THE sun is hot In the sky
Just like a giant spotlight
The people follow the signs
And synchronize in time
It’s a joke
Nobody knows
They’ve got a ticket to the show.
Lenka, «The Show».
—SABÍA que al final aceptarías. En realidad lo daba todo por perdido, pero debía mostrarme confiado.
Aarón me había puesto en el plato de patatas el último post-it que le había colocado en el espejo de su cuarto de baño. Mi táctica de la presión por cifras había dado sus frutos.
Esbocé una amplia sonrisa al tiempo que me relajaba por dentro. Volvía a contar con mi hermano, con su voz y sus canciones. Ahora solo necesitábamos un plan para que el concierto saliera bien.
—¿Qué has pensado? —me preguntó sentándose a mi lado en el sofá.
—No, la pregunta es qué has pensado tú.
Porque lo que era yo…
—No sé. ¿Quieres hacer un directo y punto?
—Puede… —Me encogí de hombros.
—¿Con solo cinco canciones? Menudo concierto vas a ofrecer…
Mierda, no había pensado en ello. Lo único a lo que le había dado vueltas desde que me propusieron la idea del concierto había sido en la masa informe de fans que vitorearían mi nombre y corearían las canciones.
—Habrá que preparar más entonces —le dije intentando aparentar tranquilidad.
—Eso significa que ya has hablado con Pascal, ¿no?
—No. Bueno, sí —reconocí—. Pero no hemos quedado en nada.
Le había llamado hacía unos días para preguntarle las condiciones, el precio de las entradas, etcétera.
—¿Has visto el local? —me preguntó Aarón.
—Solo por internet.
—¿Y no te parece algo pequeño para hacer playback?
Lo preguntaba con interés, esperando que le explicara el brillante plan que había ideado por mi cuenta para que no me pillaran.
—Pues sí, pero…
—Se me ha ocurrido algo —dijo él. Apenas podía ocultar las ganas que tenía de contármelo. Yo asentí—. Creo que podríamos… que yo podría cantar en directo.
—¿Qué? ¿Cómo? —Un sudor frío me recorrió la espalda—. Mi cara es la que sale en los vídeos. Se darían cuenta. No creo que…
—No digo que me vayan a ver. Podría estar oculto mientras tú finges cantar.
—¿Y qué diferencia se supone que existe entre esa opción y la del playback de toda la vida?
—Si ensayamos. —Me amenazó con el dedo—. Repito: si ensayamos, podríamos pensar algunas tretas para que nadie pueda dudar de tu autenticidad. Sería como… como si fuera un ventrílocuo y tú mi muñeco.
—Qué imagen tan agradable —dije con ironía.
—¿Tienes una idea mejor? Porque estaré encantado de escucharla.
Alcé las manos en señal de paz.
—Me parece bien, me parece bien. Aunque va a ser un curro de la leche…
La mirada que me dedicó fue suficiente para que imaginara el discurso sobre el esfuerzo que tenía en la punta de la lengua.
—Tengo algunas canciones terminadas —dijo tras unos segundos—. Voy a ver si podemos utilizadas. Si no, siempre podemos hacer más versiones.
—¡Claro! —le dije—. ¿Quieres que llame a Pascal y le diga…?
—Joder, Leo. ¿Te importa si primero vemos con qué material contamos? Ya sé que te mueres de ganas de darte un baño de masas, pero como no lo organicemos bien, a lo mejor lo que te llevas es una Juvia de palos por parte de algún tan defraudado.
—La idea es que yo cante y tú te conozcas a la perfección hasta el último detalle de la canción para el directo.
—¿Y qué hacemos con la guitarra?
—Tendrás que volver a practicar.
Cuanto más hablábamos del tema, más surrealista me parecía. ¿Recordaría siquiera cómo cogerla?
—¿Y no podemos tirar de playback? ¿Desenchufar la guitarra y fingir que canto y toco?
—No.
Se puso en pie, cogió una patata del cuenco y se marchó a su habitación.
—He creado un monstruo… —dije en voz baja.
Tendría que haber sopesado todos los pros y los contras de inmiscuir a Aarón en mis planes. Empezaba a agobiarme la posibilidad de que mi hermano pequeño estuviera participando tanto. Además, ¡era un auténtico pesado con todos sus dilemas morales! ¿Tan difícil era dejarse llevar?
