And I’m just like cellophane
'Cause she sees right through me.
All Time Low, «Lost in Stereo».
HARU Zao me guió hasta los estudios que habíamos visitado el día anterior. Apenas habló durante el trayecto y, mientras bajábamos en el ascensor, aproveché para observar de cerca a quien sería mi maestro. La primera impresión que tuve de él fue muy distinta a la de los otros empleados de Develstar. El profesor Zao estaba siempre sonriendo, aunque no hubiera nada por lo que sonreír, como si conociera una broma que nadie más hubiera escuchado. Era considerablemente más bajo que yo y estaba algo regordete. Lucía un bigote tan fino que parecía pintado con bolígrafo sobre su piel y sus ojos rasgados pasaban más desapercibidos si cabe tras las gafas de pasta y sus pobladas cejas, que contrastaban con su cabeza calva.
Cuando entramos en el estudio se sentó en el taburete del piano de cola negro que había en el centro.
—En este estudio vamos a olvidarnos de que existe un mundo tras esta puerta. No quiero escuchar la palabra internet, fama o vídeos. Solo vamos a hablar de música, ¿entendido? —dijo en un perfecto inglés, con un suave acento oriental—. Sé que ya sabes cantar y componer, pero todavía te queda mucho que aprender. Además, te enseñaré a tener un control absoluto sobre tu voz y a perfeccionar los arreglos de tus temas. ¿Tienes alguna pregunta antes de comenzar? ¿Algo que quieras decirme?
—No, todo bien —le aseguré algo intimidado. Su manera de hablar, tan pausada y meditada, hacía pensar que cada una de sus frases era un proverbio del tipo: «Si te caes siete veces, levántate ocho».
—Quiero que cojas esa guitarra —señaló una española que había colgada en la pared— e improvises.
—¿Improvisar? —pregunté—. No sé si… vaya, que no es lo que mejor se me da y…
—¿Temes hacer el ridículo? —intuyó—. Aarón, ¿de qué sirve tener talento si te da miedo compartirlo con el mundo?
Asentí comprendiendo lo que quería decirme, y cogí la guitarra.
—¿Toco lo que quiera? —pregunté.
—Eso te he pedido, por favor.
Obedecí. Durante los quince minutos siguientes cerré los ojos y dejé que mis dedos se deslizaran por la guitarra sin contenerlos en una melodía determinada o con un ritmo concreto. Cada cierto tiempo cambiaba radicalmente y mi mente se acompasaba al sonido de la guitarra. No era la primera vez que hacía algo semejante; a fin de cuentas, siempre que estaba agobiado, asustado, emocionado o triste, aprovechaba para colgarme mi guitarra al cuello y desahogarme con ella. En ocasiones no sabía ni lo que me ocurría por dentro; por qué estaba enfadado, por qué me sentía dolido o extrañamente eufórico y, sin embargo, al traducir mis sentimientos a música todo cobraba sentido. Aquel era un lenguaje que el mundo entero podía comprender, que era universal. Como una canción que, escuchando por primera vez su melodía, sabes cómo continúa; como una conversación reconocible entre dos desconocidos.
Cuando terminé, abrí los ojos y dejé que las vibraciones del último acorde se desvanecieran en el silencio.
—Estupendo —dijo Haru con un asentimiento de cabeza—. Está claro que la música forma parte de ti tanto como caminar o respirar. Ahora quiero que me lo demuestres con la voz. Voy a tocar el piano y quiero que improvises la melodía principal cantada.
Dije que adelante, encantado con el reto.
—Cuando estés listo —avisó.
Le hice una señal, me aclaré la garganta y dio comienzo la música.
Durante unos instantes no supe cómo unirme a la melodía sin estropearla. Los dedos de la mano derecha del profesor Zao volaban por las teclas a una velocidad endiablada mientras los de la izquierda acompañaban con los acordes. Tras los primeros segundos de admiración, di el salto. Sin letra ni mensaje, me puse a cantar sílabas que iban surgiendo sin premeditación y que dibujaban una melodía que casaba con la de Haru. Tal y como había hecho con la guitarra, el profesor cambiaba de vez en cuando de tonada y yo debía reengancharme de la manera más rápida y limpia posible.
Enseguida dejé de pensar y permití que la música me arrastrase sin oponer resistencia. A cada segundo transcurrido, más confianza sentía en mí mismo y más alto me atrevía a cantar, hasta que al final no solo estaba proyectando la voz con todas mis fuerzas, sino que también estaba llevando el ritmo con mis manos sobre la tapa del piano.
