Leo1

HERE we go

Just lose control and let your body give in

To the beat

Of your heart as my hand touches your skin

Ryan Star, «Start A Fire».

LA melodía de la canción que acababa de tocar Aarón todavía me rondaba la cabeza cuando terminé de comer. Su versión era mucho más movida que la original, más atrevida, pero me gustaba tanto o más que la de Plain White T’s.

Tarareándola, bajé a mi habitación y entré en internet para comprobar, una vez más, las visitas y los comentarios de los vídeos.

Saben si van a subir más?

Necesito más canciones.

Xq n stán xa dscargar en nngun part???

Sonreí con suficiencia y después abrí en otra ventana el correo que había creado exclusivamente para el canal.

—Spam, spam, basura, publicidad, spam… —fui enumerando mientras los eliminaba—. Spam, spam y…

El asunto de ese último correo rezaba: «¿Leo, estás en Madrid?». Pinché en él extrañado y lo leí con interés.

¡Hola, Leo Serafín!

¿Cómo te ha ido por el extranjero? ¿Estás de vuelta en España? ¿Tienes planes para este fin de semana? Ja, ja, ja… ¿Muy directa? Bueno, tu cuenta de correo vieja me devuelve los e-mails. ¿Me has eliminado? Ja, ja, ja… más te vale que no!

Pues eso. Si te apetece podemos quedar para tomar algo, cenar, salir de bailoteo y lo que surja… por los viejos tiempos.

Bueno, chaíto. Besos y contesta.

Amalia (Amy para ti).

Amy. Su nombre rebotó en las paredes de mi cráneo como un canto rodado contra las paredes de un precipicio. Cuando me marché de Madrid me encargué de cortar relaciones con absolutamente todo el mundo: amigos de clase, amigos de la infancia… mi familia. Pero si algo aprendí en ese tiempo fue que eliminar cuentas de correos y cambiar de número no era tan fácil como resetear la memoria y olvidar.

Amy había estudiado en mi colegio el bachillerato artístico. Hasta donde yo sabía quería ser pintora, o restauracionista, o escultora, o… Nunca lo había tenido claro, pero mirándola a los ojos no te cabía ninguna duda que haría lo imposible por alcanzar sus metas y no dudaría ni un instante en ponérselo difícil a la competencia. A diferencia de las demás chicas del curso, Amy se aprovechaba de la buena posición económica de su familia (empresarios que dirigían una importante cadena de hoteles europeos) para hacerse un hueco en un mundo tan complicado como el del arte.

—Vaya… —musité al tiempo que me mordisqueaba una uña.

¿Se suponía que había visto el vídeo e investigado hasta dar con la dirección nueva? Sí que debía de estar interesada en verme…

¿No estaba cabreada como Aarón? A fin de cuentas, había sido la última chica con la que había «salido» antes de mi desaparición.

Tampoco es que hubiéramos sido novios en plan serio ni nada parecido. Simplemente nos habíamos liado alguna vez de fiesta y habíamos quedado para pasar la tarde en su casa o en la mía algún fin de semana en el que nuestros padres no estaban. Eso es todo. Nada de cine, ni paseos por el parque agarrados de la mano, ni atardeceres en lo alto de una colina…

Por eso me extrañaba tanto que se hubiera tomado la molestia de ponerse en contacto conmigo una vez más. No había sido precisamente lo que se dice muy delicado en lo que a nuestra ruptura se refiere. Aunque, bien mirado, no había nada que romper, y dado que ambos teníamos claro que lo nuestro era esporádico y sin ataduras, había jugado correctamente mis cartas.

Por otro lado…

Por otro lado, estaba Sophie. Y con ella sí había salido… y sí, también habíamos roto. Pero no podía dejar de sentir de algún modo que si definitivamente optaba por pasar página, como ella había hecho, no habría vuelta atrás. Y de nada servía mentirme diciéndome que ya no me importaba. ¿Se habría enterado de lo de mis vídeos? ¿Le habrían gustado? ¿Habría pensado que soy un imbécil? ¿Se habría planteado siquiera perdonarme? ¿Escribirme? ¿Llamarme?

Bah, ¿por qué estaba pensando siquiera en ella? Esa tía me hacía comportarme como si no fuera yo, y no me gustaba un pelo.

Molesto, pinché el botón de «Responder» y tecleé a toda velocidad para que la conciencia no pudiera detenerme. Era libre. Ella me lo había dejado claro antes de marcharme, ¿no?

Asentí con la cabeza, orgulloso de mi escueto e-mail donde la citaba a las ocho en punto en Callao, y después apagué el ordenador. Con una sonrisa de circunstancia en los labios y un extraño compungimiento en el corazón, me tiré sobre la cama y dejé que el sueño arrastrara mi razón y preocupaciones a un rincón al que la conciencia no llegara…

leo

La casa se estaba viniendo abajo. Temblaba. ¡Un terremoto!