Saqué a Tonya del bolsillo y la agité, concentrándome en la pregunta: ¿podría hacer todo esto sin ayuda de Aarón? ¿Podría ir por mi cuenta?
«Mis fuentes me dicen que no».
—Mierda…
«Piensa en el karma, piensa en el karma», me repetí. Si quería que aquello llegara a buen puerto debía dar para después recibir. Además, Aarón me quería ayudar… aunque fuera a su manera.
Tuve que contenerme para no marcar el teléfono de Pascal y darle la buena noticia, pero sabía que mi hermano me cortaría el pescuezo.
Necesitaba un trabajo. Necesitaba ocupar mi tiempo con algo. Estaba empezando a perder la cabeza con solo el asunto de los vídeos.
Como si hubiera escuchado mis pensamientos, mi madre entró en el salón vestida con un elegante chándal negro y unos guantes.
—Leo, échame una mano.
Volvió a salir al jardín y yo la seguí.
—Quiero que recojas todas las hojas del suelo.
—O sea, ¿que las de los árboles las dejo donde están?
Mi madre me hizo una mueca y me pasó el rastrillo.
—¿Y qué pasa con Julián? —Julián era el jardinero de la urbanización.
—Se ha tenido que ir unos días y no quiero que cuando vuelva se encuentre con el triple de trabajo si nosotros podemos hacer un poquito cada día.
Comencé a rastrillar.
—¿Y tengo que hacerlo yo solo porque…?
—Porque tus hermanos están estudiando y tú hace mucho que te dedicas a perder el tiempo. ¿Te parece suficiente motivo?
—Supongo… Pero a esto en algunos países lo consideran explotación infantil.
Mi madre soltó una suave carcajada y negó con paciencia mientras revisaba las plantas en busca de alguna insidiosa plaga que quisiera acabar con sus flores.
—Veo que últimamente pasas bastante tiempo con Aarón —comentó. Instintivamente, miré hacia la ventana del cuarto de mi hermano.
—Supongo que lo echaba de menos.
—Y él a ti —dijo ella.
Seguí rastrillando en silencio. Aquella era la primera vez desde que había vuelto en la que charlábamos a solas. No sabía si estaba preparado…
—Cuando te fuiste… se quedó destrozado —prosiguió—. Al principio me preguntaba por ti. Después, cuando por fin diste señales de vida, me obligaste a no decirle nada, y, en cualquier caso, seguro que no me hubiera escuchado…
—Deberías haber probado con los post-it —murmuré con humor, intentando ignorar el mal sabor de boca que empezaba a subirme por la garganta. Mi madre me miró sin comprender—. Era una broma. Además, ya da igual: estoy aquí y creo que lo estoy haciendo bastante bien. —Paré de recoger las hojas—. ¿O no?
Ella asintió.
—Lo único que falta es… —«Aquí vamos»—. Un trabajo. Bingo.
—Ya, bueno, estoy en ello.
—Ah, ¿sí? —Me miró con una ceja levantada—. ¿De qué? ¿Quieres que envíe tu currículum por mi cuenta?
Mi currículum. Casi me entraron ganas de llorar. O de reír, no estaba seguro. Mi currículum estaba compuesto por mis datos personales, mi experiencia laboral en los cuatro restaurantes de comida rápida y cafeterías en los que había sido explotado y el puñado de obras de teatro en las que había intervenido. Punto.
—No es necesario —le dije, volviendo a concentrarme en el césped.
Ambos guardamos silencio y seguimos trabajando en nuestro lado del jardín. Y cuando ya creía que la conversación había terminado, mi madre añadió:
—¿Cómo llevas lo de las canciones? Alicia no deja de hablar de ello…
Era la primera vez que mencionaba el tema. Hasta el momento se había limitado a poner los ojos en blanco cada vez que alguna de sus hijas comentaba algo relacionado con ellas.
—Van bien —respondí—. Tendré que grabar algunas nuevas pronto.
—Debo reconocer que no sabía que cantaras así de bien.
Amagué una sonrisa inocente.
—Ya, bueno… recibí clases en Estados Unidos y eso.
—Ya sabes que me parece estupendo todo eso de los vídeos. Pero, Leo, por favor, empieza a plantearte otras opciones más… sólidas, ¿de acuerdo?
Me alejé a toda prisa con el rastrillo en la mano.
—Casi no te oigo…
—¡Leo!
