'CAUSE this is what dreams should always be
I just want to stay
I just want to keep this dream in me.
Ryan Star, «Losing Your Memory».
EN cuanto mi hermano desapareció por la puerta, me di un relajante baño en el jacuzzi privado. Nunca había probado semejante invento y después de hacerlo dudaba que pudiera volver a ducharme en una bañera corriente de nuevo.
El agua a temperatura perfecta, los chorros con una infinidad de variedades de potencia, las sales aromáticas tan embriagadoras que temí que fueran alucinógenas… y la espuma… indescriptible. A punto estuve de ahogarme en un descuido.
Cuando salí de mi habitación, casi una hora más tarde y con una sonrisa de oreja a oreja, me encontré con Aarón delante de su nuevo ordenador visiblemente molesto.
—No tenemos internet —dijo—. Necesitamos una clave y Sarah no nos la ha dado.
—Ahora se la pedimos. —Me fui hasta el espejo que había a la entrada y comprobé que los pelos no se habían movido de su sitio en los últimos diez segundos. Todo bien—. ¿Estás listo?
Mi hermano bajó la pantalla del portátil y lo llevó a su habitación. Volvió con las zapatillas en la mano. Mientras se las ponía, me fijé en la camiseta y los pantalones marrones desgastados que llevaba.
—¿No tienes otra ropa? —pregunté alisándome la camisa.
—No. Y si la tuviera, tampoco me cambiaría. Si quieren ponerme uniforme, antes tendré que verlo. En el contrato no ponía…
—¡Eh! ¡Eh! ¡Tiempo muerto! —exclamé levantando las manos en son de paz—. Que a mí me da igual. A fin de cuentas, tú vas a permanecer en la sombra.
—Exacto —respondió él con excesiva dureza, como si tuviera en mente algo más que la falta de internet y de estilo. Ver a Dalila en la televisión le había afectado más de lo que creía.
Sarah llegó en ese momento para hacernos de guía turística.
El edificio de Develstar, según aprendimos durante nuestro paseo, se dividía en varios departamentos bien diferenciados por plantas. En las primeras, se encontraban los encargados de los temas legales, económicos y burocráticos; vamos, la parte aburrida.
Por encima de ellos, en las tres siguientes, estaban los departamentos de promoción, marketing y prensa; todos ellos al servicio de las estrellas escogidas por Develstar para copar los medios del mundo entero y obtener las mejores ofertas de las marcas más prestigiosas.
A continuación, estaban las plantas dedicadas a los estudios de grabación, no solo de música, sino también de fotografía y vídeos. La última tecnología y algunos de los expertos más aclamados del mundo habían trabajado allí para proporcionar a sus estrellas los mejores soportes con los que darse a conocer. Nosotros desde luego nos quedamos sin habla con la inmensa sala de croma que tenían y con el espacio dedicado para grabar con una orquesta completa llegado el caso.
Plantas de maquillaje y estilismo, gimnasio, salas de ensayo, salas para ruedas de prensa, salas de reuniones… con cada nueva planta que visitábamos, más se nos aceleraba el pulso. Develstar había pensado hasta en el último detalle para desarrollar a la perfección su labor.
Y, como colofón, un increíble restaurante de lujo abierto al público (al menos a aquel que se pudiera permitir fumar cigarros hechos con billetes de cien euros) llamado La Delicia Escondida donde nos habían dado vía libre para desayunar, comer y cenar.
Cuando el ascensor se abrió frente a su recepción, descubrimos que el lugar era tan elegante como el restaurante del crucero al que nos invitaron nuestros padres el verano antes del divorcio. Todo brillaba: el suelo, las paredes, el piano de cola negro, la lámpara de araña, las mesas dispersas por el local… ¡hasta los biombos que separaban unos reservados de otros destellaban bajo la tenue luz de las bombillas!
La señora Coen saludó al maitre y este nos cedió el paso, no sin antes echarle un rápido vistazo a la vestimenta de Aarón. Mi hermano, que también se dio cuenta, se cruzó de brazos como si intentara tapar la ropa que llevaba.
—La próxima vez, me haces caso.
