This is the hardest story that I’’ve ever told
No hope, no love, no glory
Happy endings gone forever more…
Mika, «Happy Ending».
—BUENAS tardes, Dalila… masiado frío. Querida Dalila… Demasiado formal. ¡Ey, Dalila! ¿Qué pasa contigo? Demasiado, demasiado informal. Hola, Dal.
Bien. Eso estaba bien. Un buen comienzo era fundamental. Llevaba delante del ordenador veintinueve minutos y por el momento era lo único que había logrado escribir.
Treinta.
Me froté las manos para entrar en calor (o para retrasar el momento) y coloqué los dedos sobre las teclas, casi rozándolas. Ahora solo tenía que poner algo. Lo que fuera. Como si Dal siguiera siendo mi novia, mi vecina, y no la superestrella en la que se había convertido.
Superestrella. El impulso de cerrar de golpe la tapa del portátil fue casi incontrolable.
—No —dije en voz alta para convencerme—. Escribe y no pienses.
Y eso hice. Durante la siguiente hora tecleé, borré, edité, escribí, borré, escribí, borré, borré, borré… hasta dejar un mísero párrafo con la barra del cursor parpadeando un reglón por debajo, burlándose de mí.
Mándalo. No lo mandes. Mándalo. No lo mandes…
Hola Dal,
¿Qué tal estás? Imagino que muy ocupada con todo lo del rodaje y eso (no quería parecer desinformado). Te he visto por todas partes. ¡Sales guapísima! (quizá debería haber quitado las exclamaciones, aunque de poco hubiera servido). Yo estoy bien (gracias por preguntar, ja, ja). Ocupado con algunos asuntos (decir que con las clases y los deberes sonaba demasiado infantil) y echándote de menos, pero feliz (¿daría por hecho que considero que ella no lo es? A lo mejor debería omitir esta última parte). Estoy deseando ver la película (mentira), seguro que de Castorfa te ves genial (mentira). Espero que todo te vaya fenomenal y deseo que este sea solo el comienzo de una larga carrera en Hollywood (y… mentira también).
Ojalá encuentres algún rato para poder contestarme a este e-mail y me cuentes algo sobre tu nueva vida (¿estaba pidiendo demasiado? Mejor: Sé que estás muy ocupada, así que responde solo si tienes tiempo).
Con cariño,
Aarón
Obviamente, a la despedida le dediqué otros veinte minutos. Un beso, Saludos cordiales, Sé feliz… Por supuesto ni se me pasó por la cabeza escribir «Te quiero». Nunca nos lo habíamos dicho a la cara y no quería que la primera vez fuese por ordenador.
En cuanto al asunto del mensaje, debía ser informativo, cariñoso y distendido. Tenía que resumir el contenido del e-mail, ¿verdad? Que no sonase a fan histérico, sino a su novio (¿o era ya «ex»?). Me golpeteé el labio con el dedo indeciso, hasta que di con ello: Espejito, espejito… ¿Hay alguien ahí?
Sacado de contexto, debía de parecer estúpido, pero sabía que Dal lo pillaría. El trabajo que nos unió tanto a final del curso pasado, y por el que pasé tantas horas investigando, preparando cartulinas y Power Points, viendo películas y leyendo sin descanso para después contarle mis pesquisas a ella, iba sobre los cuentos de hadas y su repercusión en los tiempos modernos. El tema lo eligió la profesora y Dal, bajo todo pronóstico, me preguntó si podía ser su compañero. Gracias a aquel trabajo nos conocimos mejor y comenzamos a salir.
Dos cosas me quedaron claras entonces: que los milagros existían y que a veces les tocaban a pardillos como yo.
Le di a «Enviar» sin más miramientos ni segundos pensamientos y me quedé observando la pantalla de mi bandeja de entrada conteniendo el aliento, imaginando un futuro perfecto en el que me llegaba la respuesta de Dal y me decía algo tan sencillo y posible como que me había echado de menos todas estas semanas de silencio.
Y, de pronto, como si los dioses de internet (o Jane, la amiga incorpórea de Ender) hubieran escuchado mis ruegos, llegó un nuevo correo… y era de Dalila.
Con manos temblorosas, acerqué el ratón hasta él y pinché.
El mensaje que ha enviado no ha podido ser entregado a ninguno de sus destinatarios. La dirección utilizada ha sido dada de baja.
Dada de baja. Ya no existía. Caput.
