AND as I started I counted
The Webs from all the spiders
Catching things and eating their insides
Like indecision to call you.
Blink-182, «I Miss You».
ODIABA a Aarón. No en plan «Quiero que te electrocutes con tu guitarra eléctrica y te quedes seco», sino más bien «¿Por qué demonios tienes que estar disfrutando esta experiencia tú más que yo?». Supongo que solo me moría de envidia. Pero ¿cómo no? Llevábamos dos semanas en aquella jaula de oro y apenas había tenido tiempo de visitar la ciudad, salir a tomar algo a algún pub, a, no sé, ¿hacer cosas normales? A veces me costaba recordar que tenía veintiún años.
Las sesiones con Bruno Savadetti habían ido a más. Después de enseñarme a caminar, invitó a un experto logopeda (Esbirro número 1) que impartió una entretenidísima clase de dicción y lenguaje en la que lo más sencillo de todo fue recitar algunos trabalenguas. Nada comparable con la clase siguiente de cómo posar para una sesión de fotos con la Esbirro número 2…
—Atraviesa la lente con tu mirada —me decía la mujer, alta, esbelta y con zancas por zapatos mientras un fotógrafo de Develstar me iba flasheando sin ninguna consideración—. Aprieta los dientes para marcar más la mandíbula, ¡déjate de morritos!, sonríe solo con los labios, pero sigue serio con los ojos… Ahora una sentado, otra de pie, apóyate en la pared y crúzate de brazos. Ahora túmbate en el suelo, coloca el codo así y levanta la rodilla. ¿Por qué parece que estás sufriendo una contractura?
—¡Porque la estoy sufriendo!
Después vinieron las sesiones de maquillaje, peinado y peluquería, donde, como en una película en la que los protas deciden cambiar de look, pero sin una potente banda sonora de fondo y a velocidad reducida, Bruno y su equipo de estilistas probaron conmigo y mi pelo una decena de opciones distintas hasta que al final se decantaron por cortármelo un poco y peinármelo revuelto y ligeramente engominado. ¿De qué me sonaba eso?
Las clases sobre relaciones sociales fueron lo siguiente. Bruno repitió una y mil veces que aquello no sería lo mismo hasta que me encontrase de verdad en situación, pero que por el momento no había otro modo de practicar. De ese modo, tras tragarme varias lecciones sobre modales y protocolo donde tuve que tomar nota sin descanso y sobre las que me advirtió que me examinaría, prosiguió con los detalles sobre cómo debía comportarme con la prensa, con otros artistas o con el propio equipo de Develstar públicamente.
—No vas a llevar absolutamente nada en los bolsillos, no quiero que en las fotos parezca que te han salido protuberancias en los muslos. —Puse los ojos en blanco—. Siempre habrá una persona de Develstar pegada a ti como tu sombra. Lo que necesites, se lo pedirás a ella.
—¿Podré elegirla yo?
Bruno obvió responder y siguió hablando.
—Por el momento no habrá periodistas que quieran entrevistarte. La primera puesta en escena en la fiesta será para probarte, pero no te confíes. A partir de ahora, cargarás con cualquier error que cometas hasta el fin de tus días.
—Amén.
Tras decir aquello, Bruno llamó a la señora Coen y me explicaron que ella sería mi publicista. Me acompañaría a todos los eventos y me ayudaría a integrarme, resolviendo cualquier duda que pudiera tener al momento, diciéndome cómo comportarme en cada situación o cómo lidiar con las preguntas de la prensa sin que nadie se enterase.
A pesar de su aspecto distante e insensible, se veía que la señora Coen sabía de lo que hablaba y que no permitiría que nada se saliera Gran Esquema de Develstar. Ni siquiera yo. En parte era un alivio, peto por otra…
Play Serafin fue el nombre artístico definitivo que escogió la empresa para mí. Probamos algunos otros. Es más, contrataron a todo un equipo de creativos con ese objeto y al final todos llegaron a la conclusión de que el original era el que mejor encajaba con mi personalidad. Guau. Y seguro que por ello habían cobrado una millonada. ¡Tendría que haber registrado el nombre solo para que nos hubieran pagado la parte correspondiente!
Las dos últimas ciases que tuve antes de la fiesta de ese fin de semana fueron con Hermann. El guardaespaldas, mitad minotauro, mitad gigante de piedra, se encargó de explicarme cómo debía reaccionar ante las masas o en una evacuación.
Si algo me quedó inmediatamente claro fue que Hermann no era como Bruno y que más me valía cerrar la boca si no quería acabar con la cabeza estampada contra la pared. Sabía que aquello sería delito, pero dudaba que las leyes o las órdenes del señor Gladstone detuvieran al hombre montaña en una de sus más que habituales rabietas.
