NO, this is not your legacy,
This is not your destiny.
Yesterday does not define you.
Matthew West, «Family Tree».
LA orden de Sarah fue clara: nada de buscar intencionadamente noticias sobre el concierto en la red ni tampoco sobre el contrato con la productora de Dalila. Y por primera vez me aseguré de cumplirla a rajatabla. No quería que una estúpida crítica de un periodista inepto me amargara mi único día libre.
Por desgracia, el destino y el karma se habían confabulado mientras dormía para demostrarme que, hiciera lo que hiciese, no tenía nada bajo mi control.
Aarón y yo nos pasamos el domingo durmiendo hasta tarde, comiendo todo lo que durante la semana habíamos evitado tomar, visitando los monumentos más emblemáticos de la ciudad como dos turistas con pases VIP y, sobre todo, descansando.
A ambos nos regalaron un par de gafas de sol, cortesía de la archiconocida marca NotSun, que a mi parecer atraían más miradas de las que evitaban. Y con ellas y un gorro calado hasta los ojos, también de otra línea que me había escogido para promocionar sus prendas, pude pasar desapercibido toda la jornada. Parecía el maniquí de unos grandes almacenes al que le hubieran dado vida y que se paseaba por la ciudad luciendo los diferentes conjuntos que las marcas preparaban para la nueva temporada. No puedo decir que fuera algo que me disgustara, pero sentía que había pagado a cambio el precio de no volver a elegir ponerme lo que me diera la gana.
Sobreviviría.
A lo largo del día, Hermann no se separó de nosotros ni un solo minuto. Siempre caminaba unos pasos por detrás y no se dirigía a nosotros más que cuando cometíamos alguna infracción, como cruzar sin mirar o tirar (por descuido) algún papel al suelo. Entonces nos pegaba un grito y lo aderezaba con algún comentario ofensivo a la par que ingenioso:
—¡Wannabe! ¿Qué crees que es esto?, ¿tu basurero particular? ¡Recoge ese envoltorio de chicle antes de que te mande de vuelta a España de una patada!
A lo que yo, si me encontraba de suficiente buen humor, le contestaba algo del estilo:
—Pero, Hermann, ya sabes que España está al otro lado del charco, no en México, ¿verdad?
Me encantaba oírle mascullar maldiciones sin que se reflejara su rabia en su manera de caminar tranquila y segura.
En el fondo, el tipo me caía bien y, aunque había que escarbar mucho, mucho, mucho para poder encontrar algo más que mala leche, debajo de todos esos músculos había un corazón falto de amor.
—¡Wannabe!
—¡Me llamo Leo! ¡Leo! Incluso un simio como tú es capaz de recordarlo —mascullé en voz baja.
Acabábamos de terminar de cenar en un italiano de lujo en el que Sarah se había molestado en reservar mesa para nosotros y todavía tenía la pizza en la boca del estómago. Cualquier sentimiento de afecto que pudiera tener por aquel gorila descerebrado se había evaporado en las últimas tres horas.
Nuestra idea era dar un paseo hasta Develstar para bajar la comida, pero, claramente, eso también iba a suponer un problema para nuestra niñera.
—Os requieren a los dos en las oficinas —explicó el hombretón. Cuando habló, vi que se le había quedado un trozo de orégano entre los dientes. Arg…
—¿A estas horas? —pregunté yo.
—¿No se supone que teníamos todo el día libre? —añadió Aarón, igual de cansado después de la jornada turística.
—Tenéis visita —explicó él.
—¿Visita? ¿De quién? —insistió mi hermano.
—¡Y yo qué sé! ¿Creéis que a mí me dan más datos que a vosotros? Las órdenes son claras: de vuelta a las oficinas enseguida.
