I’ve come too far
No, I can’t go back
Back to how it was
Created for a place
I’ve never known.
Switchfoot, «This Is Home».
DESDE mi posición entre bambalinas, veía cómo Leo tenía al público comiendo de su mano. Sabía cuándo sonreír, guiñar un ojo o alzar la mano para que los demás le siguieran. Ese era su elemento, estaba claro. Mientras tanto, yo me limitaba a disfrutar de la música, cantando como si no hubiera un mañana. Aquel estaba siendo mi primer concierto y, a pesar de no estar dando la cara, estaba disfrutando como un enano. ¡Ya lo creo que estaba disfrutando!
Entre canción y canción, me asomé un par de veces para comprobar que David y Olivia hubieran venido. Los vi al instante en la primera fila, situados en el extremo opuesto a donde yo estaba junto a las hermanas de Olivia. La primera vez que me asomé, me saludaron con disimulo. La segunda, ni se dieron cuenta, de tan emocionados como estaban con la canción.
El concierto transcurrió sin sobresaltos. Si algo tenía bueno Leo, era su memoria. Y más si se trataba de algo relacionado con la interpretación, estaba claro. Para mi hermano, todo aquello no era más que una gran función, una obra de teatro en la cual él era el único actor… más o menos. Aunque tenía el cuaderno de las anotaciones delante, yo tampoco tuve que mirarlo demasiado. Las horas que habíamos pasado ensayando sin descanso habían dado sus frutos. De tanto en cuando yo callaba y Leo gritaba lo que tuviera que gritar, o colocaba el micrófono mirando al público y este cantaba por él; por nosotros.
La gente parecía hechizada por su encanto y mi música. Las chicas de la primera fila se pegaban a las vallas que habían puesto a un metro del escenario para ver si lograban tocar la mano de mi hermano, pero él, como habíamos quedado, no se movió del escenario.
Ojalá hubiera estado allí Dalila. Ojalá me hubiera atrevido a mostrar esa faceta de mí cuando todavía estaba a mi lado. Aunque, bien pensado, si ella nunca se hubiera ido, yo no le habría hecho caso a Leo y aquel concierto no estaría celebrándose. Malditas paradojas temporales.
Fuera como fuese, en la siguiente canción me esforcé más que en ninguna otra. Quizá nunca podría volver a hablar con ella, y saludarla a lo mejor se había convertido en un imposible. Pero una canción… una canción podría viajar por mil caminos y me acercaría a ella tanto como una palabra o un beso.
Tras las seis primeras canciones, dos originales y cuatro versiones de temas conocidos, Leo se metió en mi escondrijo para beber un poco de agua. Sus ojos brillaban con la emoción del momento, pero también capté cierto atisbo de preocupación.
—¿Qué pasa? —pregunté tras comprobar que tenía apagado el micrófono.
—No es nada… —dijo él, pero luego se volvió hacia el escenario y al mirarme lo hizo con ansiedad—. Vale, escucha, a lo mejor es una tontería, pero… pero hay dos tías ahí, entre el público, que me están poniendo de los nervios.
—¿Dos tías? —No estaba para bromas—. ¿No puedes esperar a que terminemos antes de empezar a ligar?
—¡No es eso! Me refiero a que no dejan de mirarme. —Guardó silencio tras meditar sus palabras—. ¡Quiero decir que me miran raro! Como… como si supieran lo que estamos haciendo.
—¿Qué? —El miedo me mordió el espinazo—. Pero eso es imposible. ¿Cómo van a saberlo?
Se encogió de hombros. El público comenzó a vitorearle y a corear su nombre.
—Tengo que volver —resolvió secándose el sudor con un trapo—. Hay que seguir hasta el final. Fíjate si tienes oportunidad. Están en el centro de la sala. Las distinguirás enseguida: ni se mueven, ni cantan, ni nada…
—A lo mejor solo han venido a acompañar a alguien… —sugerí, pero Leo no me escuchó. Había saltado de vuelta al escenario y ya estaba jaleando a la masa.
