Aaron1

New York

Concrete jungle where dreams are made of

There’s nothing you can’t do.

Alicia Keys, «Empire State of Mind».

QUE Leo era un capullo integral es algo que supe el día que se me cayó el primer diente y él me lo robó para intentar que le dieran a él el regalo. Con todo, nunca dejaba de sorprenderme: ¿a qué había venido la escena de la revista? ¿Qué le pasaba por la cabeza? ¿Y cómo se había atrevido a decirles a aquellas dos desconocidas que Dal era mi novia? ¡Así, sin más! Y luego la respuesta de Sarah… ahora pensaría que no era más que otro de sus fans que chocaban palmas para saludarse.

«¿Como esa? Cientos».

El timbre de un teléfono me sacó de mis amargas cavilaciones. Sarah contestó al momento y se puso hablar en francés. Cuando advirtió que la estaba mirando, me sonrió y se levantó para irse a la parte delantera del avión.

Emma llegó en ese momento de la minúscula cocina del avión.

—¿Quieres? —me preguntó tendiéndome uno de los vasos de agua que llevaba. El otro lo dejó en la mesita de Sarah.

—Gracias —dije dando un trago. Después suspiré, cansado, enfadado, dolido y sintiéndome idiota.

—Tu hermano… —dijo de pronto ella, pero después sacudió la cabeza y se quedó callada. A unos metros de nosotros, Sarah cacareaba una risa de lo más molesta.

—Mi hermano puede llegar a ser un imbécil integral si se lo propone —comenté yo, incapaz de contener las ganas de hablar.

—Supongo que como todos los hermanos mayores, ¿no?

—Digo yo… ¿Tú también tienes?

—No. Tengo la suerte o la desgracia de ser hija única.

El tono de Emma resultaba igual de autoritario que el de Sarah, pero su cadencia lograba ocultarlo casi por completo. Me descubrí imaginando cómo sonaría al cantar y no me disgustó, más bien todo lo contrario.

Tras unos segundos de silencio, dije:

—Así que. Develstar.

Ella sonrió de soslayo y se colocó el pelo detrás de las orejas.

—Eso parece. ¿Nervioso?

—Por el momento, algo intimidado.

—Te entiendo. La primera vez que pisé Nueva York me sentí como tú. Es raro pero al final os acabaréis acostumbrando. Todos lo hacen.

—¿No eres de aquí?

—Soy de Los Ángeles. Viví ahí con mis tíos hasta que no me quedó más remedio que venirme.

—Dos forasteros en una ciudad extraña. Eso está bien —añadí.

Ojalá pudiera contarles pronto todo aquello a Olí y a David ¿Estarían preocupados? ¿Me echarían de menos? Con cierto abatimiento, me acaricié la pulsera que me habían regalado.

—Es bonita —dijo Emma señalándola con el dedo.

—Fue un regalo de cumpleaños de mis amigos.

—Pues tienen buen gusto. Por cierto, felicidades.

—Gracias.

De nuevo se instaló un silencio incomodo entre los dos.

—Entonces… ¿llevas mucho tiempo trabajando aquí? ¿Qué edad tienes?

Emma se hizo la sorprendida.

—¿No sabes que es de mala educación preguntar la edad a una dama? Medio segundo fue lo que tardé en sonrojarme.

—Lo siento, yo no…

Ella se río.

—Es broma. Tengo veintiuno.

—Como Leo.

—Como Leo —corroboró ella—. Y este es mi primer año trabajando con Develstar. Estoy en prácticas. Siempre había sentido curiosidad por la empresa, pero hasta que no fui mayor de edad padre no dejó que hiciera nada de esto. Quería que estudiase, así que primero hice publicidad y marketing. ¿Algún dato más que te interese saber? ¿Mi libro favorito? ¿Mi signo del zodiaco?

—Harry Potter y… ¿Libra?

—Aries —me corrigió ella—. ¿Y cómo has adivinado?

