It don’t have a price,
Ready for those flashing lights.
Lady Gaga, «Paparazzi».
COMO la señora Coen había augurado, la grabación de mi derechazo a Audrey Leymann apareció en internet a la mañana siguiente. Develstar me obligó a colgar un vídeo pidiendo disculpas y criticando mi comportamiento.
—Nos lo ha ordenado la productora de la película —me chivó Emma cuando le pregunté—. No quiere que se relacione a Castorfa con alguien que va liándose a mamporros cuando sus infidelidades son descubiertas en público.
—¡Yo no le he puesto los cuernos a nadie!
Dió lo mismo. Tuve que hacer lo que me ordenaban y correr un tupido velo sobre el asunto.
—Quién sabe —le dije a Sarah cuando acabamos—, a lo mejor ganamos más espectadores para el próximo concierto. —Ella me miró con odio gélido—. ¡Lo digo en serio! No sería la primera vez que el morbo de ver perder los papeles a una estrella hace que la gente vaya a verla. Quizá debería plantearme partir mi guitarra en concierto. Un ataque de rabia. ¿Cómo lo ves?
Para mi consuelo, el vídeo de disculpa no alcanzó ni la mitad de visitas que el del puñetazo. Me lo tomé como una pequeña victoria. Además tampoco tenía tiempo para preocuparme de ello.
Si preparar seis conciertos nuevos ya era en sí una empresa extenuante, pesada, aburrida y de lo más exigente, a eso tuvimos que añadirle varias decenas de entrevistas, un par de photocalls en la presentación de diferentes productos de cosmética para hombres y otras tantas sesiones de fotos para las revistas de adolescentes más famosas del mundo entero.
Todos los periodistas preguntaron por el incidente con Audrey, pero privadamente, y para mi asombro, descubrí que me había convertido en un héroe para muchos de ellos. Al parecer, Leymann no cosechaba buenas amistades entre sus compañeros de profesión. Como había vaticinado, el incidente quedó relegado a un segundo plano a favor de mi presencia en la película de la década.
Era consciente de que si no fuera por la dichosa canción, mi carrera hubiera alcanzado su cénit con aquel puñetazo y luego sólo me habría quedado descender y descender hasta estrellarme contra el suelo. Con todo, comenzaba a hacerse extenuante tener que oír hablar en cada una de las entrevistas sobre la puñetera castora mágica.
—¿En qué te estás basando para componer la canción?
—¿Ya has empezado?
—¿Has podido asistir al rodaje para tomar ideas?
—¿Qué estilo vas a darle?
Lo más divertido de todo era ver a Sarah mientras me preguntaban. Normalmente, yo me sentaba en un sillón, el entrevistador enfrente y ella en una silla detrás de él para que pudiera verla sin que ella advirtiera. Con cualquier pregunta, la mujer comenzaba a asentir y yo me ponía a hablar, pero sí me confundía o decía algo que no debía, se ponía a hacer aspavientos, gestos o incluso señas con las manos para que rectificase. Era como estar jugando a Adivina la película mientras respondía entrevistas. «¡Volar! ¡Un águila! ¿Dos? Me lleva encima. Orejas grandes». ¡Los rescatadores en Cangurolandia!
Responder se convirtió en algo tan automático que más de una vez estuve a punto de grabarme y después poner la cinta para oírme decir exactamente lo mismo que le había dicho al periodista anterior y al anterior y al anterior del anterior. Castorfa. Castorfa. Castorfa. Castorfa. Si estaban haciendo esto conmigo, no quería ni imaginar lo que estaban pasando los actores principales.
Por otro lado, estaba el asunto de Sophie. Necesitaba hablar con ella y explicarle el malentendido: que no era responsable de que su nombre y su foto aparecieran públicamente en televisión sin su consentimiento. Nos las sacamos durante nuestro viaje al cañón del Colorado, el único viaje fuera del estado que hicimos. Ambos guardamos esas imágenes en nuestros respectivos discos duros sin colgarlas en internet. Luego, ¿quién se las había vendido al programa?
La había intentado localizar desde diferentes teléfonos y cabinas, pero, tal y como esperaba, no me cogió el teléfono ni una sola vez No porque supiera que era yo quien la estaba llamando, sino porque Sophie tenía la paranoica costumbre de no descolgar si no conocía el número. Y más ahora que seguramente todos los periodistas del corazón querían dar con ella.