Mientras Leo terminaba con su oda a la música y a la alegría de estar esa tarde allí, aproveché para asomarme con disimulo y espiar.
Localicé enseguida a las dos mujeres que Leo me había descrito. Ambas iban vestidas de traje, tenían el gesto serio y no apartaban la mirada de mi hermano. No bailaban, no cantaban y ni siquiera llevaban el ritmo con los hombros o la cabeza. De hecho, cuando la más joven dio muestras de empezar a dejarse llevar por la música, la mayor la miró un instante y esta se detuvo en seco para seguir con su labor de contemplación. A mí tampoco me dieron buena espina. De primeras podían aparentar ser madre e hija, pero no se comportaban como si lo fueran.
De pronto, la más joven se volvió hacia mí. Nuestras miradas se encontraron durante un instante. Llevaba el pelo castaño recogido en un moño bajo, los labios pintados de rojo y los ojos, grandes y alertas, con una fina raya negra. Aparté la vista rápidamente y volví a esconderme en mi agujero.
En ese instante, mi hermano comenzó a tocar los compases de la séptima canción, «Friends with Fríes»; un nuevo tema que compuse después del reencuentro con David y Olivia y que ambos sabían que era para ellos.
Después me obligué a concentrarme y a bordar el final del concierto.
¡De qué manera respondió la gente cuando terminó la última canción! Miré a Leo y él también parecía tan sofocado como yo, aunque, como siempre, tenía aspecto de estrella de cine. Mientras mi hermano se despedía del público, vi que las dos extrañas habían desaparecido.
Cuando se acercó Leo, cogí su micrófono y lo puse junto al mío.
—¡Ha sido increíble! —susurró él emocionado—. Sí que lo ha sido.
Sin decirnos nada más, Leo volvió a salir al escenario. Pero esta vez no se quedó arriba, sino que bajó con sus fans, libres por fin de las vallas de seguridad que los separaban de él. Enseguida vi cómo desaparecía entre la multitud. Yo aproveché para ir desconectando cables y recogiendo la guitarra con su ampli. Cuando estaba terminando aparecieron David y Olivia.
—¡Ha sido…! ¡Ha sido…! —Olivia no pudo terminar la frase. Me plantó un besazo en la sudorosa mejilla—. ¡Eres un artista!
—¿Yo también puedo besarte? —bromeó David dándome palmadas en la espalda—. Felicidades, tío. Lo habéis conseguido.
—Lo ha conseguido —le corrigió ella.
—Todavía estoy temblando. —Les enseñé las manos.
—Pues tu voz ha sonado perfecta —dijo David—, y la verdad es que Leo… —Lo miró desde la distancia—. Creo que empiezo a verle con otros ojos…
—¡David! —exclamamos Olí y yo al unísono.
—¿Qué? Las cosas como son…
El técnico del local se acercó en ese momento.
—Aquí tiene —le dije tendiéndole los micrófonos.
Cuando se marchó, Olí dijo:
—¿Sabes qué va a ser lo peor de todo? —Dije que no—. Que ahora que este concierto ha salido bien, tu hermano querrá repetir la experiencia.
Suspiré y me sequé el sudor de la frente.
De pronto, dos niñas pasaron a nuestro lado.
—¡Ha sido alucinante! —dijo una.
—Dios qué voz tiene… Creo que me estoy enamorando.
Olí puso cara de sorpresa y yo sonreí como un tonto. Nadie me había pedido un autógrafo, ni que me hiciera una foto, tampoco había camisetas con mi cara (aunque sí con mi apellido, ja, ja), pero aquel comentario me había llegado al alma. Empezaba a comprender esa sensación de la que tantas veces me había hablado mi hermano en el pasado y que me era absolutamente ajena. A lo mejor hasta podría llegar a acostumbrarme.
—Aarón —Olivia me dio unos golpecitos en la espalda para que volviera en mí—, creo que ahora la gente se va a quedar por aquí a celebrar el concierto.
—Lo que se dice una after-party —apuntó David—. ¿Nos unimos a la fiesta?