Me di unos golpecitos en la oreja. Había rato que me había fijado en sus pendientes.

—Eso es una snitch ¿no? Cualquiera que hubiera leído los libros o hubiera visto las películas del niño mago reconocería la bolita dorada con alas.

Ella se llevó la mano a la oreja izquierda y asintió, sonrojándose levemente.

—Pues sí —respondió frunciendo el ceño de una forma muy gracioso—. Buen ojo.

—Me sé los libros de memoria.

—Ya somos dos —dijo ella. Y parecía que iba añadir algo más cuando Sarah se despidió de quien fuera que la había llamado y regresó a su asiento.

—Disculpad. El trabajo no entiende de viajes ni de sueño. ¿De qué hablabais? —preguntó, esforzándose visiblemente por integrarse en la conversación.

—Pues… —dije yo.

—De lo bonito que es el edifico de Develstar —me interrumpió Emma—. Y de lo bien comunicado que está.

La miré con suspicacia.

—Te va a encantar —corroboró la mujer. Las vistas de Central Park son maravillosas y vuestras habitaciones, palacios en miniaturas. Como os descuidéis, no vas a volver a querer salir a la calle.

Reí la gracia sin muchas ganas y después me volví hacia Emma, pero ya había sacado un libro cuyo contenido parecía mucho más interesante que nuestra conversación y había dejado de prestarnos atención.

—Como le he dicho a tu hermano, será mejor que descanses un poco. Llegaremos a mediodía. Cuanto más puedas dormir ahora, mejor aguantarás hasta la noche.

Asentí sin ganas de seguir hablando con ella.

Distraído, apreté un botón de la mesilla que tenía enfrente y dejé que una pantalla de televisión se deslizara hasta su posición. Me puse los cascos que encontré en un cajoncito y me dispuse a ver tantas películas gratis como pudiera antes de que me venciera el sueño.

Aaron

Una suave campanilla me despertó de mi letargo. Leo también se desperezaba en su asiento cuando abrí los ojos. Por la ventana, las nubes bajas nos daban la bienvenida a Nueva York. Me asomé con el corazón desbocado, sin rastro del sueño que lo había precedido. La adrenalina fue invadiéndome mientras el avión iba perdiendo altura. Para Leo sería como volver a una ciudad que ya conocía y que, y que en parte, consideraba su otro hogar, pero para mí era la realización de un sueño. La Gran Manzana comenzaba a tomar forma ante mis ojos y yo apenas podía contener las ganas de empezar a recorrer sus calles y fundirme con su gente para formar parte de aquel paisaje tan conocido en el mundo entero.

En el aeropuerto nos espera otro coche igual de flamante y elegante que el de España. Leo se acomodó en su asiento y comenzó a jugar con el móvil, indiferente al despliegue de escenarios reconocibles que tenía lugar al otro lado del cristal. Yo, por el contrario me pegué a la ventanilla para admirar, esta vez desde tierra firme, la metrópoli que ya sentía como mía, hasta que el coche se detuvo junto a una acera.

Lo primero que pensé cuando alcé la vista fue que la descripción que Sarah y Emma habían hecho del edificio de Develstar no le hacía justicia. Aquel lugar era el paraíso, literalmente. Se encontraba en pleno Upper East Side, en la Quinta Avenida, frente al inmenso Central Park. Aquello, más que un edificio de oficinas, parecía un hotel de lujo, sensación que se agudizó cuando, en la recepción, unos botones recogieron las maletas y las subirían a nuestras habitaciones.

Leo y yo nos movíamos de un lado a otro sin abrir la boca, siguiendo a Sarah en absoluto silencio e intentando hacernos a la idea de que este sitio iba a ser nuestro hogar durante los próximos meses. Mi madre, como si me hubiera leído el pensamiento, llamó en ese instante.

