Aaron1

I’m a match that’s burning out

Couldve been, shouldve done what

I said was going to…

All Time Low, «Damned If I Do Ya (Damned If I Don’t)».

NO. No. No y no. Conocía aquella mirada de Leo. La conocía demasiado bien. Fue la misma que me costó un esguince en el pie izquierdo tras retarme a escalar el árbol gigante del jardín de los abuelos. La misma que me dejó sin televisión y ordenador durante tres semanas por convencerme de que robar no era tan malo si lo hacías en un supermercado donde explotaban a sus trabajadores.

Me negaba.

¿Dar un concierto? ¿Cómo se le podía siquiera pasar por la cabeza? Pero ahí estaba la maldita sonrisa que me confirmaba que ya no se encontraba entre los mortales, sino jugando a las cartas con Mr. Sandman, soñando con un futuro idealista, absolutamente ajeno a la realidad y a sus reglas. Seguro que hasta se veía flotando por encima de sus fans, cantando mientras agitaba los brazos y volaba.

Pero Leo no cantaba. Leo apenas era capaz de acertar una sola nota del estribillo de La guerra de las galaxias. ¿Cómo esperaba cambiar eso?

Durante las últimas semanas en las que habíamos estado ensayando para colgar la nueva grabación, siempre creí que no pasaríamos de ahí: de recibir comentarios positivos y muchas visitas, y, de alguna forma que todavía no me había quedado clara, de repente nos encontraríamos junto a Dalila y yo podría hablar con ella una vez más y contarle la locura que había hecho por ella. Nos reiríamos, nos besaríamos y, de pronto, todo volvería a la normalidad.

—¿Y cómo crees que va a pasar eso? —me preguntó Leo cuando le expuse mis dudas—. ¿Crees que por salir en seis vídeos vamos a conseguir llegar hasta Dal? Si es así, es que eres más tonto de lo que creía.

—Leo, vete a la mierda —le espeté yo—. ¡Eres tú el que quiere dar un concierto en directo sin saber cantar!

—Podemos hacer playback.

—¿Durante una hora entera? ¿En una sala diminuta? ¿No crees que alguien se dará cuenta?

—Eres tan negativo… ¿Alguna vez has probado pensar que todo va a salir bien?

Me llevé las manos a la cabeza. Menos mal que estábamos en su habitación y que nuestras hermanas se encontraban arriba, porque hacía rato que habíamos dejado de hablar a un volumen razonable.

—¡Despierta de una maldita vez, Leo! Si no sabes cuándo parar toda esta locura, lo haré yo. No volveré a grabar una sola canción, ¿me oyes? —Fue a interrumpirme, pero subí el volumen de la voz—. Llevo todo este tiempo pendiente de la puñetera cuenta de YouTube que de mis estudios, y ¿sabes qué? A diferencia de ti, yo sí quiero terminar con buenas notas el curso y poder largarme a alguna universidad lejos de aquí para cumplir mis sueños.

Me quedé resollando, con las palabras palpitando en mi cabeza, arrepintiéndome de haber sonado quizá demasiado duro. Pero justo entonces, Leo soltó una carcajada y todo pensamiento de conmiseración se evaporó.

—¿Sueños, Aarón? ¿Qué sueño tienes, si lo único que haces es dejarte arrastrar de acá para allá?

—¿Sí? Pues no pienso volver a hacerlo. Te quedas solo.

Leo puso los ojos en blanco y se tiró al suelo de rodillas. Hizo como que apretaba un botón en su cabeza y, con voz de autómata, dijo:

—Aarón, lo siento, he vuelto a meter la pata. Ya sabes que sin ti, todo esto no tiene sentido. Por favor, disculpa al idiota de tu hermano. A veces no sabe lo que dice.

—Muy gracioso —le espeté—. ¿De verdad no ves ningún hueco en toda esta insensatez?

Se puso en pie y volvió a hablar con normalidad.

—Claro que sí, pero ahí está el encanto —alzó el puño—, ¡en superar las adversidades!

—Se te ha ido la cabeza del todo.

—Puede. —Se encogió de hombros y sonrió—. Pero quien no arriesga, no gana. ¿Y qué pasa contigo? ¿Ya no te importa Dalila?

No le respondí. Me mordí la lengua y salí de su cuarto sin mirar atrás.

Mi obsesión por Dalila se había disparado en las últimas semanas. Desde que vi sus fotos en la televisión del Jamburguer, me había pasado las horas muertas (y las no tan muertas) rastreando todo internet en busca de más. Me había registrado en una veintena de foros y había puesto entre mis «Favoritos» páginas de cotilleos de las que en mi vida había oído hablar. Solo para saber de ella y hacer más llevadera la espera hasta que volviéramos a vernos.