Cerré el portátil con impotencia y desvié la mirada hacia la estantería que había a mi espalda, donde se apilaban desordenados todos los libros que habíamos utilizado para el trabajo sobre los cuentos: Rodari, Propp, Bruno Bettelheim, la recopilación de los hermanos Grimm, las versiones de Perrault, novelas que los actualizaban, varios DVD de Disney… una montaña de recuerdos sobre los que se asentaba nuestra relación. O lo que fuera que hubiéramos vivido.
Y debajo, mi cama, la misma en la que nos habíamos besado por primera vez. Solo con pensar en ello el pulso se me aceleraba y la memoria desdibujaba los detalles hasta emborronarlos por completo.
Esa tarde habíamos planeado ver la versión de Disney de La cenicienta, Por siempre jamás y Una cenicienta moderna (¡con Hillary Duff! Eso pensé yo: «Ufff…»). Dalila creía que era importante documentarnos a fondo antes de ponernos a escribir y, dado que esa iba a ser de las pocas tardes en las que ella podría ayudarme, acepté.
Nota al margen: Dal era una chica muy ocupada. El primer día que quedamos fuera del colegio para organizamos, me lo dejó claro. Tomaba clases de gimnasia rítmica, bailes de salón, acupuntura e interpretación. Ayudaba a su madre en el estudio de fotografía que tenían y a su padre en la escuela donde impartía lecciones de pintura. Los fines de semana se iba a casa de unos amigos a las afueras y el resto del tiempo lo dedicaba a estudiar para no suspender. Tras sincerarse me dijo que comprendería perfectamente que no quisiera cargar con casi todo el peso del trabajo, pero yo insistí en que lo haría encantado y ella a cambio me regaló su sonrisa más sincera, preludio de lo que vendría después.
Esa tarde nos recostamos en la cama y pusimos la primera película en el ordenador. Podríamos haber bajado al salón para verla en la pantalla grande, pero solo con imaginar a mis hermanas y a mi madre rondando como buitres a nuestro alrededor, opté por que nos quedáramos en mi habitación.
Después de terminar de ver la versión de Disney y tomar notas sobre los cambios (o destrozos) que la productora había hecho respecto al cuento original, pusimos la peli de Drew Barrymore. Padre, madrastra, dos hermanastras… la historia era la misma, pero Dal parecía temblar de emoción y a veces hasta la oía susurrar en voz baja diálogos completos.
De repente, a los pocos minutos de haber comenzado, apoyó su cabeza sobre mi hombro y yo perdí la noción del tiempo, del espacio y de la realidad. Todas mis terminaciones nerviosas se reunieron alrededor de mi cuello y de mi pecho, donde sentía sus cabellos. Dejé de controlar mi respiración y temí que el corazón estuviera palpitando tan fuerte que no la dejara escuchar los diálogos. De reojo, la miré. Ella estaba también mirándome. Sonreímos, cohibidos de pronto, y ella se incorporó unos centímetros, los justos para que notara la suave brisa de su aliento en mis labios. Se me erizó el vello y creí que el mundo se detendría. Sentí la garganta seca y perdí la noción de todo excepto de su proximidad. Después no hubo espacio entre ambos.
No era mi primer beso, pero los anteriores solo los había catalogado como «de los de verdad» hasta que llegó ese. Con torpeza, me obligué a concentrarme en mis labios, mis dientes y mi lengua para no estropearlo de algún modo… al cabo de los primeros segundos, mi mente se fundió como una bombilla sobrecargada y dejé de pensar.
Fue entonces cuando mi madre decidió que era un buen momento para traernos un bol de galletitas saladas y un par de refrescos. Nos apartamos dando un respingo y yo comencé a enrojecer a toda velocidad.
Por suerte, Dal decidió tomarse la situación con humor y comenzó a desternillarse de risa conmigo. A partir de entonces, pasamos más tiempo junto, siempre pendiente de su ocupada agenda. La necesidad de pasar cada segundo con ella se fue volviendo más y más irrefrenable con cada uno de nuestros besos, hasta el punto de sentir que dejaba parte de mi cordura atada a su cintura cada vez que nos despedíamos.
Más tarde vino el dichoso verano, y con él la separación y la absoluta incomunicación.
Por eso me dolía tanto aquella situación. Nunca había luchado por nada en la vida, solo por ella. Y ahora, sin que tuviera nada que ver, todo se había ido al garete. ¿Qué clase de justicia era esa?
La misma que había permitido que Leo colgase mis canciones en YouTube.