Al tiempo que mi hermano me hacía señas para que lo siguiera al ascensor, la tranquilicé, le pedí disculpas por haberme olvidado llamarla en cuanto el avión tocó tierra y le aseguré que nadie había intentado secuestrarnos. «Sí, Leo también está bien. No, todavía no me han presentado a mi tutor. Sí, hace mucho frio, pero dentro se está bien. Mamá, tengo que colgar».

El reducido espacio del ascensor, todos los oídos estaban puestos en nuestra conversación, así que cuando colgué, miré a mi alrededor incómodo.

—Mi madre —me excusé. Leo puso los ojos en blanco, muy señorito él.

Nuestras habitaciones se encontraban en el último piso. Atravesamos un ancho pasillo de moqueta roja y paredes de mármol hasta unas puertas enormes de madera negra. Sarah se volvió hacia nosotros.

—Estas son las llaves. —Nos enseñó un par de tarjetas plateadas del grosor de una tarjeta de crédito—. Una para cada uno. Hay de repuesto abajo, en recepción. En caso que se os pierdan o estropeen, avisad inmediatamente para que las desactiven, ¿entendido?

Los dos dijimos que sí.

Sarah se dio media vuelta y metió la tarjeta en la ranura. Cuando la luz se puso verde y soltó un breve zumbido, el chasquido de la cerradura nos informó de que estaba abierta.

Las dos evidencias que me quedaron claras al entrar fueron que se trataba de la estancia más luminosa en la que había estado nunca y que era enorme. Ante mí se desplegaba una impresionante panorámica de la ciudad y del parque en el ventanal que ocupaba toda la pared opuesta.

Tras el recibidor, donde había un armario empotrado y una mesita oscura, comenzaba el inmenso salón precedido por un suave escalón. Dos sofás formaban una L alrededor de una mesa de cristal que brillaba con el reflejo del sol. De las paredes, tan blancas como el resto de la estancia, colgaban un par de cuadros rollo moderno bastante feos. En un extremo del mueble bajo que bordeaba toda la pared principal se apilaban varios reproductores de vídeo y uno de música. No había ni rastro de la televisión.

En la parte más alejada de los ventanales y tocando con el salón, la cocina. Todo tenía botones. Todo brillaba y relucía. Los armarios eran de color negro, y en el centro había una estructura de mármol que hacía las veces de mesa para comer y también para cocinar con varios taburetes a su alrededor.

Nuestras maletas estaban colocadas junto a la pared.

Leo anduvo por la estancia con paso casi reverencial, si atreverse a tocar nada; tan atento como yo a todas las maravillas, como si hubiéramos atravesado el armario a Narnia o el espejo de Alicia.

—Tu habitación, Aarón. —Sarah abrió la puerta situada junto a la estantería del salón—. La tuya es la de enfrente, Leo. —Explicó, señalando al otro lado de la estancia.

Todo olía a limpio y a fresco, y la temperatura era la ideal. Sabía que fuera debía de estar rayando los ceros grados, pero allí dentro podíamos estar en mangas de camisa.

Y sí, la habitación también era de infarto. Mi cama eran cuatro veces la que tenía en Madrid. La colcha era blanca y gruesa y los almohadones de la cabeza de diferentes tamaños. La puerta de lo que creí que era un armario corriente resultó ser la de un vestidor del tamaño de un aseo cuyas luces se encendieron en cuanto puse un pie dentro. Allí había más baldas, cajones, barras para perchas y espejos que ni en toda mi urbanización junta, todos vacíos.

La puerta de al lado era un baño con jacuzzi y ducha separados.

Cuando salí de la habitación, la mirada de Leo me confirmó que la suya era igual de impresionante. Sonreía histéricamente. Seguro que yo también.

—Son las… —Sarah miró su reloj, indiferente a nuestros desesperantes deseos de gritar—. Casi las dos. Como ya habéis comido en el avión, si os parece, pediré que os suban un pequeño snack y a las cinco os vengo a buscar para enseñaros el edificio. Hemos reservado mesa a las seis y media para cenar. Hay mucha gente que quiere conoceros.