Miré la hora en mi móvil, después al público y a mi hermano entre toda la gente, disfrutando del calor de la masa y comprendí que todo aquello era por y para él. Que yo tampoco pintaba mucho allí y que, además, la falta de sueño de la noche anterior y el bajón de adrenalina tras el concierto comenzaban a hacer mella en mí.
—Prefiero irme a casa —dije.
—¿En bus? —quiso saber David.
—Voy a dejar las cosas en el coche y luego me marcho a Moncloa, sí.
—Aarón… —se quejó Olivia—. Por una vez que hay un plan diferente…
—Vosotros podéis quedaros —les aseguré—. Estoy a punto de caer redondo aquí mismo.
Bajé del escenario y atravesé la masa de fans hasta mi hermano. Cuando por fin llegué a su lado y me reconoció, abrió los brazos y me atrajo contra sí.
—¡Un aplauso muy grande para mi hermano! —exclamó, y todo el mundo le obedeció. Aquello empezaba a parecerse a la tarde en la que descubrí que Dal se había convertido en una estrella.
Sonreí educadamente y después me volví hacia su oído para pedirle las llaves.
—¿Qué? ¡¿Te vas?! —Se puso serio—. No, tú te quedas.
—No, yo me voy.
No insistió más. Se encogió de hombros y me las pasó. Cuando salía, me crucé con las Whopper, que me sonrieron y levantaron sus vasos de tubo.
—¡Qué grande es tu hermano, Serafín! —dijo Anna—. A ver cuándo nos tomamos algo.
Asentí incómodo, sin saber qué responder.
Olí y David me ayudaron a cargar el coche y después volví dentro del Kamikaze para devolverle las llaves a Leo. En ese tiempo, mi hermano se había hecho un hueco en la barra del bar y charlaba animadamente con un grupo de chicas, todas ellas amigas de mi hermana Esther. Puse los ojos en blanco y volví a luchar para abrirme paso hasta él.
—Aquí tienes —le dije. El las cogió, las guardó en su bolsillo y siguió hablando sobre unas falsas ofertas para grabar un disco que había recibido. Todo ello sin dirigirme una sola mirada—. Solo recuerda que son menores —le comenté, antes de darme media vuelta y marcharme de allí.
Al final convencí a mis amigos para que se quedaran a disfrutar de la improvisada fiesta y no se sintieran mal por abandonarme. En realidad, lo que necesitaba era estar solo. Después de las últimas semanas, de haberme expuesto de esa manera con las canciones y después del concierto, mis sentimientos parecían estar tan embravecidos como el mar en luna llena.
Por un lado, me sentía pletórico por que hubiera sido un éxito; Por otro, sentía cierta envidia de que todo el mundo pensara que era Leo quien había cantado. Sin embargo, era genial ver cómo él había alcanzado por fin su sueño y yo le había ayudado… aunque me molestaba que pareciera que él también se creyera la mentira.
Dos cosas me quedaron claras: la primera, me estaba volviendo loco lentamente y, la segunda, tenía que dejar de pensar tanto.
Cogí el autobús a escasos segundos de que el conductor cerrara las puertas y una pareja que venía detrás de mí se quedara en tierra maldiciendo. Tomé asiento al fondo.
Mientras la luz de las farolas dejaba regueros de luz a nuestro paso, me puse los auriculares e intenté ahogar mis pensamientos en música. Por supuesto, no sirvió de mucho. ¿Qué estaría haciendo ahora Leo? ¿Fardar de lo difícil que había sido entonar en directo sin quedarse sin aliento sobre el escenario? Tal vez. ¿Por qué no? Al menos uno de los dos podía hacerlo y tampoco me debía molestar. Estaba implícito en el trato desde el principio: si él daba la cara, él sería el único que podría quejarse o presumir.
En ese momento recordé la imagen de todo el público saltando al unísono con las manos en alto, al son de la música que cantaba. No pude contener una sonrisa y asentí para mis adentros. Eso lo había provocado yo. Mis canciones.
