Leo1

It’s the moment of truth and the moment to lie

The moment to live and the moment to die

The moment to fight, the moment to fight

30 Seconds To Mars, «This Is War».

—PERO ¿a ti qué te pasa? —grité en cuanto me recuperé del golpe—. ¡Estás loco!

Yvette irrumpió en el salón a toda prisa, enarbolando la plancha como arma arrojadiza.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó tan desconcertada como yo—. Aarón, ¿qué haces aquí? ¿Y el colegio? —Entonces reparó en mí—. ¡Santo cielo, Leo, estás sangrando!

Me alejé de ella antes de que pudiera acercarse para comprobar el estado de mi nariz y me limpié con la mano el hilillo de sangre que corría por mi labio. Sentí cómo mis nervios y músculos se tensaban de rabia. Tenía ganas de devolverle el golpe a mi hermano. Soltar una frase brillante. Destrozarle por el inesperado puñetazo… pero me contuve. En cuanto el desconcierto dejó de nublarme la razón e intuí lo que podía haber ocurrido, me obligué a relajarme.

Aarón me miraba con rabia a unos metros de distancia, masajeándose el puño con la otra mano.

—Eres un… —masculló con la voz rota—. Nunca creí que… ¿Cómo has podido?

—Pero ¿qué ha ocurrido? —insistió Yvette sinceramente preocupada.

—Déjanos solos, por favor —le pedí—. Estaremos bien. Solo tenemos que hablar…

—¿Que estaremos bien? —preguntó Aarón amenazante—. Espera sentado si crees que voy a cruzar ni media palabra contigo.

De mala gana, la mujer se dio la vuelta y se marchó lamentando nuestra pésima relación. Aarón quiso seguirla, pero lo agarré del brazo al pasar por mi lado. Intentó soltarse. Sus músculos se tensaron bajo la camiseta y temí que volviera a golpearme con rabia desbocada, pero esta vez opuse resistencia.

—¡Suéltame! —me gritó—. ¡Suéltame o te juro que no respondo!

—¡No voy a soltarte! —le espeté zarandeándole con energía. Yo seguía siendo mucho más fuerte que él—. ¡Cálmate y deja que me explique!

—¿Qué tienes que explicarme, Leo? —Sus ojos llameaban como una tormenta eléctrica—. Has invadido mi privacidad, has robado mis canciones y las has subido a internet para que todo el mundo pueda divertirse a mi costa. Ah, y te has grabado haciendo el gilipollas como solo tú sabes hacer para que todo fuera aún más humillante. ¿Se me olvida algo?

Respiré hondo para no abalanzarme sobre él y zurrarle con fuerza. El pecho me latía con intensidad y me estaba costando poner en orden los pensamientos. Esto no debería haber ocurrido así.

Nos quedamos en silencio, como fieras sin control, mirándonos a los ojos y aguardando a que, a la mínima, todo saltara por los aires y nos despedazáramos el uno al otro.

Y entonces, de repente, todo se esfumó.

Su mirada de odio, su tensión, la fuerza de sus brazos… Aarón se desinfló como una marioneta rota y agachó la cabeza. Cenizas sin fuego.

Temiendo que se tratara de una estratagema para pillarme desprevenido, aguardé unos instantes más sin soltarle.

Sentí sus espasmos antes de escuchar el llanto roto. Liberé su brazo y me aparté a un lado. Mi hermano se quedó donde estaba con el pelo cayéndole sobre la frente y ocultándole los ojos. Los brazos le colgaban a los lados inertes, las rodillas amenazaban con dejar de sostenerlo.

—Aarón… —comencé, sintiendo un agujero tan grande como si una bala de cañón me hubiera perforado—. Oye, por favor, escu…

No pude terminar de hablar. Mi hermano me apartó de un fuerte empellón y salió corriendo escaleras arriba. Salí tras él en cuanto recuperé el equilibrio, pero antes de que llegara al segundo piso, su puerta se cerró de golpe y oí cómo echaba el pestillo al otro lado. Golpeé con fuerza la madera, necesitando con desesperación que me abriese, que me escuchase, que me entendiese. Que me perdonase.

Fue en vano.

La distancia que ahora nos separaba se había vuelto insalvable.

leo

Un rato más tarde, en la soledad de mi habitación, atraído como un insecto a la luz de una bombilla, volví a meterme en mi canal de YouTube. La ilusión contenida de anteriores veces regresó con más fuerza al comprobar que mis vídeos habían superado las cuatro mil visitas. Un sentimiento que en ese momento se mezclaba con el regusto amargo de la pelea con Aarón. Para intentar distraerme, fui leyendo los comentarios en español e inglés que los videoespectadores habían dejado.