Seguía pensando que, cuando me viera, las palabras que una vez me dijo volverían a tener todo el sentido del mundo para los dos…

Fue un domingo. Dal me pidió que fuera a su casa para hablar. Sin esperar un instante, me planté allí y subimos a su habitación. Una vez dentro, rodeados por cojines de todos los colores y de fotografías tomadas por ella en la academia de arte a la que asistía, se echó a llorar y me contó que había tenido una bronca enorme con sus padres.

Debo reconocer que no tengo ni idea de consolar a nadie (y menos a chicas), pero hice un esfuerzo y le pregunté qué había ocurrido (lo sé, a veces me sorprende mi ingenio). Ella me miró con los ojos enrojecidos y me dijo que les había confesado lo mucho que necesitaba salir de aquella casa, de aquella ciudad, y conocer otros países y culturas. A lo que ellos le habían respondido que no podía seguir perdiendo el tiempo con sueños imposibles. Que antes de volar sola, debía prepararse. Una carrera, un trabajo, supuse yo.

La abracé con torpeza mientras asentía, intentando mostrarle todo mi apoyo con mi atenta mirada. No sé si lo conseguí, pero al cabo de un rato me sonrió y dijo: «Pero yo no quiero esperar. No debo. Necesito irme cuanto antes. Sé que el tiempo corre y que no aguarda a nadie. ¿Y sabes que sería aún mejor? —me preguntó con un hilo de voz—. Que tú quisieras acompañarme».

Puedo asegurar que la tierra se quedó clavada un instante para recuperar el aliento conmigo. Nadie me había dicho (y dudo que alguien lo haga en el futuro) algo tan sincero y personal. Después nos besamos.

Quise preguntarle más sobre ello: si de verdad hablaba en serio, si tenía algún lugar en mente. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, Leo había hecho lo mismo fugándose sin razón, ¿no? Pero Dal, por el contrario, quiso cambiar de tema y me pidió que lo olvidara. Decía que le resultaba demasiado doloroso reconocer que era una idea imposible de llevar a cabo. Y aunque intenté sacar el tema en posteriores ocasiones, no sirvió de nada, fue como si aquella conversación nunca hubiera tenido lugar. Como si no me hubiera declarado sus sentimientos tan abiertamente.

En mi memoria, sus palabras a veces sonaban más dulces, y otras, más apremiantes. En cualquier caso, me las había dedicado a mí y habían sido de otro de los tablones de la balsa que me había mantenido a flote durante los últimos meses.

Me daba igual que en aquellos momentos hubiera un centenar de chicos acampando junto al set de rodaje donde ella grababa la película. Yo sentía por Dal más de lo que ninguno de ellos sentiría nunca. Y sabía que era recíproco.

Lo único positivo de todo aquel lío era que, desde que Play Serafin había interrumpido en las vidas del Diógenes Laercio, ya no se hablaba tanto de Dal y de Castorfa. Sí, allá donde mirase seguía presente, pero ahora los alumnos diversificaban sus conversaciones entre sus dos celebridades más populares y, al haber más alumnas que alumnos, el atractivo de mi hermano y el misticismo de ser una estrella de a pie, se habían superpuesto a la figura de la lejana Dalila Fes.

Olí y David me ayudaban a pasar del tema y a contener las ganas de soltarle a las Whopper la verdad cada vez que se acercaban para recordarme los diferentes que éramos Leo y yo. Por suerte, era un sentimiento pasajero que olvidaba al momento, recluyéndome en mi habitual hermetismo.

Aaron

No volví a hablar con mi hermano del concierto y me negué a perder más tiempo mirando el número de visitas del canal. Pero él no me lo ponía nada fácil: cuando menos me lo esperaba, y en los lugares más insospechados, aparecían post-it con cifras cada vez más altas que trataba de no leer. Y tener en casa a una adolescente como Esther, obsesionada con nuestro «trabajo», no ayudaba de lo más mínimo.

Por suerte, las clases, los exámenes y las esporádicas salidas con mis amigos me permitían desconectar. Al menos casi siempre.

—O sea, que, no contento con robarte la voz y utilizarla en sus egovideos, ¿todavía insiste en dar un concierto en directo? —repasó Olivia de vuelta a casa después del colegio. Las últimas clases del día todavía retumbaban en mi cabeza como los gritos del Tormenta.

