Leo1

You’ll never know if you don’t go

You’ll never shine if you don’t glow

Smash Mouth, «All star».

SÍ, sí, sí, ¡sÍ! Me sentía pletórico, exultante, en las nubes… el corazón me latía a doscientos por hora y no podía borrar de mi cara esa sonrisa estúpida de quien sabe que su vida está a punto de cambiar para bien ¡Qué digo para bien! ¡Para tío-esto-va-a-ser-la-leche!

Aarón no parecía igual de emocionado que yo, pero ni su morro arrugado fue capaz de arruinar mi buen humor. Una empresa se había interesado por mí.

«Queremos hacerte famoso».

Tenía las palabras marcadas a fuego en la memoria como la primera vez que me subí a un escenario (sombra de Papá Noel en el colegio con ocho años) o la emoción que supuso escaparme de casa.

Mi vida, una vez más, estaba a punto de cambiar.

No obstante, la emoción primera de la visita había dado paso al habitual hermetismo de Aarón y en ese momento se dedicaba a navegar por internet a mi lado con gesto lánguido.

—¿A qué esperas para decirme lo que te pasa? —le pregunté.

—No es nada —respondió, como cabía esperar. Pero después soltó el ratón y me miró—. Es solo que… Me he enterado de que Dalila puede que esté saliendo con otro chico.

—Oh, lo siento —dije, y era cierto. Pero ¿qué esperaba? Después de todo ese tiempo sin dar señales de vida, ¿de verdad creía que todo marchaba bien?

Dadas las circunstancias, no se lo dije; no quería que todo se fuera al garete por su falta de metas. Aunque mirándolo de otro modo…

—¿Sabes qué? ¡Que le den! —exclamé, e hice un gesto con las manos para enfatizar lo dicho.

—¿Cómo que que le den? —Aarón me miró ofendido, dolido, desconcertado.

—Sí, hermanito, que le den. ¿Ella ha seguido con su vida? Pues haz tú lo mismo. Lo que Develstar nos ofrece es una vía de escape.

—¡Me metí en esto por ella! ¿Recuerdas? ¿Ahora quieres que lo haga para olvidarla?

Me encogí de hombros.

—Es una opción. Lo que sé seguro es que, como te quedes aquí, vas a terminar más amargado que nadie. En Estados Unidos al menos tendrás la oportunidad de conocer gente nueva, de moverte por otros círculos. Y, oye, si Dalila decide volver a dar señales de vida en algún momento, ¡te tendrá a tiro de piedra!

Aarón fue a responder, pero de repente pareció desinflarse.

—¿Tú crees? —me preguntó. Parecía un animalillo indefenso.

Me acerqué y le pasé un brazo por encima de los hombros.

—Siempre podemos dejarlo su no nos gusta, ¿recuerdas?

Asintió y, por fin, comenzó a sonreír con mayor seguridad.

—Supongo —dijo, y tras unos segundos de silencio, añadió—: Si, ¿por qué no? Ya he perdido suficientes oportunidades en la vida; sería un idiota si dejase escapar esta también por Dal. ¿Qué problema hay si quiero cometer este error?

—¡Ninguno! —Le di una palmada en la espalda, orgulloso.

—De todas formas —añadió—, sigo convencido de que mamá y papá nos van a desheredar.

Y lo habrían hecho de no ser porque, en España, la ley no se lo ponía tan fácil.

A nuestra madre, el hecho de que dos desconocidas hubieran estado en su casa intentando convencer a sus hijos para que las acompañaran a Estados Unidos, la puso de los nervios. En cuanto terminamos de contar la historia (alterándola un poquito para que le quedase claro que todo aquello no había empezado solo por mí, sino también por mi hermano), me miró y con voz trémula dijo las palabras que esperaba: «Todo esto es culpa tuya» y «No, de ningún modo pienso dejaros ir con esas señoras. ¡Ya veréis cuando se entere vuestro padre!».

Y vaya si nos enteramos. Lo que pasa es que por Skype una bronca pierde fuerza y credibilidad. Es más, ni me puse delante de la cámara. Permanecí al otro lado de la mesa, apoyando la cabeza en las manos y poniendo cara de fastidio mientras Aarón lidiaba con nuestro padre con una calma pasmosa y le explicaba cómo quería Develstar que trabajáramos, él cantando y yo dando la cara. Cuando me llegó el turno y quiso hablar conmigo, hice un corte de manga (que él no vio) y salí del salón.