Eres la lexe, tío. Kiero + + ++!!!

No me perdonaría nunca.

Dios, y este BOMBÓN de dónde ha salidoooooo???

No volvería a hablarme.

Me encanta cómo canta, pero me pone nerviosa por gesticular tanto.

Me estrangularía durante la noche.

KIERO Q SE CASE CONMIGO LE QUIERO MAZO ALGUIEN TIENE SU MVL??? GRACIAS BEXITOS LUMY.

Contaría la verdad y yo quedaría como un gilipollas.

Qué canciones más guapas. ¿Son originales? ¿Alguien sabe si ha sacado un disco?

A lo mejor hasta me demandaba.

Con un gruñido, golpeé el teclado y me levanté de la silla. No era capaz de quitármelo de la cabeza. La culpabilidad que sentía en los pulmones me estaba desgarrando el ánimo y las ganas de seguir con todo ello. ¿De qué servían todos esos mensajes de amor incondicional si Aarón me odiaba con toda su alma? ¿Acaso no había hecho todo esto por él? ¿Por reunirlo con Dalila?

La pregunta se quedó planeando entre mis pensamientos caóticos como una pluma en mitad de la tormenta. Y entonces oí una sonora carcajada que reverberó en mi cerebro.

Lo hacía por él, ¿no?

Si yo conseguía algo, sería colateral, ¿verdad? ¿Verdad?

Ser consciente de la auténtica realidad me derrumbó hasta el punto de dejarme caer sobre la cama. ¿A quién quería engañar? Había vuelto a actuar pensando solo en mí. En los halagos. En mi beneficio. De no haber sido así, nunca habría llevado a cabo todo el plan en secreto; no me habría grabado haciendo playback, no habría mantenido al margen a Aarón.

Y ni siquiera había sido capaz de pedirle perdón todavía.

«Un día tu orgullo te va a dejar solo», me dijo Sophie pocas semanas después de conocerla. Yo me reí en su momento y olvidé el comentario como quien abandona un trasto viejo en un desván. Pero ahora había regresado con tal fuerza que era capaz de recordar el semblante serio de ella, su dedo señalándome, sus carnosos labios vocalizando con su marcado acento americano, sus ojos cargados de seriedad, seguridad y lástima. Lástima por mí.

Ella había sido quien me había metido en la cabeza todo el rollo del karma, de dar sin esperar nada a cambio. De elegir el bien por encima del mal, de la acción y la reacción, las consecuencias de mis actos y de cómo el mundo me lo devolvería cuando menos lo esperase.

Por eso me había regalado a Tonya. «Está cargada de karma positivo —me dijo cuando me la dio—. Te ayudará a escoger siempre la opción más acertada».

Cogí la bola 8 de la mesilla y la agité con fuerza.

—¿Aarón llegará a entenderme si insisto? «Las señales apuntan a que sí».

No necesité más. Dejé a Tonya en la mesilla y salí del cuarto con decisión.

Subí las escaleras de dos en dos hasta el primer piso.

—Aarón, abre la puerta —le dije aporreando la madera—. Por favor, necesito hablar contigo.

Silencio.

—No pienso irme hasta que salgas o me dejes entrar. —Nada—. Oye, escúchame, lo siento, ¿vale? Siento no habértelo contado, pero te juro que lo hice para ayudarte. Déjame que me explique. Al menos escúchame.

La respuesta fue la misma.

—Tío, Aarón… por favor… —No sabía cómo seguir. Las disculpas no eran lo mío, ¿por qué le costaba tanto a la gente llegar a esa conclusión?—. Me… me siento fatal. Lo digo en serio. Nunca he hablado más en serio. Intenté ayudarte con Dal y la cosa se me fue un poco de las manos. Pero pensaba contártelo. Haz un esfuerzo e intenta entenderme. Ya sabes que soy un capullo y que… y que todo lo que toco lo estropeo, pero también debes reconocerme que siempre lo hago con buena intención, ¿o no?

Silencio. Me estaba castigando con lo que sabía que más me molestaba desde niño. Sin respuestas tenía que seguir hablando. Me estaba probando. Quería saber hasta qué punto iba en serio la disculpa. Cómo lo odié por ello.