—Así es —respondí—. Y, encima, le extraña que no esté por la labor.

—Pues a mí no me parece tan mala idea.

Fue David quien dijo aquello, y mi amiga y yo le miramos como si hubiera sugerido prender fuego a una guardería.

—Estás loco.

—No, escuchadme solo un segundo: Leo da un concierto, es un fracaso, se descubre que todo es un timo y que él no canta… se preguntarán quién canta, averiguarán que eres tú y querrán más de ti sin necesidad de aguantar a tu hermano.

—O… —dije yo.

—O —siguió él— el concierto sale bien, todo el mundo queda contento, la voz se corre y empiezan a salir videos del concierto por todas partes y os piden que actuéis en algunos locales. A cambio de dinero.

Me di unos golpecitos en el labio, pensativo.

—No había valorado la posibilidad de ganar con todo esta locura.

—Lo sé, estoy hecho un mánager. No necesitarás mis servicios, ¿verdad?

—Parad el carro un segundo los dos —dijo Olivia—. ¿Habláis en serio? Aarón. ¿Viste lo que tardamos David y yo en descubrir la farsa? ¡La gente en un concierto, cantándole a la cara y aun metro de distancia, se dará cuenta de que la voz no sale de la garganta de tu hermano antes de que llegue al primer estribillo!

—Muchos artistas hacen playback. —Le recordé.

—Sí, pero en escenarios enormes donde, a no ser que sean muy torpes o se les caiga el micro, nadie se da cuenta.

—A lo mejor Leo puede pedir que dejen un espacio entre el escenario y el público —sugerí, sin saber muy bien por qué estaba defendiendo siquiera esa posibilidad.

David apoyó mi idea.

—¿Cuántas estrellas tienen peticiones absurdas antes de cantar? ¿Qué si una caja de Lacasitos, que si unos ositos de gominola rojos, que si una raya de…?

—Pero ¡ellos son famosos! —exclamó Olivia—. ¿Vas a pedirle a un garito cutre que no llene toda su sala porque el artista no puede cantar con gente pegada a él?

—Pues… ¿sí? —dije yo—. Es decir, si quieren que Leo cante, debería poder poner las condiciones, ¿no? Y si ya ha habido un local que se ha interesado, puede que existan más.

Olí puso los ojos en blanco.

—Todo esto no son más que especulaciones —dijo—. A lo mejor tu hermano ya lo ha planeado por su cuenta y piensa cantar sin tu ayuda.

—Seguramente. Pero no se negará a que le eche un cable.

—¿Y todo esto por un puñado de euros? —insistió—. Hace un momento no querías ni hablar del tema, lo cual entendía. Y ahora…

—Ahora. —Le interrumpió David— Aarón ha visto un filón que explotar. Y, además, solo nos queda un examen.

—El de historia —le recordó ella.

—Da lo mismo. —Se giró hacia mí—. De ti depende elegir una opción u otra: que se pegue el batacazo o que salga bien. Si eliges la segunda opción, asegúrate de practicar antes con él. Si quiere hacer playback, que sea el mejor que hayamos visto nunca.

Asentí despacio, pero no estaba prestándole atención. Mi mente estaba valorando otro problema que no habíamos tenido en cuenta.

—No tenemos más que cinco canciones —dije—. ¿Cómo vamos a dar un concierto con cinco canciones? Si al menos fuera yo el que cantase, con sentarme en un taburete y una guitarra podría hacer un apaño, pero así… estoy empezando a desinflarme otra vez.

Aquella última frase no pensaba decirla en voz alta, pero se me salió sola. Desde que comenzamos con aquella locura parecía como si me hincharan con helio, saliera disparado a las nubes y luego volviera a caer para remontar un rato después. Me estaba volviendo loco.

—¿Lo ves? —dijo Olí—. Esto no tiene ningún sentido y al final vas a acabar mal. Creo que con una famosa por colegio y promoción, tenemos suficiente.

David se paró en seco, me agarró de los hombros y me hizo mirarle.

—Tú quieres cantar, ¿no es así?

—Sí —respondí yo, sin saber muy bien adónde quería ir a parar.

—Y hasta el momento te lo has montado bastante mal. ¿Vuelvo a estar en lo cierto?

—Supongo…

—David…

—Olí, por favor. —Se volvió de nuevo hacia mí—. Pues deja de acobardarte y ve de frente. ¿Has aceptado entrar en el juego de Leo? Sigue con él. Si alguien se estrella, será tu hermano, no tú.

No le faltaba razón. Sin darle más vueltas, me encogí de hombros y di la conversación por concluida.