Me volví.
—Lo tendré en cuenta. Te lo prometo.
—¡Y llama a tu padre!
Pero el consejo me entró por una oreja y me salió por la otra. Mi padre era en lo último en lo que iba a dedicar ahora mi tiempo.
Noviembre se me pasó igual de rápido que los meses anteriores. Ocupados como estábamos con las nuevas canciones, los ensayos, los retoques y (again) los ensayos, Aarón estuvo a punto de suspender más de un examen. Y, para colmo, el tiempo había empeorado y no había semana en la que no cayese una tromba de agua. Lo único que teníamos a nuestro favor era que las visitas a los vídeos se habían triplicado y algunas ya alcanzaban las ochenta mil reproducciones.
Pasaba las mañanas en el gimnasio (siempre con los auriculares puestos y las canciones de mí hermano sonando sin cesar hasta aprendérmelas de principio a fin), y por las tardes nos encerrábamos en mi cual cuarto, o, cuando hacía mejor tiempo, nos marchábamos a algún parque alejado donde nadie nos molestara, y practicábamos con la guitarra.
Por un lado, tuve que aprender a controlar mis gestos. ¡Nunca era suficiente! Por otro, tuve que recordar lo que el conservatorio me había ensenado tiempo atrás. Por suerte, mi hermano se había descubierto como un buen maestro, paciente y tranquilo, y pronto pude tocar algunas de las canciones enteras por mi cuenta.
Más tarde vinieron las variaciones dentro de las melodías. Aarón me entregó un cuaderno con la letra de todas las canciones donde había marcado qué estrofas recitaría, a cuáles les subiría alguna octava, donde introduciría comentarios hablados y cuándo tendría que dejar de cantar y ponerle el micrófono al público para que fueran mis fans quienes entonasen. Si trabajar suponía la mitad de aquel esfuerzo, me lo estaba empezando a plantear… ¡para que luego mi madre dijera que no hacía nada con mi vida!
A finales de mes llamé a Pascal. Sabía que si quedaba con él en persona se me olvidarían la mitad de las cosas y las otras no se las expondría con claridad, así que Aarón me preparó una lista bien clara con las ideas principales numeradas y subrayadas.
—Necesitaré algunas cosillas… —le dije después de los saludos de rigor y de exponerle el motivo de mi llamada.
—Claro, tío. ¿Qué cosas?
Aarón me miraba atento mientras asentía. Me di la vuelta para no verle.
—Pues… bueno, resulta que soy un poco… claustrofóbico y… —Me giré y vi que mi hermano me indicaba que siguiera—. Y necesito que el público esté al menos a un par de metros del escenario.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea.
—¿Pascal?
—¡Hecho! Lo estaba apuntando. ¿Algo más?
—Eh… sí. También quiero que mi hermano me acompañe en el escenario, pero entre bambalinas. Me siento más… cómodo si está conmigo.
—Hum… ¡Vaaale!
Levanté el pulgar para indicarle a Aarón que todo iba bien.
—Y, por último, quiero estar solo en el escenario.
—¿Solo?
—Sí… he… he visto que la mesa de mezclas y de luces, según la web, la tenéis fuera, detrás. Que la cabina del Dj está en la pared de enfrente y que el escenario está bastante hueco, ¿verdad?
—Pues sí… veo que estás bien informado, ¿eh?
Obvié su comentario.
—Quiero estar completamente solo. No necesito más que a mi hermano y el micrófono para cantar. No tendré más acompañamiento que la guitarra.
—Eso tendré que preguntarlo primero.
—Habla con quien tengas que hablar, pero sin estas condiciones no creo que actúe.
—Vale, vale. No te preocupes, tío. Seguro que no hay problema.
—Estupendo. ¿Me llamas entre hoy y mañana y concretamos fechas?
Oí cómo garabateaba algo más y después decía:
—¡Sí! Aunque seguramente tengamos que dejarlo para diciembre, ya que los próximos findes están pillados.
Me puse a bailotear con el pulgar levantado.
—Hecho. Seguimos en contacto.
Colgué y cerré los puños en señal de victoria.
—No habrá problema.
—¿Seguro? —preguntó Aarón incrédulo.
—Ya me has oído: sin esas condiciones, no cantaré.
Él se rió.
—Cuando te pones serio, te pareces a papá —dijo él, arrepintiéndose al instante.