Pensaran lo que pensasen.
Cuando llegué a casa, mi madre y mi hermana pequeña estaban viendo una película de dibujos animados. Tardé unos instantes en darme cuenta de que habían decorado todo el primer piso con detalles navideños. En la esquina del salón, junto a la ventana, habían colocado el frondoso árbol de plástico de todos los años.
—Buenas noches —saludé mientras colgaba el abrigo.
—¡Aarón! —Mi madre se volvió para mirarme—. ¿Qué tal ha ido el concierto? ¿Dónde están tus hermanos?
—Se han quedado a tomar algo. El concierto ha estado muy bien —sonreí.
—¿Y tú por qué te has venido? Alicia se giró también.
—¿Leo ya es famoso? —preguntó.
—Creo que sí —respondí. Después amagué un bostezo y evité responder a mi madre—. Bueno, me voy a la cama… Me duele un poco la cabeza.
—Que descanses —respondió ella después de dirigirme una mirada de extrañeza.
En mi habitación, guardé la guitarra en el armario y me metí entre las mantas, cerré los ojos… y no me dormí.
Sentía el pulso acelerado y hasta mi propia respiración me parecía estar sonando demasiado alta. Tenía en los oídos un pitido incesante que solo acallaba cuando me obligaba a toser para no seguir escuchándolo. Simplemente, tenía la adrenalina por las nubes y no podía relajarme. Mis ojos se acostumbraron rápidamente a la oscuridad y ahora, incluso con la persiana baja y solo un hilo de luz escurriéndose bajo la puerta, me parecía que había demasiada claridad.
Di un par de vueltas sobre el colchón y después me obligué a ponerme boca arriba, con los brazos estirados, respirando acompasadamente. La tarde había declinado. El concierto había salido perfecto y el lunes la vida seguiría su curso. Dentro de unos días sería Navidad. En poco más de dos semanas cumpliría los dieciocho, sería mayor de edad y tendría libertad para, no sé, cometer alguna locura como mi hermano y ver qué podía ofrecerme el mundo.
Una buena leche, posiblemente.
O quizá no. Quizá ahora que había descubierto mi voz (así lo decían los profesionales, ¿no?), podía atreverme a… a… ¿a qué? ¿A grabar una maqueta y fundirme todo el dinero que había estado ahorrando desde que era un crío? Quería cantar, desde luego, pero también quería vivir una vida cómoda, segura, con un puesto fijo en una oficina… y, sobre todo, evitar todo lo que Leo adoraba: las fotos, los autógrafos, los enamoramientos en masa.
Incapaz de pegar ojo, me levanté y encendí el ordenador. Rondé un rato por algunas webs de cine hasta que me detuve en una americana donde se hablaba de Dalila. No era más que un aparte diminuto dentro de la página, pero la noticia saltó a mis ojos como si hubiera estado rodeada por luces de neón.
Aquello era todo. Ni una foto, ni un vídeo. Nada. Solo tres líneas que desmontaron mi mundo con la facilidad de una ola a un castillo de naipes, Sabia que solo era un rumor, que lo más probable fuera que Dal hubiera salido a tomar algo con un amigo, ¿y qué? ¿Acaso no lo hacía yo con Olivia y David? ¿Que la noche echaba chispas? Un simple recurso estilístico de aquella web sensacionalista para llamar la atención de sus lectores.
No era verdad. No lo era. No podía serlo.
Rebusqué en la red por si encontraba más información, pero fue en vano. La única página que había dado la noticia era esa. El resto se limitaban a mencionar que tanto Dalila como el tal Rupert ese iban a ser los protagonistas de la película.
—Pues muy bien. Me alegro por vosotros —mascullé.
No quise darle más vueltas. El corazón me oprimía el pecho, consciente de que, por mucho que intentara no creérmelo, la posibilidad de que fuera cierto era tan factible como que no lo fuera. ¿Por qué me costaba tanto creer que Dal hubiera seguido adelante sin mí? ¿Por qué me resultaba tan difícil pensar que no había sido nadie importante en su vida?