Haru dio por concluido el ejercicio unos minutos después. Paró de tocar y me miró con una amplia sonrisa.
—Buen trabajo, Aarón. Muy bien.
Le di las gracias y esperé hasta acompasar de nuevo la respiración.
—Esto solo ha sido una primera toma de contacto con el estudio, pero por hoy será suficiente. Vayamos a dar una vuelta.
Lo miré de hito en hito.
—¿Afuera? ¿Ya? —Pensaba que no saldría del estudio en toda la semana, tanto era el trabajo que imaginé que tendríamos.
—La música, como cualquier arte, surge de la inspiración y de las experiencias, y es evidente que encerrándonos durante horas en esta habitación solo vamos a limitarnos.
Cogió su chaqueta de la silla donde la había dejado y me acompañó hasta la puerta.
—No te lo tomes como un descanso —me advirtió—. Porque no vamos a dejar de trabajar.
Aquello me quedó claro en cuanto puse un pie fuera del edificio de Develstar. El cielo estaba nublado y soplaba una brisa gélida. Mientras me cerraba el abrigo, Haru me explicó en qué consistiría el siguiente ejercicio:
—Vas a ir diciendo en voz alta todas las palabras que te vengan a la mente según vayamos caminando. No quiero que te limites lo más mínimo. Yo iré tomando nota de todas ellas.
—¿Para qué es…?
—Ya lo verás —me interrumpió—. Comienza.
Y eso hice. Mientras caminábamos por la Quinta Avenida, fui soltando adjetivos y sustantivos de una manera casi inconsciente: «edificios», «emoción», «miedo», «prisa», «taxi», «luces», «ansiedad», «carteles», «soledad», «movimiento», «recuerdos»…
De vez en cuando, Haru soltaba una risotada o asentía con sorpresa. El hombre me guiaba por la ciudad como si estuviera ciego (y en parte lo estaba), indicándome dónde girar o a qué prestar atención. Cada vez que intentaba decirle algo, me obligaba a hacerlo utilizando palabras sueltas.
Sin embargo, no hubo sustantivos ni adjetivos que describieran la emoción que sentí cuando, un buen rato después, al girar una calle, me encontré de pronto en el corazón de la ciudad, en pleno Times Square. Lo había visto en decenas de películas y videoclips, sabía dónde estaba el cartel luminoso de Coca-Cola y la forma de los edificios adyacentes, y sin embargo la sensación fue completamente nueva. Los carteles luminosos de una decena de musicales se alternaban con la publicidad de diversos programas y películas de cine en las pantallas gigantes; la gente, las tiendas, el tráfico… todo parecía tener un cariz diferente bajo aquellas luces que hablaban de nostalgia y futuro. ¿Cuántas personas antes que yo, y cuántas después, sentirían aquel sobrecogimiento al descubrirse en uno de los lugares más populares del imaginario colectivo? Sentí que se me aceleraba el corazón, y cuando Haru se acercó a mi lado, dije en voz baja:
—Ritmo.
Por desgracia, como todo lo bueno, la atípica clase del profesor Zao también llegó a su fin. Después de haber caminado hasta Times Square, me invitó a comer por las inmediaciones en un restaurante indio y me puso como deberes que, con las palabras que había ido pronunciando en voz alta y que él había ido apuntando, compusiese una nueva canción para la semana siguiente. El resto del tiempo nos dedicamos a charlar sobre nuestras vidas y familias. Según me dijo, vivía cerca de Develstar, pero no en el mismo edificio, como nosotros (lógico). El propio Eugene Gladstone había ido a buscarle a Tokio hacía años, donde hasta entonces había dirigido una importante orquesta, y le ofreció su actual puesto de trabajo en América. Dadas las condiciones, aceptó enseguida y se vino con su mujer. Poco después nació su primera hija, Aiko, ahora de diez años, y ya ni se planteaban regresar a su país de origen.
Enseguida quedó patente que no eran de su agrado algunos métodos que la empresa utilizaba, pero que los resultados eran evidentes y que, supuso, eso era lo importante. Nadie le pagaba por cuestionarse nada o preguntar. También reconoció que cuando le presentaron nuestra situación, un chico que cantaba y otro que daba la cara, puso el grito en el cielo, pero que finalmente aceptó el reto.
—Espero no decepcionarte… —dije yo con una media sonrisa.