—¿Y si es del hospital o de la policía? —le había preguntado la primera vez que hablamos sobre el tema.
—Ya encontrarán otra manera de ponerse en contacto conmigo.
—Sí, por tam-tam, no te digo… —repliqué yo.
Pero entonces esas excentricidades suyas me parecieron divertidas. No me planteé que alguna vez pudiera ser yo quien estuviera al otro lado de la línea.
Quisiera o no, tendría que hablar con ella, y el único modo que me habían dejado las circunstancias era presentarme personalmente en su casa. Con solo pensarlo se me encogía el estómago.
Aarón estaba tirado en el sofá del salón con un libro de biología en las manos cuando entré en nuestro apartamento.
—¿Qué?, ¿descansando? —le pregunté.
—Sí, descansando después de ocho horas sin salir del maldito estudio y otras tres con el tutor. No te acerques mucho, no vaya a reventarme la cabeza.
Aparté sus pies y me hice un sitio. Suspiré con fuerza y dije:
—Voy a ir a ver a Sophie.
La reacción fue inmediata, como esperaba. Aarón se incorporó.
—¿En serio? ¿Cuándo?
—Esta noche. Voy a escaparme.
Me miró con preocupación.
—¿Estás seguro? Ya los cabreaste suficiente con lo de mencionarme en ese concierto, por no hablar del puñetazo a una estrella pública que ahora se limita a sacar todos los trapos sucios que encuentra sobre ti.
Esta vez fui yo el que se quedó con la boca abierta.
—¿Que qué? ¿Sigue… hablando de mí?
Aarón me miró con preocupación.
—Debería haberme callado, ¿no?
—Mierda. ¡Por eso Sarah no me deja que me acerque a la tele o a internet!
—¡Y tiene que seguir siendo así! —replicó él ansioso—. No hará más que cabrearte, y ¿para qué?
—Eso dice ella, pero ¿y qué pasa con Sophie? ¡Tiene que estar desesperada!
—¿No has conseguido hablar con ella aún?
Negué en silencio.
—Pero de hoy no pasa. Me presentaré en su piso y le diré que no tengo nada que ver en todo este asunto.
Aarón se dejó caer hacia atrás.
—Pues buena suerte. Iré haciendo las maletas, porque como te pillen, nos echan. Pero así de rápido. —Chasqueó los dedos.
Me dirigí a mi habitación y abrí el cajón donde guardaba la ropa con la que llegamos de Madrid. Rebusqué hasta encontrar una sudadera desgastada y unos vaqueros negros. Después me acerqué a la mesilla de noche y saqué del cajón a Tonya. Con el bajo de la camiseta limpié su superficie de polvo hasta que quedó brillante.
—Siento haberte tenido tan olvidada este tiempo —le dije—, pero necesito saber algo: hago bien yendo a ver a Sophie, ¿verdad? —Y la zarandeé.
«Mejor si no te lo digo ahora».
Preocupado por su respuesta, me di un baño y organicé el plan de huida. Después pedí que nos subieran la cena a la habitación, dado que ninguno teníamos ganas de bajar hasta el restaurante y mantener una conversación intrascendente.
—¿Te importa que te enseñe una cosa? —me preguntó Aarón cuando terminamos.
Le dije que no y él sacó su móvil y se puso a teclear.
—Creo que ya tenemos la canción de Castorfa —me dijo—. Faltan algunos retoques, pero quería enseñártela antes. Sarah ya la ha oído y nos ha dado el OK. Mañana se la mandamos a la productora.
—¿De verdad? —pregunté sinceramente ilusionado—. Vamos, ¡pónmela!
Con una sonrisa nerviosa, mi hermano le dio al «Play» y me acercó el móvil.
Era muy diferente a lo que había compuesto hasta el momento. La parte cantada se mezclaba con una melodía silbada que podía quedar increíble en la versión más movida.
—Me encanta —le dije cuando terminó—. ¿Me la pasas?
Saqué el móvil y Aarón me la envió.
—Que no salga de tú teléfono —me advirtió.
Le di mi palabra y me levanté, listo para marcharme.
—¿Cómo piensas hacer para que no te vean? —me preguntó él.
—Saldré por la escalera de incendios.