Supongo que caí dormido en algún momento de la noche, pues lo siguiente que recuerdo fue el timbre de casa sonando sin cesar. Parecía el zumbido de una abeja retransmitido por altavoces, y lo peor de todo era que no paraba.
Con un gruñido de enfado, me arrastré fuera de la cama y salí al pasillo.
—¿Es que nadie piensa abrir? —pregunté. No obtuve respuesta; debían de estar todos fuera. El timbre volvió a taladrar mis oídos y al final tomé la decisión de asomarme por la ventana para ver quién llamaba con tanta insistencia a aquellas horas de un domingo.
El sopor se me pasó en cuanto vi de quiénes se trataba. Tras la verja de la entrada, dos mujeres aguardaban con gafas de sol a que alguien abriese. Las mismas que habían asistido al concierto la tarde anterior.
Me agaché de manera inconsciente y, encorvado, salí al pasillo. ¿Y si eran del FBI? ¿O de la policía? A lo mejor eran del MIB (¿había mujeres en ese departamento? ¿Se habrían desplazado hasta España por nosotros? Ahora tenía mis dudas).
El zumbido del timbre volvió con más fuerza. Sabían que me encontraba en casa. Tenía que comprobar que Leo también estuviera; no pensaba enfrentarme a ellas yo solo.
A toda prisa, descalzo, con el pantalón del pijama y una camiseta de Clínicas Serafín encima, entré como un torbellino en su habitación. La peste de su confinamiento me aturdió unos segundos. Cuando me recuperé, lo zarandeé con fuerza.
—Leo, despierta.
—Mssms… mqué —respondió él en su orco más perfecto. Le di una colleja.
—¡¿Qué?! —exclamó él, esta vez incorporándose de golpe. El timbre volvió a sonar en el piso de arriba.
—Nos han encontrado —respondí yo, incapaz de razonar.
—¿Quién? ¿De qué hablas?
—Las mujeres esas del concierto. ¡Las del traje! Están arriba llamando al timbre.
Mi hermano se puso pálido, o esa impresión me dio a mí en la penumbra.
—¿Cómo han sabido dónde vivimos?
—¡Y yo qué sé! Tampoco es muy difícil: había medio colegio en… El timbre interrumpió mi discurso. Ambos miramos al techo.
——Pues habrá que abrir —sugirió Leo—. A ver qué quieren.
—¿Y si lo que quieren es arrestarnos?
—No creo que una verja las detenga. Además, no hemos hecho nada malo…
—¿Aparte de engañar a un montón de gente y cobrarles por ello?
Mientras hablaba, mi hermano se había puesto unos vaqueros y una camiseta limpia. El pelo seguía llevándolo tan elegantemente despeinado como la tarde anterior.
Me dio en el hombro al pasar.
—Tú no hables y sígueme el rollo.
Fui tras él, esta vez más asustado por lo que Leo pudiera decir que por la presencia de aquellas señoras.
Mi hermano apretó el botón de apertura de la verja y después se dirigió a la entrada principal.
—Vas descalzo —le recordé.
—Lo sé. ¿A que me da más aspecto de estrella de rock? Abrió la puerta y sonrió con todo su encanto.
—Buenos días —dijo—. ¿Puedo ayudarlas en algo?
Ambas se quitaron las gafas de sol al mismo tiempo y la mayor le sonrió.
—Leo Serafín, ¿verdad? —Su voz era grave, seductora, modulada. Como si pusiera empeño en sonar exactamente como ella quería en cada sílaba. Además, tenía acento americano.
—El mismo —respondió él en un perfectísimo inglés—. Y ustedes son…
—Yo soy Sarah Coen. Ella es Emma Davies —dijo cambiando también de idioma—. Y tú debes de ser… ¿Aarón?
Asentí y le estreché la mano, como mi hermano.
—Supongo que no habrán venido hasta aquí para pedirme un autógrafo, ¿verdad?