—Debería haberte pedido permiso para utilizar las canciones, lo sé. Pero sabía que si lo hacía no me dejarías ni siquiera intentarlo. Y, tío, eres bueno. Tus canciones son una pasada. ¡Ya han tenido más de cuatro mil visitas! ¡En cuatro días! Y deberías leer los comentarios. —Guardé silencio para humedecerme la garganta antes de seguir—. Abre la puerta y dime que me perdonas, por favor. Si… si te molesta… si no quieres que tus canciones sigan colgadas en internet… las quitaré.

Las últimas palabras fueron tan audibles como la caída de un copo de nieve en medio de una autopista.

—Abre, por favor…

Oí unos pasos al otro lado. Henchí el pecho. El picaporte giró y una rendija de luz se coló desde el otro lado.

—Ha sido precioso —dijo una voz que no era la de Aarón.

Yvette terminó de abrir la puerta con los ojos brillantes y una mopa para recoger el polvo en una mano.

—¿D… dónde está mi hermano? —pregunté, sintiendo toda la sangre acumulada en la cara.

—Se ha marchado hace rato —respondió ella todavía con la mirada vidriosa—. Estaba aprovechando para limpiar su cuarto cuando has llegado. Has sido tan sincero, Leo. Si él lo hubiera escuchado… —Asintió con energía. De haber podido, se habría golpeado el pecho con las dos manos—. No sé qué habrás hecho, pero yo te habría perdonado todo.

Estupefacto por el gran ridículo que acababa de hacer, me alejé de la puerta.

—Vete a buscarlo y repíteselo como me lo has dicho a mí. ¿Repetírselo? Ya lo creo que lo haría…

Bajé las escaleras a toda prisa, en parte para huir de la situación más embarazosa que había vivido en mucho tiempo y en parte para no ponerme a gritar allí mismo. Me puse la cazadora y salí a la calle, con la intuición de dónde podía estar mi hermano.

Hubo un tiempo en el que Aarón y yo fuimos como uña y carne. Los dos contábamos el uno con el otro para cualquier idea, para cualquier juego. No nos separábamos ni para dormir. Por entonces compartíamos una habitación con litera y muchas noches nos quedábamos hablando y riendo hasta que nuestros padres nos mandaban a dormir. A veces echo de menos esos años.

Luego crecimos y yo, dos años mayor, creí insalvable la diferencia de edad. Veía a mi hermano como un enano que no dejaba de seguirme allá donde fuera, desesperado por llamar mi atención. Él con doce y yo con catorce años, nos convertimos en unos absolutos desconocidos el uno para el otro. Sus juegos me aburrían, mis formas le molestaban. Me burlaba de cómo hablaba, él se ofendía por cualquier cosa que le dijera. Estábamos siempre peleándonos y pedí dormir en una habitación para mí solo.

Años más tarde, tan repentinamente como había llegado a considerar a mi hermano un absoluto desconocido, volví a redescubrirlo, como si nunca se hubiera marchado. De pronto volvíamos a entendernos, a reír por las mismas tonterías, a ser cada uno el plato de la balanza del otro, imposibles de desequilibrar.

Y el milagro tuvo lugar en el mismo conservatorio al que me dirigía en ese momento.

Se encontraba a diez minutos de casa, junto al Ayuntamiento. Todos los lunes y miércoles, Aarón y yo pasábamos las tardes tomando clases de solfeo e instrumento. Ambos escogimos guitarra, pero yo abandoné al cabo de un año, a diferencia de él, que siguió mucho tiempo más.

Una tarde de invierno coincidimos en el descanso y salimos a la inmensa escalinata de la entrada para tomar el fresco antes de volver a los pentagramas, las claves y los acordes.

Nos sentamos en silencio, sin nada que decirnos, mirando a la carretera. Entonces, un grupo de chicos pasó haciendo el bobo por la acera, indiferentes a las placas de hielo que se habían formado en algunos charcos del irregular pavimento, hasta que uno de ellos pisó mal, se escurrió y cayó al suelo. Intentó agarrarse a alguno de sus amigos, pero no sirvió de nada. De hecho, los arrastró consigo al suelo.

Mi hermano y yo estallamos en risas incontroladas tan fuerte que la barriga empezó a dolemos. Los chicos, que debían de ser de mi edad, repararon en nosotros y nos pegaron un grito. Mi hermano se calló al instante, intimidado, pero yo no. Cuando preguntaron que de qué nos reíamos, les respondí que de ellos con esa chulería innata que en tantos problemas me había metido a lo largo de mi vida.