—Cierra el pico —me espetó.
Sarah nos guió hasta el fondo del restaurante.
Junto a un ventanal desde el que se veía una hermosa panorámica de Nueva York, aguardaba nuestra mesa. Además de Emma, que se levantó enseguida para saludarnos, había tres hombres más que nos miraban con diferente semblante cada uno.
Sarah se adelantó para hacer las presentaciones.
—Leo, Aarón, os presento al resto del equipo directivo de Develstar. Bruno Savadetti, director de estilo…
Un hombre delgado, de ojos saltones y verdes y de facciones tan marcadas como si tuviera el rostro hecho de papiroflexia, nos tendió la mano con delicadeza. Llevaba un traje beige y una sortija en cada dedo.
—Mucho gusto… —dijo con acento cerrado.
—Hermann Tights —prosiguió Sarah—, vuestro guardaespaldas personal…
—Ni que esto fuera La delgada línea roja… —mascullé yo.
El tipo, grande como un armario y con unos brazos como patas de león, se puso en pie, proyectando su gigantesca sombra sobre nosotros. No sabía si me daba más miedo la tensión de sus músculos o la cara de animal encabritado que tenía. Era tan calvo como Tonya.
—Ya te recordaré la frase dentro de un tiempo —dijo con voz grave. Cuando me tendió la mano, hizo más fuerza de la necesaria, pero aguanté estoicamente con una sonrisa.
—Y, por último —añadió Sarah—, el director de Develstar, Eugene Gladstone.
—Encantado de conoceros —dijo él dándonos la mano como los demás.
No parecía tan viejo como lo había imaginado. De hecho, debía de rondar la edad de nuestro padre. Tenía el cabello castaño, pincelado con canas, y un cuerpo esbelto. Llevaba un impoluto traje azul oscuro a juego con sus ojos. Por primera vez en mi vida, tuve la necesidad de apartar la mirada antes de que lo hiciera él. Y, encima, seguro que estaba forrado.
—Mucho gusto —respondí yo.
—Tomad asiento, chicos, por favor.
Me coloqué junto a Sarah y mi hermano, junto a Emma.
—Así que sois españoles, ¿eh? —dijo el señor Gladstone—. No lo habría adivinado; vuestro acento americano es impecable.
—Nuestro padre es de Chicago —expliqué— y en casa siempre hemos hablado con él en inglés. Además, el colegio al que íbamos era bilingüe. Lo preocupante habría sido que no lo habláramos bien.
Eugene rió la broma y después miró a Aarón.
—Y tú eres el joven que ha pedido el tutor, ¿es así?
—Sí, señor —respondió él.
—Llamadme Eugene, por favor. Sois mis invitados.
Los dos asentimos al unísono.
—¿Y por qué, Aarón? ¿Por qué has insistido tanto en tener un profesor durante tu estancia en Develstar?
Mi hermano se revolvió incómodo en su silla. Seguro que ya estaba componiendo y haciendo esas cosas raras que decía que le pasaban cuando se le iba la cabeza.
—Pues… es que estoy terminando el último curso del instituto y…
—Quiere hacer una carrera y todo eso —quise ayudarle.
La mirada que me echó el señor Gladstone me dejó helado.
—Leo, te pediría, por favor, que no interrumpieses a tu hermano cuando intenta explicarse.
«Capullo».
Asentí con los labios apretados y me concentré en el mantel.
—Sigue, Aarón —le dijo.
—Es eso. Quiero… quiero estudiar una carrera y como todo esto ha sido tan… repentino, tampoco quería perder el año entero. No sé…
Lo mire de reojo y vi que su cara parecía a punto de estallar.
—Me alegra oír eso —dijo Eugene—. Mucho. Es importante que los jóvenes os forméis; más aún si el interés proviene de vosotros y no lo imponen desde fuera. No te preocupes, Aarón, tendrás el mejor tutor que hemos podido encontrar. Él te ayudará con esa… selectividad española. Se dice así, ¿no?
—Sí, señor… Eugene —se corrigió.