La vuelta a Develstar la hicimos en taxi. Cuando llegamos, la señora Coen ya estaba esperándome con un hombre alto, barbudo y de pelo cano a su lado: mi tutor para preparar la selectividad, Alfred Rotts. Me despedí de Haru hasta el día siguiente y seguí al profesor como un cachorro cuya correa hubiera cambiado de manos.
Pronto comprendí que sus clases serían muy distintas a las impartidas por el japonés. Allí no había cabida para la imaginación, la improvisación o la sorpresa. En una enorme sala con pizarra digital y decenas de asientos vacíos, me explicó que había trabajado de profesor en un colegio de España hasta hacía dos años y que, desde entonces, se había dedicado a tutelar personalmente a quienes habían requerido sus servicios en Estados Unidos.
Cualquier duda que pudiera albergar sobre si aquel hombre conocería la PAU española lo suficiente como para guiarme se evaporó al instante. A mitad de su discurso me plantó delante un taco de exámenes en español de las diferentes asignaturas y me advirtió que para final de curso los habría rellenado todos. No me cupo la menor duda.
—Yo creo que es un genio —le aseguré a mi hermano esa misma noche mientras veíamos la tele antes de irnos a acostar—. Ningún hombre puede conocer tantos idiomas.
—Sabe tres —replicó él huraño.
—Que sepamos. Y tantas materias con tanto nivel…
Leo dejó su nuevo móvil y me miró.
—Tío, que es la nueva selectividad, no el MIR.
Mi hermano estaba más irascible de lo habitual. Su primer día en Develstar había distado mucho de cómo esperaba que fuera y el entrenamiento al que le había sometido Bruno Savadetti le había hecho polvo. Durante la cena, mientras Leo hacía un esfuerzo sobrehumano para llevarse el tenedor a la boca, Sarah nos trajo nuestros nuevos móviles de última generación, no sin antes advertirnos de que no difundiéramos los nuevos números si no era por motivos de seguridad (¡como si alguien fuera a querer el mío!).
No fue hasta que estuve en mi nueva e inmensa cama, rodeado de cojines y la mullida colcha, cuando me di cuenta de que, en todo el día, no había dedicado ni un instante a pensar en Dalila. Sintiéndome victorioso, cerré los ojos y rogué por que el jet lag me permitiese dormir algo…
Por supuesto, no fue así. A las cinco de la mañana ya estaba despierto recordando los dos últimos días. Consciente de que conciliar el sueño estaba fuera de toda posibilidad, me levanté y descorrí la cortina. Tras mi reflejo desvaído, contemplé la inmensidad de Nueva York con su fulgurante brillo. La ciudad que nunca duerme me saludó de soslayo sin dejar de relucir y cantar su tonada personal.
Entonces supe lo que tenía que hacer. Sin poder contenerme, volví a la cama, saqué de debajo de la almohada el cuaderno de partituras, me puse al lado la hoja con las palabras del día anterior y comencé a componer el nuevo tema que comenzaba a formarse en mi cabeza…
Tuve que reconocer que la vida que nos ofrecía Develstar superaba cualquiera de mis expectativas. Si bien las tutorías con el profesor Rotts eran un auténtico suplicio y me costaba concentrarme con las melodías, arpegios y partituras del profesor Zao rondando en mi cabeza a todas horas, el resto del día compensaba con creces el suplicio. Al menos, solo tenía que verle tres días a la semana.
Mi primer viernes en Develstar, tras la fatigosa clase de música con Haru en la que me había estado explicando para qué servía cada uno de los infinitos botones y ruedas que componían la mesa de mezclas, dio comienzo la tutoría sobre literatura española con Alfred.
Lo malo de las clases particulares, comprendí, no era que el profesor apenas se detuviera a explicar conceptos porque daba por hecho que los sabía, no. El problema estaba en que, de querer echar una cabezadita rápida sobre el pupitre, me vería sí o sí.
Por eso cuando mis ojos se cerraron (¡de manera totalmente involuntaria!) y oí un golpe seco contra la madera, supe que me había pillado. Estaba a punto de pedir disculpas cuando comprendí que el ruido provenía de la puerta. El señor Rotts, al parecer ignorante del descuido de su único alumno, se levantó de su silla y se acercó a abrir.
Emma apareció al otro lado con semblante serio. Se había cambiado su habitual uniforme de trabajo por unos vaqueros desgastados, una camiseta negra y un jersey de cuello de pico.
—Buenas tardes, Alfred —saludó resuelta—. El señor Gladstone quiere ver a Aarón, ¿cree que podría excusarle el resto de la tarde? Me temo que es urgente.