En cuanto pensé en ellas, todo lo demás quedó en un segundo plano, lejano y difuso. Sin poder contenerme, me metí en internet y di con el canal. El nombre se había quedado grabado a fuego en mi memoria: Play Serafín.
Saqué fuerzas de flaqueza y fui reproduciéndolas una a una al tiempo que tarareaba con mi propia voz. Resultaba tan extraño ver la cara de Leo vocalizando como si fuera yo… ¿nadie notaba nada extraño? ¿Era yo el único que se había dado cuenta de que esa no era su voz? La suya era más grave, menos melodiosa, incluso cuando se esforzaba por qué no fuera así. ¿Cómo podían pensar quienes lo conocían que esa era su verdadera voz? Sí, antes de que Leo se marchara era bastante habitual que, por teléfono, nos confundieran, pero de ahí a hacerse pasar por mí…
Presté atención, bajé el volumen e intenté no fijarme demasiado en mi voz. A lo mejor estaba exagerando. Tal vez no fuese sencillo descubrir la trampa. Leo se había estudiado a conciencia la letra y mi manera de cantar, y la verdad es que, ignorando esa sobreactuación que a veces le perdía, lo hacía bien; parecía que realmente estuviera cantando él. Noté un escalofrío. Pero no era él. Era yo. Yo.
Como si hubiera estado esperando tras la puerta el momento más oportuno, Leo entró en mi habitación con una sonrisa de oreja a oreja que no me gustó un pelo. Cerré la ventana de internet inmediatamente.
—No hace falta que lo escondas. —Se tiró en la cama y cruzó los brazos sobre la cabeza—. Veo que estás aprovechando para ponerte al día.
—Solo estaba mirando… —repliqué dándome la vuelta y volviendo a encender la pantalla (¿de qué servía fingir?). El número de visitas debajo del vídeo captó mi atención al instante: 4.366.
—¿Y qué opinas? ¿Te gusta? —Leo intentaba parecer despreocupado, pero su voz le delataba.
—Está bien.
—¿Que está bien? ¿Solo eso? Aarón, hemos tenido una media de más de mil visitas al día.
—A lo mejor es solo al principio y luego se cansan… —comenté con la intención de cortarle un poco las alas que le mantenían en la estratosfera.
—No digas tonterías —me espetó incorporándose—. Esto irá a más y a más ya…
—Ya lo veremos —le interrumpí—. No adelantes acontecimientos.
Se sentó en el borde de la cama y dio un puñetazo a la almohada.
—¿Por qué tienes que ser tan negativo? ¡Disfruta del momento! ¡Sueña un poco!
—Todavía no estoy seguro de querer… Leo masculló y negó con desesperación.
—¡Creí que habíamos superado esa fase! ¡Que me habías dado luz verde!
«Y lo había hecho», pensé. Pero mi decisión se encontraba a la deriva, zarandeada por la incertidumbre, la vergüenza y el miedo a sufrir sin necesidad.
Leo alargó los brazos, agarró mi silla y le dio la vuelta para que le mirara de frente.
—Lo único que hará que la gente deje de visitarnos es que no encuentre material nuevo, pero eso tiene fácil solución. —Desvié la mirada hacia un lado para evitar sus ojos—. ¿Has leído ya los comentarios? ¿Has visto que no mentía? Les-Gus-Ta.
No tenía que leerlos para saber cuál era la reacción general. Solo con recordar a todos mis compañeros de clase mirando anonadados los móviles, se me hacía un nudo en la garganta. «Tu hermano ha vuelto a superarse», había dicho Elena observándome por primera vez como si parte del encanto de Leo pudiera habérseme pegado mientras dormía.
—¿Qué me dices? —Leo había estado hablando, pero no le había prestado atención—. Tendrá su gracia, ¿no crees? Por lo de Dalila y eso…
—¿De qué hablas?
Me agarró la cara con las dos manos y me obligó a mirarle.
—Haz el favor de concentrarte —me ordenó—. Necesitamos versiones de canciones y había pensado en una que, dadas las circunstancias, podría venirnos genial: «Hey There Delilah». ¿La conoces?
No pude contener una media sonrisa. ¿Si la conocía? ¿Si la conocía? Me la sabía de memoria. No solo la letra, sino también los acordes de guitarra, el ritmo, las pausas en las que tomar aire… todo.
—Me suena —respondí conteniendo las ganas de decirle lo mucho que me gustaba en realidad y la ilusión que me haría grabar mi propia versión.