El restaurante tenía una puerta trasera que comunicaba con un montacargas que bajaba hasta la calle y que no requería pasar por la recepción del edificio.
—Deséame suerte —le dije como despedida—. Vas a necesitar algo más que suerte para que no terminemos de vuelta en Madrid…
—Ya sabes lo que me gustan los retos, hermanito.
La cosa fue mejor de lo que había imaginado y cuarenta minutos más tarde, bajaba del taxi frente al edificio de Sophie con la sudadera cubriéndome la cabeza a lo asesino a sueldo. Rebusqué entre los matojos cercanos hasta dar con la llave de reserva que siempre ocultábamos por si se nos olvidaba la nuestra.
El piso se encontraba en el Lower East Side, una zona tranquila y poco abarrotada. Me gustaba vivir allí. De hecho, mientras subía las escaleras sentí una especie de déjà vuy la añoranza se apoderó de mí.
Llegué al cuarto piso y miré el reloj. Estaban a punto de dar las doce. Sin pensarlo más, apreté el timbre y dejé que el chirrido que tan bien conocía sonara unos segundos. No quería pensar en nada. Ni en que podía seguir de viaje, ni en lo que me diría, ni en lo que respondería, ni en su reacción, ni en…
Unos pasos dentro interrumpieron mis pensamientos. Silencio. Debían de estar observando por la mirilla. Me quité rápidamente la capucha y sonreí como un idiota a la puerta. Tras unos instantes, oí cómo metían una llave en la cerradura y tiraban del pomo.
Era Sophie.
—¿Qué haces aquí? —preguntó en un susurro, mirando a ambos lados de la escalera. Después me agarró de la sudadera y me metió en el piso.
—¿Qué tal estás? —dije yo, intentando no fijarme en sus ojeras ni su cara de mal humor. Aun así, estaba tan guapa como la recordaba. Incluso vestida con un top blanco y unos pantalones de pijama parecía salida de una pasarela de moda.
—¿Estás sola?
—Kevin está durmiendo y Martha se ha ido unas semanas con sus padres. Te repito la pregunta, Leo: ¿qué haces aquí?
Con un golpe seco encendió la luz del diminuto recibidor del piso.
—Lo… lo siento. Querría haber venido antes, pero no me han dejado. Te juro que no sé cómo llegaron las fotos allí. Fue una encerrona para mí también.
Me hubiera gustado añadir que el tipo se llevó un puñetazo, pero no era el momento.
—¿Has venido para darles una nueva exclusiva? ¿Te espera abajo tu representante?
—¡Claro que no! —La agarré del brazo—. He venido a pedirte perdón. No sé quién les envió nuestras fotos y les dijo todo aquello, pero cuando lo averigüe lo va a lamentar.
Sophie respiraba con fuerza, pero al tiempo que asentía noté cómo se desmoronaba. No tardaron en aparecer dos gruesos lagrimones en sus grandes ojos.
—Sophie… —La atraje hacia mí y la abracé, inhalando después de tanto tiempo ese aroma que tan bien conocía y que tanto había echado de menos—. Te juro que haré todo lo que esté en mi mano para que no vuelva a pasarte esto. Pero no llores, por favor.
Ella se juntó aún más a mi pecho.
—No lloro por eso —dijo en un susurro—. Lloro porque soy una estúpida sensiblera.
—Me encantan las estúpidas sensibleras. Ella se separó un paso y me miró.
—No creas que ya… que ya no me duele lo que hiciste. Ni que por ser… ¡famoso! y salir en la televisión voy a perdonarte.
—No lo espero —dije avanzando un paso hacia ella—. Lo que sí que espero es que, al menos ahora, intentes escucharme.
—Leo, ya he escuchado todo lo que…
—No, Sophie. Te juro por lo que más quiero que Anna se lanzó sobre mi esa noche. Sé que debería haberla apartado antes, que podría haberlo visto venir, pero soy un imbécil y dejé que pasara…
Ella entornó los ojos y con voz sería dijo:
—Dos personas que llevan viéndose meses en secreto cometen esa clase de errores.
Esta vez fui yo el que la miré aturdido.
—¿Meses? ¿Cómo que meses? Sólo fue esa noche.
Sophie abrió la boca para decir algo, pero cambio de opinión.
—Kevin me dijo… Me dijo que llevabais un tiempo viéndose en secreto.