¿Por qué me daba la sensación de que aquella perorata iba más dirigida a mí que a mi hermano? ¿Era yo el único que había notado ese tono didáctico que tanto me molestaba de mi padre en la voz del señor Gladstone? ¿También allí iban a juzgarme y a compararme con Aarón?
Se me habían quitado las ganas de comer… hasta que sirvieron los platos que debían de haber pedido antes de que nosotros llegáramos y el hambre se tragó mi orgullo. En todos los meses que había vivido en Nueva York, jamás había visto semejante variedad de comida junta.
Después de los primeros minutos en los que nadie habló, concentrados como estábamos en probar los entrantes de la mesa (esturión en salsa tártara, crema de queso con almendras, surtido de patés, hojaldre de pato, ensalada de fresas…), Eugene volvió a aclararse la garganta.
—Sé que Sarah y Emma os han contado por encima la razón por la que estáis aquí, pero todavía queda mucho trabajo por delante y nos gustaría empezar cuanto antes, si vosotros estáis conformes.
—Claro —respondí emocionado de entrar por fin en materia y dejando los malos rollos a un lado.
—La idea —dijo Sarah mirándome— es que durante las próximas dos semanas te entrenes con Bruno y con Hermann. Convertirte en lo que nosotros queremos convertirte no será sencillo.
—Tienes el físico y la capacidad suficiente para llegar a ser una estrella —dijo el señor Gladstone—; si no, no nos habríamos molestado siquiera en hablar contigo. Pero Sarah tiene razón: hace falta pulirte para que brilles con luz propia.
—Lo capto —dije deseando empezar ya las clases—. ¿Y yo? —preguntó Aarón en ese momento.
—Tú, Aarón, tendrás este tiempo para trabajar en los próximos éxitos de Play Serafin.
—¿Seguiremos con el mismo nombre? —intervine yo.
—En principio, no vemos por qué no —respondió el director—. Os habéis hecho un hueco entre el público y el nombre ya empieza a sonar. Y, además, me gusta.
—Entonces… —siguió Aarón—, ¿queréis que siga componiendo? Mi ordenador con el programa lo dejé en casa. No sé si…
Sarah se rió maternalmente, como a quien le hace gracia la tontería oportuna de un crío.
—Cielo, ¿no has visto las salas de grabación que tenemos? Seguro que te resultan más útiles que tu ordenador.
—Mañana te presentaremos al profesor Zao. Él será quien te ayudará y te enseñará todo lo que necesites saber. Por desgracia, hoy tenía una cita ineludible y no ha podido cenar con nosotros.
—Pero, entonces —dije yo extrañado—, ¿queréis que sigamos con el canal y los vídeos en internet?
—Sí, solo que os mantendréis ocultos un tiempo. La próxima vez que aparezcáis, o que aparezcas, mejor dicho, será a lo grande. Quienes te conocen ya, Leo, ayudarán a motivar a todos aquellos que desconocen tu trabajo.
Daba miedo cómo lo tenían todo tan pensado, tan analizado, tan organizado, pero me encantaba ser su conejillo de Indias.
Sarah sacó su móvil y comenzó a teclear rápidamente. Tras unos segundos, dijo:
—La idea es que todo esté encaminado para dentro de unos quince días. Hay una fiesta a la que debéis asistir los dos, aunque solo Leo se presentará como cantante.
—¿Una fiesta? ¿De qué? ¿Por nosotros?
Hermann se rió mientras negaba con la cabeza.
—Estos jóvenes… ¡todos creen que el mundo gira a su alrededor!
Eugene se volvió hacia él.
—Hermann, en este caso están en todo su derecho de hacerlo. No lo olvides: el mundo va a girar a su alrededor.
Su voz sonó autoritaria y amenazante, segura y afable al mismo tiempo. No admitía réplica.
—Era… una broma —dijo el grandullón intentando aguantar la sonrisa. Sarah se volvió hacia nosotros.
—Es una fiesta benéfica por el medio ambiente a la que nos han invitado.
—Creí que esta empresa era algo así como… secreta —dije. Esta vez fue el director quien se rió.
—¿Secreta? ¿Crees que este edificio es invisible para el resto de los mortales? ¿Y todos sus trabajadores?