Leo me soltó la cara y me dio un par de cachetes suaves.
—Ese es mi hermano. Tendremos que ponernos a trabajar ya mismo. ¿Tienes planes para este fin de semana?
—Pues…
—Cancélalos. Tenemos trabajo.
Me encogí de hombros y asentí. No sería difícil superar el nivel de diversión de los últimos meses.
—Y dado que has hecho unas pellas del tamaño de una catedral. Fui a replicar, pero no me dejó.
—Dado que has hecho unas pellas del tamaño de una catedral —repitió—, mejor empezamos ahora mismo. ¿Dónde compones? ¿Tienes guitarra en casa? ¿O es todo por ordenador? Porque si es…
—Leo, para. —Esta vez fui yo quien le puse las manos sobre los hombros—. Si lo hacemos, será a mi manera. —Como vi que no tema intención de cortarme, seguí—. A partir de ahora quiero que cuentes conmigo para todo lo que decidas, ¿entendido? No quiero que me metas prisas, ni que me des órdenes. Tampoco quiero que me presiones si hay una canción que no quiero cantar, ¿entendido?
—Hecho.
—Yo trabajo solo. No quiero, en principio, que estés presente ni cuando me grabe ni cuando componga, ya sean versiones u originales.
—Lo capto.
—Y los vídeos… —Su mirada se ensombreció y yo me mordí el labio inferior—. Preferiría que no los vivieras tanto.
—¿Tú también piensas que sobreactúo?
—Yo…
—O sea, que sobreactúo. —Hinchió el pecho y miró arriba—. Pues a la gente le gusta, para que te enteres.
Cuando era más pequeño (es decir, antes de que decidiera marcharse y dejarme tirado). Leo quería que le compraran una mascota. Una de las de verdad, no como las anteriores, una tortuga (que m siquiera sacaba la cabeza del caparazón) y un periquito (que te destrozaba los dedos cada vez que intentabas limpiar la jaula). Quería un perro o un gato en su defecto. Cuando lo comentó durante una cena, nuestro padre se puso serio y dijo: «Cuando aprendas a controlar a la que ya tienes». Todos nos miramos con una sonrisa en los labios, incluso Leo pensaba que a nuestro padre se le había ido la cabeza. «¡No hay ninguna mascota en casa!», le dijo. Y mi padre contestó: «Me refiero a tu ego, Leo. Si se te han muerto los otros animales es porque te preocupas más por ti que por ellos. Te aburres y los dejas. Más te vale aprender a domarlo o un día se hará tan grande y peligroso que te comerá vivo». Sí, nuestro padre podía resultar un auténtico imbécil si se lo proponía. Por entonces mi hermano tenía quince años. No volvió a pedir una mascota nunca más y, para llevar la contraria a mi padre, se encargó a conciencia de alimentar a la que ya tenía; y debo reconocer que lo hizo bastante bien.
—No sobreactúas —le dije intentando evitar la catástrofe—. Solo… solo digo que es mejor si en algunas partes no exageras tanto. Eso es todo.
—Eso es sobreactuar.
—Bueno, vale. No lo hagas. Si quieres, una vez que tenga las canciones, podrías verme cantarlas y así me imitas. ¿Qué te parece?
—Que de pronto parece que eres tú quien lleva la voz cantante —rezongó él.
—Joder, Leo. Si me intereso porque me intereso, y si no porque no. Apretó los labios y después se revolvió el pelo.
—Vale, lo siento. Ha sido el calentón del momento —dijo—. Acepto tus condiciones. ¿Algo más?
—Por el momento, no.
Dio una palmada y se puso en pie.
—Entonces pongámonos manos a la obra. ¿Dónde trabajas?
Yo también me levanté y fui hasta el armario. De su interior saqué la guitarra eléctrica que me regaló mi padre las Navidades pasadas.
—No me lo puedo creer. ¿Es una Fender? ¿De verdad?
—Una Gibson Les Paul Custom.
Mi hermano se abalanzó sobre ella y la estudió con ojos ávidos, abiertos como platos.
—Dios mío. ¿Cuánto cuesta? No, mejor no me lo digas. Bueno, sí. ¿Cuánto?
—Fue un regalo —respondí cogiéndola de vuelta—. Déjame probarla.
Solté una carcajada y la puse a mi espalda. —Creo que no. ¿Sabes, tu bola 8 esa?— Tonya.
—Sí, Tonya. Pues esto es igual, solo que con un nombre más largo. Yo soy el único que puede tocarla.