Fue como si me hubieran pegado una patada en el estómago. —No quería decir…
—Ya lo sé. Vamos a casa —le interrumpí.
Pascal llamó dos días después y nos dio la buena noticia de que el dueño del local había aceptado nuestras condiciones. A cambio solo tendríamos que hacer algo de promo por nuestra parte. Sería el 14 de diciembre, sábado.
Dicho y hecho: en un abrir y cerrar de ojos llenamos nuestras cuentas en las redes sociales con el mensaje. Aparte, me grabé un vídeo con una de nuestras canciones de fondo en el que iba mostrando unos carteles donde anunciaba el evento.
—Mejor si no escuchan mucho tu voz por el momento —opinó Aarón, y yo estuve de acuerdo—. Habrá más expectación.
Las respuestas no se hicieron esperar y pronto se corrió la voz. Mi hermana Esther me pidió una decena de entradas solo para ella y sus amigas y Aarón reservó otras cinco por su lado. Amy, como no podía ser de otro modo, volvió a aparecer de la nada para preguntarme si no pensaba informarle sobre el concierto. Me limité a enviarle una entrada por correo postal sin preocuparme de si iría o no.
El local tenía espacio para cuatrocientas personas. Al ser la mayoría de nuestros seguidores menores de edad, no venderían alcohol dentro y la entrada costaría siete euros. De los cuales, cuatro serían para nosotros. De los cuales, dos acabarían en mi bolsillo. ¡Una ganga!
Aarón tuvo que desaparecer de casa para estudiar para los exámenes de la primera evaluación sin escuchar los gritos de nuestras hermanas mientras yo me quedaba sin uñas en los dedos ni preguntas para Tonya. Alguna que otra tarde hablé con Kevin y le conté los avances, aunque le dije que del concierto no vería ni un céntimo (una mentirijilla piadosa). A cambio, él me chivó que Sophie ya podía pronunciar mi nombre en voz alta sin que le saliera urticaria. No iba mal, deduje. Si conmigo seguía el mismo patrón que con las amigas con las que se había enfadado, en poco tiempo ella misma sacaría mi nombre a colación en las conversaciones. Y más adelante lo haría sin acompañarlo de un insulto.
Pensé en llamarla. Claro que lo pensé. Pero no lo hice. Me daba miedo que me colgara o que me echara todo en cara una vez más. Si al menos pudiera componerle una canción bonita como hacía Aarón.
Quien sí llamó fue nuestro padre, y varias veces. El importante Leonardo Serafín hizo un hueco en su apretada agenda, entre implante e implante, para preguntarme cómo llevaba la búsqueda de trabajo.
—Mal, papá. No es como si sobraran y se los dieran al primero que levantase la mano. —Me encontraba de suficiente buen humor como para no colgarle.
—Podría mover algunos hilos —me dijo—. Un antiguo compañero ha abierto un bufete de abogados en el que podrías…
—No tengo la carrera, ¿recuerdas? Me di a la vida loca.
—Podrías trabajar de secretario.
Puse los ojos en blanco y me mordí la lengua. No estaba hecho para ser secretario, ¿tan difícil era darse cuenta?
Le dije que no importaba y que seguiría mirando cosas.
—Tu madre me ha contado lo del concierto. ¿Qué es todo eso, Leonardo? ¿Qué pretendes con esos vídeos raros?
No sé qué me molestó más, sí que me llamase Leonardo o que se refiriera a nuestro trabajo como «esos vídeos raros». Había llegado al tope de mi paciencia y no quería seguir hablando con él.
—Tengo que dejarte.
—No me cuelgues. Solo quiero que te pares a pensar y comprendas que el tiempo que estás perdiendo en tonterías podrías dedicarlo a buscar trabajo y que…
—Papá, llaman a la puerta —le interrumpí—. Hablamos pronto. Cuídate.
Apenas había colgado cuando Alicia apareció en el salón.
—¿Con quién hablabas? —me preguntó.
—Con papá. Dice que te dé muchos besos. —Y antes de que pudiera reaccionar, la agarré entre los brazos y comencé a hacerle cosquillas y a plantarle los labios en las mejillas.
Tras revolverse, desternillándose de risa, la dejé libre. Entonces reparé en la hoja que llevaba agarrada. Cuando le pregunté qué era, Alicia abrió los ojos y miró a su alrededor conspirativamente.
