano para que los demás le siguieran imitando el gesto de los tres dedos que tan popular se había hecho en el último mes. Mientras tanto, yo me limitaba a disfrutar de la música, tarareado en voz baja y balanceándome sobre los pies sin llamar mucho la atención.
En el otro extremo de la sala, Emma permanecía quieta como un palo y la mirada fija en mi hermano, al menos hasta que notó que la estaba observando y se volvió hacia mí. Le sonreí y ella me devolvió el gesto.
Qué fácil sería todo si fuera tan valiente (o tan estúpido) como Leo, si pudiera dejar de engañarme a mí mismo y enfrentarme a lo que de verdad sentía. Qué fácil sería correr hasta ella, agarrarla del cuello y darle el beso que desde hacía tanto tiempo me quemaba en los labios. Qué fácil sería si, simplemente, pudiera no ser yo.