—¡¿Perdón?! —No pude controlarme y alcé la voz hasta dar un grito. Al fondo del pasillo se encendió una luz, pero me trajo sin cuidado—. No sé por qué te diría eso, pero es mentira. Yo nunca…
Kevin apareció en ese momento con su pijama de Batman, el pelo revuelto y las gafas a medio colocar. Cuando me vio, se le quitó el sueño de un plumazo.
—Leo… —fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que me acercara.
—¿Por qué dijiste eso de mí? —le pregunté con rabia contenida—. ¿Por qué mentiste a Sophie?
—Eh, cálmate, ¿quieres? —me dijo él y, tras unos segundos de duda, me separé.
—Responde —ordené.
—¿A qué? ¡No sé ni de qué estabais hablando!
Sophie se acercó a mí y lo amenazó con el dedo.
—Tú me dijiste que Leo y Anna se habían estado viendo durante meses. Que habían salido en secreto hasta que los pillé.
—¿Y no es así? —preguntó él sorprendido. Sería por la situación o por sus pintas, pero cada vez le veía más cara de rata.
—¡Claro que no! —exclamé yo—. Y tú lo sabías. Hablé de ello contigo esa misma noche. Te dije que había sido culpa de Anna. ¡Un malentendido!
—No lo recuerdo… —dijo él encogiéndose de hombros.
La indiferencia brilló en sus pupilas un instante. Parecía cómodo con aquella situación… casi divertido. No lo soporté más y le asesté un puñetazo en la cara.
—¡Eres un traidor! —Kevin trastabilló hacia atrás hasta chocar con la pared.
—¡Leo! —exclamó Sophie.
Yo abría y cerraba la mano para desentumecería, pero el golpe había sido fuerte y me dolía.
—¿Qué querías conseguir? —pregunté—. ¡Di! ¿Quedarte con Sophie? ¿Con Anna? ¿Echarme de su vida?
Kevin se volvió hacia mí. Le sangraba el labio, pero sonreía. ¡El muy capullo sonreía!
—Sólo quise darte una lección; no me gustaba tener rondando por aquí a un burguesito como tú que nos restregase en todo momento el dinero que sus papás le regalaban mientras nosotros nos matábamos por seguir viviendo en esta ratonera.
—¿Qué estás diciendo? —le preguntó Sophie tan asombrada como yo—. Leo trabajaba como nosotros.
—No, Sophie. Jugaba a trabajar haciendo el idiota por esos teatruchos de mala muerte.
—¡¿Y a ti eso qué más te daba?!
Volvió a alzar los hombros y mirar hada otro lado. —¿Celos? ¿Envidia? No me gustaba.
—¿Y por eso tuviste que mentirme? —Sophie se le encaró—. ¿Porque Leo te caía mal? Eres un verdadero cerdo.
—No es a mí a quien los periódicos llaman eso…
Sophie no pudo contenerse más y fue a pegarle una bofetada, pero Kevin le agarró la muñeca y se la apretó con fuerza hasta hacerle soltar un pequeño grito. No lo soporté más, volví a lanzarme sobre él y de un empellón le tiré al suelo.
—¡Eres un cabrón! No sé ni cómo pude confiar en ti para lo de los vídeos…
Él se arrastró por el suelo hasta la pared y se levantó tambaleante.
—Ah, sí. Los vídeos. Ya te dije que más te valía aprender a cuidar de la gente que quería ayudarte…
Le miré de hito en hito.
—¡Zanjamos el tema! Te pagué lo que te debía, ¿qué más querías que hiciese?
—¡Yo te convertí en lo que eres! Pero cuando ya no me necesitaste —chasqueó los dedos—, me dejaste tirado. Ya podías haberte acordado de mí en las alfombras rojas como lo hiciste cuando estabas en casa de tu madre.
Sus ojos me miraban desquiciados. Como un perro rabioso. Como si le hubiera robado algo que consideraba suyo. Le había golpeado en su orgullo y no sabía cómo.
—Creí… creí que te gustaba todo esto, tu web y tal. Que por eso te largaste de las empresas donde trabajabas.
—Eres más tonto de lo que creía. Yo no me fui: me echaron.
—Eso no fue lo que nos dijiste —intercedió Sophie.
—Te habríamos ayudado —mascullé, y lo decía en serio.
Él se rió entre dientes.