Sé que la bronca duró varias horas más con algunos ratos interrumpidos para que mi padre pudiera atender sus quehaceres domingueros. Daba lo mismo, con orgullo pude comprobar lo seguro que estaba mi hermano y lo imposible que sería intentar convencerlo para que cambiase de opinión. No tenía ni idea de qué cable se le había podido cruzar en el cerebro, pero me encantaba.

Al final, ya de madrugada, mi padre se dio por vencido y, tras dejar claro que ni lo aprobaba ni se equivocaba cuando decía que la cosa acabaría mal, dejó que mi hermano se fuera a la cama.

A la mañana siguiente descubrimos que ni Esther ni Alicia habían pegado el ojo, como nuestra madre. La primera porque no se podía creer que una discografía se hubiese interesado por mi (no le dimos demasiadas explicaciones), y la segunda porque no quería que nos fuéramos. Por eso la primera vez me marché sin decir nada a nadie: solo con ver las lágrimas de la pequeña casi se me quitaban las ganas de alejarme de su lado. Casi.

Desde luego era una suerte que nuestro padre se encontrara en la otra punta del océano, porque, si no, estoy seguro de que habría intentado encerrarnos en la despensa hasta que Develstar se hubiera olvidado de nosotros. Pero desde su gran empresa en Chicago lo único que podía hacer era gritar u señalar con el dedo a una webcam.

A lo largo de la siguiente semana, los internautas colgaron una treintena de vídeos del concierto. Debo reconocer que me gustaba la soltura que desprendía al pasearme de un lado a otro del escenario. Me veía tranquilo y cómodo a pesar de los cientos de ojos siguiendo con atención cada uno de mis pasos. Tras reproducir las grabaciones innumerables de veces, me quedó claro que, igual que otros habían nacido para salvar vidas o domar delfines, yo lo había hecho para deleitar a las masas micrófono en mano. Si Develstar cumplía lo que había asegurado y me enseñaba a ser una verdadera estrella, pronto no tendría nada que envidiar a los actores de Hollywood (¿me enseñarían a desfilar por la alfombra roja? ¿Tendría oportunidad de hacerlo?).

Desde luego había sido una tarde increíble, rodeado de fans, haciéndome fotos con todos ellos, firmando autógrafos en entradas, camisetas y brazos. Juraría que hasta hubo unas chicas que me pidieron que escribiera en su ropa interior. Por suerte, Esther se mantuvo pegada a mí como una lapa todo el rato y alejó a todas. Todavía no estaba seguro de sentirme agradecido o un poco cabreado con su repentina faceta de guardaespaldas.

Los comentarios siguieron siendo igual de positivos, si no más. Había gente que había empezado a grabar vídeos versionando nuestras canciones o diciendo lo mucho que les gustaba Play Serafín. Intenté mostrárselos a Aarón, pero estaba demasiado ocupado con todo el papeleo del colegio y lidiando con sus propios dilemas morales y cambios de humor.

La mañana del miércoles encendí el ordenador para hablar con Kevin.

—¡Buenas noches por ahí! —saludé radiante.

—Parece que alguien se ha levantado de buen humor esta mañana. ¿Han sido ya los Grammy, has ganado y no me he enterado?

Forcé una sonrisa.

—Algo así, algo así… ¿Qué tal las cosas por ahí?

—Stephan se fue hace unos días de vuelta a Minnesota. Le echaron del curro y las cosas andan demasiado chungas por aquí como para fiar.

—Vaya… —No había intimado demasiado con él mientras estuve allí, pero no me caía mal. Siempre estaba hablando de coches y del Porsche que se compraría cuando tuviera dinero—. ¿Y… Sophie?

—Bien, bueno, Sophie está… —Kevin dio un respingo y se giró. De repente, una mano lo empujó fuera del enfoque de la cámara y en su lugar apareció un rostro que conocía casi mejor que el mío.

—Leo Serafin —dijo Sophie con cierto tono de sorpresa e irritación—. Sophie está aquí. ¿Querías saber algo de ella? ¿Por qué no pruebas a llamarla alguna vez y preguntarle directamente?

—Yo también… me alegro de verte —respondí.

Estaba guapísima. Llevaba el pelo ondulado y los ojos maquillados en un color claro. Allí eran las dos de la mañana. ¿Había salido? ¿Se iría ahora? ¿Un jueves?

—No puedo decir lo mismo —dijo ella—. Aunque por tus vídeos veo que te estás haciendo famoso. Qué bien escondido te lo tenías que cantabas. Como tantas otras cosas.