Sarah Coen soltó una carcajada. Emma Davies se limitó a esbozar media sonrisa.
De cerca, el pelo de la mayor parecía casi negro. La otra, al contrario que la noche pasada, llevaba el pelo suelto y liso como una tabla hasta los hombros. Sarah tenía los labios finos, afilados y unos ojos que parecían escrutarte como si estuvieran haciéndote una radiografía. Emma tampoco nos quitaba los ojos de encima.
—No, no hemos venido por ningún autógrafo —dijo la mayor—. ¿Podemos pasar?
Leo me miró un instante, pero sin darme tiempo a valorar la situación les cedió el paso extendiendo el brazo.
—Por aquí —dijo señalando el salón.
—¿Y mamá? —pregunté en voz baja. Mi hermano se encogió de hombros, cerró la puerta y siguió a las dos desconocidas por el pasaje de la Navidad.
—¿Quieren tomar algo?
—No, muchas gracias —respondió Sarah Coen por las dos.
Mi hermano y yo nos sentamos en el sillón de al lado y las miramos expectantes. Estaba tan nervioso que no era capaz de identificar ni una sola nota de las que chocaban en mi cerebro. Mi hermano, por el contrario, parecía estar disfrutando de lo lindo con la situación.
La señora Coen me miró un instante y después se volvió hacia él.
—Leo Serafín, estamos aquí para cambiarte la vida.
—Eso decía mi última maquinilla de afeitar y sigue dejándome vello si no la paso varias veces.
La respuesta de mi hermano la dejó aturdida unos segundos, pero enseguida se recompuso y soltó una suave carcajada. Miró a Emma como esperando que también se riera, pero esta se limitó a alzar una ceja.
—Me gusta tu humor, Leo —dijo la mayor—. Pero hablo en serio. —Su expresión, desde luego, se volvió infranqueable en menos de un parpadeo—. Queremos cambiarte la vida. ¿Alguna vez has imaginado lo lejos que podrías llegar?
—¿Con las canciones? —Mi hermano me miró.
—Con todo: con las canciones, con tu presencia, con tu imagen. Hemos visto algo en ti. Leo. Y queremos que el resto del mundo también lo vea.
Nuestra expresión debía de ser todo un poema, pues rápidamente Emma le tendió una tarjeta de contacto para distraerle y después, por deferencia y dado que no parecía que yo fuera a marcharme, me regaló otra a mí. Eran blancas, con detalles en morado plateado y, por la pinta, debían de costar un pastón, «Develstar», ponía en el reverso.
—Queremos hacerte mundialmente famoso —repitió ella.
La voz de Emma era más dulce de lo que me había imaginado. Y su mirada atenta, de ojos verdosos, se habían intensificado al decir aquello. Sin embargo, su sonrisa seguía sin querer aparecer.
—¿Así, sin más? —dijo Leo sin mostrarse sorprendido—. Vaya, pensé que me costaría unos cuantos años…
Sarah volvió a reírse, pero esta vez no resultó sincera, al menos no para mí.
—En Develstar —explicó— nos encargamos de sacar lo mejor de unas pocas personas afortunadas y demostrarle al mundo de lo que son capaces. Queremos que tu estrella, Leo Serafín, brille con más intensidad que ninguna otra.
La respiración de mi hermano se ralentizó peligrosamente cuando comprendió que hablaban en serio.
—¿Por eso vinieron al concierto anoche? —pregunté. Ambas mujeres me miraron como si no se acordaran de que seguía allí.
Sarah asintió.
—Así es. —A continuación se volvió hacia mi hermano—. Vimos tus vídeos y nos encantaron. Eres espectacular, Leo. Tienes un talento impresionante, fuera de lo común. Una energía, un carisma y una presencia que harían palidecer a muchas de las estrellas de hoy en día.
Leo sonrió y bajó la mirada, como si estuviera azorado. Yo, por el contrario, sentí una nueva punzada de envidia.
—¿Y en qué consistiría todo esto en caso de aceptar? —preguntó cuando se recompuso.