Sentí que me sonrojaba.
—Eso fue lo que la señora Coen…
—Develstar es real —me interrumpió comprensivo—, pero somos unos maniáticos de la confidencialidad…
—Pero, entonces, ¿para qué seguir con la pantomima de cantar? ¿Por qué no me pongo ya a anunciar champús y zapatillas?
El director me miró con una ceja alzada.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Anunciar champús y zapatillas?
—Hombre, yo… —¡Claro que quería! ¿No era eso lo que hacían las estrellas?
—Nosotros no creamos flores de un día, Leo. Nosotros queremos que nuestras estrellas dejen una estela en las generaciones futuras. Un brillo que perdure incluso más allá de su propia vida, ¿lo entiendes? Porque si lo que buscas es patrocinar eventos de poca monta y terminar de tertuliano en un plató cutre, estás mirando demasiado bajo para Develstar.
El silencio se impuso mientras yo digería sus palabras. Acababa de regañarme y, sin embargo, me seguía sintiendo tan agradecido de estar allí que solo tenía ganas de pedir disculpas y suplicar piedad. ¿Qué me pasaba?
—Supongo que ni Leo ni yo nos habíamos planteado nunca… esto. —Por supuesto, fue Aarón quien acudió a mi rescate.
Eugene relajó la mirada y volvió a esbozar una amplia sonrisa.
—Lo entiendo perfectamente. Debéis disculparme. A veces se me olvida que no tenéis por qué saber lo que somos capaces de hacer si nos lo proponemos. —Hizo un ademán con la mano, como si borrase el tema de golpe—. Pero basta ya de hablar de trabajo. Ahora, contadnos desde el principio cómo fuisteis capaces de engañar a tantas personas y a quién se le ocurrió la brillante idea de los vídeos.
Aarón y yo nos miramos durante un segundo y él puso cara de cederme la oportunidad de contar el brillante plan que nos había llevado a esa mesa. No había hecho más que empezar a hablar cuando advertí una mueca de irritación en el rostro de Emma…
Tal y como quedamos al finalizar la velada, a las siete y media de la mañana del día siguiente volvimos a reunimos en el restaurante para desayunar y coger fuerzas para el resto de la jornada. Después de dos cafés y un buen surtido de bollos, Bruno vino a recogerme junto a un tipo oriental.
Una vez que hubimos sido presentados, Haru Zao nos felicitó por el maravilloso trabajo que habíamos hecho en nuestra casa sin ningún presupuesto y se llevó a mi hermano a la sala de grabación. Yo, por mi parte, tuve que seguir a Bruno hasta una de las plantas inferiores del inmenso edificio.
La sala de entrenamiento donde me dijeron que pasaría la mayor parte de las siguientes semanas parecía un estudio de ballet. Las paredes estaban cubiertas de espejos, el suelo era de madera brillante y tenía un techo altísimo de donde colgaban diferentes lámparas. Lo peor de todo era que no tenía ventanas.
En cuanto estuvo todo iluminado, Bruno se volvió hacia mí y me advirtió con el dedo en alto:
—La fama tiene un precio y aunque tú y tu hermano, hasta el momento, os ha venido gratis, conmigo las cosas van a cambiar. Me han pedido que te convierta en alguien capaz de soportar un centenar de flashes de cámaras sin dejar de sonreír, en alguien que aguante estoicamente de pie durante horas sin perder la compostura y sin arrugar los trajes más elegantes que hayas visto en tu vida y, sobre todo, que no dejes a nadie indiferente. Que incluso cuando no estés presente, la gente siga hablando de ti, que te tenga en mente. Y esto, Serafin, no lo voy a poder hacer de la noche a la mañana, a pesar de contar con los mejores expertos en mi equipo. ¿Estás preparado para trabajar duro?
—Puedes llamarme Leo.
—¿Disculpa?
—Que prefiero que me tutees. Ya sabes, nada de Serafin. Mejor, Leo.
Con los labios apretados, Bruno se dio media vuelta y se alejó de mí. Yo también temí que nuestra relación estuviera destinada al fracaso…
…hasta que se puso delante con gesto experto, cejas pegadas, un codo apoyado en la mano opuesta y el dedo golpeteando su mejilla, concentrado.