El profesor Rotts me miró de soslayo y asintió apesadumbrado, como si su mente estuviera sopesando los días que nos quedaban de allí a mayo para prepararnos y si lo lograríamos.
—Si es tan urgente… —cedió finalmente—. Aarón, seguiremos el lunes. Te enviaré la tarea por correo electrónico.
Asentí, intentando que no se me notaran las ganas que tenía de saltar de alegría, y me despedí de él. Una vez en el pasillo, le pregunté a Emma si sabía qué quería el director.
—Nada, no te ha llamado —dijo, y se volvió con una sonrisa en los labios. Al ver mi sorpresa, añadió—: Tampoco vamos a fingir que lo estabas pasando de miedo allí dentro. Además, es tu primera semana aquí, y es viernes. Nadie se merece esa tortura. Bueno, quizá Leo…
Solté una carcajada, todavía impresionado, y le di las gracias.
—¿Tienes en mente algún sitio al que quieras llevarme o tu plan solo contemplaba liberarme de mi condena?
—¡Por supuesto que tengo un plan! —respondió ella cómicamente ofendida.
Llovía a mares cuando llegamos al vestíbulo del edificio. Emma se acercó a la recepción y pidió que nos mandaran un taxi.
—¿No deberíamos avisar a la señora Coen? —pregunté preocupado por meterme en un lío.
—Ya lo sabe. Supongo que cuando le dije que te llevaría a dar una vuelta no tuvo en cuenta la clase y me dio su beneplácito. —Tras decir aquello se encogió de hombros como una niña inocente.
No me dijo adónde íbamos hasta que nos encontramos a las puertas.
—¿La Strand? —pregunté ilusionado.
—Es una parada obligada para cualquiera que visite Nueva York —respondió mientras pagaba—; más aún si es un enamorado de los libros.
Había oído hablar de aquella tienda, pero con todo el trajín me había olvidado por completo de ella. Mientras me apeaba del taxi me pregunté cómo Emma, a quien conocía desde hacía irnos días y con la que apenas había entablado conversación, podía haber acertado con el lugar que quería visitar.
Sin más demora, dejamos atrás la tormenta y nos internamos en la inmensa librería buscando, como tantos otros, el calor de los libros y un lugar donde refugiarnos del temporal.
Al momento percibí el penetrante olor a papel y cuero mientras los vendedores nos saludaban desde las cajas de la entrada. Los libros se apilaban en mesas y estanterías divididos por temas y géneros, señalizados con originales carteles. Ejemplares nuevos, de segunda mano, olvidados, recién salidos de la imprenta… cualquier historia tenía cabida en aquel templo de las letras.
Al principio cada uno fue por su cuenta: Emma se perdió entre los estantes dedicados a la poesía (representada con una lira), mientras yo me dirigí a la sección de ficción (con una alegre ballena que poco tenía que ver con la acérrima enemiga del capitán Ahab, a quien supuse quería imitar). No obstante, al cabo de un rato, vino a buscarme y a partir de entonces seguimos juntos. Íbamos revisando todos los títulos que llamaban nuestra atención, preguntándole al otro si lo conocía, si le había gustado, si lo recomendaba… hasta llegar a la amplia sección juvenil, en el piso superior. Allí, Emma se subió a la escalera que había junto a la estantería y se puso a revisar con ahínco las repisas superiores. Yo hice lo propio, y también me sumergí en mi búsqueda personal.
Muchos de los títulos me sonaban o los conocía, pero había otros tantos que estaba descubriendo por primera vez atraído por sus originales portadas o sus títulos. Cuando Emma advirtió en qué consistía mi pequeño ritual, me preguntó si me gustaba destriparme el final leyendo la última página de cada libro que cogía.
—Solo leo los agradecimientos y dedicatorias —le expliqué. Apenas había espacio entre nosotros en el estrecho pasillo—. Dice mucho del artista.
Emma sonrió, después cerró los ojos y recitó de memoria:
—«Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor».
Asentí al reconocer la cita.
—¡La del Principito es una de mis favoritas! —confesé ilusionado por que no me tachara de loco, sino todo lo contrario—. ¿Tú también lo haces?
—No, pero esa se me quedó grabada cuando la leí —dijo, y se apartó un mechón de la frente. Después estiró el brazo para dejar en su sitio uno de los libros que había cogido antes, pero cuando lo estaba colocando, lo apoyó mal y el ejemplar se precipitó al suelo con un golpe seco. En un acto reflejo, ambos nos agachamos para recogerlo y su mano se cerró en torno a la mía.