Abrí los ojos aterrado a punto de gritar cuando me di cuenta de que no estaba solo en la habitación. Mis dos hermanas me miraban con una sonrisa en los labios. Alicia estaba encima del colchón, mientras este se bamboleaba peligrosamente.

—¿Qué hacéis aquí? —pregunté a medio bostezo—. ¿Qué hora es?

Alicia estudió con el ceño fruncido durante unos segundos su reloj rosa y después dijo:

—Las siete y siete. ¡Anda!

Amy.

—¡Mierda! —exclamé poniéndome en pie y apartando a Alicia de un suave empujón.

En mi cabeza, los minutos iban encajando en una línea temporal Que, mirase por donde mirase, sobrepasaba con creces la hora de la cita. Me quité la camiseta que llevaba y rebusqué en el armario para coger una camisa oscura de rayas. Cuando me di la vuelta, mis hermanas seguían allí.

—¿Qué queréis? —pregunté con apremio.

—Hemos visto el vídeo —dijo Esther.

—¿Qué vid…?

Lo supe antes de terminar la pregunta y, de pronto, caí en la cuenta de que la mayor todavía no me había insultado ni me había mandado a la mierda…

—¿Y os ha gustado? —pregunté con una media sonrisa, olvidándome de la cita y de los pantalones que me iba a poner.

—¡Es genial! ¡Alucinante! ¡Nos encanta! —exclamó Alicia, botando por el cuarto mientras tarareaba una melodía, que, haciendo un esfuerzo, podía reconocer como la de uno de los vídeos.

—¿Por qué no nos has dicho que cantabas así? —preguntó Esther. Sus ojos brillaban de una manera casi aterradora.

—Eh… pues porque quería que fuese una sorpresa —improvisé—. Y me da un poco de vergüenza, la verdad —mentí.

Nos quedamos en silencio los dos, asintiendo despacio, sin saber qué decir, con Alicia revoloteando a nuestro alrededor.

—Bueno, pues… —comencé.

—Sí, te dejamos que te vistas —me interrumpió—. Claro. Vamos, Ali.

Agarró a la pequeña del brazo y la sacó fuera. Antes de que pudiera darme la vuelta para seguir vistiéndome, volvió a abrir la puerta.

—Oye, Leo —dijo con una voz tan baja que por un instante creí que lo había imaginado—, ¿crees… crees que podría presentarte a… a mis amigas algún día?

—¿A tus amigas? —Digamos que si me hubiera hablado en ruso no habría flipado tanto.

—Quieren conocerte.

—Ah, claro. Bien, sí, sí. No hay problema —respondí conmocionado—. Ya quedaremos.

—Genial. —Se le iluminó la cara con una sonrisa y después se despidió. ¿Quién era esa y qué había hecho con mi hermana? Cuando se lo dijese a Aarón, iba a alucinar.

Terminé de vestirme, me metí en el cuarto de baño, me eché colonia, intenté peinarme sin demasiado resultado y después apagué la luz.

Quise llevarme el Gatobús, pero al parecer mi madre tenía que llevar a Alicia a un cumpleaños más tarde. Cuarenta y cinco minutos después y con un dolor agudo en la rabadilla por culpa del asiento de plástico del autobús y los badenes del camino, llegué a Moncloa. El metro iba hasta los topes. Cuando emergí del subsuelo a la plaza de Callao junto al resto de la marea humana, me sentí durante unos segundos completamente desorientado. Amy no estaba por ninguna parte. A mi alrededor la gente se encontraba y se abrazaba, se saludaba o se alejaba en distintas direcciones. Por eso me gustaba llegar más tarde que los demás a las citas: odiaba quedarme esperando en medio de la muchedumbre, me preocupaba que alguien se fijara en mí y cronometrara cuánto tiempo permanecía solo, o que algún tipo con un chaleco reflectante y una carpeta llena de encuestas se me acercase con una disculpa y una sonrisa.

Me apoyé en la baranda que rodeaba la salida de metro y me crucé de brazos con aire despreocupado. «En realidad no estoy esperando a nadie, simplemente estoy viendo pasar a la gente. Me gusta ver pasar a la gente. Es entretenido». ¿Entretenido? Y una leche. ¿Dónde estaba Amy? Con disimulo miré mi reloj. Y veinte. Llevaba casi diez minutos esperando. Seguro que alguien se había fijado ya en mí.

¿Y si me había dejado tirado? ¿Y si al final me había mandado un email diciendo que no podía quedar y no lo había visto? No tenía mi móvil ni ningún otro modo de contactar conmigo. Por culpa de mis hermanas se me había olvidado revisar el correo.