Una vez que hubieron logrado ponerse en pie, vinieron hacia nosotros insultándonos con la gracia de una carnada de cockers amaestrados, pero cuando le dijeron algo a mi hermano por ser un canijo cabezón con dientes de metal (por entonces lo era un poco y llevaba braquets), no lo consentí. Aarón se quedó rezagado; yo bajé los escalones hasta ellos y les ordené que le pidieran disculpas. Por supuesto, no me hicieron ningún caso. La pelea duró relativamente poco. Me dio tiempo a dar unos cuantos puñetazos y a recibir varias patadas antes de que un profesor del conservatorio saliera para detenernos.

Ensangrentado, regresé al interior del edificio, y allí, con mi hermano mirándome con los ojos abiertos de par en par, emocionado por mi actuación y sin dejar de comentar con entusiasmo toda la pelea, me di cuenta de que volvíamos a ser amigos.

leo

Las mismas escaleras aparecieron ante mí en ese momento, algo más descuidadas, grises y con pequeños rastrojos de malas hierbas entre los peldaños. Aarón también estaba allí, con la mirada perdida en sus zapatillas, los brazos sobre las rodillas y las manos en la nuca.

No advirtió mi presencia hasta que pisé el primer escalón. Entonces alzó la mirada como un animalillo descubierto para después entornar los ojos, extrañado y molesto a la par. Los tenía enrojecidos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó sin apenas abrir los labios.

—Tenía que hablar contigo y sabía que te encontraría aquí. —Sonreí con cuidado, como quien acerca una pipa a un loro, temiendo que le suelte un picotazo—. Llámalo conexión fraternal.

—Hace tiempo que dejé de considerarte mi hermano.

—Como si eso cambiara una sola gota de tu sangre.

Aarón se puso en pie dispuesto a marcharse.

—¡Espera, espera! —Le corté el paso—. Lo siento, era solo una broma. Ódiame y no vuelvas a considerarme tu hermano, pero al menos escúchame una última vez. —Contuve el impulso de morderme las uñas y dije con voz seria—: No voy a permitir que te muevas de aquí hasta que dejes que te explique lo que ha ocurrido.

—Vamos a ver, Leo, ¿cómo tengo que decirte que no soy imbécil? He entendido perfectamente lo que…

—Deja de hacerte el sabiondo conmigo y cállate hasta que haya terminado.

Aarón contuvo su lengua y me fulminó con la mirada. Me concedía una oportunidad.

Suspiré para calmar los nervios y dije:

—Lo siento. Lo siento. ¡Lo siento! —Mi voz reverberó en la pared del edificio—. ¿Te vale con eso o quieres que me prenda fuego a lo bonzo para tu deleite? O, mejor, ¿quieres que vuelva a decirle a Yvette lo mucho que me arrepiento?

La mirada de Aarón se suavizó gradualmente y una sonrisa asomo a sus labios.

—¿Que has hecho qué?

—Ya lo has oído —Puse cara de fastidio, guardé un segundo de silencio para hacerme el interesante y después añadí—: He ido a tu habitación creyendo que estabas dentro y te he pedido disculpas durante un buen rato. Cuando se ha abierto la puerta creyendo que saldrías para perdonarme… ha aparecido Yvette con la mopa.

Aarón soltó una especie de risita, pero sus ojos seguían tristes.

—Me ha dicho que lo he hecho bastante bien —añadí.

Asintió y volvió a sentarse en el escalón. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y se mantuvo en silencio.

—Hace apenas dos semanas que he vuelto y esta es la segunda vez que te tengo que pedir perdón —dije—. Tienes razón en que no estoy muy acostumbrado a hacerlo, pero contigo aquí estoy aprendiendo bastante rápido.

No respondió. Alzó la mirada y la perdió en la carretera vacía. —¿Por qué lo has hecho?— preguntó.

—Quería ayudarte. Pensé que… pensé… —De repente la excusa me pareció infantil y estúpida. Había robado lo más personal de mi hermano y lo había expuesto al mundo sin ninguna consideración—. No pensé nada —admití finalmente—. Soy un maldito inconsciente y así es como actuamos los inconscientes. Mi idea era hacerte famoso… hacernos famosos, en realidad —me corregí—, con tu música y mi cara. Creí que así tendrías una oportunidad de volver a reencontrarte con Dalila.

—¿Con tres vídeos en YouTube?

—Quería colgar más —dije en un patético susurro—. Estas cosas funcionan —le aseguré con ánimos renovados—. Mira a toda esa gente que por colgar algo en internet se vuelve famosa.