—No quiero tu ayuda. —Dio un paso hacia mí—. Sólo espero que te ahogues en tu maldita fama pasajera y yo esté ahí para verlo.
Sophie me agarró del brazo una vez más, esta vez con firmeza.
—Leo, vámonos fuera. Ahora.
Pero no me moví del sitio, mirando a Kevin con sorpresa mientras una idea iba fraguándose en mi cabeza. Una idea que empezaba a punzarme el cerebro y que no me dejaba procesar otras opciones.
Sophie volvió a tirar de mí, pero no me moví. Por el contrario, dije:
—Tú enviaste las fotos.
—¿Lo hice? —Kevin pareció meditar unos segundos—. ¡Ah, sí! Las fotos. El mejor programa del Show de Audrey Leymann que he visto en años.
—¿Qué? —Sophie dejó de agarrarme de la sudadera—. ¿Cómo pudiste?
—Supongo que me pudo la curiosidad por saber cómo era llevar una vida de fama y opulencia. Lástima que no me dejaran dar mi nombre…
Me acerqué a ella, pero me contuve y respiré hondo.
—No mereces la pena… —le dije bajando la mano—. Que tengas buena suerte con lo que se te viene encima.
—No, Leo. Que tengas buena suerte tú con lo que se te viene encima.
En el momento en que iba a preguntar a qué se refería, comenzó a sonar el timbre del piso.
—Por cierto, cuando he visto que habías decidido pasarte por aquí, he llamado a unos amigos periodistas para que inmortalizaran el reencuentro. Espero que no te importe…
No nos preocupamos más por Kevin y bajamos corriendo las escaleras del edificio hasta el sótano, donde se encontraba la sala de calderas. En cuanto estuvimos dentro, Sophie sacó el manojo de llaves del bolsillo y cerró la puerta. Mientras tanto, pulsé el interruptor y encendí la frágil bombilla que se mecía en el techo, desamparada.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella.
—Ahora me temo que toca llamar a la bruja de mi jefa y esperar a que… —Mi teléfono comenzó a vibrar en ese instante—. ¡Fíjate! ¡Tenemos telepatía!
Descolgué y me aparté el auricular del oído.
—¡¿Dónde estás?! —La voz llegó clara y nítida.
—Hola, Sarah —contesté, disculpándome a Sophie con la mirada y colocándome el aparato en la oreja—. Ya sabes dónde estoy. En mi antiguo pi… No, no pienso moverme de aquí… Sí, estamos… Eh… no, no lo había pensado. ¡Y yo qué sabía!… ¡No, perdona! No, yo… ¡Ya te he oído!
Y dicho esto, colgué.
—Esa mujer en otra vida debió de ser una arpía.
Pero Sophie no me escuchaba. Se había apoyado junto a la puerta y tenía la mirada perdida.
—¿Estás bien? —le pregunté, y me acerqué unos pasos.
—¡No! ¡No estoy bien, Leo! —me espetó ella apartándome—. No entiendo nada ahora mismo: Kevin me engaña, tú eres una superestrella, apareces de pronto, y por culpa de los periodistas he acabado en esta habitación asquerosa…
—Siempre dije que alguien tendría que limpiarla.
—¡Por favor, deja ya de comportarte como si todo fuera una broma!
Me tragué el siguiente chiste y me volví a acercar a ella.
—Lo siento —dije en voz baja. Ella no respondió.
Con cuidado, como si pudiera morderme, la abracé. Al principio se quedó rígida, pero después respondió y apoyó su mejilla contra mi pecho.
—¿Qué sientes? —preguntó.
—¿Todo?
—Eso no vale.
Esbocé media sonrisa.
—Siento… haberte hecho pasar por todo esto. Siento que las cosas acabaran tan mal entre nosotros, no haber apartado a Anna antes de que llegara a besarme. Ah, y también siento haberme hecho rico y famoso.
—Eso último no lo sientes, mentiroso.
Me reí entre dientes. Después me separé de ella.
—Con sinceridad, ¿sabes que es lo que más me duele? No haber luchado por ti en su momento. Si me hubiera quedado… si hubiera intentado que me escucharas, sé que lo habrías hecho. Pero decidí marcharme y darlo todo por perdido.
Sophie apretó los labios, pero no pudo contener las lágrimas.
—Oh, no, ha vuelto la estúpida sensiblera —bromeé.