—¡¿En qué mierdas estás pensando, Serafín?! ¿Es eso lo que te he dicho que hagas? Si en un evento las fans consiguen abrirse paso hasta donde tú estás debes olvidarte de que son personas individuales: son una masa. Si alguien corre, los demás lo siguen sin pensar adonde o por qué. Si consiguen alcanzarte, no se detendrán. Se caerán unos encima de otros y, aun así, habrá gente que seguirá pisoteándoles y corriendo para hacerse una foto contigo.
—¿Me puedes recordar de nuevo por qué quiero huir de un grupo de chicas guapas que solo quieren abrazarme? —bromeé. Pero, no, en serio… ¿Hola? ¿Era el único que veía ventajas al asunto?
La cara de Hermann se hinchó de rabia y, con los labios muy pegados, masculló:
—Nadie ha dicho que sean chicas guapas. Ni tampoco que quieran abrazarte.
—Ya veo…
El hombre alzó sus gigantescos brazos al aire y yo temí que su camisa fuera a estallar sobre ese cuerpo esculpido a base de gimnasio y esteroides.
—¡En el fondo sois todos unos wannabes! —exclamó con un gruñido—. Lo único que buscáis es la fama rápida. El dinero fácil. Las chicas sencillas… Y no tenéis en cuenta los peligros. ¡No los tenéis!
Wannabe. La palabra quedó flotando en mi cabeza sin saber exactamente a qué se refería. Y no, cuando descubrí qué era, no me hizo ninguna gracia. Yo no quería ser alguien. Yo no quería imitar a nadie. Yo ya era alguien. Tampoco quería seguir los pasos de mi estrella del rock favorita (sobre todo, porque no tenía ninguna). Así que me ofendió considerablemente el término y así se lo hice saber. Para mi desgracia, le hizo tanta gracia que a partir de entonces, en privado, ese fue mi apodo. Al menos me quedaba la pequeña victoria de que en público siempre se dirigiría a mí como Leo o señor Serafín, según el momento. Algo es algo, ¿no? Y, además, de nada hubiera servido chivarme a alguno de sus jefes. Temía que sus represalias fueran peores. Sinceramente, el tipo me daba miedo, para qué negarlo.
En esos días también aprendí palabras como talent (ese era yo, el famoso), groomers (la forma cool de llamar a los maquilladores), handlers (quienes me acompañaban en todo momento sin separarse de mí ni cuando iba al cuarto de baño la mayoría de las veces, la señora Coen), photocall (el lugar para posar en premiérs y eventos varios), Junket (rueda de prensa multitudinaria o algo parecido) o per diem (el dinerillo que me correspondía por día trabajado fuera de la oficina y que podía gastar en lo que me viniera en gana. Nada, lo típico, unos 200 $ para algún caprichito a repartir a medias con Aarón).
El viernes antes de la fiesta me dieron el día libre. Me pasé la mañana entera en la cama, remoloneando entre las sábanas con las persianas bajadas y sumido en la más absoluta oscuridad. Cuando me levanté ya era pasado el mediodía y me limité a almorzar un sándwich y a vestirme con el chándal más cómodo que encontré en el armario. Por supuesto, también de marca.
Después de tragarme varios programas de la televisión sin tan siquiera esbozar una sonrisa, llamé a mi hermano para saber dónde andaba. Me dijo que había salido a dar una vuelta con nada menos que la señorita Davies y que no sabía cuándo volverían. Tenía el resto de la tarde libre, nadie me había prohibido salir del edificio y podía hacer lo que me viniera en gana. ¿Y cuál fue mi decisión final?
Ir a espiar a mi ex.
De acuerdo, espiar es una palabra muy fea. Digamos que le pregunté a Tonya y, a tenor de su respuesta («No puedo predecirlo ahora»), opté por darme un paseo en metro hasta la zona baja de la ciudad para pasar la tarde y, de paso, quizá ver si me cruzaba con Sophie. Así fue como terminé sentado en una cafetería que conocía demasiado bien, cubierto por una sudadera con capucha a medio poner y mirando a través de la enorme cristalera que daba a mi antiguo bloque reclinado en un cómodo sofá rojo.
Había tenido la precaución de llevarme un libro para aparentar estar entretenido con algo, aunque enseguida me aburrí de él y me puse a jugar con el móvil, levantando de tanto en cuando la mirada y esperando en secreto descubrir a Sophie alguna de las veces. Sé que la otra opción, si de verdad quería verla, era cruzar la calle, llamar a la puerta y esperar. Pero el problema era que no estaba seguro de si quería verla. No sabía si podría soportar una vez más la mirada que me dedicó la última vez que nos vimos.
—¿Leo?