Y como si de una coreografía ensayada se tratase, alzó el brazo y un taxi se detuvo una décima de segundo después junto al bordillo de la acera. Molestos e intrigados, nos subimos al coche con las cabezas bullendo de posibilidades. ¿Quién sería? ¿Algún cantante o actor famoso? ¿Dalila Fes? ¿Oprah Winfrey? ¿Sophie? Cada opción que mi abotargada mente valoraba, me emocionaba más que la anterior.
Quince minutos más tarde entrábamos en el vestíbulo del edificio mientras Hermann se encargaba de pagar. Si habían requerido nuestra presencia con tanta urgencia era porque tenía que ser alguien con poder, alguien lo suficientemente importante como para conseguir que Develstar se sometiera a sus condiciones. Alguien como.
—¿Papá?
Aquella palabra, pronunciada por Aarón, me confirmó que no estaba alucinando por culpa de alguna especia que le hubieran echado a mi pizza.
—Buenas noches, chicos —saludó él. Con su voz. Y su postura. Y su gesto. Y su cara y sus ojos y su tono.
Era él y me estaba mirando fijamente después de dos años.
Me había quedado a la entrada con el cuerpo paralizado y la boca entreabierta, incapaz de decidir si debía gritar, acercarme para saludarle o limitarme a dar media vuelta y salir corriendo.
Aarón se acercó a él, le dio un abrazo y después se apartó para mirarme. Sus ojos reflejaban el mismo temor que los míos. Si al menos hubiera llevado mis NotSun habría podido disimular un poco.
—¿No me vas a saludar?
¿No le iba a saludar? La pregunta me envolvió como un eco. Seguía idéntico a como lo recordaba. Ojos verdes, nariz un poco ladeada a la derecha (fruto de una pelea callejera cuando era un chaval), huesos de la cara bien marcados, labios finos como dagas y cuerpo esbelto. Su pelo se veía algo más canoso y menos oscuro de lo que recordaba. Las hombreras del traje negro que llevaba, a juego con su maletín, estaban cubiertas con algunas motas de caspa, algo que me sorprendió considerablemente, dado que era un hombre al que le preocupaba en exceso su aspecto.
No me dio ninguna lástima.
Se acercó un paso hacia mí y yo, instintivamente, cometí el error de retroceder. Su mirada se dulcificó un segundo, dolido, antes de recuperar la compostura.
En ese momento aparecieron Sarah y el director de Develstar.
—¡Señor Serafin! —dijo por saludo Eugene, acercándose para darle un apretón de manos tan familiar como si se conocieran de toda la vida—. Soy Eugene Gladstone. Hemos hablado esta tarde.
—¿Qué tal? —respondió mi padre. Aarón aprovechó la coyuntura para acercarse hasta mí.
—Estoy tan flipado como tú. Yo tampoco sabía nada. —Se excusó. Como si aquello cambiara en algo nuestra situación.
Tras presentar a la señora Coen, los tres adultos se volvieron hacia nosotros.
—Pues aquí tenemos a nuestros artistas —comentó el director sonriendo de oreja a oreja.
—Ya lo veo —masculló nuestro padre repasándonos con una mirada difícil de analizar.
—Los chicos han estado el día entero visitando la ciudad —prosiguió el director—. ¿Lo habéis pasado bien?
—Sí, señor. Muy bien —respondió Aarón.
—Fantástico. Es importante aprovechar todos los ratos libres que la vida nos ofrece.
Tras su consejo, todos nos quedamos en silencio. De pronto las losas de mármol a nuestros pies me parecieron de lo más interesantes.
—Había pensado —comenzó nuestro padre—, dado que estoy de viaje en la ciudad y que mañana volveré a Chicago, charlar un rato con ellos si no es problema.
—En realidad —contestó Sarah—, señor Serafin, mañana va a ser un día muy duro para los chicos y.
El jefe le puso una mano en el antebrazo a su subordinada y se acercó a nuestro padre.
—No habrá ningún problema, siempre que nos los devuelva antes de medianoche —bromeó—. La señora Coen tiene razón en que mañana tenemos un día bastante ajetreado y nos preocupa que sus hijos no duerman lo suficiente para rendir al máximo.