Seguro que me había dejado plantado.

Pues ni de coña me iba a ir de allí andando como si nada, ofreciéndole a mi espectador anónimo el placer de burlarse de mí en secreto para después comentar la jugada con sus amigos, que, por supuesto, habrían ido a buscarlo.

Saqué el móvil y fingí que recibía una llamada.

—¿Sí? —dije improvisando una conversación ficticia—. ¡Hola, tú! ¿Cómo andas? —Hice una pausa y asentí—. Vale, genial. Ajá. —Otra pausa—. Entonces te veo en Sol. Sí, no hay problema. Voy para allá. ¡Hasta luego!

Fingí que colgaba, sonriente, e iba a marcharme de allí cuando Amy me cortó el paso.

—¿Adónde vas con tanta prisa? ¿No habíamos quedado? —preguntó alzando una ceja—. ¿O pensabas darme plantón otra vez, Leo Serafín?

No había cambiado ni un ápice y tampoco había crecido ni un centímetro. Lo único diferente en su aspecto era el pelo, que se lo había cortado a lo garçon y lo llevaba recogido con una diadema negra. El resto, sus ojos grandes y alertas, su postura aparentemente desinhibida y su sonrisa pícara, seguían siendo idénticos a como la recordaba.

—¡Amy! —exclamé acercándome para darle dos besos, pero se apartó y me detuvo colocando su dedo índice en mis labios. Chasqueó la lengua en señal de negación.

—Quieto ahí. ¿He oído que te marchabas? —Llevaba las uñas pintadas de negro. En una mano agitaba un diminuto bolso negro que no debía de contener más que el móvil y un tarjetero.

—Era una broma —respondí haciendo un gesto con la mano.

—Pues te he visto muy dispuesto a largarte y a dejarme sola. —Sabía que estaba jugando. Le encantaba jugar. Parecía un gatito atrayendo y alejando una bola de lana.

Mientras hablaba se había ido acercando muy despacio a mí, contoneando su cuerpecito cubierto por un abrigo negro que le llegaba hasta la cintura y bajo el que se advertía una minifalda negra con lunares blancos y unas medias también oscuras. Los tacones debían de medir cerca de diez centímetros. Miré a nuestro alrededor divertido. Tenía que reconocer que había echado de menos su manera de insinuarse.

—Tienes razón. Pensaba largarme y dejarte sola. Tenía miedo de que me rompieras el corazón otra vez.

Se hizo la sorprendida y después esbozó una media sonrisa de lo más coqueta. La gente a nuestro alrededor había dejado de existir.

—Fuiste tú quien me dejó tirada en medio de la gran ciudad —dijo impostando la voz como una niña enrabietada—. Así que ¿adónde dices que me vas a llevar para que te perdone?

—A un sitio que te va a encantar.

Podría haber vuelto al argentino, como con Aarón, pero tenía la certeza de que Amy no apreciaría el local. Aunque jamás me perdonaría que se lo dijera a la cara, la chica seguía siendo una esnob de pies a cabeza con algún ramalazo de artista bohemia que solo lograba acentuar más su alma de pija. Pero me caía bien y estaba buena. Y yo necesitaba desesperadamente empezar a hacer algo que no fuera ver mis vídeos una y otra vez y dar vueltas solo.

Así que la llevé a un restaurante del que había oído hablar durante mi enclaustramiento y que servía unas tapas tan diminutas que, después de la segunda, el vino blanco que habíamos pedido para acompañar encharcaba nuestros estómagos y ya nos había hecho efecto.

Durante la cena bebimos (mucho), comimos (poco) e intentamos ponernos al día de la vida del otro. Pero como siempre sucede en estos casos, solo salieron a relucir los temas que ambos queríamos plantear mientras que otros tantos quedaban ocultos e ignorados. Por supuesto, no le mencioné a Sophie ni tampoco la razón por la que había vuelto a España.

—Echaba de menos el jamón serrano —bromeé.

Ella me contó que había seguido pintando («Mi rollo es libre, no tiene etiquetas, pero podría definirse como abstracto-moderno», explicó con excesiva efusividad, agitando sus delicados brazos y su considerable delantera). Después me hizo prometer que cuando expusiese en una importante galería de arte barcelonesa con la que andaba en trámites iría a la inauguración. Por supuesto dije que sí sin pensármelo.