En el avión nos habían dado de comer y no tenía demasiada hambre, pero asentí mecánicamente.

—Si me lo permitís, entregadme vuestros teléfonos móviles para cambiarlos por unos nuevos que podáis utilizar aquí y que no sean tan fáciles de rastrear.

Me encogí de hombros e hice lo que me pedía, como Leo.

—Intentad manteneros despiertos —nos advirtió la mujer a modo de despedida.

Cuando las puertas se cerraron, mi hermano se tiró al suelo con los brazos en alto.

—¡Gracias, Señor! —exclamó—. Esto es un milagro. En cuanto nos devuelvan los móviles voy hacer fotos de todo.

Sin saber muy bien qué hacer, me puse a cotillear los estantes del mueble y descubrí algunos libros en inglés y varios tomos del libro de los récords Guinness.

—A la mejor Emma me puede prestar algún Harry Potter para releerlo —dije para mí.

—¿Has dicho algo? —Mi hermano cargó con sus maletas para llevarlas a su habitación.

—Nada —respondí haciendo lo mismo.

Cuando estuvimos instalados, volvimos al salón e indagamos con los diferentes mandos para ver cuál haría aparecer la televisión (si es que había alguna) y cuál la pondría en marcha.

Después de diez minutos apretando botones y buscando ranuras por el mueble, mi hermano apretó un botón en la estantería del salón y una pantalla plana de al menos cuarenta pulgadas descendió desde el techo hasta colocarse a la altura y distancia idóneas.

—Si es que he nacido para esta vida —se jactó Leo. Unos instantes más tarde nos quedamos embobados viendo la televisión mientras hacíamos zapping de un canal a otro.

Cuando el timbre del apartamento sonó, ambos nos miramos sin saber muy bien cómo reaccionar. ¿Era el teléfono? ¿La alarma antiincendios?

—Servicio de la televisión… —escuchamos desde el otro lado de la puerta.

—Ya abro yo —dije poniéndome en pie.

Como había imaginado, un botones con un carrito esperaba en la puerta.

—¿Señores Serafin?

—Los mismos —dije permitiéndole el paso.

—¿Qué traes? —preguntó Leo levantándose. Procedí a destapar las bandejas.

—Una variedad de sándwiches, como pidió la señora Coen —nos informó el hombre.

Le iba a preguntar si esperaba propina cuando colocó las cosas sobre la mesa del salón y después se marchó de vuelta con el carrito.

—¡A zampar! —exclamó mi hermano. Después, con un sándwich en la mano, se fue hasta la nevera.

—¿Hay algo? —pregunte.

—Digamos que si hubiera un holocausto y tuviéramos que permanecer ocultos aquí durante el resto de nuestras vidas, sobreviviríamos.

Reí la broma y cogí al vuelo el refresco que mi hermano me lanzó. Después me dirigí al impresionante ventanal del edificio y contemplé Nueva York por segunda vez en mi vida. Por primera, en realidad, desde aquella altura. Los edificios emblemáticos, protagonistas de tantas películas y de buena parte de mi imaginario, se presentaban tan irreales y cercanos como en la televisión. Central Park, el pulmón verde de la ciudad, se extendía a izquierda y derecha.

—«¡Castorfa vuelve a ser noticia!».

Como un resorte, me volví hacia la televisión. La presentadora se paseaba por un plató señalando una pantalla a su espalda.

—«La joven actriz española que se ha alzado con el codiciado papel de la castora encantada, Dalila Fes, y su compañero de rodaje, Rupert Jones, han ofrecido su primera rueda de prensas desde que comenzaron a filmar».

Dejé la lata en la mesa y me acerqué al sillón; necesitaba apoyarme en algo. Dalila apareció en pantalla sentada a una mesa con micrófonos, junto a un chico de ojos claros y pelo rapado casi al cero. No me pasaron desapercibidos los músculos de sus brazos e, inconscientemente, me acaricié los míos intimidado.