—¿Y crees que eso es lo que te va a ocurrir a ti?

—A nosotros. Lo que nos va a ocurrir a nosotros. Aarón, en cuatro días hemos recibido más de cuatro mil visitas.

Enseguida advertí que no había sido buena idea mencionarlo y me dispuse a arreglarlo:

—No sé por qué te da tanta vergüenza que la gente te oiga cantar. ¡Eres buenísimo! Y tus canciones son pegadizas, tienen ritmo… ¡enganchan!

—Son mías, Leo. Mías. No las he escrito ni las he grabado para que las tararearan miles de personas. Las he compuesto… las he compuesto porque lo necesitaba. Y ahora hay un montón de desconocidos que las escuchan y las tararean y las… ¡pervierten! Sin saber ni siquiera los motivos por los que existen.

—¿Y acaso eso las hace peores? ¿Les resta valor? Si son tan buenas es precisamente porque son reales y sinceras. No son prefabricadas. Han salido de aquí dentro. —Le di unos toques con el dedo en el pecho.

Aarón se humedeció los labios, pero no me replicó nada. Lentamente, volvió a sentarse en los escalones de piedra.

—Deberías habérmelo dicho. Tendrías que haberme pedido permiso —dijo.

—Sabes tan bien como yo lo que habría pasado si te hubiera preguntado antes.

—Que no te habría dejado —respondió con total convicción.

—Exacto. Que ni siquiera me habrías permitido intentarlo.

—Pero ¡es que esa es la cuestión! —exclamó mirándome a los ojos—. No quería que lo hicieras y sigo pensando igual ahora que lo has hecho.

Puse los ojos en blanco y me senté a su lado.

—No te entiendo. ¡No puedo comprenderlo! ¿No me has oído cuando te he dicho que eres bueno? ¡Que podría salir algo de todo esto!

—¿Y tú no eres capaz de asimilar que alguien haga algo sin esperar nada a cambio, solo por el placer de hacerlo? ¿Que algunos componemos o cantamos o actuamos o escribimos por amor al arte, para nosotros mismos, y que no tenemos ningún, óyeme bien, ningún interés en que los demás lo sepan o descubran nuestro trabajo?

—No, no soy capaz. Y menos cuando estamos hablando de las maravillosas canciones de mi hermano.

—Por lo que parece, ahora son tus canciones, no las mías —me espetó con marcado sarcasmo.

—Tuve que darles carnaza.

—Así que ahora resulta que no era suficiente con la música…

Mascullé en voz baja. —Yo no he dicho eso.

—Pero lo pensabas. —Se volvió hacia mí—. Déjame que te pregunte una cosa, Leo: si hubiera aceptado ayudarte, ¿habrías dejado que fuera yo quien saliera en los vídeos cantando y no tú?

Touché.

—Has dudado —dijo antes de que me diera tiempo a responder—. No hace falta que contestes.

—Vale, sí. ¡Es cierto! Te habría pedido que me dejaras salir a mí. ¿Y qué?

—Y nada. —Sonrió con superioridad—. Tu ego, que siempre te delata.

—Bueno, ya vale, ¿no? —Me había hartado. Hasta el bueno de Leo tenía un límite—. ¿Qué quieres?

—Quiero que me digas la verdad. Que me expliques qué buscabas con todo esto. ¿Por qué no te habría valido insistirme en que me presentase a los próximos castings de Factor X?

—¡Ya te lo he dicho! —Era desesperante. Como si alguien estuviera echando sal sobre una herida abierta y después se dedicara a meter el dedo.

—No, me has ofrecido la excusa que se te ocurrió para engañarte a ti, y a mí de paso, para convencerte de que hacías lo correcto. Ahora quiero la verdad.

—Eres insufrible. Eres un crío sabelotodo y… —Esta vez rugí con el puño entre los dientes—. ¡Quería hacerme famoso!

—Por internet.

—¡Por internet y por donde me diera la gana! —Estaba fuera de mí. Parecía Bruce Banner transformándome en Hulk, solo que sin la piel verde y mucho más guapo, claro.

—¿Y no valía con que te grabaras representando alguna escena de teatro?

Me reí entre dientes, sin poder contenerme.

—No. Eso no vende. Eso es una mierda y no llega a nadie ni a nada. Si algo he comprobado es que en la red arrasan las canciones, la música y las versiones.

—Así que, como en esto la genética decidió beneficiarme a mí, optaste por robarme mi único talento.