—Lo comprendo —dijo él en voz baja.
—En cualquier caso, no se preocupe. Enseguida pido que les preparen una mesa en nuestro restaurante y así los chicos pueden tomarse otro postre antes de acostarse.
La idea de tomar un pedazo del tiramisú más delicioso que había probado en toda mi vida era tentadora, pero, no sé por qué, tenía la extraña sensación de que no me entraría ni un solo bocado.
—Acompañadme —pidió el señor Gladstone.
Hasta que no estuvimos los cinco metidos en el ascensor, no reparé en que había guardado silencio desde que había visto a mi padre. Y no era porque no tuviera palabras que desearan salir a bocajarro, precisamente.
Una vez que nos hubieron acomodado en un rincón apartado del casi vacío restaurante, el director se despidió de nosotros y nos dejó a solas con nuestro padre.
Mientras tuvimos las cartas de postres en nuestras manos, el silencio resultó más o menos soportable, pero cuando el camarero vino a pedirnos nota y se las llevó, se volvió insoportable. Asó que corté por lo sano:
—¿A qué has venido?
—Yo también me alegro mucho de verte, Leonardo —replicó él, pronunciando cada sílaba de mi nombre de esa forma que tantísimo había detestado siempre. Como si estuviera refiriéndose a él mismo en lugar de a mí.
Mi hermano salió a mi rescate.
—¿Qué… qué tal la clínica?
—Bien. Bueno, mucho trabajo, como siempre. Pero el negocio marcha bien; no existen mejores tiempos que los de crisis para que la gente con dinero intente evadirse cambiando en algo su aspecto.
Ya estaba dándonos lecciones. Aunque no lo hiciera con esas palabras, mi padre había dejado claro que, uno: no dejaba de trabajar. Dos: tenía dinero de sobra, y tres: estaba por encima del bien, del mal, de las crisis y de los estúpidos que preferían ponerse en sus manos antes de gastarse el dinero en proyectos más nobles.
—Me alegro. —Comentó mi hermano.
Aproveché para colocarme la servilleta en las rodillas.
—¿Y a vosotros? ¿Cómo os va?
No lo pude soportar más.
—Vamos al grano, papá —le espeté—. Está claro que lo que quieres saber es si nos hemos cansado ya de hacer el gilipollas y si vamos a volver a nuestros cabales.
Mi hermano chasqueó la lengua, molesto por mi sinceridad, y yo le miré.
—¿Qué? ¡Es la verdad! Si no fuera por eso está claro que no habría venido hasta aquí para tomar un puñetero café con nosotros.
—Leonardo, te estás excediendo tanto en tus formas como en tus deducciones —me dijo con su consabida calma, tan frágil como el cristal de aquellos vasos que nos habían puesto—. Solo quería ver cómo estabais. Vuestra madre me dio la dirección y he aprovechado un viaje de negocios para.
—¿Controlarnos? ¿Intentar hacernos cambiar de opinión? —Ver qué tal estabais.
Me recliné en la silla y miré hacia otro lado. El camarero vino en ese instante y dejó sobre la mesa un pequeño surtido de postres y una taza de café para nuestro padre.
—Pues ya nos ves: encantados con nuestra nueva vida —dije paladeando cada palabra. Vaya manera de amargarnos nuestro único día libre.
Él asintió y vertió unos azucarillos en el café. De nuevo se instauró un frío silencio entre los tres. El único sonido que se oía era el de su desquiciante cucharilla chocando contra la taza mientras removía el contenido.
—Me he enterado de que ayer disteis vuestro primer concierto aquí. Mi hermano y yo nos miramos.
—Sí —respondió Aarón—. La verdad es que Leo le salió muy bien y llenamos la sala entera.
—Casi cinco mil quinientas personas, he leído.