—Ya sabes que nunca me ha gustado alardear.

—Ya. —Su tono se había suavizado en parte, aunque el resentimiento seguía allí, como Kevin, que miraba por encima de su hombro—. Pues, bueno, me alegro de que todo te vaya tan… bien.

Fue a girarse cuando le dije.

—Te veo preciosa.

Las palaras salieron solas de mi boca. Sophie alzó sus perfectas cejas y luego las frunció.

—¿Qué pretendes? —Nada… nada… Es solo que… quería decírtelo.

Ella negó molesta y se incorporó. Después se alejó de la cámara sin tan siquiera despedirse.

Kevin recuperó su sitio en la silla.

—¿Por qué no me has avisado que venía? —le recriminé.

—¿No has notado que a mí también me ha sorprendido? ¿El hecho de que me empujara de la silla no te ha dicho nada?

El mal humor se había apoderado de mí. Solo tenía ganas de apagar el ordenador y marcharme al gimnasio a quemar la impotencia que sentía.

—¿Qué es lo que querías? —preguntó Kevin con cierto aire indolente que solo hizo enfadarme más.

—Ya da igual. Era una chorrada. A lo mejor me paso por Nueva York pronto.

—Guay —dijo él.

—Ha habido ciertos cambios por aquí y… ya no voy a necesitar más tu ayuda.

Me miró sorprendido.

—Ah, ¿no? ¿Y eso?

—He… encontrado una especie de discográfica que quiere contratarme. Su cara se contrajo en una mueca de… ¿disgusto?

—No te creo.

—Es la verdad.

—¿Cómo se llama? ¿Es grande?

—No puedo decir el nombre todavía. Ya sabes, contratos y todo eso.

Kevin no daba crédito, pero poco a poco se fue dando cuenta de que podía ser verdad.

—Pero… ¿y cómo ha sido? ¿Te han llamado o…? —¿Era envidia lo que percibía?

—Bueno, se presentaron en el concierto que di durante el fin de semana; no sé si habrás visto los vídeos, pero estuvo lleno, y me dijeron que les interesaba trabajar conmigo.

—Ya… O sea, que por eso vienes a Nueva York y pasas de quienes te hemos ayudado desde el principio.

Esa vez fui yo el sorprendido.

—Eh… no. Tú has hecho tu trabajo, que ya te pagué y te agradezco. Lo que digo es que, por mi parte, puedes dejarlo.

—No has cambiado ni un ápice —respondió—. Sigues siendo el mismo niño malcriado que vivía aquí.

—¿Perdón? —Su comentario me dejó aturdido.

—Que por mí, genial, tío. Lo dejamos aquí y listo.

—Pero ¿por qué te cabreas? Ya te he dicho que te agradezco todo el trabajo, pero a partir de aquí sigo yo solo.

—Claro que sí. Pero en el futuro más te vale aprender a tratar mejor a las personas que quieren ayudarte.

—¿Era una ayuda? Creía que se trataba de trabajo, ¿o crees que los favores los pago tan caros? No sé por qué tengo que aguantar esto.

—Igual que Sophie no tenía por qué aguantar lo que le hiciste.

Me temblaban las manos sobre el teclado. Las cerré en un puño para no estamparlas contra la pantalla.

—Que te jodan.

Y sin darle tiempo a responder, corté la conexión. Lo último que vi de él fue su sonrisa.

—¿Será imbécil? —Golpeé con los puños la mesa y una pila de cedés se desparramaron sobre el teclado.

Mientras los recogía me obligué a calmarme y a pasar de ese perdedor con pelo de pinipón. Estaba a años luz de él. Se lo había dicho de buenos modos, habíamos quedado en paz. No entendía a qué venía ese arrebato.

—Bah.

Me puse en pie y salí a dar una vuelta. Necesitaba despejarme. Tomar el aire. Volver a tomar el control de la situación.

Si a Aarón le aterraba la idea de dejar atrás su vida y enfrentarse a la que Develstar le ofrecía lejos de allí, a mí me angustiaba la posibilidad de darme de bruces con la que había dejado atrás en pleno Time Square.

Y, volviendo a Sophie, ¿con quién habría salido? ¿Adónde? ¿Con un chico? ¿Acaso me debía alguna explicación? Estaba comportándome como un gilipollas. La breve charla con ella me había hecho comprender que todavía estaba muy lejos de haber superado lo nuestro. Volver a Nueva York no era, en absoluto, una buena idea.

Pero ¿desde cuándo hacía caso a mi conciencia?