—«Aaam… el rodaje está yendo estupendamente —dijo ella mirando de reojo a su compañero. Llevaba el pelo negro suelto y de vez en cuando se lo colocaba a un lado—. Supongo que la magia de Castorfa nos ayudó en el plató. Por el momento no nos ha hecho ni un día malo».

Miró hacia arriba y guiñó un ojo. Los periodistas rieron.

El clip cambió y salió su compañero hablando.

—«Dal es fantástica —dijo con marcado acento británico—. A veces incluso le pido que me ayude con alguna frase. Nadie podría adivinar que es la primera vez que actúa de forma profesional. Es impresionante».

La había llamado Dal. Con toda confianza. Con una sonrisa pícara en los labios, incluso. Ella se encogió de hombros con coquetería.

—«Yo sí que estoy aprendiendo de ti, Rupert».

Mi hermano se acercó por detrás.

—Si sacas la frase de contexto, suena a cochinada.

—¿Te importaría cerrar la boca? —le espeté. Leo se alejó del sillón con las manos en alto y yo volví a concentrarme en la pantalla.

—«No, todavía no hay fecha de estreno, pero creo que será en… ¿mayo?, ¿junio?».

—«Junio —la ayudó su compañero, acercándose al micrófono—. Todavía nos quedan unos cuantos meses para disfrutar del rodaje».

Mientras apretaba los dientes, cambió el clip.

—«Para mí —decía Dal—, dar vida a Castorfa es una gran responsabilidad, pero también la ilusión de mi vida. Desde pequeñita mis padres me han leído el cuento, ¿a quién no? Y he visto todas las películas de dibujos. Poder vivir en carne y hueso escenas como la de la batalla de las orugas o la del baile del cortejo es el sueño de cualquier niña…».

—Uhhh —canturreo Leo desde la cocina—, el baile del cortejo. Se me había olvidado.

Sin poder soportarlo más, apagué el televisor y tiré el mando al sofá.

—Me marcho a tomar el aire —anuncie.

—Primero tendrás que preguntarle a la señora Coen.

—¿Desde cuándo eres tú el responsable?

—Desde que no quiero que nada estropee esto —dijo con absoluta sinceridad—. Así que, antes de meter la pata le preguntas. Y delante de mí. No vayas a engañarme.

—Porque de los dos soy yo el que miente, ¿verdad?

—Llama —insistió, y me tendió la tarjeta de contacto que Sarah nos dio en su primera visita.

Con resignación, marqué los números en el teléfono del salón y aguarde a los tonos. Cuando descolgó, le expliqué la situación. Necesitaba salir a dar una vuelta por la ciudad. Respirar aire puro y relajarme un poco…

—¿Qué ha dicho? —me preguntó Leo cuando colgué.

—Que no puedo —respondí con amargura—. ¿Y qué quiere? ¿Que nos quedemos día sí y día también encerrados grabando vídeos?

—No digas chorradas, Aarón. Veamos qué opina Tonya de todo esto.

—Déjame de Tonyas ni de Tonyos —le espeté.

—Uy, qué mal karma percibo… —ignorando mi mirada de odio, saco la dichosa bola 8 y le preguntó si podría salir pronto a ver la ciudad—. «Las señales apunta a que si». ¿Lo ves?

Le dio un beso y volvió a guardarla.

—¿Y tú no quieres salir? ¿No quieres ver a tus amigos? ¿A esa tal Sophie?

—¿Cómo puedes acordarte de su nombre?

—Tengo buena memoria. Vamos, di; ¿no te apetece?

Mi hermano se tiró en el sofá con la cabeza apoyada en los brazos.

—No, por el momento quiero descansar. Ya tendré tiempo de saludar a todo el mundo cuando nos dejen.

—Esto parece una cárcel —comenté.

—Sí, pero una cárcel muy chula. A la mejor te puedes divertir un rato buscando la habitación de tu nueva novia.