—Es un secreto. Te lo enseño si no se lo dices a Aarón, ¿vale?
—Trato hecho.
Se trataba de un dibujo en el que se veía una enorme tarta de cumpleaños sobre la que había puesto seis monigotes de diferente tamaño y aspecto.
—¿Y esto? —Lo tomé entre mis manos y lo estudié con detenimiento.
—Este eres tú —explicó señalando a un muñeco de pelo negro y ojos verdes—. Estas somos Esther y yo, y estos son papá y mamá. Y aquí arriba —indicó el dibujo de un chico de pelo pajizo que coronaba la tarta— está Aarón.
—Está genial, Ali. Eres toda una artista. —Sonrió con suficiencia—. Oye, yo también quiero uno.
—Bueno, ya te haré uno. Este es para Aarón, por su cumple. —Por su…
De pronto caí en que faltaban poco más de dos semanas para que mi hermano cumpliera la mayoría de edad. El 4 de enero. Imposible olvidarlo después de haber escuchado mil veces La historia de cómo nuestros padres tuvieron que pasar ese fin de año en el hospital porque creían que el niño nacería el 1, cuando después se retrasó hasta la madrugada del 3.
—¿Tú qué le vas regalar? —me preguntó mi hermanita.
—Pues… algo muy chulo que todavía no he comprado.
—Ah. ¿El qué?
—¿Es que nunca dejas de hacer preguntas? —Le revolví el pelo dorado y en ese momento nuestra madre nos ordenó que nos fuéramos a la cama.
—Sí, señora —mascullé yo, y Alicia soltó una risita.
La noche anterior al concierto no pude pegar el ojo. La cama terminó hecha un gurruño de sábanas y mantas cuando me desperté de madrugada, incapaz de seguir tumbado. Diez minutos después, la puerta de mi cuarto se abrió con un suave chirrido y Aarón asomó la cabeza.
—Sabía que te encontraría despierto.
Entró y se sentó en mi cama.
—Veo que tú tampoco puedes dormir. ¿Nervioso?
Asintió.
—Hasta me sudan las manos. Sonreí y guardamos silencio.
—Saldrá bien, ¿verdad? —le pregunté sinceramente preocupado. Aarón me dio una palmada en el hombro—. Los vas a dejar con la boca abierta.
—No te confundas, hermanito: los vamos a dejar con la boca abierta.
Las horas posteriores fueron un remolino de prisas, ensayos nada fructíferos y un par de tilas. Apenas probamos nuestra comida y tener a Esther a nuestro alrededor en todo momento nos estresaba muchísimo más.
Durante la hora de la siesta, antes de marcharnos al local, revisé el cuaderno con las anotaciones y releí el orden de las canciones para no confundirme. Después repasé uno a uno los acordes. No podía haber ni un fallo. Ni uno. Al día siguiente a esta hora los vídeos del concierto estarían colgados por toda la red, para bien o para mal. Y esos no los controlaríamos nosotros ni podríamos borrarlos si no nos convencían.
Vestirme fue más sencillo. Primero, porque Esther me ayudó durante toda la semana a escoger la ropa y, segundo, porque llevaba haciéndolo solo desde los siete años. Me puse unos vaqueros un poco desgastados y una camiseta fina de manga larga, gris, de botones hasta el pecho, y me despeiné el pelo metódicamente con espuma.
Sencillo y casual.
Guiñé el ojo a mi reflejo y salí de mi habitación. Aarón me esperaba arriba, en el salón, con la guitarra en la mano y el amplificador en el suelo, dentro de una bolsa de tela grande.
—¿Estás? —preguntó. Todavía quedaban tres horas para que empezase el concierto, pero debíamos estar allí con tiempo.
—Vamos —dije cogiendo las llaves del coche y poniéndome la cazadora.
Durante el trayecto en el Gatobús ninguno abrió la boca. Pusimos la radio y nos sumimos en nuestros pensamientos, que ya de por sí eran bastante entretenidos. Solo cuando, de repente, en la radio comenzaron los acordes de «Hey There Delilah», dimos un respingo y soltamos una carcajada.
—Es una buena señal —dije yo, y Aarón asintió con convicción.
Pascal nos esperaba en la puerta del Kamikaze. Apagó el cigarrillo que estaba fumándose y se acercó para saludarnos. Después nos ayudó a cargar con los pocos bártulos que llevábamos encima.