Leo refunfuñó en voz baja para que no llegara a entenderlo. Mientras tanto, me agaché junto al enchufe de la pared y conecté el amplificador del instrumento. Después rasgué las cuerdas y mi hermano dio un salto sorprendido.
—¿Aquí? ¿Compones… aquí?
—Normalmente bajaba a tu habitación, pero ahora que estás tú, espero a quedarme solo para trabajar…
—Para eso necesitabas mi ordenador, ¿no? —adivinó.
—En él tengo el programa para los arreglos, sí. El mío es demasiado lento.
De repente me sentía contento y animado. Metí el hombro en la banda de la guitarra y me volví.
—Pareces profesional y todo —dijo mi hermano.
—Lo soy, ¿no lo has oído? Mis canciones están por todo internet.
—Vaya… —replicó él haciéndose el sorprendido—. Quién me lo iba a decir.
Nos echamos a reír y después le pedí que se sentara. Por extraño que pareciera, tenía ganas de tocar, de dejar que alguien me escuchara sin juzgarme.
—A ver qué te parece… —dije concentrándome en colocar los dedos en el lugar correcto. Mi hermano me miraba entre expectante y emocionado. Y…
Me puse a tocar la canción. Primero la melodía sola y después la letra. «Hey there Delilah what’s it like in New York City…»apenas tenía que prestar atención a lo que decía. Mi lengua se movía sola, por inercia. Mis dedos subían y bajaban por el cuello de la guitarra acariciando las cuerdas y rasgándolas con intensidad. Respiraba la melodía y dibujaba las palabras como si yo la hubiera compuesto para Dal. Deseaba desesperadamente tocársela algún día. Por eso había estado practicando en secreto durante el verano. Ella todavía no lo sabía, pero sería nuestra canción.
Imaginé cómo debió de sentirse Tom Higgenson cuando la estaba creando, mucho antes de empezar a ganar Grammys, escalar puestos en las listas de las más escuchadas o de grabar el videoclip. ¿Quién era esa Delilah de la que hablaba? ¿Se habría enamorado de su compañera de clase? ¿Se habría convertido también ella en una superestrella y él habría optado por esa manera para demostrarle sus sentimientos?
«I know times are getting hard / But just believe me girl someday Til pay the bilis with this guitar…».
Seguí cantando hasta el último estribillo, donde mi hermano se unió a los Oooh finales. Rasgué la última cuerda y, cuando el sonido se apagó en el silencio de la habitación, Leo prorrumpió en aplausos.
—¡Bestial! —exclamó—. ¡Eres la leche, tío! ¿Por qué no me has dicho antes que conocías tan bien la canción?
—Quería darte una sorpresa —dije, sintiendo que me sonrojaba. La adrenalina del momento se había zampado todo rastro de duda que había albergado antes de tocar. Quería hacer esto, podía ser divertido. Incluso si tenía que ver la cara de Leo fingiendo que cantaba él.
—Tendremos que ponernos a trabajar. ¿Necesitas mi habitación? Toda tuya. Yo dormiré aquí esta noche.
Solté una carcajada.
—Si hubiera sabido que era tan fácil que me cambiaras el cuarto, lo habría hecho con trece años.
—Con trece años no tocabas ni cantabas así, no flipes. También era cierto.
Mi móvil soltó un zumbido en ese momento. Mientras me acercaba a por él, mi hermano dijo:
—Vamos a bajar a comer y después nos ponemos a trabajar en un nuevo vídeo, ¿te parece?
Tardé en responder. Y, cuando lo hice, no fue lo que esperaba escuchar.
—Hoy no va a poder ser.
—¿Qué? Pero ¿por qué…? ¡Tío, Aarón, si empezamos así…!
Pero no lo escuchaba.
—¿Quién te ha escrito? ¿Qué tienes que hacer? —preguntó.
—Nadie —respondí yo mientras devolvía la guitarra al armario.
—¿Es Dalila? ¿Qué te pone?
—No, no es ella. —Decirlo en voz alta me hirió un poco—. Es Olí.
—Mierda, Aarón… —se quejó otra vez.
—Lo siento, ¿vale? —Me guardé la cartera y el móvil en los bolsillos y salí del cuarto.
—Mañana sin falta, te lo juro. Intentaré estar de vuelta antes que mamá.
Sin esperar a su respuesta, bajé las escaleras atropelladamente, cogí las llaves de la mesita de entrada y salí a la calle en dirección a mi restaurante favorito.