—Es sencillo: durante una temporada estipulada por contrato, te vendrías con nosotros a Estados Unidos. A Nueva York, para ser más concretos. Allí es donde tenemos la sede de la empresa.
—Nueva York… —musité. Vale, no pude contener la emoción del momento. Estaba ocurriendo delante de mis ojos y no daba crédito.
—Sí, Nueva York —repitió la mayor—. Aunque después viajaríamos a otros lugares, claro.
—Claro… —dijo Leo—. ¿Sois de una discográfica o algo así?
Sarah se rió entre clientes.
—Las discográficas están muertas, Leo. El arte en general tiene los días contados si no se reinventa. ¿Acaso has necesitado tú una para hacerte un nombre? ¿Para llenar una sala como la de ayer? No, leo. Nosotros somos algo muchísimo más rentable que una discográfica o que una agencia de representación. También somos algo mucho más selecto; nos ocupamos de muy poquita gente y somos bastante exigentes a la hora de escogerlos…
Leo las miró.
—¿Estoy… dentro?
—Eso depende de ti —intervino Emma—. ¿Estás dispuesto a darlo todo por tus sueños?
La pregunta quedó flotando entre los cuatro con una música celestial de fondo. Los ojos de Leo destellaban emocionados, sin comprender las implicaciones.
—Lo… estoy —respondió él—. Pero ¿todo esto es por mi música?
—Tu voz y tus melodías son maravillosas —insistió Sarah—. Y es por lo que te conoce la gente. Nuestra idea es seguir ese camino, y a partir de ahí… ¡lo que surja!
Cuando el silencio se impuso, miré a Leo, y, sin apartar la vista de él, dije:
—Soy yo el que canta.
A veces me cuesta mucho expresarme, pero otras puedo ser excesivamente claro.
Las dos mujeres se volvieron hacia mí y me miraron extrañadas, como si hubiera hablado en otro idioma o las hubiera insultado. Después a mi hermano, y de nuevo a mí (redescubriéndome).
—¿Tú eres… tú eres el que canta?
Asentí. Mi hermano se había quedado de piedra en su asiento, aturdido. Supe lo que pensaba: a la mierda el sueño, a la mierda Nueva York. A la mierda ver brillar su estrella.
En el fondo lo sentía, pero estaba seguro de que si no lo cortaba a tiempo, Leo seguiría con la mentira hasta que se encontrara enfrente de un micrófono y ya no hubiera vuelta atrás.
—Vaya —dijo Sarah cuando se recuperó. Su sonrisa se había desvanecido—. Esto sí que es una… sorpresa.
—¿Y cómo cantasteis ayer? —Emma no daba crédito. Supongo que a cualquier persona normal le pasaría lo mismo—. Era en directo, ¿no?
Dije que sí con la cabeza.
—Ensayamos mucho. Yo estaba entre bambalinas. Mientras Leo tocaba la guitarra, yo cantaba. Pero fue él quien dio la cara delante de todo el mundo; yo soy demasiado vergonzoso y nunca me habría atrevido.
A eso le llamo yo romper una lanza por alguien. Ya me podía estar agradecido.
—¿Y en los vídeos…? —Sarah supo la respuesta antes de terminar la pregunta. Yo asentí—. Pues habéis engañado a mucha gente.
Lo sabía, y por eso bajé la mirada. Era extraño tener a dos desconocidas en nuestra casa aleccionándonos sobre algo que, hasta ese instante, habíamos llevado en absoluto secreto.
—Y eso no lo hace cualquiera —añadió la mujer.
Leo y yo alzamos la cabeza. La mujer nos observaba con cierta diversión.
—Bueno, en realidad se nos fue de las manos —masculló mi hermano—. Nunca pensamos que la cosa fuera a crecer tanto.
—Desde luego —dijo ella—. No nos esperábamos algo así, pero podemos valorar las nuevas posibilidades que se nos presentan…
Emma lanzó una mirada de extrañeza a su jefa. Parecía tan perdida como nosotros.