Tardé unos segundos en registrar el nombre en mi cerebro, pero cuando lo hice, di un respingo, que a punto hizo que tirara el café sobre mi ejemplar de ¿Quién se ha llevado mi queso? Para jóvenes, y me volví.
Kevin me miraba desde la barra tan sorprendido como yo. A pesar de que solo habían pasado unos meses desde la última vez que nos vimos, le encontré más escuálido y desmejorado. Sus ojos relucían verdes alienados con aquellas lentillas que contrastaban con el azul de su pelo en punta. De no ser porque estaba serio como una lechuga habría parecido un dibujo animado.
—Ey, qué sorpresa —le saludé cuando me recompuse. A continuación, me levanté y nos estrechamos las manos sin muchas ganas. Todavía tenía muy presente nuestra última conversación—, ¿cómo te va todo?
Mi antiguo compañero de apartamento esquivó la pregunta con una mirada de desconcierto y señaló a la ventana con su muffin de chocolate.
—¿Estabas espiando?
—¿Qué? No, claro que no —repliqué ofendido—. Solo echaba de menos… este sitio. Hacen buen café, ya lo sabes.
—No. No tomo café —me recordó todavía serio—. ¿Qué haces aquí?
Podría haberme marchado sin responder. Por internet me dejó claro que no quería saber absolutamente nada de mí y que era… ¿cómo dijo? Un niño malcriado. Sin embargo…
Sin embargo, necesitaba saber qué había sido de Sophie, cómo estaba, con quién estaba, si pensaba en mí. Y hasta el momento mi fabuloso plan había dado cero resultados. Así pues, me tragué la bordería que pensaba escupirle a la cara y miré de soslayo mi antiguo edificio.
—¿Tú qué crees? Llevo cerca de un mes en la ciudad y esta es la primera vez que me atrevo a bajar hasta aquí.
—¿Casi un mes? —Kevin pareció de pronto interesado. Se acercó y tomó asiento a mi lado—. ¿Y qué estás haciendo? No he visto que hayas colgado nada nuevo desde tu concierto en Madrid.
—Estamos… esperando —contesté sorprendido por su cambio de actitud—. Ya te dije que ahora trabajo con otras personas. Con una discográfica.
—Lo recuerdo. Y aprovecho para pedirte disculpas por cómo reaccioné cuando me lo contaste. Todo olvidado, ¿no? —La sonrisa que me dedicó no casaba con su mirada.
Me encogí de hombros.
—Lo que tú digas.
Asintió, y antes de que me hubiera reclinado en el sofá, Kevin pasó a relatarme lo bien que le iba el negocio últimamente y la inmensa cantidad de visitas nuevas que su web estaba recibiendo desde hacía meses. Me guardé de sugerir que, quizá, mis vídeos tuvieran algo que ver.
—Ahora me ha dado por la pintura, y no te puedes imaginar la cantidad de idiotas que se meten buscando opiniones sobre obras de arte que ni siquiera yo entiendo —me confesó orgulloso de su fraude.
Yo le reí el comentario sin ganas y dejé que siguiera hablando un rato más mientras paseaba la mirada por la cafetería y de vuelta al cristal.
—Sophie no está —dijo de pronto. No podría asegurar lo que me había estado diciendo durante los últimos cinco minutos, pero aquellas tres palabras llegaron hasta el centro neurálgico de mi cerebro como una bala. Le miré.
—¿No está? —repetí como un pardillo—. ¿Y dónde…?
—Se marchó con sus padres hará una semana. —No fue lo que dijo sino el modo en que lo dijo, con esa tranquilidad y despreocupación, lo que me cabreó.
—¿Dijo cuándo volvería? —pregunté sobreponiéndome a las ganas que tenía de atizarle por estar disfrutando tanto del momento. ¿Todo olvidado? Iba listo.
Kevin pareció calcular algo antes de responder que, posiblemente, Sophie no regresaría hasta dentro de varias semanas.
—Y, aunque no fuera así —añadió—, creo que no es buena idea que os encontréis. Ya le hiciste suficiente daño la última vez, ¿por qué no puedes olvidarla?
—¿Por qué no…? —Era inútil. No sabía si lo había dicho en serio o si había alguna intención oculta en sus palabras, pero mi intención de ver a Sophie ya me había robado una tarde entera y no pensaba seguir perdiendo más tiempo lamentándome por lo imposible. Quizá tuviera razón. Me puse en pie y cogí mi cazadora—. Gracias por todo. Suerte.
No aguardé a su respuesta. Me dirigí a la puerta del local y, cuando oí que Kevin me llamaba porque se me había olvidado mi libro en la mesa, sin volverme le dije:
—Todo tuyo. A lo mejor a ti te sirve de algo.