Me volví hacia él como un energúmeno.

—¿De qué estás hablando?

Mi hermano arqueo las cejas varias veces y embozo una amplia sonrisa.

—De la brujita —respondió con voz misteriosa.

—Tú eres idiota.

—Ya, ya, pero no me han pasado por alto vuestras miraditas y vuestra conversación aparentemente superficial. Que si toma un vaso de agua… que si te gustan las mismas frikadas que a mí…

Enfadado, lo amenacé con el dedo.

—A ti ya se te ha olvidado por qué estoy aquí, ¿verdad?

—¿Para olvidar a Dalila y conocer a chicas nuevas?

—Para dejar de pensar en la mierda esa del amor, que no ha hecho más que liarme la cabeza.

—Lo que tú digas…

Con un gruñido de impotencia, me di media vuelta en dirección a la puerta (y qué a punto estuve de comerme el suelo con escaloncito de la entrada).

—¿A dónde vas? —me preguntó mi hermano.

—Ya te lo he dicho, a pasear por el edificio. Estaré atento por si estalla la Tercera Guerra Mundial y me requieren para cantar algo.

Me aseguré de llevar la tarjeta llave encima y salí dando un portazo. El pasillo estaba tenuemente iluminado con unas lámparas ambarinas algo siniestras que me recordaron la escena del triciclo de El resplandor. Sin saber muy bien adónde dirigirme, decidí avanzar hasta encontrarme con algunas escaleras.

Después de dar más de una vuelta y llevar a varios pasillos sin salida, di con lo que buscaba. No parecían las escaleras principales, más bien las del servicio, y en lugar de bajar, subían, pero valdrían igual.

Varios tramos más arriba, volví a encontrarme con otra puerta, esta de hierro y con un tirador en lugar de pomo. Se trataba de una entrada a la azotea del edificio. Tras asegurarme de que también podía abrirla desde fuera y que no me iba quedar encerrado cuando la cruzase, salí al exterior.

En cuanto puse un pie fuera lamenté no haber cogido más abrigo que la sudadera fina que había llevado durante el viaje.

Abrazándome con fuerza para entrar en calor, avancé sobre el suelo de gravilla, salidas de gas y antenas, hasta uno de los límites. La sensación de inmensidad que proporcionaba el edificio se intensificaba considerablemente al no haber paredes. Una barandilla que me llegaba hasta el pecho era lo único que me separaba del vacío.

No tenía miedo a las alturas, pero la sensación de peligro me mantenía con el corazón en un puño mientras me asomaba para contemplar, allá abajo, los diminutos coches y viandantes que caminaban junto a la linde de Central Park.

Despacio, al tiempo que los acordes de una nueva canción mucho más optimista que las últimas empezaba a colarse por mis terminaciones nerviosas, fui siguiendo con la mano la barandilla, con la vista puesta en el horizonte.

La ciudad resplandecía bajo la tenue y velada luz de enero y los ribetes de nubes parecían descansar a la espera de una nueva orden. El Empire State, el edificio Chrysler, el Trump, el terrible hueco dejado por las torres gemelas. Todo estaba allí, tan cerca y tal lejos al mismo tiempo. Como me lo había imaginado. Como lo había visto en las mil películas que se desarrollaban en aquellas misma calles. Quería visitar el edificio donde se había rodado la serie Friends, quería pasearme por Little Italy, ir a Chinatown, a Time Square, montar en la noria que había leído que había dentro de una tienda, visitar la estatua de la Libertad, asistir algún espectáculo, a un concierto, a un musical… ¡cualquier cosa que me ayudara a quitarme de la cabeza a Dalila!

La tonada en mi cabeza se había vuelto afilada y nerviosa. Sentía que debía dar las gracias por todo aquello y no quejarme, pero ¿acaso era tanto pedir un poco de libertad? Componiendo el último compás, di una patada a la gravilla y esta salió despedida hacia la chimenea más cercana.