—A nuestro favor tenemos un cuerpo esbelto, delgado, trabajado. ¿Vas al gimnasio? Bien, pero no te pases o te convertirás en una atracción de feria. Piernas largas, brazos levemente musculados. Date la vuelta… espalda ancha y cintura estrecha. En cuanto a la cara: ojos verdes, pómulos prominentes, mandíbula marcada, labios gruesos… Y ese pelo despeinado que, no intentes rebatírmelo, sé que te trabajas más de diez minutos siempre antes de salir de casa.
Nunca me habían hecho un estudio tan exhaustivo de mí aspecto con semejante desinterés y objetividad. Se alejó unos pasos y tomó un archivador que había depositado en el suelo al llegar. Sin dejar de hablar, se puso a dar vueltas a mi alrededor.
—Eres alegre, atrevido, la vergüenza es un término que no existe en tu vocabulario y eres suficientemente tenaz como para no amilanarte ante nada.
—Traducción: siempre consigo lo que me propongo.
Bruno masculló un sí.
—Te has olvidado de mi nariz —añadí.
—Te he dicho lo que tenemos a favor.
Antes de que pudiera replicar, se dio media vuelta y se puso a andar a mi alrededor igual de estirado y serio que antes.
—En contra tenemos tu chulería, tu desesperante interés por saber qué piensan de ti los demás, ese humor irónico que puede meterte en más de un lío, tu incontrolable lengua y tu falta de amor por el prójimo. Ah, y las uñas.
Arrugó el morro como un gato.
—¿No estarás celosillo? —bromeé, intentando ocultar mi creciente mosqueo.
—Ahí lo tenemos de nuevo: tampoco sabes encajar las críticas. Resoplé con exasperación y me crucé de brazos.
—¿Algo más? ¿Patas de gallo en los ojos? ¿Tendencias suicidas? ¿Necesidad absoluta de ser el centro de atención continuamente?
—Eso también —señaló.
—Oye, tío…
—Pero para eso estoy aquí: para pulir todas esas imperfecciones. Al menos cuando estés de cara al público.
—Por cómo lo dices, parece que va a ser coser y cantar.
Bruno se volvió con cara de resignación.
—Créeme, soy el primero que desearía que fuese así.
Lo que vino a continuación fue una tortura china. Durante la noche me había mentalizado para esforzarme al máximo y brillar con luz propia antes de la hora de la comida, pero ni de lejos me había imaginado lo que me esperaba en la sala de entrenamiento. Bruno se encargó de desmontarme pieza a pieza toda la seguridad en mí mismo y, de no ser por mi trabajado ego, habría caído de rodillas suplicando clemencia a los quince minutos.
Pronto descubrí que, en realidad, no sabía hacer nada bien: ni caminar, ni moverme erguido, ni saludar… lo único que aceptó sin demasiadas objeciones fue mi manera de sonreír (¡menuda novedad!).
Cada cierto tiempo me obligaba a parar, cerrar los ojos y repetir mentalmente las nuevas reglas que me hubiera dado: mirada al frente, hombros atrás, cuello estirado, nada de encorvarse, las manos fuera de los bolsillos del pantalón, ¡las manos fuera de los bolsillos de la chaqueta!… y así durante varias horas.
Para cuando el reloj marcó las doce del mediodía, la voz de pito de aquel hombre me había provocado semejante dolor de cabeza que comencé a replantearme si de verdad todo aquello merecía ese sufrimiento. Supuse que sí.
Antes de seguir, me permitió escaparme al cuarto de baño a refrescarme. Me eché agua en la nuca y me miré en el espejo. Mi aspecto me asustó. Tenía las mejillas encendidas y la mirada agotada. El pelo se me pegaba a la frente sin rastro del glamour que había mencionado mi nuevo tutor y me dolía cada centímetro de mi espalda. Me sentía para el arrastre y solo había aprendido a caminar, ¿qué sería de mí durante las próximas semanas? Y, lo que era más importante de todo, ¿qué tenía de malo mi nariz?