—¿Qué edad tienes, Aarón? —preguntó la mayor.
—Diecisiete. Aunque dentro de unas semanas cumplo los dieciocho, ¿por?
—Porque estoy pensando una alternativa para este imprevisto —explicó Sarah Coen.
Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Qué tenía que pensarse? ¿Qué quería? ¿Qué me fuera con ellas yo también? De pronto dio comienzo una lucha encarnizada de intereses en mi cerebro. ¿Sería capaz de dejar el instituto por esta insensatez y marcharme a Nueva York? Si alguien no hablaba pronto, terminaría sufriendo una embolia.
—¿Qué me diríais si los dos vinierais con nosotros?
Ya estaba. Ahora caería fulminado.
Mi hermano soltó un grito. Lo juro. ¿Como Alicia cuando abría los regalos de Reyes?, igual.
—¿Los… dos? —preguntó.
—¿Para qué? —dije yo. Aquello no tenía sentido. No conocíamos la empresa. No conocíamos a las señoras. Hasta donde sabíamos, podía ser todo una mentira, ¡una trampa! Como si me hubiera leído el pensamiento, la mayor dijo:
—Sé que estáis pensando que esto no es más que una tomadura de pelo, pero creedme: es real.
—¿Cómo podéis demostrarlo? —pregunté yo. Estaba claro que mi hermano no iba a pedir explicaciones.
—Bueno, ¿conocéis a Jaimie Wildram? —No— respondí yo.
—¡Claro que sí! —dijo mi hermano—. Es ese chico que salía en esa serie. ¿Cómo se llamaba?
—Secretos bajo la hiedra —le ayudó Emma.
—¡Sí! ¡Esa! También salía en unos anuncios y no sé dónde lo vi por última vez…
—Presentó la gala internacional de ¿Quién canta más alto? —dijo Sarah. Después sonrió—. Pues Jaimie estuvo con nosotros.
—Pero habéis dicho que no sois una productora ni una agencia, ¿cómo pudo…?
La mujer alzó una ceja misteriosamente.
—Porque nosotros tenemos contrato con todas ellas: productoras de cine y televisión, discográficas, medios por todo el mundo. Somos un nuevo concepto donde nuestros clientes son lo más importante. Nosotros preferimos permanecer en el anonimato mientras chicos como vosotros hacen de su sueño su profesión.
Desde luego, sabían cómo convencer.
—Pensároslo —añadió la mayor—. Tomaos un tiempo para valorar los pros y los contras con calma. Sabemos que todo esto resulta muy precipitado, pero así es este mundo: oportunidades que vuelan y que hay que decidir si se toman o se dejan en un chasquido de dedos. —Después nos sonrió—. Os llamaremos dentro de unos días y os enviaremos una copia del contrato para que podáis hablarlo con vuestros padres, si queréis.
—¿Necesitaremos su autorización? —preguntó Leo preocupado.
—No si los dos sois mayores de edad. ¿Cuándo cumples años, Aarón?
—El cuatro de enero —respondí.
—En tal caso, podremos esperar. Pero es importante que vayáis valorando el proyecto mientras tanto.
—Eso haremos —respondió Leo.
Sarah sonrió y las dos se levantaron.
—Ha sido un placer, chicos —dijo Sarah—; esperamos poder trabajar con vosotros.
Después nos dimos las manos en una coreografía que casi parecía ensayada. A diferencia de Sarah, que nos apretó la mano de una manera autoritaria e impersonal, Emma me transmitió algo de calidez humana y, por primera vez en todo ese tiempo, sentí que podía bajar la guardia. A continuación, las acompañamos hasta la puerta.
—Una cosa más —dijo la señora Coen poniéndose las gafas—. No mencionéis esto a nadie aparte de a vuestros padres, ¿de acuerdo?
Los dos asentimos y nos despedimos con la mano. Cuando estuvimos solos, mi hermano alzó las palmas al aire con una sonrisa en los labios.
—¿Nunca te cansas de meterme en líos? —pregunté al tiempo que se las chocaba desganado.