Para cuando salimos del restaurante, Amy se agarraba a mi brazo con la estabilidad de un cojo en un castillo hinchable. Era casi medianoche y todavía teníamos cuerda para unas cuantas horas más. Sin pensárnoslo demasiado nos metimos en el primer local con pinta de discoteca en el que no nos pidieron pagar a la entrada y en la oscuridad, con las luces del techo parpadeando en ráfagas multicolores y con una copa cada uno en la mano, comenzamos a bailar muy pegados. Eso era lo que necesitaba. ¿Cómo había podido estar tanto tiempo sin salir de marcha? Desinhibirme, disfrutar del anonimato que ofrecían ese tipo de locales y perderme en las vibraciones de la batería de las canciones que se sucedían.

—¿Te imaginas que un día bailamos tu canción? —me preguntó Amy a gritos, pegándose a mi cuerpo más de lo necesario.

—Tiempo al tiempo —respondí yo acercándome todavía más, susurrándole las palabras al oído y mordiéndole el lóbulo antes de separarme con una sonrisa ávida.

Amy no se hizo de rogar. En cuanto me descuidé, la tenía enganchada al cuello, con sus dedos jugueteando con mi pelo y su lengua con mis labios. Las caricias fueron subiendo de tono al ritmo de la música. Sediento de besos, respondí a ellas con el mismo frenesí.

Nos fuimos arrastrando sin darnos cuenta hasta una esquina del local y allí nos quedamos, con nuestras manos recordando los secretos de la piel del otro, indiferentes a las miradas ajenas. De vez en cuando parábamos, nos mirábamos a los ojos, brillantes en la penumbra, y volvíamos al ataque.

Cuando Amy intentó llevarme al siguiente punto de parada, tuve que contener las ganas de asentir y pedí una tregua para tomar aire.

—Aquí no —le dije con voz ronca, consciente de pronto del espectáculo que debíamos de estar ofreciendo.

Ella se rió con cierta histeria y me guiñó un ojo. Después metió la mano en su diminuto bolso, sacó el móvil y me agarró del hombro para acercarme.

Sonríe —elijo, y yo obedecí. Pero justo cuando saltaba el flash, ella ladeó la cara y me dio un lengüetazo en la mejilla.

Me aparté de ella un tanto sorprendido.

—¿Qué haces? —le pregunté.

La música, aunque sonaba igual de alta que antes, ahora me molestaba. Hacía más de una hora que había terminado mi copa y los efectos del alcohol y la repentina excitación empezaban a desvanecerse lentamente.

Ella volvió a reír con fuerza, me enseñó la imagen en la que yo salía sonriendo y ella con una sensual mueca de placer mientras me probaba como a un helado, y después guardó el móvil corriendo. No sabía por qué, pero no me sentó nada bien.

Amy fue a acercarse, pero yo me aparté. Me miró ofendida y después alzó los hombros para preguntar qué me pasaba.

—¡Necesito aire! —grité. Cogí mi cazadora y salí al frío de la noche.

Debían de ser cerca de las dos de la madrugada y una niebla espesa y húmeda se adhirió a mi sudorosa piel. Reprimí un escalofrío mientras me cubría el cuerpo y me frotaba los brazos con fuerza.

—¿Y a ti qué mosca te ha picado? —Con una mano agarraba el bolso y con la otra la chaqueta. Con un gesto áspero me ordenó que le sujetara lo primero para que pudiera ponerse lo segundo. Después me lo arrebató de las manos—. Es una foto, tío, no un vídeo pomo en el que nos acostamos juntos.

La broma no me hizo ni pizca de gracia, pero tampoco respondí. Estaba exagerando la nota sin motivo. Era Amy, no una desconocida chalada.

—Perdona —dije—, supongo que es el bajón…

Ella pareció complacida con mi disculpa y se acercó a mí.

—Anda, deja de decir tonterías y cúbreme, que me estoy muriendo de frío.

Le pasé el brazo por el hombro y enfilé la calle en dirección a la parada de autobús más cercana. Pero en cuanto Amy se dio cuenta de adonde íbamos, se paró en seco.

—¿No estarás insinuando que te largas ya?

—Pues… sí. Llevo mucho tiempo sin beber y creo que he alcanzado mi tope con la cena. El resto ya me pesa.

Negó con el dedo y a continuación fue subiendo la mano por mi pecho hasta mis labios.

—No hemos terminado y no voy a dejar que te marches.

—¿Y qué piensas hacer para retenerme?

Por respuesta, metió las manos en su bolso y sacó un manojo de llaves.

—Mi padre me regaló un pisito el año pasado. A lo mejor puedes quedarte a dormir en mi casa.

Fruncí el ceño, como si me costara decidirme.

—No sé, no sé… —Ella puso morritos y yo suspiré—. Está bien… Pero solo porque no debe de haber muchos autobuses a estas horas.

—El problema es que solo tengo una cama…

Yo sonreí con todos los dientes.

—Nos las apañaremos.