—Pues aquí tenéis —dijo depositando todo entre las bambalinas del pequeño escenario del local—. Que sepáis que hemos vendido hasta la última entrada. Ahora vendrá un compañero a ponerte el micrófono para las pruebas de sonido.
Miré a Aarón asustado. ¿Pruebas de sonido? No habíamos contado con ello.
—Claro… —respondí yo. En cuanto Pascal nos dejó solos, me volví hacia mi hermano—. ¿Prueba de sonido? ¿Cómo vamos a solucionar eso? Joder, joder, joder… —Me llevé las manos a la cabeza.
—Contrólate —me susurró mi hermano—. Ya he pensado en ello y sé cómo solucionarlo. Les pediremos un segundo micro que me quedaré yo. Cuando tengas que hablar con la gente, lo enciendes, y cuando hagas que cantas, lo apagas mientras yo uso el mío. Nadie debería darse cuenta.
—Hecho.
—De todas formas, no hables demasiado…
Asentí como un autómata y cuando el hombretón del sonido se acercó, le pedimos el segundo aparato por si se estropeaba el primero. Una vez que hubimos terminado la prueba, durante la cual solo emití ruidos y grititos esporádicos («ppa, mma, kka, kka… probando, un, dos, tres», muy original), vino la prueba de guitarra. Rasgué las cuerdas varias veces hasta que los niveles de audio fueron los correctos y el tipo me hizo un gesto alzando los pulgares. Para cuando hubimos terminado, solo faltaba media hora para el comienzo del concierto. Notaba un cosquilleo en el estómago. ¿Mariposas? Más bien albatros encolerizados.
—Recuérdame no volver a hacerte caso nunca más —dijo Aarón sonriendo nervioso.
Le di una palmada en la espalda.
—Con lo bien que lo estamos pasando…
Luego un hombre diferente se acercó a nosotros.
—Hemos abierto ya las puertas. Esperad ahí detrás hasta que os demos la señal.
Asentí y respiré hondo, como me habían enseñado en clase de interpretación. Después me obligué a dar un paseo rápido por el escenario. «Hay que familiarizarse con el lugar», decía mí profesora.
—No irás a tirarte al suelo, ¿no? —preguntó mi hermano cuando me vio en cuclillas.
—No, claro que no.
Me arrastró a las cortinas de la derecha y allí nos sentamos en unos taburetes a esperar en silencio. Minutos más tarde, la sala comenzó a llenarse de murmullos y risas, de comentarios que no llegábamos a comprender y de una tensión creciente que iba calando nuestros huesos.
—Ahora soy yo el que está de los nervios —susurró mi hermano.
—No te preocupes. Todo va a salir bien. Me acuerdo de cada detalle y, si tengo alguna duda, salgo, te pregunto y vuelvo a entrar.
Asintió con la cabeza y los ojos cerrados.
—Van a alucinar —le aseguré.
—Diez minutos —nos avisó el encargado en ese instante. Alcé el pulgar y después le recordé que no quería a nadie por allí cuando comenzase a cantar. El me ignoró.
Miré el reloj. Las siete y veinte.
Pronto los latidos de mi corazón quedaron ahogados por el ruido y las voces de la sala. Se habían vendido todas las entradas. Cerca de cuatrocientas personas nos verían actuar en directo. Y después, ¿qué?
—Dos minutos —dijo Aarón poniéndose en pie y estirando el cuello.
Lo imité y me coloqué la correa de la guitarra por encima del hombro. Repasé las primeras líneas del cuaderno una vez más y después lo dejé sobre unas maderas junto al escondrijo de Aarón.
—Mucha sue… —Antes de que terminara, le tapé la boca.
—Se dice «mucha mierda». No vayas a gafarnos.
Aarón me lanzó una mirada de incredulidad y después volvió a concentrarse en las anotaciones.
Había llegado el momento.
Salté al escenario y dejé que los gritos, los aplausos, los silbidos y los piropos me arroparan. Alcé las manos y los cuatrocientos asistentes me imitaron. Coloqué el micrófono en el trípode para agarrar bien la guitarra y después lo encendí para dirigirme al público.
—¡Hola, Madrid! —grité. Cuando los murmullos se apagaron, proseguí—: Es un placer estar esta noche con vosotros en el Kamikaze. ¿Estáis listos para disfrutar del primer concierto de Play Serafín y cantar con todas vuestras fuerzas?