Alcé la mirada, en cuclillas, y nos quedamos quietos durante unos instantes. Mi mente no registró ni un solo pensamiento más allá del roce de sus dedos sobre el dorso de mi mano.
Entonces oímos una algarabía a nuestras espaldas y un par de niñas irrumpieron en nuestro pasillo. Fuera lo que fuese lo que acababa de ocurrir, se desvaneció de un plumazo, y nos pusimos en pie. Sin decir una palabra, coloqué el libro en su lugar y bajamos a las cajas para pagar lo que cada uno había cogido.
—¿Tantos? —me preguntó Emma señalando mi pila mientras esperábamos nuestro turno.
—Algunos ya los he leído, pero me gusta tenerlos cerca. Además, ¿en qué si no podría gastarme mi recién adquirida fortuna? —bromeé más sereno, reprimiendo otros pensamientos.
Había escampado cuando salimos de la tienda, por lo que resolvimos comprar unos cafés y un par de cup-cakes y volver caminando hasta Develstar. Mientras nos los tomábamos, guardamos silencio, cada uno inmerso en sus pensamientos. El color de los edificios se desvaía en el atardecer mientras la gente abandonaba sus trabajos con sonrisas que atribuí al fin de semana.
De soslayo miré a mi compañera, que se había terminado su pequeña magdalena y se chupaba los dedos. Me costaba reconocer en ella a la misma chica que había venido a nuestra casa a hablarnos de Develstar, seria y fría como una estatua de mármol. Parecía como si a diario llevara una máscara que solo se quitara de tanto en cuando… solo cuando estaba conmigo, me descubrí deseando sin razón. La mera posibilidad me hizo sonrojarme como un niño. Patético.
—¿Qué piensas? —me preguntó de pronto.
—En ti —respondí. En cuanto me di cuenta del error, intenté subsanarlo—. Quiero decir, en tu familia. Nunca me has hablado de ella y… y siempre soy yo el que está cotorreando sin parar.
—Aarón, estamos trabajando. Mi contrato me impide hablar de temas personales —dijo ella seria de pronto.
—Claro, perdona. No lo sabía… Si no puedes, tampoco es…
—¡Estoy de broma! De verdad, Aarón, qué fácil es que piques. No me extraña que tu hermano esté todo el rato encima de ti.
—Porque me dejo… —repliqué azorado.
Cruzamos de acera por culpa de las obras y seguimos subiendo por la concurrida Quinta Avenida.
—Mi madre murió cuando no era más que una niña —explicó— y mi padre es un tipo bastante estricto, como el tuyo. Un hombre ocupado sin tiempo para su hija. Por eso he vivido la mayor parte de mi vida con mis tíos y mis abuelos en Los Ángeles. A mi padre sigo sin verle mucho y, cuando lo hago, tenemos poco que decirnos.
—Lo siento —dije sin saber bien qué responder. Patético.
—No lo sientas. Por fin estoy haciendo lo que me gusta —respondió ella con una franca sonrisa.
Quise agradecerle lo mucho que había disfrutado esa tarde libre de obligaciones cuando vi algo que me hizo detenerme en seco. Emma se volvió y siguió mi mirada hasta un puesto ambulante con un tipo sentado en un taburete sin asiento. Frente a él se extendían dos mesas llenas de cajones repletos de guiones anillados.
Arrastrado por una fuerza incontrolable me acerqué a él y cogí el que me había dejado sin habla. El de Castorfa. Con cierto temor, abrí una página al azar. Al principio mis ojos no registraron ninguna de las palabras, olvidándolas según las iba leyendo, pero cuando lo hicieron respiré tranquilo.
—Eh, se lee si se compra —me gruñó el vendedor, sin moverse de su sitio.
—No es el guión de Castorfa —le dije aliviado y ofendido a la par—. Es el de Juno.
—¿Qué? —me espetó el hombre—. Anda, lárgate y déjame en paz.
Coloqué el falso guión en su sitio y volví con Emma. Tuve la sensación de que quería decirme algo, pero no lo hizo. Metió las manos en los bolsillos de su pantalón y caminamos en silencio.
No había olvidado a Dalila, y por mucho que me engañara pensando lo contrario, cada referencia a la dichosa película me retrotraía de golpe al punto de partida, donde los recuerdos se volvían tan amargos y lacerantes que me impedían respirar con normalidad.
«A Dalila Fes —escribiría en los agradecimientos en la página final de ese día—, por amargarme la mejor tarde en Nueva York hasta el momento».