Ella me golpeó con el puño en el brazo y dijo:
—Cállate y dame un beso de una vez.
Y yo, como me encanta acatar las normas, obedecí.
Fue como retomar una conversación inacabada; en cuanto nuestra piel entró en contacto y nuestras lenguas se enredaron, olvidamos los motivos que nos habían separado y nos entregamos por completo el uno al otro. Enseguida dejaron de importar la suciedad, el frío o la oscuridad a nuestro alrededor. Nuestros cuerpos desprendían suficiente luz y calor para hacer de aquel cuartucho el lugar más acogedor del universo.
Cuanto más probábamos el uno del otro, más recordábamos lo mucho que nos necesitábamos y lo mucho que nos habíamos echado de menos. Pronto fue imposible distinguir el final de un beso y el comienzo del siguiente.
Ni la fama, ni el dinero, ni los conciertos me habían hecho sentir tan vivo como en ese momento. Allí no necesitaba la voz de otro para experimentar la felicidad y compartirla con la única chica que me había quitado el sueño en la vida.
Mi teléfono comenzó a vibrar de nuevo, pero tardé unos segundos en darme cuenta. Nuestros cuerpos latían a un ritmo tan ajeno al mundo que, para cuando advertí la interferencia, ya habían colgado. Me separé de Sophie, a pesar de las protestas de su boca, y descolgué, la segunda vez que Sarah llamó.
—Están fuera —le dije a Sophie cuando colgué—. Parece que han despejado un poco el camino.
Nos demoramos unos segundos más en el último beso y después salimos para encontrarnos con una Sarah Coen tan furiosa que temí que me diera un bofetón frente a mi recién recuperada novia. (Porque volvíamos a ser novios, ¿no?).
—Sube al coche —dijo sin dirigir una sola mirada a mi acompañante.
En ese momento reparé en algunos paparazzis que todavía rondaban la zona, apurando la noche y capturando la escena con sus flashes. Me volví hacia Sophie y de vuelta a Sarah.
—¿Puede venir con nosotros? Kevin…
—Leo, sube al coche inmediatamente —repitió Sarah visiblemente nerviosa. Esta vez acompañó sus palabras con una indicación de la mano, pero me quedé donde estaba.
—¿No me has escuchado? —Me daban igual los periodistas, me daba igual todo—. ¡Kevin es quien ha armado todo este lío!, quien robó las fotos, ¿quieres que Sophie se quede a solas con él otra noche?
—No me importa lo que haga —masculló mi jefa con los labios fruncidos, y la miré por primera vez con todo el desprecio contenido.
—Estaré bien —me aseguró Sophie en un susurro. Nuestras palabras se enredaron en nubes de vaho.
—No —le espeté yo, sin importarme si aún quedaba algún periodista agazapado en la noche—. No vamos a dejarla aquí sola, Sarah. Si ella se queda, yo también. —Y di un paso hacia atrás.
Sophie me agarró del brazo con suavidad y dijo:
—Leo, por favor, no compliques más las cosas. Kevin no va a hacerme nada. Me encerraré en mi cuarto…
—¿Lo estás oyendo? —le dije a Sarah—. ¿De verdad piensas dejarla aquí?
¡Flash!
Sarah apretó los labios y respiró hondo antes de decir:
—No voy a repetírtelo más —me advirtió con voz ronca—. Entra inmediatamente.
Y, tras decir aquello, se metió en el coche.
La sangre se acumuló en mis mejillas, humillado, y quise golpear algo. Sólo las vigilantes cámaras de los fotógrafos me lo impidieron.
Sophie me agarró del brazo en ese momento y parte de la rabia, simplemente, se desvaneció. Me obligó a mirarla.
—Escúchame, no va a pasarme nada. Si ocurre algo, prometo llamarte; supongo que las treinta llamadas que tengo registradas son tuyas.
Asentí todavía preocupado. Ella se acercó y me dio un nuevo beso en los labios.
¡Flash!
—Te llamo mañana —le prometí.
Fue hasta el portal y desde allí se despidió con la mano. Me metí en el coche sin apartar la mirada de Sophie hasta que giramos en la esquina y la perdí de vista. Después me sumí en el silencio más claustrofóbico que había sentido nunca mientras valoraba las diferentes posibilidades para llevar a cabo mi venganza contra Develstar.