El público volvió a enloquecer y yo no pude contener una sonrisa. Sentía que la adrenalina me estaba haciendo brillar. Esa gente estaba allí por mí. Yo solo (con ayuda de mi hermano) había llenado toda la sala. ¡Sin contar cuántos se habrían quedado fuera sin entrada!
—¿Listos para pasarlo de infarto?
Después de los «Ohhh…» y los «Ahhh…» y los «¡Bieeen!», agarré con más fuerza el micrófono, lo volqué hacia un lado y grité hacia el otro.
—¡Pues allá vamos! ¡Uno, dos, uno dos tres!
Al tiempo que los acordes restallaban por la sala y la gente perdía el control, apagué el aparato. Conocían la canción. Lo veía en sus ojos, en sus gestos. Dos chicas en la primera fila se abrazaron con fuerza. Un grupo de chicos más allá alzaron los puños. Les brillaban los ojos. Levanté la mano y después me coloqué delante del micro. Tras los primeros segundos solo de música, comencé a cantar.
O, bueno, a vocalizar la letra.
La voz de Aarón llegaba clara y nítida a través de los altavoces. Yo me limité a hacer lo que habíamos ensayado. Movía los dedos por la guitarra, arriesgándome a algún paso sencillo de baile para seguir el ritmo. Mientras lo hacía de forma automática, mis ojos repasaron a la audiencia: en su mayoría, jóvenes de la edad de Esther. Chicos y chicas, sobre todo chicas, sin un perfil claro de vestimenta. Todas sonreían. Todas me sonreían.
—¡Te quiero! —gritó alguien desde el fondo, pero yo no me desconcentré. Seguí cantando y tocando.
¡No podía creérmelo! Había gente con camisetas que se habían hecho en las que se leían cosas como «I y Play Serafín» o «Play Me, Play Serafín».
Cuando tuve oportunidad, eché un vistazo rápido a mi hermano y advertí que estaba cantando con los ojos cerrados, disfrutando la canción casi tanto como yo. La magia del directo, que dicen.
Cuando terminó, me permití pegar un salto y caer con las rodillas en el suelo como siempre había querido hacer.
El público prorrumpió en aplausos y vítores. Una chica en la segunda fila estaba llorando. ¡Llorando!
—¡Muchísimas gracias! —grité—. ¡Sois el mejor público del mundo! Y creedme, no se lo digo a cualquiera.
Arranqué una carcajada general.
—Ahora quiero compartir con vosotros una de mis canciones favoritas de todos los tiempos. Seguramente, algunos ya la habréis escuchado en nuestro canal de YouTube: Play, punto, Serafín, pero no sé por qué me da que, en directo y con vosotros aquí, va a sonar mejor… mucho mejor.
Empezaron los acordes de la melodía y yo sonreí al ver cómo respondía la gente.
—Agarrad fuerte a vuestra pareja o amigos, encended vuestros móviles o mecheros porque esto es… «Hey There Delilah!» de Plain White T’s!
Volví frente al micro y me quedé quieto en el centro del escenario, de nuevo, concentrado en las cuerdas del instrumento. La voz de Aarón se deslizó por los altavoces y nos envolvió con calidez. Antes del primer estribillo, la gente ya estaba cantando en voz alta, acompañándonos.
Mis manos navegaban por la guitarra automáticamente, rasgando aquí y allá con una energía muy diferente a la de los ensayos. Volví a repasar la sala con la mirada, dejándola clavada en dos mujeres que había en el centro de la sala. Ambas me observaban con seriedad, sin cantar, sin moverse y, mucho menos, sin levantar sus móviles o mecheros. A su alrededor la gente parecía extasiada por la canción, pero ellas no. La más alta debía de rondar los cuarenta años; la pequeña, de mi edad. Tenían el pelo castaño; la mayor, rizado, la joven, liso, más claro y recogido en un moño con dos mechones sueltos.
Sentí que me ponía nervioso y dejé de prestarles atención, pero no conseguí quitarme su imagen de la cabeza durante el resto del concierto y ellas no apartaron los ojos de mí ni un instante.
No era una mirada como la del resto de los seguidores. La suya era diferente. Estaban demasiado concentradas en algo que yo era incapaz de descifrar. Me estaban estudiando con detenimiento.
¿Nos habrían cazado?