—Así es —dije yo con altanería—. Y el disco ya está a la venta.
—Eso está muy bien. —Dio un sorbo a su café y asintió despacio—. ¿Y qué planes tenéis para el futuro? Ya he visto que tienen bastante controlados vuestros horarios.
—No paramos —dijo Aarón, que parecía dispuesto a salvar aquel naufragio por todos los medios—. Mientras yo doy clases con el tutor, Leo tiene ensayos, sesiones de fotos. Después están las grabaciones y esas cosas.
—Las clases —comentó él, y yo tuve que apartar los puños bajo la mesa para no levantarme de un salto—. ¿Qué tal con el tutor? ¿Avanzáis en el temario?
Mi hermano asintió con efusividad.
—La verdad es que sí. Lo bueno de estar yo solo es que vamos mucho más rápido que con una clase llena de alumnos. Además, el señor Rotts está muy puesto en la PAU. Fue profesor en España.
—Vaya. —Comentó mi padre, aunque tuve la sensación de que se estaba burlando de nosotros.
—¿Y tú, Leo? Supongo que estarás liadísimo con las entrevistas.
—En realidad, no —respondí cortante—. Todavía no hemos tenido demasiadas, pero supongo que empezarán pronto.
—Ya lo creo. —Comentó él, y acto seguido se agachó, abrió su maletín y sacó de dentro una revista con mi cara en la portada.
Lo primero que pensé fue que era un fotomontaje de esos que te permitían trucar la imagen en internet.
—¿Qué es esto? —le pregunté cogiéndola y hojeándola a toda prisa. Aarón también se acercó para verla conmigo. Era real. Era yo, en la portada de una revista, y no lo estaba soñando. La sonrisa se extendió por mi cara como el agua.
—¿No lo ves? Eres tú, Leo. ¿No te han dicho nada? —El tono de mi padre se había vuelto frío en los últimos segundos—. Un reportaje completo. A cuatro páginas. Sin publicidad. Solo fotos tuyas, de casa y de tus hermanos.
Mientras mi padre hablaba, yo saltaba de un párrafo a otro sin enterarme de lo que se decía allí. Había fotos familiares con Aarón y también de Ali y Esther, pero las dos niñas aparecían con unas manzanas verdes sobre sus caras.
—No tenía ni idea. —Mascullé todavía emocionado. Creo que no era aquella la reacción que mi padre había esperado provocar.
—¡Claro que no tenías ni idea! —me espetó él golpeando con el dedo la página—. Y esto no es más que el principio. ¿Te crees que no lo he visto antes? ¡El ochenta por ciento de la gente que viene a mi consulta se enfrenta a esta porquería cada semana!
Aarón cogió la revista y leyó el reportaje con el ceño fruncido. Mi cabeza, una vez más, estaba dando vueltas sin control.
—¿Es por esto por lo que has venido? —pregunté—. ¿Para aprovechar y volver a darme una lección? Porque me parece que esta vez no la merezco…
—No me hables en ese tono —replicó él lo suficientemente alto como para que los últimos clientes que quedaban en el restaurante se volvieran para mirar.
—No me parece tan preocupante, la verdad. Pero hablaré con Sarah para que…
—¿Para que lo paren? Vamos, no te creía tan ingenuo. Esto no ha hecho más que empezar.
Me puse rojo y me obligué a respirar por la nariz lentamente.
—Tampoco dicen nada —intervino Aarón—. Solo hablan del canal de YouTube, de los conciertos que hemos dado y, sobre todo, del contrato con la productora de Castorfa para lo de la canción.
—Pues sí que corren rápido las noticias —musité.
—Escúchame bien, Leonardo —ordenó mi padre acercándose a mí—; de ahora en adelante vas a estar en boca de todos. Van a seguir cada paso que des, cada decisión que tomes, cada error que cometas. Si no te andas con ojo, habrá siempre alguien para inmortalizar ese momento.