Cómo estaba disfrutando el muy…

—Asi. es. Por eso y porque no sé cantar. No tan bien como mi hermano pequeño. No con tanto arte y salero. ¿Contento?

Aarón asintió algo cohibido y yo me obligué a relajarme. El viento había desistido en su intento de llevarnos a Oz en Huracán Express y, por fin, después de cuatro días, el sol asomaba tímidamente entre las nubes. Quizá fue esa imagen tan bucólica la que me insufló la fuerza necesaria para decir lo siguiente:

—Mira, Aarón, no voy a poder soportar estar así contigo toda la vida. —Abrí las manos con las palmas hacia arriba—. Ya ves, te aprecio demasiado. Por eso, si lo que quieres es que quite las canciones de internet, lo haré. Sin pedirte explicaciones, ni prórrogas, ni…

—Déjalas.

Iba a seguir hablando, pero sus palabras me robaron el aliento. Me volví hacia él con los ojos tan abiertos como si hubiera descubierto que era un holograma.

—¿Quieres… que las deje?

Asintió con semblante serio.

—Cuatro mil visitas, ¿es verdad o te lo has inventado solo para convencerme?

Negué con ímpetu.

—Es verdad. —Me besé la uña del dedo gordo, como hacía de pequeño—. Lo juro por lo que quieras.

—Por Tonya —dijo él con sorna.

—Por Tonya y por Esther, si es necesario. Y sí miento, que les parta un rayo a las dos.

Aarón se rió, esta vez con sinceridad, con ganas.

—¿C… cómo lo has hecho? —preguntó con interés.

—Bueno, primero me aprendí las canciones de memoria y después me puse delante de una cámara para…

—No, idiota. Digo lo de las cuatro mil visitas. ¿Tienes tantos amigos en Facebook?

Negué y sonreí con picardía.

—Tengo mis contactos. Un antiguo compañero de Nueva York es un hacha en internet. Le enseñé el producto y le gustó lo suficiente como para promocionarnos por sus webs.

Me ahorré mencionar el tema del pago. Mi cuenta bancaria y mi mano todavía temblaban al recordarlo.

—Cuatro mil visitas… —repitió con asombro—. Pero… ¿les… les gusta?

Toda la madurez que había mostrado a la hora de regañarme y de echarme en cara mi juego sucio se esfumó. De pronto parecía un niño cohibido por lo que los demás pensaran sobre su último dibujo.

—Les encanta —le aseguré—. Algunos hasta preguntan si no hemos sacado un disco.

Aarón volvió a reír. No podía creerme que estuviera hablando con la misma persona. Quizá le había juzgado mal.

—De todas formas —dijo—, tengo que pensármelo. Si quiero seguir adelante con ello, quiero decir.

Asentí algo turbado.

—Las canciones que hay se pueden quedar, pero subir nuevas… no estoy convencido.

—¿Por qué no? —Intenté que no sonara tan desesperado como de repente volvía a sentirme por dentro.

—Pues porque no le veo el sentido.

—Dalila.

—No, Dalila no tiene nada que ver en todo esto. No la metas. Dalila está olvidada, ya te lo dije.

Negué con incredulidad.

—¿Me dices a mí que deje de engañarme y después vas tú y te mientes de manera tan descarada?

—No me estoy mintiendo. Lo digo en serio: Dalila ya no existe para mí. —No hizo falta que dijese nada para que Aarón reculara— Bueno, a lo mejor un poco. ¡Pero nada importante!, ¿me oyes?

—¿Y si toda esta locura te acercara a ella?

—¿Cómo? —La pregunta era sincera. Quería una respuesta de verdad, algo que yo no podía ofrecerle.

—No lo sé. Pero ya se verá. Si ella ahora mismo está aquí arriba —levante mi mano derecha por encima de nuestras cabezas—, bastará con que nosotros lleguemos hasta aquí —puse la izquierda a la altura de la otra— para que al menos, te escuche. ¿No te parece?

—¿Y no valdría con que le mandase una carta o un e-mail como un fan más?

—¿A ti te valdría? —le pregunté con seriedad. El negó despacio—. ¿Me estás diciendo que ni siquiera has intentado mandarle un e-mail desde que volviste?

Aarón se encogió de hombros.

—Ya lo haré.

Resoplé con indignación.

—En fin, es cosa tuya, hermanito.

Un puñado de hojas se elevó en el aire ante nosotros e hicieron cabriolas antes de rodar por el suelo. Quizá todo aquello no fuera una locura tan grande como había creído en un principio. Quizá…